Tom
Capítulo 5: Dolor, medicina y cicatrices
Fingir heridas físicas era difícil, sobre todo si habías de enfrentarte a una enfermera tenaz, así que Tom, dejando de lado todos sus miramientos, se lanzó a una batalla campal que él mismo provocó, esperando conseguir lo que no quería provocarse. Y vaya si lo consiguió: la pierna desgarrada de arriba a abajo, ambos brazos con mordiscos profundos y más arañazos de los que podía contar. Empeoró la cosa abriendo las heridas con ayuda de su varita y se las frotó contra sus ropas, que antes desgarró y manchó de tierra. La pierna sana recibió un trato peor, y se atrevió a inflingirse mágicamente algunas heridas superficiales, suficientes para no poder caminar.
Quedó literalmente hecho un cromo, contusionado y dolorido y, una vez se hubo transportado hasta el lugar que había escogido para el primer encuentro, tan alejado de las plantas carnívoras del fastuoso invernadero, hubo removido la tierra de su alrededor y hubo fingido señales de lucha entre las plantas circundantes, se hechizó para estar, además, deshidratado y famélico, con símbolos claros de malnutrición. Sólo entonces concluyó el hechizo anestésico con que se había ayudado y, súbitamente consciente de la magnitud de sus destrozos, se hizo un ovillo, con las mandíbulas encajadas de dolor, a la espera de que ella lo descubriera.
La vio salir de casa mucho antes de que se acercara a la zona donde la esperaba. Iba abrigada con una chaqueta de lana - cosa que él también echaba de menos en aquellos momentos, de bruces sobre la tierra fría y cubierta de rocío - y llevaba el pelo recogido en una coleta alta. Parecía otra persona, y no la niña que él recordaba. Habían pasado ocho años, claro, y había abandonado los uniformes y las camisas unisex para convertirse en toda una mujer. Durante unos instantes, y después de meses entre serpientes y fantasmas, Tom sintió que el estómago se le cerraba de pánico ante una erección incipiente que dudaba que pudiera ser contenida dentro de los jirones de sus pantalones, por encantados que éstos estuviesen. Lo salvó el dolor lacerante del brazo cuando se apoyó en él para cerciorarse de que su ropa interior aguantara en buen estado, y, durante unos minutos, no pudo hacer más que jadear, sin resuello, con los ojos llenos de lágrimas.
Por fin ella se acercó, descubrió la tierra removida e investigó cautelosamente hasta que llegó hasta el hatillo de ropas sanguinolentas bajo el que agonizaba él. La oyó inspirar entrecortadamente, boqueando de aprensión, y se esforzó por mantenerse oculto, semiinconsciente, secreto por el momento. Un ruido de telas rozándose precedió a un contacto suave, casi de prueba, en su costado, y tuvo que gemir, nada fingidamente, de dolor, puesto que ella había tocado, precisamente, una de sus heridas. Debió de sorprenderla mucho, porque ella se apartó e inspiró rápidamente, como con miedo. Incómodo, Tom se retorció para permitirse mirarla y cuando, instantes después, conseguía sacar la cara de entre los harapos, la chica volvió a tomar aire, esta vez con instantáneo reconocimiento.
- ¡Tom! - exclamó ella, agitada.
- Silvia - articuló él, en un quejido, y redobló sus esfuerzos por girarse hasta una posición que le permitiera mirarla de manera más cómoda, aunque se sentía demasiado agotado como para tan sólo intentarlo y se quedó a medio camino, en un equilibrio inestable que cargaba su pierna mala más allá de lo que era soportable.
Ella debió de notar su precaria posición, porque, antes incluso de que a él le diera tiempo de caer hacia un lado, su mano lo sujetaba, manteniéndolo tumbado sin tener que hacer esfuerzo alguno. Sus ojos se cerraron, pesados, y sintió que sonreía, espontáneamente, de agradecimiento. Sólo unos instantes después ella apartaba, con mucha prudencia, parte de los harapos que le cubrían la rodilla derecha, la inspeccionaba brevemente y pasaba a la otra, con igual cuidado.
- ¿Q-qué - la oyó musitar, alarmada, mientras lo incorporaba delicadamente - qué te ha pasado?
