Tom
Capítulo 6: Faust, narigón y entrometido
De algún modo, di el fatídico paso que me separaba de la preocupación al amor. No tardé mucho, de acuerdo: quizás diez minutos, desde que lo tuve por primera vez en cama y le vi el verdadero alcance de las heridas. Sí, diez minutos, quizás incluso menos.
¿Por qué? Pues no sé. Era Tom, mi enamoramiento infantil, uno de los chicos más atractivos que había conocido jamás, estaba herido, solo, indefenso y en mi casa. Sabiendo que era mi casa, además. La mezcla entre recuerdo, seducción, soledad y conmoción al saber que se acordaba de mí después de tanto tiempo fueron más de lo que podía soportar, y caí a sus pies. Él, esta vez, no se dio cuenta en seguida. De hecho, y aún río al recordarlo, me creyó enamorada de mi vecino durante casi un mes, y supongo que se desesperó bastante al ver su plan fallido.
Lo conoció cuando llevaba conmigo una semana. Era la primera vez que dejaba que Tom saliera a tomar el sol. La muda insistencia de su expresión aburrida me acabó por convencer, aunque no las tenía todas conmigo, porque aún lo veía débil y temía una recaída en la infección que tanto me había asustado durante días.
El "otro", un amigo de infancia, venía a verme prácticamente cada día. Yo le había alquilado la mansión Moran y vivía sólo a cinco minutos andando, sola e indefensa: se sentía casi en el deber moral de venirme a ver. Además, yo siempre estaba en casa, y bastante aburrida, por cierto, y me alegraba mucho de verle por allí. Eso era todo: Tom se montó una película impresionante respecto a nosotros dos, de la cual sólo vi las consecuencias, pero fue todo imaginado. Él estaba prometido con otra y se iban a casar el año siguiente; yo no había podido evitar enamorarme de mi oscuro visitante.
¿De qué debimos hablar, aquellos días en que Tom se empeñaba en salir al jardín cada vez que yo salía, por cansado que estuviera, y de qué debieron hablar ellos dos, mientras yo me ocupaba de las plantas? No recuerdo nada de eso. Recuerdo, claro, haber vivido aquello, haberme avergonzado al explicar qué hacía allí el señor Riddle, haber dudado ante las insistentes preguntas de Tom sobre mi vecino, pero no se me ha quedado ningún detalle, ninguna conversación. Absolutamente nada. Lo cual es bastante razonable: él nunca fue nada, por mucho que Tom se preocupara por lo contrario.
Media hora después, Tom contemplaba su vida en retrospectiva, ausente, la vista perdida en el follaje del árbol más cercano.
Silvia lo había dejado a la sombra, a unos metros de la puerta del invernadero por la que había desaparecido, y, durante un rato, se había entretenido en barrer de hojas, a golpe de varita, todo aquello que veía. Hacía un sol resplandeciente pero, aún así, el otoño se acercaba y se empezaba a notar en el suelo. No le había costado nada, por lo que sospechaba que Silvia debía de tener algún tipo de sortilegio que las evitara, y se quedó pronto sin nada qué hacer.
Y, sin nada más que lo distrajera, volvía a Nagini y Nidgey, como quien vuelve a pensar en el amor que le consume.
Las echaba de menos. Echaba de menos alguien con quien hablar, alguien con quien compartir sus opiniones, sin fingir, sin tener que montar una coartada en derredor, ¡alguien, quien fuera! Y Nagini, la preciosa Nagini, a quien ni tan sólo había tenido tiempo de conocer, ¡tan prometedora, tan bella, tan digna! Durante un momento, dejó que los sentimientos de nostalgia, teñidos de una admiración y de un amor que, con sinceridad, aún no sentía, lo inundaran, y se encontró permitiéndose fingir una añoranza de la serpiente que no respondía a ninguna realidad. Dejó que el recuerdo inventado del reptil perfecto borrara su soledad, su aburrimiento y su dolor, que, sin querer confesarse a sí mismo, estaban siempre presentes desde que había caído en aquella casa.
¿Tanto había fallado Silvia? Desde la agonía de la evocación de Nagini, casi se permitió pensar que así había sido, que ella no era lo que esperaba, que ella no le hacía el suficiente caso y que su conversación se limitaba invariablemente a los términos médicos, ignorándolo por completo como persona.
