Tom

Capítulo 9: Dos sickles, Complicaciones y Vida

No había prisa. Eso era algo que Tom sabía más que sentía. Había dicho que se iba, no paraba de pensar en cuándo y dónde, pero no se decidía. Bueno, no podía decirse que se muriera de ganas de abandonar la casa, sobre todo con Faust intensificando las tareas de vigilancia por minutos. Iba y venía, insistía y sugería, mencionaba nombres y lugares que para Tom no querían decir nada y se prestaba voluntario, sí, otro más, para acompañarlo hasta la puerta y darle la patada. Lo ayudarían a buscar un empleo y una casa, decían. Lo harían por él, si él les dejaba, Silvia y él. Y, aunque entendía que era sólo educación, que era sólo compromiso o amistad, una de dos, y no que se hiciera pesado, pero en su fuero interno sentía unas ganas locas de que alguien se tirara a la pernera de su pantalón y se arrastrara tras él, suplicando que no se fuera. Delirio inmaduro, ¡de acuerdo!, pero sólo una imaginación exagerada, al fin y al cabo.

Faust estaba pesadito, y Silvia estaba ausente. Una combinación curiosa y probablemente explosiva que no se atrevía a dejar sin vigilancia. En casi una semana no había avanzado absolutamente nada sobre la relación entre ellos aunque, eso sí, había sido testigo legal, para variar, de unas diez conversaciones sobre el viaje a Lisboa. Salían al día siguiente y, sorprendentemente, el señor Snape aún no se daba por vencido. ¿Era la perseverancia una de las virtudes de la Residencia? Por Merlín que esperaba que no: no le parecía nada encomiable.

Su pierna estaba perfectamente. Era, de hecho, la única cicatriz que le quedaba visible a simple vista, pero al menos ya era sólo una cicatriz y una herida abierta. Recorría su muslo, de arriba a abajo, ligeramente inclinada hacia el interior. Algo menos de doce centímetros de piel rosada, tirante e innaturalmente lisa que, imaginaba, no desaparecería jamás del todo. Cuánto se vería al final era incierto aún y no le preocupaba demasiado, aunque Silvia había puesto mala cara al deducir que quedaría marca.

Estaba curado. ¿¿Buena noticia, no??

Silvia le había dicho tres o cuatro días. No había prisa, y ya llevaba seis.

Pero por fin había dado un paso, aunque minúsculo. Volvía del Callejón Diagon, después de una visita más de cortesía que de otra cosa, a donde había acudido, según versiones oficiales, para preguntar por las habitaciones del Caldero Chorreante y para informarse sobre algún puesto de trabajo. Volvía y, mientras aparecía en la casa de Silvia, que ella insistía en ofrecerle indefinidamente, ya intuía todas las preguntas y preocupaciones de su anfitriona, que seguía cuidándolo casi como si estuviera enfermo.

Las habitaciones estaban bien y no eran demasiado caras, pero no había reservado ninguna. Lo haría, había decidido, pero no sin antes fingir que consultaba a Silvia, para que no sintiera que se iba sin importarle nada. Se mudaría al día siguiente, o así y, si ella no había ido a Lisboa con Faust, se pasaría a visitarla ese mismo día, o al siguiente, y aprovecharía el tiempo que estuviera fuera el narigón para conquistarla.

Era un plan como cualquier otro, y parecía bastante lógico.

Apareció en el comedor, como siempre. La alfombra voladora de la señorita Moran, en adornaba un rincón, fue la primera en saludarle, con un estremecimiento ansioso. Aunque no estaba encantada para que se comportara como un ser vivo, o por lo menos no lo había estado originariamente, esa alfombra tenía a veces reacciones casi humanas. Tom y ella se habían hecho compañeros durante su relativamente larga convalecencia y ahora incluso lo reconocía y se deshacía en deseos de seguir ayudando. Él se acercó a ella y la acarició suavemente, mientras se preguntaba si Silvia tendría algo que ver con la inesperada inteligencia emocional del embrujado tapiz. Se lo comentaría. Después de todo, era normal hechizar las cosas para que se adaptaran mejor a las necesidades del brujo; era sólo que era algo complicado, por todas las protecciones que solían llevar los objetos mágicos que se compraban.

