Tom

Capítulo 8. Emancipación, Cena y Corazón.

Tom era un paciente curioso. No sé, lo fue desde el principio: callado y circunspecto, respetuoso, poco dado a intimar. Me cuesta describirlo, sobre todo porque aquellas primeras semanas fueron completamente diferentes del resto de nuestra vida. Hablábamos sobre temas superficiales, y siempre acababa por sacar a relucir su inmensa gratitud. Creo que, al principio, no planeaba ningún acercamiento. Sólo quería pasar tiempo en mi casa, hasta que lo cuidara. Ya no lo sé. Era un paciente silencioso y tranquilo, profundamente agradecido y dócil, aunque se quejara a menudo de que me tomaba demasiadas molestias y de que iba poco a poco con su recuperación. Yo sólo me preocupaba y quería asegurarme de que no habría indulgencia médica por mi parte, así que respetaba estrictamente los períodos de reposo. ¡Vamos, lo hacía por su propio bien! Durante los años posteriores, siempre que se resentía de la pierna, me pregunté si había hecho algo demasiado precipitadamente, y sólo me consoló mi testarudez respecto a los cuidados.

Después de esos primeros días de cuidados intensivos y de tenerlo inmóvil en su cama, pasé a dejarlo salir al jardín, siempre con cuidado de que no le tocara el sol demasiado directamente, cuando tenía que trabajar fuera. Cuando no, lo sentaba en el sofá y tomábamos el té juntos, o compartíamos una cena informal. Se distraía, saliendo por fin de la habitación, y me daba el momento perfecto para airear ésta, donde ya hacía demasiado que pasaba día y noche.

El siguiente paso fue dejarlo pasearse por la casa, con mucho cuidado y con una muleta como ayuda. Hicimos algunos ejercicios de recuperación juntos, con tan buenos resultados que prescindía de ella en sólo tres días, y daba pasos cada vez más seguros por las habitaciones y el comedor. Al cuarto día, preparó la cena y, sin que yo lo supiera, recogió sus cosas, ordenándolas en un hatillo escaso. Yo le había comprado ropa en aquellas dos semanas, puesto que las suyas estaban destrozadas; supongo que fue lo único que encontró por guardar. Ordenó su habitación mientras yo fregaba los platos e insistió en practicar cómo subir y bajar las escaleras, algo que yo había querido dejar para lo último.

Quizás si no hubiera puesto tanto empeño en curarlo, aquellos días hubiesen sido... diferentes. Supongo que no el resultado final: si él estaba decidido a elegirme a mí, y yo llevaba días dispuesta a lo que fuere, nada podría haber sido muy diferente, al fin y al cabo. Pero sí aquellos días, sí aquella recuperación, sí cuando me dijo...

Ni siquiera llegué a entender por qué. ¡Lo recuerdo tan enfadado! Pero no sé qué pasó. Se arregló, claro, pero sólo al cabo de diez días. Diez días y la impresión constante de haber fallado.

Porque me dijo que se iba de casa. Que estaba bien, que buscaría un hotel, o un piso para sí.

Y ahora me pregunto: si me dolió tanto entonces, ¡¿qué demonios debía de estar esperando que hiciera, al final?! ¿Casarse conmigo? Si fue así, ¿por qué me pilló tan desprevenida el romance de después?

¿O era sólo que duele que te abandonen?

Y cuánto duele, por cierto.

Lisboa era una mancha que ensuciaba el horizonte. El viaje estaba previsto para la semana siguiente; menos de una semana, de hecho, menos de lo que Tom pensaba aguantar allí. Ya se defendía por la casa sin ayuda del bastón, y se sentía algo inútil pululando por allí sin más tarea que fortalecer de nuevo sus músculos. Inútil y agobiado, porque estar sin trabajo le dejaba mucho tiempo para pensar en el viaje que se acercaba y en los motivos por los que ella había alegado no ir.

Se sentía vacío, engañado, traicionado. Casi escuchaba a la vieja Nid murmurarle algún comentario irónico, del tipo 'duele cuando te lo hacen a ti, ¿eh?', y se obsesionaba buscando segundas lecturas, obviando la realidad, ignorando lo más evidente. Silvia se perdía un viaje de ensueño a Portugal, con cama de matrimonio incluida, dobles parejas, Silvia y Faust, Ed y Alice, sólo porque él molestaba y se sentía obligada para con él. Cómo dolía, cómo dolía.