Hasta él mismo se daba cuenta de las incongruencias y de las mentiras, que no eran pocas.
Silvia estaba bien. El plan iba de pena, pero Silvia no había fallado en absoluto. Le cuidaba, le daba de comer si veía que él no era capaz ni de llevarse la cuchara a la boca, se había pasado noches sin dormir, pendiente de su estado, y ahora, que ya estaba mejor, le sugería que saliera a fuera y que tomara el sol, sin que él tuviera que pedírselo. Había procurado entretenerlo de todas las maneras posibles, a expensas de su propio tiempo libre, y, a la vez, se había comportado como una enfermera intachable, incluso cuando él se había resistido a dejar que un médico lo viera, alegando que no era necesario por miedo a que un médico lo separara de ella. No, ella no había fallado: era una buena chica.
¿Entonces? Él echaba de menos a alguien con quien hablar de todo lo que ocultaba, y sabía perfectamente, incluso antes de salir del último reducto Slytherin, que todo ese mundo no era compatible con la chica. Sabía que tendría que pasar un par de años escondido, fingiendo, mintiendo. No era gran cosa, y era decisión propia hacerlo así, en lugar de encontrar una chica que se adaptara a sus ideales y hacerlo todo abiertamente. Tendría que haber aceptado ya que las conversaciones con Silvia serían vacías e insubstanciales.
Ésta apareció un momento a través de un cristal cargado de condensación y lo saludó con la mano. El movimiento atrajo su vista y no tardó en devolverle el saludo, sonriéndole. Pronto ella volvía a sus quehaceres, concentrada en un banco de trabajo cercano, y a él no le quedaba más remedio que observarla desde lejos.
Todo iba muy lento. Él esperaba que, para aquél entonces, Silvia y él ya estuvieran juntos, y que el ansiadísimo heredero estuviera casi de camino. Sí, ya deberían de ser una pareja, ella ya debería haber caído a sus pies. En cambio, él seguía inutilizado por sus heridas y ella no veía en él más que un enfermo.
La situación lo frustraba demasiado como para pensar con claridad. Trató de calmarse un poco respirando profundamente, y llamó a los recuerdos de Nagini y de Nidgey para volverse a tranquilizar, pero no le sirvieron de nada. Se estaba engañando, dejándose creer que ellas eran perfectas para huir de la frustración que sentía por la falta de relación con Silvia, y se avergonzaba de haber caído tan bajo como para necesitar tal consuelo. ¡Enfréntate a la verdad, Tom!, se dijo, asqueado de su debilidad. ¡Eres más inteligente que eso!
La verdad era que lo que echaba de menos era la oportunidad con Silvia. Había soñado (de manera ilícita y escondida incluso de sí mismo; nunca llegaba uno a conocerse del todo y de esos rincones inhóspitos de su ser se había aprovechado) aquella temporada con Silvia como un enorme paréntesis de paz y de vida prácticamente normal, de conversaciones y relaciones corrientes, de aislamiento respecto a lo que era en realidad su vida. Como una prueba de fuego, la comprobación definitiva: dinos, Tom, ¿estás convencido que es la oscuridad lo que quieres, habiendo conocido los dos mundos? Sí, sí, lo estoy, he probado pero no he cambiado. Había soñado que hallaría en Silvia un descanso y una ternura que no había descubierto hasta entonces. Era casi irónico, ahora que lo pensaba. Sentía respecto a Silvia lo mismo que sentía por las dos serpientes abandonadas: que eran perfectas y que las echaba de menos, que ojalá las tuviera allá, que qué bueno era tenerlas cerca...
Y de allí su frustración, porque Silvia no era nada de eso, o, mejor dicho, era todo eso (y sí que llegaba a conocerse poco, puesto que se sorprendía, y mucho, al verse pensando eso), pero no daba muestras de haberlo notado más que para aplicarle potingues en heridas diversas. Y eso lo ponía negro, le dolía, deseaba chillarle que se fijara en él, que las heridas sólo eran una excusa, que lo que él quería era empezar ya aquel oasis esperado, ¡¡que parara ya de mirarlo sólo como a un paciente!!
Tom inspiró lentamente.
- Cálmate - murmuró entre dientes, furioso consigo mismo. - Eres Voldemort, por Merlín...
Era completamente incongruente consigo mismo estar sintiéndose así por una persona. ¿¿Qué le pasaba?? ¡¿Por qué no entendía sus pensamientos, por qué s sentía como si Silvia lo retorciera, si ella, pobre chica, no hacía nada?!