- ¿Silvia? - llamó, suavemente, mirando alternativamente hacia la cocina y hacia las escaleras.

- Estoy aquí - respondió ella, desde algún punto en el piso de arriba. - Ahora bajo.

Él asintió con un ruido afirmativo, pero subió igualmente las escaleras, intentando evitarle desplazamientos innecesarios.

- No te preocupes - la llamó, a medio tramo de escaleras. - ¿Qué estás haciendo? No quiero molestar; ya subo yo.

Ella se asomó por la puerta de su habitación.

- Estoy con el armario - le explicó. - Ven, mejor así. ¿Cómo ha ido?

La chica entró en la habitación y Tom la siguió. Nunca había estado en ella, pero no pudo juzgar su aspecto en esos momentos, puesto que la ropa de verano y la de invierno ocupaban, en ordenados montones, prácticamente toda la cama y parte del suelo.

- Bien - suspiró. - Me podrías haber esperado, preciosa, y te hubiera ayudado.

- Nah - exclamó ella, quitándole importancia al desorden a su alrededor. - No te preocupes, no es nada. Sólo quería ordenar un poco, y como empieza a hacer frío, he pensado en sacar la ropa de invierno ya.

- Va, que te ayudo - insistió él. - ¿Te doblo algo? ¿Ordeno por gamas cromáticas?

Ella sacudió la cabeza y se arrodilló junto a una de las puertas abiertas del ropero.

- Pásame la ropa de ahí - le propuso, señalando un montón junto a él. - Y cuéntame cómo ha ido por Diagon. ¿Has encontrado habitación?

- Había habitaciones libres - asintió Tom, diplomático, mientras le pasaba un par de jerséis - pero no he hecho ninguna reserva aún.

- Ajá. ¿Cuánto vale?

Tom hizo una pausa mientras doblaba una camiseta de Silvia.

- Dos sickles la noche, habitación individual - explicó al final, al pasársela.

- Está bien, ¿no? No es caro. ¿Cómo que no has hecho la reserva? Creía que... tenías prisa por encontrar algo.

Él sacudió la cabeza y suspiró.

- Me lo quiero pensar - se justificó. - Diagon está bien, pero ¡siempre hay tanta gente! No creo que sea el mejor sitio para mí, la verdad. No me convence. Además, no sé, va siendo hora de que me compre una casita para vivir. El Caldero sólo sería temporal, y...

- Ya - coincidió ella. - Está bien para una necesidad, pero, si piensas quedarte a vivir aquí, es un pérdida de tiempo y de dinero.

- Sí - asintió.

- Pues no sé, Tom, quizás sí que sería mejor que te lo tomes con calma y que busques alguna casa que sea tuya. Y, para ir a un hotel, siempre puedes quedarte aquí. A mí me sobra espacio, ya lo sabes. Y - dudó - me gusta la compañía. No te sientas obligado a quedarte, pero me parece un poco estúpido que vayas a un hotel, estando yo aquí.

Tom asintió. Esa conversación ya la habían tenido más de una vez antes, y no sacaban nada en claro, ninguno de los dos. Silvia insistía en que se quedara hasta que le convenciera algo, pero, a la vez, le proponía opciones para irse. Y, por si fuera poco, él mismo había decidido marcharse ya, para conseguir conquistarla desde la distancia. Era necesario. Y estaba casi convencido de ir al Caldero, sólo temporalmente, sólo mientras Silvia se enamoraba de él. Y, una vez él se declarara, iría a vivir a la casa de ella, claro que sí, la misma casa que ocupaba ahora, pero no como herido ni débil a quién cuidar, sino como pareja de Silvia. Iría al Caldero unos días; sólo tenía que encontrar cómo explicárselo a Silvia para que lo entendiera sin entender demasiado.