Abrió los ojos y esbozó una sonrisa que intentaba ser tranquilizadora, pero un acceso de tos lo interrumpió unos instantes.
- Nada - balbució él, sin respiración, al fin. - Lo... siento. No tenía dónde... ir.
La respuesta de la chica fue sacudir la cabeza con una expresión de preocupación que la sonrisa tenue que le dedicó no consiguió disimular. Lo estiró un poco más con el brazo que había pasado alrededor de sus hombros hasta que consiguió sentarlo, aguantando todo su peso. Las piernas de Tom se quejaron agudamente ante el movimiento, pero la sensación de mareo que le provocaba el dolor cedió al cabo de poco, y pudo volver a mirarla.
- Estás herido - observó ella, quizás demasiado inquieta para notar lo ridículo de su comentario. Tom vio cómo sus ojos examinaban su cara, y su cuello, allá donde notaba la tirantez de sangre coagulada y hematomas, y, con una súbita turbación pueril, se preguntó si había hecho bien al presentarse en aquel estado ante la que tenía que ser su esposa, y si no conseguiría, lejos de lo que pretendía, que ella huyera despavorida, asqueada ante su inmundicia.
- He... he tenido problemas con unos... animales salvajes - se explicó, jadeando. - No es... nada.
Los dedos de ella avanzaron hacia su cara, y, sin casi rozarlo, cosa que hubiera sido tan dolorosa como un puñetazo fuerte, en una zona tan sensible, le examinó la mejilla.
- Habrá que curarlo - concluyó, con una mirada que intentaba animarlo y tranquilizarlo, y que para él significó un pequeño triunfo personal. - Ven, te llevaré dentro. ¿Crees que podrás llegar?
Él cerró los ojos, con una mueca de dolor, pero asintió. Llegaría a la casa, y allí ella se encargaría de que no le doliera tanto. Incluso planeado y meditado con antelación, aquello era una tortura, y la sola imagen de un lecho blando y cómodo, y de ella cuidándolo hasta que desapareciera el dolor, encantándolo para que durmiera durante horas, ajeno a sus heridas, parecía de verdad el paraíso. ¡Claro que llegaría!
Movió muy despacio un pie hacia afuera, arrastrando con él la maltrecha pierna, e intentó doblar la rodilla cuando creyó que quedaría estable. Apoyándose en ella, intentó cargar su peso en la pierna, pero falló, demasiado dolorido, y tuvo que descansar, respirando irregularmente, colgado de sus hombros.
- Yo sola no podré llevarte - le murmuró ella, haciéndose cargo de cómo se encontraba y valorando, de manera realista, Tom tenía que admitirlo, la fuerza física de ella y la masa corporal de él, quince centímetros más alto que ella. - Tendré que hacer un Wingardium. ¿Estarás bien?
El asintió y dibujó de nuevo una sonrisa agradecida.
- Dudo que lo notara, si me cayera - bromeó, sin voz.
- En seguida estaremos allí - le aseguró ella, acariciando tranquilizadoramente su hombro. - Cierra los ojos y respira hondo.
Él obedeció, y la dejó hacer mientras, volando, lo sacaba del invernadero. Le dolió, y mucho, el cambio de posición que provocó el hechizo, que lo estiraba por el tronco hacia arriba, dejando sus extremidades muertas, pero decidió soportarlo estoicamente, sin más gesto de dolor que apretar los dientes. Pronto estaría bien. Pronto ella borraría todo aquel sufrimiento.
En cuanto salieron del invernadero, ella silbó, y él imaginó que llamaba a algún objeto que la ayudara a llevarlo. Durante un segundo, debido quizás al dolor, que lo hacía casi delirar, imaginó cómo sería haberse equivocado y que ella no siguiera soltera y sin compromiso y que, para más humillación, estuviera llamando al amante que había dormido en su lecho aquella noche. Claro que, si así fuera, no silbaría, sino que lo llamaría por su nombre, pero los desvaríos de Tom no podían cesar, ni con esta prueba.