En aquellos momentos, hubiera debido de tener a Nidgey a su lado. Ella lo entendería, ella sabría cortar sus desvaríos con las ácidas observaciones que la habían hecho tan querida.
¿Qué hubiera dicho Nidhogg si hubiera visto la situación? Intentó ponerse en su lugar. Nidgey, Nidgey, llamó. Nidgey, Nidgey.
Dama Nidhogg, imaginó que le respondía la serpiente, tan altiva como había sido siempre. Lo que te pasa es que te repatea no tener el control de la situación, pusilánime inválido. Quería tener a Silvia, y quería impresionarla con su sabiduría, su experiencia y su poder, pero se veía limitado, encadenado a la posición de enfermo indefenso hasta que se recuperara lo suficiente. ¡¿Cómo había escogido el plan de las heridas en primer lugar?! Era todo una pérdida de tiempo: tendría que esperar casi un mes antes de que a ella se le hubiera pasado la preocupación y pudiera mirarlo de nuevo como entonces, como hombre. Y ¿Silvia? ¿Cómo había escogido a aquella niña entre todas, pensando que aún lo recordaría?
¡¿Por qué le parecía que todo su plan era una inmensa montaña de desperdicios putrefactos que luchaban por ahogarlo?!
Impaciencia, impaciencia, imaginó a Nidgey diciendo. Nunca has sabido esperar.
Era cierto. Había matado a su padre a la primera oportunidad, había corrido a Tirana sin ni siquiera acabar de hacer las maletas, había empezado su vida con Silvia al revés por no saber esperar a que el destino los juntara solos. Era un humano impaciente que difícilmente podría esperar nueve meses hasta conseguir el heredero, mucho menos si tenía que añadirle meses de cortejo.
Era impaciente. Bueno. Pues ahí tenía un reto.
Se convertiría en un ser paciente, en alguien para quien el tiempo no tendría mayor trascendencia, para quien la frustración no existiría, porque no le importaría cumplir unos objetivos en un plazo determinado. Oh, sí, cambiaría su forma de ser, y sería perfecto y majestuoso, atemporal, inalterable. Y Silvia caería a sus pies, en un futuro, algún día, sin prisa, sin precipitar nada. Tenía la eternidad por delante. O pronto la tendría.
Se sintió vaciado de frustración, y vio que eso era bueno. Silvia ocupaba una situación preferente en sus objetivos, y dedicaría todos sus esfuerzos a conseguir a la chica, pero ya no sería desde la invalidez y la frustración, sino que esperaría a estar recuperado y sólo entonces la cortejaría, no como un refugiado en su hogar, sino como alguien digno de todas las alabanzas. Su plan volvía a tener sentido y, durante unos quince minutos, volvió a disfrutar de todo lo que le rodeaba, situándolo en la correcta posición, adecuándolo a su esquema y a su futuro. Era Voldemort, el último Slytherin, y necesitaba un hijo que continuara con la estirpe cuando él, inmortal, ya no pudiera. Era evidente: alguien que es inmortal, por leyes puramente lógicas, derivadas del equilibrio poblacional, no puede reproducirse. El niño, por tanto, debía de llegar mientras aún era mortal, y, puesto que no lo haría solo, él tenía que ir a buscar una madre digna y seducirla. ¿Por qué Silvia? Edward Nott había sido prácticamente el único amigo de Tom y éste siempre había pensado que Ed había elegido muy bien al fijarse en su compañera de curso. Si Ed era admirable, si Silvia era buena para él, ¿no la hacía eso también buena para Tom? La respuesta, sin duda, tenía que ser que sí. Además, Silvia había estado enamorada de él, y a él no le costaba mucho imaginar que, a poco que le refrescara la memoria, ella volvería a caer a sus pies, sin demasiado esfuerzo. Silvia era una buena elección y, una vez investigada su vida, se demostró como la candidata perfecta: soltera, sola y necesitada de afecto desde la muerte de sus padres, rica y estable, sin un empleo que le hiciera perder el tiempo.
