Tom

Capítulo 4: Camino, despedida y Diosa

Tom se tocó la lengua con los dientes. Tenía un pequeño bulto en la punta, fruto de algo que debería recordar, un ingrediente demasiado caliente, un mordisco eventual, algo, pero no le venía a la cabeza qué. ¿Había comido raíz de belladona últimamente? No recordaba haberlo hecho e, igualmente, era sólo ligeramente alérgico a ella, nada del otro mundo. No justificaba, al menos, la llaga en la lengua, si no había sido muy concentrada. Vaya. Curioso. Ya ni siquiera recordaba lo que había comido en las últimas veinticuatro horas.

Yacía en la cama de su hotel, vestido y sobre la colcha, mirando el techo mientras repasaba los últimos minutos. Ni siquiera recordaba cómo había llegado allí. Debía de haber aparecido en el hotel, sin más, y había caído, dormido, sobre la cama. Debía de haber estado inconsciente un buen rato, porque los músculos le dolían, pero ya no de cansancio sino de inacostumbrada inmovilidad.

El silencio del hotel era reconfortante, después de días en condiciones extremas, perdido en la selva buscando un escondite inexistente en una zona jamás explorada, mucho menos cartografiada. ¡Albania era horrible!

¿Qué buscaba, después de todo? ¿Conocimiento? Para él, hasta aquel viaje, el conocimiento se obtenía de las bibliotecas, de los libros, de los que sabían antes que él. ¿De qué aprender, si nadie había recorrido antes aquel camino? ¿Dónde buscar, si no había referencias? Por lo visto, por mucho que había buscado, no había un lugar mejor que la selva y sus indígenas.

Irónico.

En medio de la antigua y súper poblada Europa, un lugar inexplorado, protegido por la magia más antigua y poderosa. ¡Y él que nunca había demostrado predilección alguna por magia antigua! Le había llevado dos semanas de investigaciones sólo conseguir acercarse al camino de los dioses, marcado con dos enormes piedras a lado y lado, con dos dibujos rúnicos tallados en ellas a escala, cambio futuro y dios, de las que él había deducido el sobrenombre. Claro que también podía entenderse como aviso: a partir de allí, sólo aquellos que anhelen convertirse en dios. Era lo que tenían las runas: era difícil evitar ambigüedades. Para él, eran casi poesía; un lenguaje mucho más flexible que había perdurado tras todos aquellos siglos. Y, además, él ansiaba ser como dios. Aquél era su camino.

Luego, habían seguido diez días de vagar por una senda que aparecía sin fin ante él. Un engaño, claro: en realidad no avanzaba, sino que sólo se lo parecía. Y luego empezó a perder la noción del tiempo, viviendo días eternos, como meses, y noches efímeras. Era como estrellarse contra muros consecutivos: a la que superaba uno, se daba de bruces contra el siguiente.

Lo bueno de aquello era que todas aquellas medidas de seguridad sólo eran pistas de la importancia de lo que guardaban. Había llegado hasta aquella región insituable gracias a relatos de borrachos y cuentos de viejos que nadie creía ya, sin ni una sola prueba física, bien en forma de estudio bibliotecario, bien como relato de alguien que hubiera sobrevivido a las pruebas. Tan sólo una leyenda urbana. Tan sólo una habladuría.

Pero ¿quién protegería con magia de la más potente un lugar sin valor? ¿Quién se molestaría a preparar un recibimiento tan frustrante?

"La gente desaparece allí", le había dicho un mago abandonado, de pelo ralo y sin dientes. "Desaparecen, y no se les vuelve a ver jamás. Y, si les buscas, sólo consigues engañarte, atravesando con un solo paso kilómetros y kilómetros." Él había visto desaparecer a su mujer en aquél bosque. Él había visto como se adentraba, se giraba y le decía adiós. Y, cuando nunca volvió, se decidió a seguirla. "Entrar y salir son uno y lo mismo", le había dicho. La clave que Tom necesitaba para superar la primera prueba. Sólo le quedaban... ¿cuántas? ¿Noventa y ocho? ¿Treinta y nueve? ¿Qué número mágico habrían escogido los antiguos? La Cábala no ayudaba, en aquellos casos: todos los números podrían tener significado. Sólo lo sabría cuando hubiera llegado a la meta.