El objeto en cuestión era una alfombra mágica de tonalidades irisadas, que se colocó obedientemente bajo él y que, con todo el cuidado del mundo, lo envolvió, mientras lo llevaba hasta la casa, lo hacía entrar en una habitación del piso inferior y lo dejaba, en la misma posición en la que había viajado, sobre la cama, para desaparecer prestamente. Se sintió tan aliviado, al notar sábanas limpias y frescas debajo, que desconectó de todo, incluida Silvia, y se concentró en aquella sensación de dulce calma, sus dolores temporalmente olvidados.
Ella desapareció unos instantes, aunque él no se dio cuenta, y reapareció con trapos, agua tibia y un par de viales de pociones tranquilizantes y desinfectantes. Traía también, y fue lo que sacó a Tom de su aturdimiento, una crema blancuzca con un sutil olor a aloe vera, que debía de ser, por tanto, uno de los remedios mágicos cicatrizantes más extendidos. Curiosamente, Tom había leído al respecto pero era la primera vez que tenía la oportunidad de comprobar los efectos de la mezcla, donde antes él hubiera tenido que usar alcohol, yodo y tiritas, lo único de que disponían en el orfanato.
Siempre con extremo cuidado, ella se acercó a él, con unas tijeras en la mano. Su ropa estaba en tan mal estado que él dudó que fuera necesario el uso de las tijeras, pero se esforzó por facilitarle la tarea, estirando adecuadamente piernas y brazos. Cuando acabó, él llevaba puestos tan sólo los calzoncillos, que estaban prácticamente intactos; sólo se habían manchado de barro en la refriega. Ella, que lo había desnudado en silencio, estudiando rápidamente cada una de las heridas con una expresión competente que Tom no había podido evitar apreciar, le dirigió una mirada interrogativa antes de retomar las tijeras.
- ¿Te... importa? - le preguntó, más por educación que por vergüenza.
- No - mintió él, separando la ropa de su piel con dos dedos. - Mejor quitarlos ahora que cuando todo esté curado y vendado.
Ella le dio la razón y tomó también la tela con los dedos, sin que le temblara el pulso, pero no pudo disimular el rubor de sus mejillas, del cual Tom tomó nota sin hacer comentario alguno. A él no es que le diera vergüenza, pero aquel punto de la relación lo preocupaba. Aspiraba a que ella lo viera como hombre pronto, y que la primera vez que lo veía desnudo fuera cuando se encontraba en tan mal estado era algo que podía ser contraproducente. Después de todo, lo vería sin ropa y no cabría ningún pensamiento sexual en ella. ¿Y si sentaba precedente y no lo deseaba jamás?
Con sólo dos tijeretazos, a lado y lado de las caderas de él, estaba libre del trozo de ropa, y ella lo tapaba pudorosamente con una toalla limpia.
- Quítatelos - le sugirió, mirándolo con preocupación. Seguro que se había dado cuenta de lo que pasaba por la mente de él, que no era precisamente que estuviera cómodo con la situación. - Sólo tienes que estirar de ellos...
- Ya - le sonrió él, y la obedeció. - Gracias.
Estuvo tentado de decir que toda aquella situación era algo violenta, pero supo, por la mirada de ella, que no era algo que ella desconociera, y que probablemente él también lo llevaba bien escrito en la cara. Tiró la prenda, ya inservible, al suelo, junto a los demás harapos, y se envolvió con la toalla que ella le había dado.
- Ahora te las limpiaré - le explicó la chica a continuación, mientras le pasaba la poción anestésica. - Bébete esto, y relájate. Tardaré un poco.
Él asintió, cogió la pócima que ella le daba y se la bebió toda de un trago, ansioso de reencontrar el sosiego. Dos minutos después, la observaba limpiar y curar cada herida con una placidez indolente, confusamente consciente de que las heridas eran propias.
Se presentó ante mí herido. Habían sido unos perros salvajes, o una jauría de lobos de la región, y él, demasiado exhausto para defenderse mágicamente, había recibido numerosas dentelladas antes de conseguir huir. Había caído, me explicó, en mi jardín casi por casualidad, aunque sí que era cierto que estaba en la región porque quería volver a verme, para ver cómo me iba, y eso. Estaba destrozado, lleno de magulladuras y cortes por todas partes y, aunque ignoro qué animales serían los que le atacaron, las heridas eran excepcionalmente profundas, y algunas habían empezado vertiginosamente rápido a descomponerse.