Pero ni siquiera ahí podía sentirse generoso, con el consuelo que eso, igual, hubiera significado, como lo hacía para tantos otros. Él no era generoso, en esa situación. No se sentía asqueado consigo mismo por estar estropeando la felicidad de Silvia, ni le molestaba suponer tal obligación moral. Nah, no era su estilo. No le sabía mal por ella, no se compadecía, no deseaba quitarse de en medio para que ella disfrutara unas merecidas vacaciones. No era dulce y amable y se retiraba como un buen perdedor.

Vomitaría bilis. Eso haría. Estaba podrido, pero podrido de envidia y rabia, asqueado de compasión e ineptitud: la primera de ella, la segunda de él. ¡No lo conseguía, no lo conseguía, y le repateaba que ella sintiera que le debía a él inmolarse por obligación! No se había propuesto enamorarla, no había llegado a seducirla, de acuerdo, sólo porque todavía no había tenido tiempo. Pero ¿y Snape? ¡Ese pesado niño rico! Primero, Siberia, ahora Lisboa. Visita muggle, de acuerdo, pero vacaciones entre amigos, en un lugar ajeno, rodeados por una lengua desconocida; no había mejor manera de acercarse a ella. Se la quería llevar, con promesas que habían hecho estremecer de despecho a Tom, y ella se resistía sólo porque no creía poder abandonarlo, en su debilidad. ¡¡Tom, débil!! Le hervía la sangre. ¡Oh, cómo le costaba no gritarle cada vez que la veía preocupada por él! Se inclinaba sobre sus heridas, acariciaba suavemente la piel de alrededor, revisaba las cicatrices y Tom encajaba la mandíbula, controlándose para no decirle que no se molestara más, que no tenía importancia, ¡que no servía para nada!

Rechinaba los dientes cada vez que ella le preguntaba cómo se encontraba, con tan poca sutileza que ella estaba empezando a evitar esa pregunta tanto como le era posible. Ponía mala cara cuando ella se sumergía en su papel de doctora/enfermera, suspiraba hastiado cuando caminaba tras él, con miedo a verlo trastabillar.

Aborrecía no ser nada más, pero nada, que su proyecto de medicina. Algo frágil que hay que cuidar. Algo vulnerable que la liga al extremo aburrido de su vida.

Como algo que no confesaría jamás al lado de él que más se identificaba con Lord Voldemort estaban sus continuas ganas de llorar de frustración. Él no había tenido un padre sexista que le dijera que llorar era de niñas, no: el suyo había sido esnob e intolerante hasta el extremo de dejar morir a su mujer en la calle por el simple hecho de controlar mundos que no podía concebir.

Quizás en el orfanato sí se lo habían dicho. No lo recordaba. Quizás estaba en el código Slytherin. Daba igual. El caso era que llorar era una debilidad, porque expresaba sus sentimientos abiertamente y eran sentimientos sobre los que no se podía permitir cuestión alguna, así que los escondía en su almohada cuando nadie podía escucharlo y se horrorizaba de estar cayendo tan bajo por un contratiempo sin importancia. Encontrarás otra, se convencía cuando su vergüenza era apabullante. Montarás otro plan y te encontrarás con otra para la que no seas sólo una mascota enferma a la que no se puede abandonar.

Otra. Claro que sí. Era sólo que le dolía el tiempo perdido. Podría haberse dado cuenta al principio, si sólo Snape hubiera escogido otras fechas para su visita a Siberia. Podría haber comenzado antes, si no hubiera querido esperar hasta que Nagini le fuera formalmente asignada. O que naciera. O podría incluso haber dejado el Camino para otro momento, y conseguir a Silvia lo primero.

¿Era la única? No, claro que no, pero era la mejor que podía imaginar. ¿Quién sería la siguiente? Siempre quedaba Anna, claro, o cualquier otra de su curso. Que estuvieran casadas podía ser incluso positivo: un bastardo bien colocado que lo eximiera automáticamente de obligaciones paternales hasta la mayoría de edad. Unos años menos de soportar una familia de lo que tenía planeado al principio, que era, a grandes rasgos, quedarse lo suficiente con Silvia como para organizar el ejército desde las sombras, y comenzar la educación de su hijito, mientras necesitara a su madre.

Pero, bueno, la lista de sustitutas se aparecía como larga y llena de posibilidades.