¿Qué le esperaba, al final? Nadie lo sabía. Sólo se decía que el malogrado Grindelwald había sacado de ese lugar oculto su sabiduría; que había aprendido allí todo lo que lo hizo prácticamente invencible. Con él muerto, a manos de Dumbledore, la única opción para seguir sus pasos era adentrarse en el mundo que lo había formado. Esperaba, al menos, el poder de su antecesor. Tenía años para conseguirlo.

Pero, tumbado en la cama, preguntándose lacónicamente cuánto había aguantado esa vez, en semanas y meses, antes de caer por fin rendido de sueño, sólo podía pensar en Hogwarts y en el orfanato, de los que se había librado diez meses antes, y en cómo de poco los echaba de menos. El orfanato, claro está, no se merecía ni ocupar su memoria, pero le sorprendía no recordar tampoco su residencia con nostalgia. Había llegado a ser popular e incluso querido en ella y, probablemente, los que habían compartido tardes con él sí se preguntaban lo que debía estar haciendo, ni que fuera de tanto en cuando. Él, en cambio, nada. Recordaba todos y cada uno de los nombres, con el historial pertinente, de los que tendrían que optar a convertirse en sus hombres, pero, en medio de la soledad y el silencio del bosque, en ningún momento había deseado tener a ninguno de ellos cerca. Ni siquiera a Nott, con quién tanto había parecido conectar en un principio.

Se sentía como si no necesitara a nadie.

Pero eso no podía ser cierto, por lo menos desde el punto de vista práctico. Necesitaba un ejército útil y servil, que lo respetara y le ayudara a llevar a cabo sus planes, allá donde él no llegaba. Era sólo que eso se le antojaba como una molestia innecesaria mientras se enfrentaba solo a las pruebas, y aborrecía, por comparación, los momentos que había pasado con ellos.

Porque, ¡Merlín, cómo se estaba divirtiendo! Reto tras reto, a cuál más difícil, dignos de probar su inteligencia y su magia. Era sólo el paraíso.

Desapareció ocho años. Ocho eternos años, perdido, escondido, sin que nadie tuviera noticias de él. No es que tuviera a nadie que se preocupara de buscarlo, tampoco, ni que yo sepa si estuvo realmente aislado, todo aquel tiempo. Es algo que deduces, al cabo de unos meses de conocerlo, y te preguntas si realmente es posible que nadie sobreviva ocho años sin hablar con otros. Tenía las serpientes, claro, pero yo, entonces, no lo sabía.

En muchos sentidos, mirándolo con retrospección, se comportaba como un reptil. No noté nada demasiado raro, y lo achaqué a la diferencia de costumbres de los sitios que decía haber visitado. Su versión oficial, por cierto, siempre fue haber hecho un largo viaje por la Europa del centro y del este, y no tuve nunca motivos para desconfiar. Pero fueron ocho años. Ahora, que imagino lo que debió estar haciendo, por lo que intuyo en los comentarios de Mar sobre la zona que exploró también ella al acabar el colegio, me horroriza sólo de pensarlo. ¡Ocho años! En ese tiempo, yo acabé el colegio, encontré mi primer trabajo, luego mi segundo y, por ascensión, mi tercero, gané y perdí unos padres y llegué a conocer tan bien a mis amigos que, sencillamente, me cansé de ellos. Todos hicimos millones de cosas, crecimos, nos relacionamos, nos empezamos a independizar, y él estuvo perdido en un bosque de Albania, recorriendo el "camino de los dioses".

Aún sonrío al recordar cuando mi hija puso, a lado y lado de su cama de matrimonio, dos piedras talladas y pulidas, en las cuales se leía esa misma frase. Me explicó de dónde venían, con una mirada traviesa en los ojos, y las dos nos reímos, ella divertida, yo maravillada de que ella hubiera sobrevivido también a eso.

Pero él también debió de hacer cosas, y muchas, durante aquellos ocho años. Al menos, volvió irreconocible, a nivel de magia negra, y subsistió durante años como el Señor de las Fuerzas del Mal, en las sombras, con sólo lo que aprendió allí. Si él fue capaz de impresionar a todos los que se unieron a él, en su mayoría tan versados en esas disciplinas, concluyo que lo último que hizo fue perder el tiempo.