- Te lo agradezco mucho, Silvia - le dijo, mirándola fijamente a los ojos. - De verdad. Me has cuidado tanto, y te he hecho trabajar mucho todas estas semanas. Eres... - Tom dudó y enrojeció - Eres un sol. Y me siento mal: ya me he aprovechado demasiado. Ya te he molestado demasiado.

Ella lo miró un segundo con expresión sorprendida, que fue substituida por una de confusión al cabo de poco.

- ¿Molestia? - repitió, mirando al suelo y mordiéndose el labio inferior. - Eso - comenzó, muy flojito - deberías dejar que lo dijera yo. Que yo sepa, aún no me he quejado.

Tom rió suavemente y se arrodilló junto a ella.

- Eres demasiado educada - observó, tomándola de las manos. - Tú no me dirías nunca que te molesto, preciosa. Nunca te quejarías, ni me sugerirías nada. No, bonita: prefiero irme por mi propia voluntad, mucho antes de que pienses que soy un pesado.

Ella se quedó en silencio, con la vista baja, unos instantes.

- No - dijo por fin. - Te equivocas. Te lo diría, claro que te lo diría. No... no es justo - musitó - que pongas en mis labios palabras que no he dicho. Que no diré jamás. No eres una molestia, ¡de verdad!

Tom hizo una mueca de una mezcla de incomodidad y vergüenza.

- Sí lo soy - corrigió. - Si no fuera por mí, ahora estarías haciendo las maletas para irte de viaje...

Silvia chasqueó suavemente la lengua.

- Vete - suspiró, aún evitándole los ojos - si te aburres. Si no soportas más estar aquí, si necesitas ver a más gente. Si quieres estar más cerca de Diagon. Yo lo entiendo, Tom, y me parece bien; no tienes que ponerme excusas. No... no me gustan las excusas.

Tom la miró, sorprendido. Al notar su movimiento, ella lo miró también.

- ¿Excusas? - repitió, dudoso. - No son excusas, Silvia: no me siento bien quedándome aquí y dándote faena y aprovechándome de ti.

Silvia asintió levemente y esbozó una sonrisa fina, con los labios apretados. Tom tardó unos segundos en entender que seguía mordiéndose el labio inferior, con tanta fuerza que casi había perdido el color.

- No son excusas - repitió, conciliador. - Aunque me vaya, puedo venir a verte cuando quieras. Y no estaré lejos.

- Claro que no - cedió ella. - Me parece muy bien que quieras emanciparte - bromeó, sin muchas ganas. - Si quieres, puedo informarme de si hay alguna casa en venta. Tengo amigos y... Bueno, no quiero decir que me necesites para encontrar la casa - aclaró, tímida -, sólo que, como llevas tanto tiempo fuera, igual...

- Claro - la interrumpió él. - Me encantaría que me ayudaras, Silvia - le aseguró, con una sonrisa tranquilizadora. - Tú estás más al día, por aquí. Y también me gustaría que me acompañaras a verlas, y que me ayudaras a decidir. Si tienes tiempo, claro. - Ella asintió, solícita. - Aunque - continuó él - creo que, mientras encontramos alguna casa o no, iré a vivir al Caldero.

Silvia lo miró con los ojos redondos.

- ¿Por qué?

- Bueno - titubeó Tom. - Si tenemos que buscar casa, y todo, puede ser que la cosa vaya para largo...

No necesitó acabar la frase para que ella entendiera adónde quería ir a parar.

- Claro - musitó. - No quieres molestar.

- No - repuso él. - Ya me he aprovechado lo suficiente de tu hospitalidad.

Ella asintió quedamente y se levantó del suelo.

- Te ayudaré a encontrar algo - le prometió, con una expresión de pena que Tom no entendió al principio. - Igual no tardamos tanto, no te preocupes. Pero - dijo, tras una pausa - yo... Tom, no entiendo por qué te vas.

Él la miró con una sonrisa insegura.

- ¿Qué quieres decir?