¿Qué pasos debía seguir? Lo primero era hacer algo útil así que, para variar, dejó que ella saliera sola al jardín a hacer lo que tuviera que hacer, alegando dolor de cabeza, y se dedicó unos minutos para comprobar su verdadera forma física. Subió las escaleras, seguro de que ella no le vería hacer algo que le había prohibido hasta que estuviera más fuerte, y las bajó de una en una, despacito. No estaría en plenas condiciones y quizás tardaría más del doble que cuando lo hacía normalmente, pero al menos podía valerse por sí mismo.

Luego hizo un par de flexiones, comprobando su elasticidad. Las cicatrices, aún recientes, estiraban su piel dolorosamente, produciéndole calambres incómodos, pero tampoco estaba demasiado mal. Repitió toda la tabla de ejercicios con que Silvia lo ayudaba cada mañana y cada tarde, forzándose más de lo que ella le permitía, sólo para ver si estaba lo suficientemente bien como para abandonar el nido.

Satisfecho por fin al cabo de unos treinta minutos, fue a la cocina y, aunque era demasiado pronto, conjuró una cena deliciosa, la primera que salía de su varita en mucho tiempo. La comida se quedó sobre el hornillo, removiéndose lentamente, mientras él ponía la mesa, salía a coger un par de flores para ponerlas en el centro y hechizaba un par de velas para que flotasen cerca de ellos. Cena romántica antes de romper con el primer plan, lo tituló mentalmente. Si todo estaba perdido, al menos se despediría con orgullo.

Cuando acabó, y como Silvia aún no volvía, se metió en el cuarto y empaquetó sus escasas pertenencias, deshaciéndose rápidamente de hilillos invisibles que lo ataban a la casa. Él no sería una molestia, oh, no. Sería Señor, sería temido y sería inmortal, pero nunca compadecido. Y si ella no llegaba a ver más allá de eso, ¿tenía que continuar perdiendo el tiempo?

- Aún no le has dado una oportunidad - suspiró, para sí mismo, mientras recolocaba los recortes de diario en su abultado estuche. Había quedado consigo mismo en que la seducción comenzaba a partir de que estuviera bueno, de que ya no necesitara cuidado constante, y ni siquiera lo había intentado. Y tampoco sabía seguro lo que había entre ella y Faust, porque sólo había escuchado retazos de conversaciones casuales. ¿Qué tenía que perder, que lo obligaba a salir tan deprisa con el rabo entre las patas? Bueno, no soportaba sentirse compadecido. Quizás era eso. O quizás quería rendirse antes de intentarlo de verdad y verse fracasado. Si no tenía el cien por cien de posibilidades de ganar, ¿por qué intentarlo siquiera?

- Cobarde - masculló, enfadado.

En algo tenía razón, al menos. Fuere como fuere, tenía que marcharse de allí en algún momento, y no había ninguno mejor que el presente. Silvia tenía que dejarlo de ver como alguien que dependía de ella, tenía que demostrarle que no era ningún inválido, y eso no lo conseguiría bajo su techo. Y no sólo eso: decirle a Silvia que se iba de casa era una prueba perfecta para ver lo que ella sentía en realidad.

Acabó de preparar su equipaje justo cuando ella entró en la casa. La escuchó llamarlo y acudió tan rápido como le permitieron sus doloridas piernas. Ella descubrió la mesa preparada antes que a él, y lo primero que hizo fue mirarlo con una sonrisa incrédula.

- Sí - suspiró él. - He preparado la cena, por una vez. Espero que te guste.

Ella comenzó a quejarse sobre la molestia que se había tomado, y en su estado, y le preguntó que si no se había cansado mucho con todo el trajín, pero él le dedicó  una sola sonrisa enigmática y caminó hacia la cocina para servir la comida, que debía de estar casi lista.

- Yo la sirvo - se ofreció ella rápidamente, temiendo verlo cargado con la olla, mientras lo seguía.

- No hace falta - le sonrió él. - Es mi privilegio, creo. Pero no te preocupes: haré un Wingardium.

Y sólo así le iba a dejar llevarlo, al parecer. Tom cedió a lo que había prometido y condujo con su varita la olla a la mesa. Silvia se sentó en una de las sillas y lo observó atentamente hasta que él llegó hasta la otra y se sentó también. Mirándola con fingido orgullo, tomó la cuchara y se dispuso a servir.