Incluso cómo se había acercado a ella tenía sentido y, si alguna vez no lo había visto así, debía de ser debido al efecto de los calmantes que ella aún le daba como precaución. Era evidente que no podía permitirse el lujo de esperar al destino. Dos ideas ridículas en sí, por cierto. No podía aguardar toda la vida a que, después de reencontrarse casualmente, ella le pidiera una cita. Eso no sería propio de él. En cambio, se había presentado en su casa, se había herido para tener un motivo real para quedarse unos días y luego había dejado que todo siguiera libremente. Ahí estaba, y se sentía frustrado. Pero ¿por qué? ¿Era, quizás, porque no se cumplieran sus objetivos? Sí, claro está : ¿qué era si no la frustración? Pero ¿por qué? También estaba claro: no porque, como había pensado sólo diez minutos antes, Silvia no le estuviera haciendo caso. No, no era un problema de que el plan fuera mal; para nada. Todo iba, y en eso era en lo que él se había equivocado al frustrarse, según lo previsto. Herirse sólo era para entrar en su vida, para conocerla. Eso lo había conseguido sin problemas. Ahora dispondría de un par de meses para seducirla y llevar a cabo la segunda parte del plan. Todo tenía sentido. Todo iba perfectamente bien.
Sólo era que eres un impaciente, se dijo, con una sonrisa satisfecha. Todo marcha según lo previsto, y tienes que dejar pasar el tiempo para que todo se asiente.
Y aquí acabó el cuarto de hora de paz de Tom.
Nidgey no estaba allí, y la que él imaginó, dentro de su cerebro, no fue una Nidgey demasiado real. No es su culpa, claro: por mucho que lo intentara, aquella Nidhogg seguía dependiendo de él y, como tal, estaba influida directamente por lo que él pensaba y sentía, y no era ni independiente ni ácida y, mucho menos, podía ver la verdad bajo las máscaras que tan bien aplicaba Tom.
Porque Tom, aunque ahora estuviese convencido de lo contrario, sí estaba frustrado y era, precisamente como él había pensado, porque Silvia no le hacía el caso que él creía merecer. Todo iba muy lento y él, que más que impaciente era egocéntrico y mimado por sus antepasados y por sí mismo, no soportaba no tener lo que deseaba justo en el momento que lo deseaba. ¿Y qué deseaba? Él hubiera dicho que el heredero. Nidgey, la verdadera Nidgey, que ya no era más que un recuerdo en la comuna de las diosas, hubiera reído aceradamente y hubiera silbado con acritud, los celos corroyéndola de nuevo. Lo que él deseaba, cada día más, era la devoción de Silvia, la devoción de todos, ser el centro del mundo. Oh, sí: tener a Silvia otra vez loca por él, pendiente de cada mirada, enrojeciendo como todas las otras. Eso era una cosa que, por cierto, ella, parte de la alta aristocracia y educada en sociedad, nunca había hecho, siempre demasiado digna como para demostrar abiertamente, y era una de las principales razones por las que él la recordaba del colegio, pero, aún así, era lo que más ansiaba: que lo adorara.
Claro que Nidhogg, que tenía una comprensión de él que, por mucho tiempo que pasaran juntos, Nagini no llegaría a igualar jamás, también habría pensado, ya sin decirlo en voz alta, que eso era sólo la parte egocéntrica de él, que venía a ser, por así decirlo, la parte de instintos básicos y emociones que él no se avergonzaba de admitir. Y habría callado que, por encima de todo lo que quisiera de los demás, por encima de egocentrismo y megalomanía, que le eran, por supuesto, correctamente aplicables, había un corazoncito que aún no había muerto del todo, y que Silvia podía hacer suyo en cuanto se lo propusiera. Es decir, que, sí, Silvia lo frustraba porque no bailaba lo suficientemente rápido a su compás, pero ese compás no era sólo deseo de dominar sino también, muy en el fondo, una gran necesidad de ser amado. Oh, sí.
Pero Nidgey no estaba. Nidgey había muerto, y Tom, o Voldemort, como se empeñaba en llamarse, creyendo erróneamente al Tom original aniquilado, tendría que aprender a conocerse solo, sin ofidios que lo previnieran de sus debilidades.
Igualmente, el cuarto de hora no se acabó porque sí, ni tuvo nada que ver con sierpe alguna.
La paz se acabó sólo porque llegó un visitante. Al principio, Tom ignoró el ruido de pasos más allá del jardín, imaginando que no era más que el viento, o Silvia, que hacía ruido y que éste rebotaba en algún lugar. Eran demasiado lejanos como para suponer una amenaza, y no se molestó en preocuparse, demasiado satisfecho con la paz interior que había logrado a base de racionalizaciones.