Yo nunca supe nada. Nunca, hasta que desapareció de mi vida.

Aunque hubo mucho antes de eso - mucho, que tengo grabado a fuego en la memoria.

Lord Voldemort se echó la capa sobre los hombros y se despidió de la pequeña Nagini con un susurro altivo. Donde voy no me puedes acompañar, decían sus silbidos. Pero tampoco desearía que lo hicieras, acababa su actitud.

Nagini, una todavía minúscula serpiente, comparada con lo que sería, no se lo tuvo muy en cuenta, aunque entendió perfectamente el mensaje. Había aceptado abandonar su hogar para ir con él, pero no tenía ninguna prisa por hacerlo. Él estaba nervioso, se le notaba en las manos, y no quiso hurgar en el futuro cercano con celos o inseguridades de última hora. Él la necesitaría, ella había sido la recompensa, no inmerecida, a los últimos meses de concentración y pruebas; lo estaría esperando hasta que acabara de arreglar su vida y, como le había prometido el gran Salazar, pudiera hundir sus colmillos en el tierno cuello de Voldemort. Había decidido ya el lugar exacto en que los clavaría, y cómo se sentiría cuando notara la carne de él abrirse bajo su presión.

Si Voldemort hubiera escuchado sus pensamientos, la acusaría, como otras veces, de dar cariz sexual a todo. Y ella pensaría para sí, mirándolo con arrogancia, que era él quién se lo infería, nombrando por primera vez algo que para ella no tenía ningún sentido.

Pero que se fuera. ¿Qué prisa había por salir de su precioso hogar? Tenía debates a que atender, presas que cazar, comidas por digerir. Una, en concreto, había estado esperándola demasiado tiempo. Y, conociendo a la vieja Nidhogg, seguro que la espera no le sentaba nada bien.

Por eso lo contempló marcharse con displicencia, regocijándose en la escena, manteniendo siempre su frialdad. Te has quedado sola, Nagini, pero sola estarás bien, como siempre. Ella no dependía de Voldemort, ni él de ella. Llegaría un día en que sí, el día de su inmortalidad, pero ahora él necesitaba que alguien más dependiera de él, para resolver unos problemas de línea de herencia que desde el principio habían sido prioritarios para todos los humanos que la rodeaban.

Herencia. Un concepto curioso. Tendría que plantearlo en el siguiente debate como tema; era algo apasionante. Seguro que las demás serpientes estarían encantadas de ser instruidas en la idea, y Salazar y los otros se sentirían honrados de tratar temas tan elevados. Sin contar que podrían sacar a relucir su propia herencia, e indagar qué las había hecho, a través de las generaciones, las serpientes más interesantes que Voldemort había conocido jamás, según opinión expresa de éste. ¿Casualidad? Cuando vives con seis generaciones salteadas de fantasmas Slytherin, muertos todos en el camino hacia ellas, las diosas, aprendes que nada demasiado bueno o demasiado malo es casual.

Pero, bueno, Voldemort estaba desapareciendo entre los pilares de la entrada al pueblo, y ella casi sentía que tenía que memorizar aquel momento, más por él que por ella. Algún día volvería, y las reglas del juego habrían sido giradas. Sólo ella recordaría cómo era antes de marcharse. Sólo ella rogaría que la humana no le hubiera ablandado el corazón.

Tom desapareció por fin, sin girarse ni un sólo momento para ver a Nagini, que se había quedado observándole partir. Nagini pertenecía a otra época, a otros planes, a otra vida y otra muerte. Odiaba salir de aquel mundo al mundo real, tan infestado de muggles y sangre sucia, pero no sentía remordimientos por dejar atrás a la serpiente. Volvería. Y aún no la conocía lo suficiente como para echarla de menos. Aquél era su lugar. Y el de Tom. Algún día. Sólo unas horas, antes de conseguir el mundo.

Tenía trabajo por delante, y no precisamente desagradable. Los fantasmas de sus antepasados lo acompañaban silenciosamente, invisibles, pero él notaba el frío demasiado cercano. Lo acompañarían hasta la serpiente plateada que le serviría para volver a su país natal, mudos, inaccesibles, sólo un soporte final y una muestra de respeto por haber llegado donde ellos fracasaron, aunque demasiado pronto.