- Buenísimo - murmuró ella, con admiración, en cuanto lo hubo probado. - ¿Cómo es que hoy has cocinado tú? ¿Tan tarde se me ha hecho?

- Para nada - aseguró él. - Hoy cenaremos un poco pronto, me temo. Pero es que me apetecía cocinar. Nunca hago nada, y me siento culpable. Quería cambiar eso, al menos por un día.

- Te ha salido muy bien - repitió ella, saboreando otro bocado. - Pero no hacía falta, tonto. No quiero que te sientas mal por no hacer nada, ¿eh? Estabas enfermo y casi no podías moverte, pero no te preocupes: ¡eso cambiará pronto!

Tom rió educadamente ante el comentario, que pretendía ser jocosamente amenazador.

- No puedo evitar sentir que te cargo de faena, Silvia - suspiró, aparentándose apesadumbrado. - Tantas vendas, cremas, mudas limpias, comidas...

- No ha sido para tanto - repuso ella, enrojeciendo, probablemente complacida. - Además, me gusta cuidarte. Me gusta mucho tener a alguien en casa, de verdad. ¡Y no das tanta faena! Donde caben dos, caben tres.

Tom la miró con una ceja alzada. ¿Él era el tercero? No, gracias. Un proverbio mal hallado, de hecho. Aunque la pulla era fácil.

- Sobre todo si se usan los conjuros adecuados - añadió, con una sonrisa indiferente.

- Sí - coincidió ella. - Me alegro mucho de que ya estés bien. Mañana, si quieres, podemos ir un rato a pasear por el jardín. Has visto muy poquito de la casa, y así te obligo a andar.

- Bueno - concedió él. - Pero... no sé. Yo... quería hablar contigo, Silvia.

Ella lo miró, sorprendida.

- ¿Qué pasa? ¿Va todo bien?

- Perfectamente - la tranquilizó. - Estoy muy bien. Mucho. De hecho, estoy perfectamente. ¿No crees?

- Hay que trabajar en tu pierna - objetó ella - pero sí, te has recuperado muy bien. ¿Entonces?

- Entonces - repitió - igual va siendo hora de que me busque la vida por mi cuenta.

Silvia lo miró unos instantes, inexpresiva, antes de parpadear repetidamente, confusa.

- ¿Quieres decir? - dijo, finalmente. - Aún estás débil, y...

- No iré a hacer alpinismo - bromeó él. - Sólo digo que soy una molestia y que ya no necesito tanta atención. Debería de buscarme una casa.

- Es demasiado pronto - continuó ella. - Al menos una semana más. Si te forzaras demasiado ahora, podrías volver a abrir todas las heridas.

- Estoy bien - repitió él. - Y no me forzaría. Podría hacer el mismo reposo en un hotel, y siempre puedo ir a un hospital, si me pasa algo...

- Para mí no eres una molestia - aseguró ella, con una sonrisa. - Te puedes quedar unos días más, y luego te ayudo a buscar un hotel, o algo más estable, si quieres. Sólo tres o cuatro días, hasta que estemos seguros de que todo está bien.

- Nah, Silvia - insistió. - Eres muy amable, de verdad, pero ya he abusado lo suficiente de ti. Te agradezco muchísimo todo lo que has hecho por mí, pero tengo que saber cuándo retirarme. No tenías por qué cuidarme, cuando aparecí así aquí. Es demasiado haber alargado mi estancia dos semanas y pico; no puedo seguir así.

Ella sacudió la cabeza.

- Por mí no lo hagas. De verdad. Me gusta tu compañía y me alegro de que estés aquí. Si quieres irte a un hotel porque descanses más o porque quieras intimidad, lo entiendo. ¿Qué piensas hacer? ¿Te quedarás mucho en el país?

- Planeo quedarme a vivir aquí, sí - respondió él. - He echado mucho de menos todo esto. Nada es como el hogar.

- ¿Buscarás un empleo?

Él se encogió de hombros.

- Mi madre me dejó una modesta herencia, pero tengo lo suficiente como para ir tirando. Por ahora no necesito trabajar, pero supongo que sí, acabaré buscando uno.

Silvia le dedicó una sonrisa comprensiva.

- Somos unos herederos ricos y perezosos - bromeó, antes de llevarse el tenedor a la boca. - Puedo ayudarte a encontrar algo, si quieres. Podemos ir a Diagon y enterarnos de si hay algún trabajo interesante vacante. ¿Dónde te gustaría trabajar?