Poco después los pasos se acercaban, y el hombre se puso alerta, con la varita en la mano, preparado para reaccionar ofensivamente si se acercaban demasiado. El propio invernadero le tapaba la visión del camino de grava que llevaba a la casa e incluso la chica había desaparecido detrás de unos arbustos. Probó a pedirle a la alfombra que lo moviera un poco para poder ver quién se acercaba, pero, habiendo recibido ésta la orden explícita de su ama de no moverlo de lugar, por miedo a las insolaciones, toda petición fue en vano. No le quedaba más que esperar que se acercara lo suficiente como para identificarlo y confiar en sus reflejos para responder a la posible amenaza. Si llegaba el momento, nadie podría vencerlo en una lucha, por herido que estuviera, y la exaltación, sólo de pensar que ese momento pudiera llegar, hizo que le hormiguearan las yemas de los dedos. Llevaba ya demasiado tiempo apartado de la acción, recluido en su estudio del camino de los dioses, y casi deseó con ansiedad que pasara algo grave.
- ¡Faust! - oyó a Silvia exclamar, desde dentro del invernadero, y su cara se tiñó de desilusión. - ¡Has vuelto!
Tom se irguió en su improvisado asiento, tratando de distinguir el interior del invernadero, pero fue inútil. Las voces le llegaban muy lejanas, apenas un susurro, y los cristales, a parte de empañados por la diferencia de temperaturas, reflejaban la luz del sol del exterior, sirviendo más como espejo, desde donde estaba él, que como obertura al cobertizo. Silvia podría tenerlos encantados para que ni se condensara el agua ni reflejaran la luz, pero, por la poca experiencia que Tom había adquirido sobre invernáculos en Hogwarts, sabía que cualquier modificación artificial a las condiciones básicas acababa por ser contraproducente. Eso sin contar que no había razón para molestarse en los cristales del invernadero: total, ¿quién habría predicho que Tom Riddle, herido e inmovilizado, se tendría que devanar los sesos intentando vislumbrar quién era ese inesperado visitante? Bufó, molesto, y se dejó caer hacia atrás, atento para no perderse palabra.
- Hola, Silvia.
La voz era meliflua y completamente desconocida. Durante un momento, eso lo sorprendió un poco: siendo Silvia quien era, era poco probable que una visita casual fuera de algún brujo menor. Y, si era de alguien de alta alcurnia, y a pesar de los meses que él había pasado alejado del país, era extraño que no le sonara, aunque fuera remotamente. ¿Debía de ser un sangre sucia, o cualquier otro equivalente? Después de haber vivido con los fantasmas de sus antepasados, Tom entendía mucho mejor el porqué del odio a los hijos de asquerosos muggles y compartía en casi todos los puntos la mentalidad clásica Slytherin. Habían conseguido, y él era parcialmente consciente de ello, lavarle el cerebro al respecto, y quizás era esa la época de su vida en que más los odiaba. Hacía, además, años que no se veía forzado a tratar con ninguno de ellos y temía que, obligado a encarar a uno ahora, se le escapara más comportamiento real del que podía ser productivo para con Silvia.
- Volví ayer - oyó que se explicaba el hombre. - Te he traído un regalo. ¿Necesitas ayuda?
Por el tono del recién llegado, Tom entendió que Silvia debía tener entre manos algo bastante gordo. Durante unos instantes, sólo se escuchó cómo trabajaban los dos, entre comentarios ahogados por la actividad. Un desconocido que la ayudaba en las tareas y que, por la facilidad con que ella lo había aceptado, no parecía ser la primera vez que lo hacía. Había ido a alguna parte, acababa de regresar, y Silvia parecía encantada de verlo de vuelta. Alguna cosa cosquilleó el interior de la nariz de Tom, y el frunció el ceño, irritado. ¡Intruso!
- ¿Te apetece un trozo de pastel? - Silvia se acercaba. - Acabo de hacerlo.
Tom relajó su semblante, preparándose para fingir ser el chico perfecto, mientras su mente rebullía con mil pensamientos belicosos. ¿Pastel? Él no sabía nada de un pastel. ¿Había estado esperando a ese presuntuoso de Faust, que se presentaba alardeando de su regalo, como el hijo pródigo que desplaza al hermano bueno, y lo había hecho para él? Se sintió enfurecerse por segundos, y tuvo que controlarse para que nada se reflejara en su cara.