Entonces no sospeché nada pero, claro, supongo que todo fue un montaje. No lo sé. Jamás me dijo nada al respecto, ni conozco magia que pueda fingir tan bien los efectos de un mordisco. Igual se las infectó a propósito, para disponer de más tiempo, o las sufrió durante un par de días antes de aparecer en mi jardín. No lo sé, de verdad. Sólo sospecho que menos parte era fingida de la que podía imaginarse. Probablemente no supo dónde se metía al enfrentarse contra esos animales que, lejos de simples lobos muggle, podrían bien haber sido una especie diferente, capaz de envenenar las heridas que infligían. O haber estado enfermos. ¿Que por qué me niego a admitir lo más evidente? Tom siempre fue muy bueno en todo lo que se decidió a hacer, pero no creo posible que llegara a fingir una infección. Abrir las heridas, pasa. Ensuciarlas de tierra, también. Pero no más. Él nunca supo de la infección, y nunca le confesé que había estado peor de lo que él creía. Estuvo dos días con fiebre, vagamente consciente durante las tardes, pero siempre creyó que tan sólo dormía, y nunca me preguntó qué llevaba la poción que le daba cada pocas horas, más de diez potentes antibióticos diferentes, a la espera que remitiera la infección. Claro que me hubiera costado menos si él no hubiera sido alérgico a algunos ingredientes de las pociones más fuertes. Como no sabía exactamente a cuáles, y no quería arriesgarme, lo expuse a tres pruebas de alergia diferentes.
En sólo una semana me convirtió en una experta enfermera e improvisada doctora, y amplió mi biblioteca médica, multiplicando su volumen por cuatro. Después de todo, creo que si mi hija se hizo médica fue culpa de él.
Pero, bueno. Acabó por curarse, y él sólo creyó que eran heridas leves, que cicatrizaron pronto y sin marca visible. Los días de lluvia se quejaba esporádicamente de la pierna que recibió más contusiones, pero creo que él sabía que valió la pena, y tampoco le daba mayor importancia.
A veces me pregunto si, como Voldemort, también tendría días malos en los que las heridas antiguas despertaran de repente, y me echo en cara mi inocencia. Él murió, cuando se convirtió en Lord, sólo que no murió del todo, ni vivió del todo. Las debilidades de la carne debieron abandonarle por completo, y cicatrices psíquicas no debí dejar.
Al final, fue el más afortunado de los dos. Al menos en eso.
Y yo fui más feliz que él, con Marianne, con los amigos de ella, e incluso con él. Porque, aún lo creo, tuve la suerte de conocerlo. No como Voldemort; eso pudo hacerlo cualquiera. Pero Tom, el verdadero Tom, lo que podría haber sido, eso sólo lo viví yo. Y me niego a creer que fingía siempre. A veces, lo acepto, debía de decir lo adecuado en el momento adecuado sólo porque era perfecto, y no porque lo sintiera de verdad. Pero muchas veces también le salía del corazón.
¿Sigo siendo una pobre inocente?
Tres días después, a Tom no le dolía nada. De hecho, las heridas habían dejado de atormentarlo casi en seguida, en cuanto ella les había aplicado la crema blancuzca y las había tapado con vendajes limpios y firmes. Aquella crema debía de obrar milagros, por lo menos en lo que a dolor se refería, y él se sentía casi como si todos aquellos cortes no hubieran existido jamás. Las heridas menores, además, ya estaban perfectamente cicatrizadas, sin más marca que un enrojecimiento temporal, y a las más graves, que seguían cubiertas y que Silvia le revisaba cada pocas horas, sustituyendo las vendas y reponiendo la mezcla que las recubría tan pronto como ésta se tornaba verde aguacate, color que indicaba que la crema se había oxidado, al actuar sobre la herida, y que era menos efectiva. Lo cierto era que la chica casi no respiraba, de cuidado que lo tenía. Cuando no era mirarle la fiebre era cambiarle los vendajes, que le llevaba cerca de dos horas, y, cuando no, lavarlo, traerle cojines para que estuviera más cómodo o libros para que leyera, o ayudarlo en menesteres de higiene y necesidad física. Lo estaba cuidando como a un rey y, lejos de sentirse orgulloso de lo bien que estaba saliendo el plan, él se sentía casi culpable por estarse aprovechando de ella.