Tom le dirigió una mueca de superioridad.

- Aún no - aseguró, con picardía. - ¡Estoy herido!

Ella río suavemente y alargó la mano para tocar el dorso de la de él, sobre la mesa.

- Yo te ayudo - le aseguró, mirándolo con expresión solícita. - Si quieres, podemos ir a ver casitas en venta, o podemos buscar algún hotel. Entiendo que te aburras aquí.

Él sacudió la cabeza, pero no dijo nada, concentrado en las casi imperceptibles figuras que dibujaban los dedos de ella sobre su piel.

- No hay prisa - se oyó gemir. - Buscaremos algo.

- Claro que sí - le respondió ella, cortés, y retiró la mano para seguir con la cena. - Esperaremos tres o cuatro días, hasta que te puedas valer solo, por eso, ¿de acuerdo?

Él asintió y retomó también su plato.

- Gracias - susurró, evitando mirarla directamente por fingida timidez. - Yo... no me aburro, Silvia. Sólo no quiero ser... pesado.

Ella sacudió la cabeza con una mueca molesta y cariñosa a la vez, y dejaron el tema. Tom, de hecho, guardó silencio unos minutos, mientras los dos acababan la comida, pensando en cómo se había tomado ella su amenaza de despedida. Solícita y servicial, como siempre, Silvia era la pesadilla de los amantes aprovechados con un brillante plan por cumplir. Había sido agradable, había parecido sorprendida, no molesta, por su anuncio y, a fin de cuentas, se había ofrecido voluntaria con una gran sonrisa tanto para ayudarlo con la casa como con el trabajo. Y él, que tenía el día tonto, se encontró con los ojos empañados al ir a mirar su plato. Esa mano... esa mano, cálida y afectuosa, sobre la suya, apretándosela confortadoramente, esa sonrisa dulce al final, cuando la había retirado, eran una señal. ¿Buena o mala? Eso era otra pregunta. ¿Quería decir que la compasión era de hermano o que empezaba a despertar algo en ella? En él sí había despertado un indicio de esperanza, y casi se alegró de irse. El contacto físico entre ellos era muy raro, y casi siempre lo iniciaba él, normalmente con Faust delante, corolarios de la duda, en busca de una reacción celosa que, por el momento, no había pasado de miradas curiosas. Aunque fuera por compasión, para animarlo, para asegurarle que ella estaría a su lado, lo había tocado. Si podía conseguir, sólo una vez, que el contacto se extendiera en más dimensiones, su obra maestra podría comenzar, con Faust de consorte o no. La ilusión lo inundó, y empezó a buscar otros productos de su partida. Si se iba, dejaría de ser su proyecto médico. Si se separaban, se podrían añorar. Si la dejaba, podría comparar a Faust con él en términos similares, y él confiaba lo suficiente en sí mismo como para que su preocupación al respecto fuera limitada. Y, por último, marcharse le daría la oportunidad de regresar en calidad de algo diferente: alguien que se muriera por volver a ver a Silvia, alguien que la necesitara tanto que pidiera cita tras cita, un visitante, un pretendiente. Oh, sí. ¿Cómo no lo había decidido antes?

Ese era su plan desde el principio, concluyó. Llegar a ella herido para que tuvieran el tiempo suficiente como para redescubrirse. Curarse. Enamorarla. No había planeado, se tuvo que confesar, algo culpable, tener que salir de su casa para conseguirlo, pero, bueno, si eso era lo que necesitaba Silvia para dejar de verlo como a un inválido, lo haría con gusto. Claro. ¡No estaba cambiando de plan. Sólo no había sabido ver el paso siguiente!

Un comentario que podía muy bien atribuir a Nid, algo sobre ridiculez y racionalización, pasó por la mente de Tom, demasiado fugaz como para darle pie antes de despacharlo. En cambio, se le quedó una gran sonrisa en el rostro y miró a Silvia con fuerza renovada.

- ¿Cómo está Faust? - preguntó, sin rodeos, rompiendo el silencio.

Ella lo miró con los ojos dilatados y una expresión sorprendida.

- Bien - repuso, con duda en la voz.

- ¿Ha venido, mientras estabas fuera?

Ella asintió levemente y mordisqueó un trozo de pan.

- Paseaba - explicó, con un gesto ambiguo de los hombros.

