Tom

Capítulo 10: Sitios Secretos, Los Primeros Quince Minutos De Cada Hora y La Palabra

Ésa fue la única vez que visité la Lisboa muggle. No recuerdo qué perra le debió entrar a Faust con Portugal - algo de trabajo, seguro. Íbamos unos diez, aunque luego allí nos separamos bastante y me pasé casi todo el viaje (no muy largo, una semana o así, ya no me acuerdo) o con los Snape o, ¡Merlín!, con los Nott.

Durante meses había estado decidida a no ir, incluso antes de que Tom apareciera en mi vida. Me había jurado no ya no ir jamás a Lisboa sino no volver a hacer jamás un viaje con Alice, y no encontré ninguna razón para cambiar de opinión cuando Faust me propuso aquél. Es más, tenía a Tom en casa, herido y maltrecho, y ni consideré seriamente perderme por Portugal y dejarlo en casa. Alice y yo, por motivos que jamás entendí, cada vez estábamos peor juntas, y yo tendía a evitarla tanto como me era posible, y Tom se había vuelto demasiado importante para mí como para separarme de él ni un instante. ¿Yo, a Lisboa? Creo que ni lo pensé.

Pero acabé yendo. Acabé acompañando a Faust y a la que acabaría siendo su mujer a la Península Ibérica, como parte del decorado que servía a la vez de motivo y de supuesta carabina de su relación. Ella pertenecía a una familia antigua caída en desgracia y sus padres eran algo así como del siglo pasado, con lo que siempre teníamos que acompañarlos a todas partes para que no pensaran que se escapaban a un nidito de amor.

Es curioso: me veo a mí misma, nítidamente, sentada en el tren que nos llevaba de París a Lisboa, mirando por la ventana la preciosa campiña francesa y entendiendo por fin a Snape. Es extraño que recuerde algo así - quizás se lo comenté a él o a Ed más tarde y por eso se me quedó más impreso en la memoria. Yo, mirando la campiña y reprochándome todas las veces que no entendía cómo Faust podía montar la mayor de las pantomimas, implicándonos a todos sin ningún pudor, tan sólo para conseguir pasar unos días con ella durante los cuales, todo lo más, arrancaba un par de besos y unas cuantas horas a solas, nunca en el dormitorio. Nunca lo había entendido hasta aquél viaje y creo que fue entonces cuando empecé a apreciarla a ella, por empatía con Faust. Por equivalencia conmigo misma.

Porque Faust estaba enamorado y lo haría todo por estar con ella y hacerla feliz. Y yo, que me acababa de dar cuenta de que también lo estaba, salía de mi país en compañía de unos cuantos compañeros de colegio a los que, salvo honrosas excepciones, no conocía de nada más que de Hogwarts, y sólo porque Tom me había convencido de que necesitábamos separarnos unos días para que se acabara la compasión por verlo herido y yo pudiera decidir si había algo más o no. Me iba porque él lo necesitaba y por evitarle a él la mudanza. Si teníamos que separarnos, tanto podía ser él quien se mudara como yo y, puesto que sería temporal, bien podía ser sólo un viaje que, además, ya estaba preparado. Él se quedaba en casa cuidando de mis plantas y yo le daba espacio para que se decidiera a ver que yo ya estaba loca por él, sin necesidad de más.

Me lo pasé bastante bien, por eso, o al menos mejor de lo que esperaba. Alice... bueno, siempre fue muy variable, y todos tuvimos la suerte de cogerla de buen humor esos días. Incluso nos unió más, aquella escapada, y volví a casa animada, con nuestra amistad sorprendentemente renovada. No duró mucho, claro: no mucho después volvíamos a relajar nuestro contacto hasta que casi lo perdimos. Nunca entendí muy bien por qué, pero nuestra relación era así, creo que por culpa mía: nunca fui muy dada a las amistades y me costaba horrores fingir para mantener una. Y, bueno, todos los que conocían a Alice sabían perfectamente que no soportaba que le dijeran ninguna verdad dolorosa a la cara. Sólo Ed sabía tratarla, y yo nunca supe cómo lo hacía. Era una mezcla de comprensión, docilidad y autoridad que él manejó siempre con maestría. Sabía cómo hacer lo que necesitabas sin perder ni un ápice de su personalidad y consiguiendo a la vez que tú (que Alice, al menos) hicieras lo que él quería.

Pero bueno, por comparación conmigo misma, igual era sólo que Alice le quiso y por eso se rendía ante él. Como yo...

Bueno, va. Lo que sea.

Silvia demostraba ser tremendamente metódica, a poco que revisaras un poco su hogar. La casa no sólo estaba en perfectas condiciones físicas, desde el tejado hasta el último cristalito del invernadero sino que, además, estaba mágicamente protegida tan a conciencia que ni siquiera él, con toda la magia negra que conocía ya a esas alturas, podía pensar en un solo hechizo que mejorara en algo las barreras. No tenía, por tanto, nada que arreglar, ni mecánica ni mágicamente, y Tom tuvo que contentarse con pasar una semana limpiando la casa a fondo y cuidando de todos los seres vivos del jardín con tanto esmero como si fuera ella la que lo hiciera, con la dificultad añadida de la falta de práctica. Tres veces estuvo a punto de perder algún espécimen, por confundir cuidados básicos entre especies, y sólo fue suerte que se diera cuenta a tiempo y lo corrigiera. Claro que, como Nidgey hubiera puntualizado, la suerte a veces favorecía a los preparados y casi siempre a los necios.

Aún la echaba de menos.