¿Saldría algo constructivo, como él había planeado, de esa extraña relación? Los ojos de Silvia seguían mirándolo alarmados, pendiente de cada aspiración irregular, demasiado consciente de su papel como enfermera como para acercarse a él para tener una conversación normal. Le daba demasiada importancia a lo que eran unas heridas sin más trascendencia, prácticamente curadas, que no dolían desde que ella las había tocado. ¿No podía relajarse y distraerlo con una conversación interesante? Después de todo, esa era una de las razones por las que la había escogido a ella: su conversación.
Pero no. En aquellos momentos, Silvia estaba fuera, en el invernadero, recogiendo algunas hierbas para la comida, según le había dicho, y Tom reflexionaba, tumbado en la cama, sobre unas sábanas celestes, medio incorporado gracias a un cojín granate que Silvia le había llevado desde la habitación de ella. Un contraste curioso de colores, pensaba, con la mirada perdida. Un contraste curioso, como todo lo que ella hacía.
No era que Tom la hubiera conocido mucho, ya en el colegio. Había sido una de las alumnas menores con quien más relación tenía, sí, pero tampoco había sido mucha. En aquellos tiempos él no se relacionaba demasiado con nadie, si no era por interés propio, y, cuando lo hacía, era casi siempre con chicos, que tendían a ser más puramente Slytherins que ellas. Además, estuvo Anna, durante un tiempo, y Nidgey, siempre, y dedicar demasiada atención a una chica, como había demostrado su relación con la ahora señora de Malfoy, daba pie a su reptil favorito para pasarse horas quejándose de las estúpidas humanas y reclamando constante atención por su parte. Cuando el sermón caía por quinta vez, sin poder sortearlo por mucho que lo intentara, acababas por decirle a Anna que era mejor que sus relaciones siguieran en la habitación de ella, si no le importaba.
Pensar en Nidgey le hizo recordar a Nagini unos instantes. Sólo hacía cuatro días desde que se habían despedido e, igualmente, su relación con la preciosa diosa no había sido lo suficientemente profunda como para echarla realmente de menos. No, qué va. Él seguía añorándose de Nidhogg, su primera amiga, su compañera durante los peores años, aunque no sentía su muerte. Nidgey había sido pesada y cargante, celosa y egoísta aunque, sí, brillante y divertida. Él no hubiera deseado nunca que muriera, ni la hubiera apartado de su lado sin motivos mayores, pero tampoco era irremplazable. Nidgey había sido su amiga. Nagini, que la superaba en todo, lo sería pronto, y ocuparía el espacio que había dejado la primera. Nidgey había tenido que morir para dejar sitio a Nagini. Había sido una lucha justa y necesaria, una vez el Consejo había asignado a la pequeña Nagini para acompañarlo en su camino. ¡Y cómo se había puesto Nidgey al respecto! Jamás había estado tan celosa, y ni él había podido calmarla con la promesa de no prescindir jamás de ninguna de las dos. Si ella hubiera podido creerlo y tranquilizarse, nunca hubiera retado a Nagini a la lucha a muerte a que tenía derecho.
Estúpida Nidhogg.
Silvia entró de nuevo en la casa, y él la vio aparecer y desaparecer a un lado y otro de la puerta que comunicaba con el salón, cargada con una pesada cesta que la obligaba a enderezarse para mantener el equilibrio. Se había convertido en una mujer preciosa. Era guapa en el colegio, pero no era más que una niña, y él nunca se fijó demasiado en esas cosas. Ahora, en cambio, había tenido horas para contemplarla, en silencio, mientras ella se concentraba en sus heridas, y la verdad se le revelaba. Era una chica muy atractiva, un poco delgadita, más baja que él, con una figura realmente interesante, sobre todo para alguien que, como él, llevaba años sin ver mujer alguna. Su rostro no había cambiado demasiado; el mentón se había reforzado y los pómulos se le marcaban un poco más, los ojos, antes de un azul increíblemente claro, se habían oscurecido un poco, pero sólo había ido a mejor.
No era que el físico importara, pero se había demostrado, hasta en eso, una buena elección.
La chica reapareció a través del dintel, ya sin cesta y sin la chaqueta de lana que siempre llevaba cuando salía al jardín, y se acercó a su lecho con una sonrisa.