- Ya - asintió él, de mejor talante que normalmente ante la misma respuesta. - Es un buen vecino. La verdad es que me alegro de que se preocupe tanto por ti. Debe de ser peligroso vivir sola en medio del bosque.

La mirada de ella fue casi ofendida.

- No vivo en medio de un bosque - corrigió - y soy perfectamente capaz de defenderme sola, Tom. Estás siendo...

- ...mugglemente machista - terminó, asintiendo avergonzado. - Lo siento, lo siento. Pero, vamos, Silvia, ¡si fueras un hombre lo diría igual!

- Eso no es cierto - le espetó ella. - No quiero entrar en si es machismo o no, Tom, porque eso es muy arcaico, pero creo que, además, estás menospreciando mi magia. ¿Crees que no sé defenderme, varita en mano? ¿Y que este lugar no está protegido?

Él bufó suavemente, con la vista baja.

- Perdona - repitió, alargando exageradamente la sílaba tónica para reiterar su disculpa. - Eres muy fuerte, y esto es una fortaleza inexpugnable. ¡Perdona por alegrarme de saber que alguien cuida de mi salvadora!

Ella lo miró con las cejas alzadas y se llevó su copa a los labios.

- Perdona - murmuró, antes de beber. - Supongo que sí; Faust es un gran vecino.

La compostura de la chica se materializó en un instante, pulida y brillante como de costumbre, y, para cuando el agua reposaba de nuevo en la copa sobre la mesa, ella volvía a ser la Silvia dulce y contenida de siempre. Tom le sonrió, intentando parecer enamorado de ella sin mucho éxito, y se limpió la boca con su servilleta.

- Sólo lo decía porque te admiro, por vivir sola - mintió, ladino. La verdad era imposible de confesar: sólo lo decía porque quería disparar una respuesta incriminatoria sobre ella y el vecinito. - ¿No te gusta tener a Faust cerca?

- Oh, sí - respondió ella. - Claro que sí. Y a sus padres: son casi de la familia, para mí. Siento haber reaccionado así; cuando murieron mis padres, todos me dijeron lo mismo, y sólo por ser mujer. No me gustan nada ese tipo de comentarios. Creo que... temo que demuestren que tienen razón, y me toque ir a vivir con algunos tíos abuelos desconocidos, o así.

Tom suspiró.

- Nah - la tranquilizó. - Te apañas muy bien sola, bonita. Y, si ves que empiezas a hablar sola, o así, siempre puedes mudarte con los Snape. O... conmigo, si encuentro un lugar decente donde vivir.

Ella asintió levemente y se concentró en su cena. No abrió la boca hasta que acabaron pero, por suerte, llevaban tanto tiempo viviendo bajo el mismo techo que el silencio ya no era incómodo, y Tom decidió no forzar una conversación banal, temiendo haber rozado el hueso al sacar a colación la muerte de sus padres. Tres o cuatro días más; tendría tiempo de saber de Faust y ella.

Me lo tomé fatal. Por aquel entonces era todavía joven y formal, casi distante, y Tom no me entendía. Sé que no lo hacía: él mismo me lo confesó cuando por fin me entendió, y fue cuando decidí dejar de fingir un corazón forrado de plomo.

Me lo dijo mientras cenábamos, sí. Puso la cena, empezó con las sonrisas que no escondían la rabia de sus ojos y yo casi me atraganté con la noticia. Seguimos hablando, lo tranquilicé asegurándole que yo lo ayudaría en lo que pudiera y, poco a poco, conseguí calmarlo. Al final, recuerdo que me quedé atónita al verlo sonreír sinceramente en días. La rabia no estaba, la irritación al verme preocupada por él había desaparecido, y yo me encontré tragando desolada los restos de mi cena.

Lo tomé muy mal, y no sé si se llega a ver por qué. Yo... vivía sola, sólo interrumpida por las eventuales visitas de Faust, y supongo que me acostumbré pronto a tener a Tom a mi lado. Era bonito tenerlo en casa. No recuerdo exactamente aquellos días, claro, porque se me mezclan con todos los que vinieron después, pero cuando pienso en ellos me recuerdo nerviosa y enamorada, insegura y feliz de tener a Tom (el gran Tom, mi enamoramiento infantil) visitándome y quedándose durante semanas a hacerme compañía. Claro que me repetía una y otra vez que sólo era por la pierna, que estaba herido, que no disfrutaba más de su estancia de lo que lo haría en cualquier hospital. Intenté convencerme muchas veces de que sólo era transitorio, de que se pondría bien y se iría, de que yo estaría bien cuando lo hiciera. Me dije y me repetí que su paso por mi vida sería fugaz, visto y no visto, y que desaparecería con tanto misterio como había aparecido.