¿Y después? Lo tenía todo claramente planeado, la información recogida durante semanas de visitas casuales al centro de Londres, la coartada y la historia de fondo montadas con precisión milimétrica en su mente. Ya cuando cogía la serpiente sabía perfectamente lo que tendría que representar durante los siguientes cuatro años, y se sabía perfectamente preparado.

La sensación de ser estirado hacia la serpiente por el ombligo, de despegar del suelo y el torbellino a su alrededor, mezclados con los inconfesables nervios e impaciencia, serían lo que él siempre relacionaría con la victoria más ruda y visceral y, a la vez, la que sentía con más fuerza.

Mis padres murieron dos años después de acabar yo el colegio. Yo, que viví un Hogwarts como madre y otro como hija, siempre creeré que sólo los tuve durante dos años, y los once que pasamos juntos antes de empezar el colegio. Los internados separan las familias, y más si no estaban muy unidas antes, y los veranos se demuestran insuficientes.

Papá y mamá vivían solos en una enorme mansión, mientras yo estaba en el colegio. Durante las vacaciones, éramos tres, o cuatro, si Alice se invitaba unas semanas para disfrutar de nuestro servicio doméstico y, según su versión, de mi compañía. No quiero analizar con profundidad mi relación con ella, a la que demasiadas noches he dedicado ya, pero basta con decir que la familia Tombstone, luego unida a los Nott, se hundió lentamente en la miseria, pasando a ser uno más de los ilustres apellidos sin fondos que lo sustentaran. Por eso, entre otras cosas, Alice acabó por cansarme. Mamá supo administrar sabiamente nuestra ya extensa fortuna, y estoy orgullosa de poder decir que la herencia que legué a mi hija a mi muerte incluso superó la ya de por sí impresionante que me dejaron mis padres.

Murieron en un accidente tan súbito que su magia no tuvo tiempo de salvarlos. Por aquel entonces los transportes eran muy diferentes a los de ahora, y no había leyes que establecieran las revisiones de carros y carrozas. Tampoco estaba bien visto, ni lo está ahora, presentarse en una casa con la ayuda de métodos mágicos. Hacía de poco elegante, como si por no ostentar hubieras de ser menos digno. Así que acudieron a una fiesta de las que los ocupaban día sí y día no pero nunca llegaron a presentarse. Tampoco fue culpa de ellos - la carroza en mal estado era la que chocó contra la suya.

Yo no iba porque tenía trabajo. Había empezado como columnista en el Profeta, después de ser ascendida desde redactora eventual, y por aquel entonces cubría un reportaje sobre literatura. Prácticamente cualquier otro día hubiera ido con ellos, y hubiéramos desaparecido los tres, quedando tan sólo una placa conmemorativa en St. Mungo's, agradeciendo la generosa dádiva póstuma, toda nuestra fortuna, que los tres incluíamos en nuestros testamentos. Pero, a pesar de que me lo eché en cara durante semanas, fui afortunada. Ellos lo hubieran preferido, desde luego, así.

Hablo hoy desde la distancia, y recuerdo las cosas como si no me hubieran dolido, pero es sólo fruto del olvido. Pasé un año horrible, echándolos de menos dolorosamente, y dejé el empleo en el Profeta, convencida que no podría volver a levantar un dedo sin ver sus caras sonriéndome de nuevo, recuerdo que, como todos, por aquel entonces, me dejaba deshecha en un mar de lágrimas.

Alquilé la mansión Moran a una familia amiga mía, que aún hoy vive en ella, aunque sólo queda ya el hijo, y yo me mudé a una casita pequeña que había en un extremo de los terrenos. Era una casa acogedora, de dos pisos, de piedra y madera, con un enorme invernadero cerca, y pensé que sería lo que necesitaba. En menos de dos meses rehacía mi vida, lejos de los objetos que compartí con mis padres, y organizaba mi vida según las fechas de plantación, riegue, germinación y recolección de todas y cada una de mis plantas. Amaba mi jardín, y aprendía cada día a mejorarlo, mientras me distraía de mi reciente pérdida.

Sin previo aviso, dos años después de la muerte de mis padres, llegó lo que me distraería para siempre.

Y lo primero que recuerdo de él es rabia, miedo y asco.