- ¿Estás bien? - le preguntó, con una sonrisa absorta.
- Sin novedad - respondió él, asintiendo con convicción. - No me duele nada, no me pica nada y de fiebre no hay rastro. ¿Y tus hierbas? ¿Se han comportado?
Ella hizo una mueca de molestia y se sentó en el sillón que había junto al lecho.
- Se me está descontrolando el invernadero - explicó.
- No me extraña - la riñó él. - Debería darte vergüenza descuidarlo tanto para cuidarme a mí que, total, ya estoy casi bien.
- Ya veo cómo se agradece mi esfuerzo - le espetó ella, en broma.
Tom bajó la vista a las sábanas y alargó la mano hacia ella, para darle un golpe amistoso en el hombro.
- Mucho - susurró flojito. - Ya sabes que mucho. Me has salvado la vida, Silvia.
- No empecemos - rió ella, cogiéndole la mano que él había estirado. - Sé que me lo agradeces mucho, y todo eso. ¡No hace falta que me lo digas cada diez segundos! ¡Tom, sólo era una broma!
Él la miró, fingiendo enfado, pero su expresión no tardó en cambiarse por una sonrisa.
- Ya lo sé - le aseguró. - Pero es que, de verdad, Silvia, te lo agradezco mucho. Ya, ya, no lo digo más hoy. Pero estoy muy agradecido.
- Tú ponte bueno - suspiró ella. - ¿No te pica nada? ¿Seguro?
Él calló unos instantes, comprobando el estado de su cuerpo, y luego sacudió la cabeza, mientras se rascaba la nariz, lo único que había encontrado que le picaba.
- Todo en orden - le aseguró.
- La comida estará lista dentro de diez minutos - informó ella.
Él asintió sin darle demasiada importancia. Hacía días que no se movía de aquella cama y, aunque rehacer tejidos y reponer sangre perdida no era una tarea menospreciable, no podía decir que se encontrara nada cansado. Decidió, en cambio, llevar la conversación hacia su estado de salud.
- Pronto podré levantarme - dijo, más como sugerencia que por convicción. - ¿No crees?
Ella asintió y le dio dos golpecitos suaves en el dorso de la mano.
- La herida de la pierna es la peor, pero todo lo demás ya está casi curado - le respondió. - Supongo que podríamos empezar a hacer ejercicios la semana que viene, o así. Ya veremos cuando puedes levantarte.
Tom asintió y giró la mano que ella le había tocado hasta que los dedos de ella, que aún estaban sobre la mano de él, quedaron en contacto con las yemas de los dedos de él.
- Tengo ganas de salir de la cama y ayudarte - dijo él, en un susurro que pretendía ser dulce. - No es que me queje, ¡para nada!, de cómo me estás tratando. Al revés... Silvia, me siento culpable por entretenerte tanto. Me sabe mal causar tanta molestia. Y, desde qué llegué, ¿cuántas veces has salido de casa? ¡Es casi como si te tuviera secuestrada!
- Pronto estarás bien - le dijo ella, mirándolo con una sonrisa. - Entiendo que debes estar harto de cama. Pero ya no durará mucho. Además, estaba pensando que... Hace muy buen día, ¿no crees?
Él asintió y la miró con interés, no sabiendo prever dónde quería ir a parar.
- Aún hace bastante calor - coincidió.
- Yo tengo que dedicarme a las plantitas, esta tarde - siguió la chica. - Si quieres, después de que te cure, podemos salir al jardín, y tomas el sol un rato mientras yo trabajo. Te irá bien, y así te distraes. ¿Qué me dices?
Él asintió con convicción. Siempre le cambiaba los vendajes después de la comida, y luego le dejaba solo en la habitación a oscuras para que durmiera la siesta, cosa que él muy raramente hacía. Desde luego, salir con ella al jardín, ni que fuera a tomar el sol leyendo un libro, era un cambio que él no dudaría en aceptar.
- ¿En la alfombra? - sugirió, centrándose en cosas prácticas.
- Claro - asintió ella. - Le ponemos un par de cojines, y estarás igual de cómodo que aquí, ya verás. Luego lo preparo todo, ¿de acuerdo?