Y, a la vez, buscaba, sedienta, sus ojos, sus palabras, su sonrisa. Me había enamorado de él, hasta las cejas, hasta el fondo, más fuerte de lo que jamás había esperado. Se presentó ante mí herido y vulnerable, y le hice no sólo un sitio en mi casa, sino también en mi corazón. Fue lo más importante para mí durante días enteros que pasé sin dormir y luego supongo que no supe dejar de girar a su alrededor. Cómo lo quería. Aunque supiera que se iba a ir, aunque supiera que desaparecería, caí a sus pies, sin importarme lo que me podía pasar después. Amaba a Tom y quería hacerlo feliz, cuidarlo, borrar su infancia desastrosa, hacerle reír, compartir lo que fuera que lo atormentaba.

Qué cruel. ¡Anda que esperó a recuperarse del todo! No me preparó, no insinuó nada, ni siquiera creo que se preguntara si yo esperaba un comentario como ése. Sencillamente, lo soltó, como una bomba.

Y yo capeé el temporal como pude, fingiendo alegrarme por él, aparentando tranquilidad, sonriéndole y animándole. Es lo que obtienes, supongo, cuando te crías entre diplomáticos y otra alta alcurnia: más mentiras, falsedades y disimulos per cápita que marmitas en casa de los Snape.

Creo que ni esperé a acabar de cenar. No sé, hace muchos años y, aunque tengo recuerdos de Tom grabados a fuego en la memoria, de muchas cosas que vivimos después, pero mi reacción en esos momentos, cuando más dolida y confusa estaba, no es una de ellas. Me imagino que debí de inventarme una excusa bastante creíble, ya que él pasó aún una semana en Babia, pero lo que sí que recuerdo, por lo culpable que me sentí después, es que me fui a algún sitio a llorar, como una tonta.

Supongo que tan sólo necesité soltar lo que sentía. Tom quería irse, y me torturaba imaginar cómo quedaría la casa sin sus cosas, sin su ropa, sin tenerlo en la habitación de invitados. El mundo se oscurecía por momentos y yo sólo deseaba que él se lo repensara y cambiara de opinión, que se diera cuenta de que yo estaba allí, tan sola, tan necesitada de él.

Lloré escondida en algún sitio, quizás en el jardín. De noche, mi cama y mi almohada. Al día siguiente debió de ser en la cocina, igual también en el salón y en el baño. No lo sé. Acabé por visitar, prácticamente, toda la casa, como un alma en pena. No siempre lloraba, de acuerdo: a veces mordía mi mano hasta hacerme daño, intentando liberar la frustración y la rabia. A veces frotaba la palma muy fuerte contra la pared, concentrándome en las extrañas cosquillas que me producía, casi dolorosas de tan fuertes. Me producían náuseas. Me consolaban.

Fui un poco histérica e infantil por aquel entonces. Pero, bueno, era poco más que una niña, sobre todo en todo lo referente a amores. Siempre fui circunspecta, que decía Faust. Yo me definiría más bien como mojigata. No tenía prisa, pensaba que todo llegaría, vivía lentamente, sin prisa, sin buscar oportunidades de romance. Igual por eso me eligió Tom: era una apuesta segura. Y, bueno, de mi poca experiencia salió mi ineptitud para aceptar el golpe de su partida.

Pero sólo lloré. Eso no fue tan malo, después de todo. Él ni siquiera notó nada raro. Y, al final, claro, exploté, pero incluso ahí me supe contener. Incluso cuando ya no pude más sólo le pedí algo de sinceridad y sólo entonces él, que estúpido no fue jamás, por loco que estuviera, se olió lo que me bullía por dentro.

Siempre pensaré que ése fue uno de los mejores días de mi vida. ¡Que me juzguen por ello, si quieren!

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Siento haber tardado un poco con este capítulo. He estado intentando subirlo desde el viernes, pero llevo toda la semana débil y mareada y casi no he podido ponerme con nada. :) ¡A ver si me dura el encontrarme mejor!