- Si es lo quieres, lo respeto, pero aún pienso que me pones de excusa. Que me utilizas para explicar por qué necesitas irte sin herir mis sentimientos. Aquí hay espacio, y ya no sé cómo decirte que no necesitas buscar otro sitio, que aquí no molestas. Y no lo digo por educación; ¡pareces no entenderlo!

Tom sacudió la cabeza, confuso.

- Silvia, sé que no molesto. Sé que eres muy buena y que no me dirías jamás...

Ella lo interrumpió con una exclamación gutural, enfadada.

- Haz lo que quieras - le espetó, sin mirarlo mientras cogía enérgicamente un montón de ropa, con lo que consiguió desdoblarla prácticamente toda. - Si quieres irte, pues te vas, ¡y ya!

Él suspiró suavemente y dobló otro jersey.

- No es que me quiera ir... - comenzó, apaciguador. - Sólo es que no quiero molestar.

No tuvo éxito, porque Silvia hizo oídos sordos a sus palabras y le dio la espalda para ordenar el armario.

- Pásame ese montón - le dijo, con voz gélida y una mano extendida hacia la ropa que quería.

Él obedeció y se puso detrás de ella, con la ropa en una mano.

- No me quiero ir - musitó, premeditadamente débil. - No puedo quedarme a vivir contigo porque sí, Silvia, no estaría bien.

Ella asintió sin girarse.

- Estarás bien en el Caldero - le aseguró, con voz casi alegre. - La verdad, Tom, no acabo de entender por qué no has hecho ya las reservas.

- No - suspiró él. - Yo tampoco. Tenía la esperanza de... no tener que irme.

Ella se giró y le miró con una mueca molesta.

- ¿En qué quedamos?

- En que no te gusta nada que te ponga excusas - concluyó él, con una sonrisa arrepentida que consiguió que ella sonriera también. - Vale, pues la verdad: no me quiero ir, nunca había estado tan bien con nadie, pero pienso que tengo que hacerlo para no convertirme en tu hermanito mayor. O en tu enfermo crónico.

- ¿Tienes esa impresión? - preguntó ella, sorprendida. - ¿Tanto te cuido?

Tom enrojeció nada fingidamente. Ése era precisamente el quid, al menos el oficial, de su marcha: se sentía como si ella sólo lo cuidara por haber estado enfermo.

- No - murmuró. - Claro que no. Estaba muy mal y me salvaste la vida. Necesitaba que me cuidaras. Es sólo que, bueno... ahora ya no, y...

Silvia lo miró con una mueca de comprensión y él abandonó su penosa explicación.

- Ven - le dijo tras dejar la ropa en el armario y lo guió hasta un claro en la cama, donde los dos se sentaron. - Déjate de excusas de una vez - le ordenó, - que me tienes negra. ¿Tú te quieres ir?

Él se encogió de hombros, decidido a ser más sincero si eso era lo que ella quería.

- No tengo a dónde ir - explicó.

- Eso no es lo mismo - puntualizó ella. - Si no me soportaras, estarías deseando irte aunque no tuvieras dónde caer muerto.

Él sonrió levemente.

- Pero tengo medios para conseguir, si no una casa, al menos una habitación en el Caldero, y aún así no tengo a dónde ir. Debe de ser que no me quiero ir, ¿no crees?

Ella suspiró.

- Te gusta hacer las cosas complicadas, ¿verdad, Tom? - se quejó. - ¡A ver, a ver! ¿Tú crees que debes irte?

Para eso, por lo menos, tenía una respuesta segura.

- Sí.

- ¿Por qué? - preguntó ella rápidamente, sorprendida.

- Para poder volver después - explicó, enrojeciendo de nuevo.

Ella pareció pensárselo unos instantes antes de responder.

- Ah - suspiró, al fin. - Qué complicado eres. ¿Crees que te saldrá bien?

Él se encogió de hombros otra vez.

- Quiero que salga bien - murmuró, se echó hacia delante y tocó muy suavemente la mejilla de Silvia mientras la miraba fijamente a los ojos. - Creo que así puedo conseguirlo... si tú me dejas, mi vida.