- No quiero molestar - decía el otro. - Sólo he pasado para decirte que ya estoy aquí, y ver si estabas bien.
- Muy bien - aseguró ella, y por fin entró en el estrecho campo de visión de Tom. Sonreía y hablaba con el hombre, que la seguía a unos pasos. - He estado bastante ocupada.
Faust. ¡¿Eso era un nombre?! Hasta que no intuyó el perfil del visitante Tom no recordó haber conocido a nadie que se llamara así en el mundo real; sólo en libros. Faust. ¡Pues vaya! La figura del entrometido se le antojó hostil y despreciable desde el primer momento, aunque no por razón objetiva alguna, y el nombre le pareció rayano a lo ridículo, de ostentoso.
Ahora, en cambio, que lo veía acercarse a la puerta a través de la pared transparente del invernadero e sospechaba, más que veía, sus facciones, el recuerdo se fue aposentando lentamente en su memoria. Faust. ¡Claro! El protegido de Silvia, uno pequeño alumno de Slytherin más (sólo hacía segundo cuando él abandonó el colegio), hijo de una familia influyente - la misma familia influyente a que Silvia había cedido su mansión tras la muerte de los Moran: los Snape. ¡Faust W. Snape, la nariz de Slytherin! Ni siquiera se le había pasado por la cabeza que fuera él, aunque, por el peculiar nombre, no entendía cómo no lo había sospechado desde el principio. ¡Snape, claro!
Silvia explicó al recién localizado visitante que Tom estaba allí, y los términos en que estaba, cómo lo había encontrado y cuándo (cometiendo, por cierto, un error de exageración, ya que había convertido cuatro días en una semana) y los dos continuaron avanzando hacia él, recogiendo los enseres que la chica había distribuido por el invernáculo por el camino. Tom gruñó suavemente al ver que los dos desaparecían tras unas enredaderas. Haberlo situado no lo hacía menos hostil, y se encontró aferrando la varita con fuerza, en su bolsillo, y mirando con rabia el lugar donde, a pesar de no verlo, sabía que estaba el chico, en una reacción completamente desproporcionada.
¿Y por qué reaccionaba así? Bueno, de una parte, porque aún se sentía alborotado por todo lo que lo había estado preocupando en esos últimos minutos: el fracaso del plan, la indiferencia de Silvia, el tiempo perdido y demás. Por otra parte, además, estaba la amenaza. Silvia había sido la amiga y casi tutora del niño Snape, siendo como era amiga de la familia desde siempre, y ahora Tom se encontraba dudando si había algo, ¡cualquier cosa!, entre ellos dos que él desconociera. Menudo fiasco sería haber escogido a Silvia y haber preparado todo ese montaje para luego descubrir que ella ya amaba a otro. ¡¿Imaginaba Tom lo que eso supondría en tiempo perdido que podría haber gastado en otra conquista?! La rabia y el miedo ante esa posibilidad le hizo volver a gruñir. ¡Qué falta de planificación! ¡¡Merlín, qué fallo!! ¿Cómo no se le había ocurrido investigar, igual que había investigado el historial de últimas lechuzas cuyo destinatario fuera la señorita Moran, a los vecinos más cercanos? ¿Cómo, incluso sabiendo que eran los Snape quienes pagaban el alquiler de la mansión, no había ni siquiera recordado al hijo de éstos y se había interesado por su estado civil actual, o las perspectivas de cambiarlo que pudiera tener, y con quién? ¡¿No ataría de una vez por todas todos los cabos sueltos de ese maldito plan?!
Sin querérselo confesar abiertamente, Tom se sintió celoso. No eran unos celos surgidos del amor, de acuerdo, pero no por ello eran menos dignos. Pocas veces, por cierto, salían celos de amor; era más frecuente la posesión, el miedo a perder, la soledad. Ingredientes que abundaban, en su caso: consideraba a Silvia suya, o al menos tenía la esperanza de que pronto fuera así, le aterrorizaba haber perdido tanto tiempo y, en cuanto a estar solo, no era que le preocupara - para eso estaba Nagini, en todo caso, aunque tampoco era que se fuera a permitir semejante debilidad -, sólo que necesitaba pareja para tener el ansiado heredero.
Y ahí estaba Faust, con sus ropas nada elegantes, caminando junto a Silvia, saliendo del cobertizo, acercándose a él con los ojos entrecerrados por el sol. No se podía haber quedado en casa, ¿no? Tenía que ir a entrometerse y a destrozar, quizás, toda posibilidad con Silvia. ¡Miserable!
- Tom - lo llamó la chica, mirándolo con una sonrisa ajena a todo. Lo saludó con una mano mientras que con la otra hacía sombra sobre sus ojos, puesto que el cambio de la oscuridad interior al sol de fuera era doloroso.
Tom le devolvió el saludo, fingiendo interés. Seguro que no era nada, seguro que estaba sobre actuando, pero tenía que reconocer que, justo cuando se había convencido de que el plan marchaba a la perfección, odiaba verse en esa situación al filo del precipicio y notar que todo dependía de un parámetro que él no controlaba y que no había pensado en prever, la relación de Silvia con un narigudo renacuajo, previa a todo lo que él podía significar apareciendo herido en su jardín, hacía que reaccionara casi violentamente. ¿Cómo no lo había pensado? ¡Era horrible ver que todo cuanto había planeado y preparado tan meticulosamente podía desperdiciarse sólo por alguien anterior! ¡¡Y sus propios errores, haber cometido un error tan grave, así, sin ni siquiera sospecharlo hasta que ya era demasiado tarde!! Reaccionaba exageradamente, de acuerdo, ¡pero todo se podía hundir con una sola mirada afectuosa de la chica hacia el nuevo! ¡Y habría perdido meses de investigación, días allí, se habría herido innecesariamente y, lo peor: todavía no tenía una segunda elección, lo había apostado todo por Silvia!
- Hola - suspiró, tiñendo expresamente su voz de dolor contenido. - Tienes visita - observó, extendiendo la mano hacia el chico. - Snape, ¿verdad? No creo que te acuerdes de mí...
El chico sonrió ladeadamente y le estrechó la mano.
- Claro que sí - asintió. - Eras monitor cuando yo entré, y luego fuiste el director de los monitores.
- Tom Riddle - rió él, forzadamente. - No me avergüenzo de mi paso por Hogwarts, pero prefiero que me llamen por mi nombre.
Silvia asintió casi imperceptiblemente y conjuró un par de cómodas sillas para su amigo y para ella.
- Faust acaba de volver del Este - explicó para beneficio de Tom.
- He estado en lo que los muggles llaman un desierto helado e inhóspito - bromeó el narigón, que encontraba la ignorancia muggle aparentemente muy divertida.
- Siberia - dedujo Tom, usando el arcaico nombre no-mágico. - ¿Te ha gustado?
- Interesante - le respondió. - Nada diferente de la parte más rica de nuestro Hogsmeade, ni siquiera en el idioma, pero interesante, no obstante. Y un clima delicioso.
Tom le dio la razón: la zona era un auténtico paraíso, a pesar de que los muggles creyeran lo contrario. Y lo mejor que tenía era que, precisamente por la protección climatológica que lo rodeaba, en forma de heladas y ventiscas mortales para todo aquél que osara acercarse sin magia en sus venas, estaba prácticamente aislado, si no de sangre sucia, al menos sí de muggles corrientes.
- ¿Negocios? - continuó Tom, fingiendo interés en el visitante.
- Ocio - corrigió él. - Unas bien merecidas vacaciones.
Hablaba con una ridícula mueca de autosuficiencia, las manos austeramente cruzadas en su regazo, la espalda tiesa y los ojillos, pequeños y astutos, viajando continuamente de Silvia a él y vuelta a la chica, sin esconder en absoluto la sorpresa y la casi diversión que sentía al ver al otrora monitor de Hogwarts en casa de su vecina. Era asqueante; se comportaba como si fuera superior a él y le resultara gracioso encontrarlo allí, como si lo supiera todo, como si se burlara por lo estúpido que había sido Tom al creer a Silvia sola y sin compromiso. Con una falsa sonrisa y echando mano de todo el autocontrol que le quedaba, Tom se echó hacia atrás en la alfombra, suspiró y cerró los ojos. ¿Qué hacía Faust allí? ¿Era sólo un vecino pedante e insoportable, un viejo amigo, o alguien que amenazaba los planes de Voldemort directamente? Si era esto último, las acciones estaban claras: nadie se interponía en el camino del gran señor. Tendría que esperar, claro: Silvia aún lo controlaba demasiado, preocupada por su salud, y no tendría oportunidad material sin usar la magia contra la propia chica. Pero, claro, eso era sólo si suponía realmente una amenaza, y no era la manera de comenzar la parte calmada y pacífica de su vida que había esperado. Lo evitaría, mientras pudiera.
La mano cálida de Silvia en su mejilla le hizo abrir los ojos.
- ¿Te encuentras bien? - le preguntó la chica, en un dulce murmullo, mientras le acariciaba muy suavemente la cara.
- Sí - le respondió, con una sonrisa avergonzada.
Silvia se había acercado tanto a él que la tenía prácticamente encima, mirándolo con el ceño fruncido de preocupación, una expresión que él empezaba a conocer demasiado bien, y él ni siquiera la había oído moverse. La chica le miraba la fiebre con el dorso de la mano y torcía la boca al notarlo, imaginó él, demasiado caliente. Se sentía febril, coincidió, pero sólo porque tenía el corazón en la boca por la sorpresa de redescubrir a Faust en aquella situación y porque la impresión de haber perdido semanas de planificación sin haber mirado algo tan importante como podía ser aquel amigo de la infancia que, por desgracia, no se había perdido por el norte de Rusia, le hacía sentir náuseas.
- Estoy bien - repitió, intentando aparentar tranquilidad con una sonrisa mayor. - ¡No te preocupes, va!
- Llevas mucho tiempo fuera - se quejó ella, inflexible. - Soy una irresponsable, no debería haberte dejado tanto tiempo solo...
Tom hizo una mueca cansada ante la canción que ya conocía demasiado y le acarició la mano que ella aún tenía sobre su frente.
- Estoy bien - repitió, más serio. - Créeme.
Silvia asintió, suspiró y se agachó para acercarse más a él. Tom la miró unos instantes, sin entender muy bien lo que hacía - y el pulso se le aceleró, por qué negarlo, imaginando tan sólo que se le arrimaba con fines nada médicos y que, después de todo, el plan iba viento en popa - hasta que ella, para su inconfesable desencanto, lo besó suavemente en la frente. Sólo le miraba la temperatura. ¡Pues vaya!
No llegó a perder, claro, la compostura en ningún momento, y, para cuando ella se separaba y lo examinaba críticamente, él le devolvía la mirada con una expresión de lo que esperaba pareciera salud robusta. Por la cara con que ella le respondió, no se lo creyó del todo.
- Vamos adentro - ordenó a la alfombra. - Con cuidado.
- ¿Tan mala pinta tengo? - intentó bromear él, mirando alternativamente a Faust y a Silvia.
El primero sólo le respondió con una sonrisa educada, mientras que ella le daba la espalda, liderando la procesión hacia el interior.
- Ven, Faust - llamó la chica cuando la alfombra comenzó a seguirla. - Vamos adentro, prepararé un té y nos sigues contando lo de tu viaje, ¿eh?
Noooo, se quejó Tom, casi infantilmente. ¡Él no, Silvia, él no...! Pero él se puso en movimiento, y caminó junto a la improvisada camilla del herido.
** Gracias, como siempre, por los comentarios que me hacéis llegar. ¡Me encanta saber lo que pensáis de lo que va pasando, y todo eso! Ahora bien, no las comento una a una porque, sinceramente, creo que estropearía un poco la historia. Aquí venís a leer, y os ofrezco mi trabajo; espero hablar a través de él y llegar a, al menos, algunos de los que me leen.
Este comentario viene como respuesta a Anne, que me dice en su review que añora cuando las comentaba. :) No sé, nunca he sido dada a ello. Me hacen feliz y las valoro mucho, pero no creo que deba comentarlas aquí una a una; no veo la necesidad. Estaré encantada, por supuesto, de contestar cualquier correo que queráis mandar, medio que es más privado y donde es más fácil la comunicación.
Y, bueno, rompiendo la norma que me acabo de imponer, comentaré una sola review, aunque no exactamente la review sí. No sé si erika leerá este nuevo capítulo, pero, si es así, me gustaría animarla a rehacer el fic como le dije. Merece la pena, sobre todo por lo mucho que se aprende, muchas veces aunque sea poco a poco. ¡Mucha suerte!
Besazos a todos**