Pero, bueno, la semana pasó rápidamente. Por una parte, limpiarlo todo a fondo le ocupó dos días. Por otra, comenzar una minúscula red de contactos con el mundo de Knockturn le ocupó tres tardes seguidas. Las mañanas las aprovechó preparando la casa Moran para sus propios planes: un par de escondites indetectables, de los que ni siquiera Silvia se daría cuenta, y una sección nueva del invernadero, donde preparó, por si alguna vez se hacía necesario, el nido de una diosa, para una amiga suya. Otros día más se fue entre burocracia y compras, y a preparar el hogar para recibir a su anfitriona dedicó el último día, hasta pocos minutos antes de que le tocara ir a buscarla: flores y una cena suculenta, un baño caliente que la relajara y, escondido en la cama de ella, un hechizo hecho a medida que velara su sueño. Esperarla con la casa llena de regalos lo hacía sentir como a uno de los reyes magos, más expectante por la reacción de ella de lo que ella podría estar ante el regalo en sí. Se sentía ilusionado y un poco inseguro, intentando imaginar continuamente todas las formas posibles de conquistarla y de hacerla sentir especial.

Como ir a buscarla a la mansión Snape, por ejemplo. Hacia las seis de la tarde, acompañado por la alfombra mágica de ella, sobre la que había puesto un par de cojines, para mayor comodidad de su añorada amada, salió de los terrenos de Silvia y caminó tranquilamente hasta la entrada de la casa del, a los hados gracias, prometido y enamoradísimo de otra, de qué, si no, iba a haber dejado a Silvia ir a Lisboa con él, y otra un tanto mojigata, por cierto, Faust. Picó a la puerta, después de dejar la alfombra a un lado, unos minutos antes de la media, hora a que estaba prevista la vuelta del convoy, y le abrió un elfo doméstico perfectamente ataviado con un elegante uniforme. Se presentó sin mucha dilación a los padres de Faust como un buen amigo de Silvia que la venía a buscar, y empezaron a hablar de temas intrascendentales, pura cortesía, hasta que se hizo la hora de ir a esperarlos al jardín. Volvían directamente desde el precioso Quai parisino, escondido a los muggles a pesar de estar al aire libre, a la orilla del Seine, que hacía las veces de Callejón Diagon en tierras francesas, su primer reencuentro con el mundo mágico desde la semana anterior, vía traslador particular, y deberían aparecer, puntuales a la fuerza, en algún lugar de los terrenos de la casa del narigón.

Silvia se había ido por evitarle a él la molestia de buscar algún sitio temporal donde vivir. Lo habían hablado la noche antes de irse, casi por casualidad. Estaban en la cama de ella, rodeados por un pequeño desorden que él le ayudaría a arreglar por la mañana, las espaldas contra el cabezal y el brazo de Tom rodeando los hombros de la chica, y, por alguna razón, ella lo propuso. ¿Y si ella se fuera al viaje de Faust, eso los distanciaría lo suficiente? Así él no tendría que irse; podría quedarse en casa y a la vez se distanciaban. Y ella, ¿quería ir?, había preguntado él inmediatamente, víctima otra vez de la inseguridad por Faust. No era que se muriera de ganas, pero tampoco estaría mal. Iría con Alice (que, sorprendentemente, Tom descubrió que había conseguido cazar a Ed Nott, a su Ed Nott, con el que Silvia había perdido casi todo contacto un poco antes de la boda). Esa fue una de las informaciones interesantes que sacó en claro de esa noche: Nott estaba cerca, casado con la que fuera mejor amiga de Silvia, e iría a Lisboa con ellos. Es decir, que Tom lo vería en sólo una semana, con un poco de suerte. Que no era que le importara, a aquellas alturas, ver a uno de sus pocos amigos, y menos después de tantos años separados por culpa de la misma mujer que él estaba a punto de conseguir, pero, bueno, lo cierto era que Tom se estaba volviendo algo nostálgico. Echaba de menos a Nidgey, de vez en cuando, a Anna, muy raramente, y, si se ponía a pensar en el pasado, cosa que hacía bien poco, siempre acababa por pensar en lo que habría podido ser si Silvia hubiera correspondido a Nott en vez de fijarse en él: la colaboración, el apoyo, el segundo a bordo que podía haber llegado a ser. Aunque no era que las cosas les fueran mal, a ninguno de los dos, si, como decía Silvia, Ed tanto quería a la, al menos cuando Tom estaba en Hogwarts, tonta de Alice.

Y la segunda información jugosa que había sacado en claro de Silvia había sido, ¡¡por fin, mira que no explicárselo nada más conocer a Faust!!, que había una futura señora Snape a quien Faust adoraba lo suficiente como para poder garantizar que un viaje a Lisboa con Silvia en el grupo era perfectamente inocuo para los intereses de Tom. ¡Por fin, Merlín, por fin! ¡Mira que no saberlo desde el principio! ¡Mira que sufrir tanto por nada!

En ese mismo momento Tom había pensado muy seriamente inclinarse hacia Silvia, besarla de una vez y pasar de todo, viaje, separarse, ¡todo! Si Faust estaba cogido, si no había competencia, si sólo tenía que hacerle un gesto para que cayera a sus pies, ¿qué sentido tenía esperar una semana? Si antes acababa, antes empezaría su vida. ¡¿Por qué hacerle ir a ver Portugal?! No tenía sentido, ¿no?

Pero no había acabado de decidirse. En cambio, la había seguido abrazando suavemente y habían estado hablando hasta que se había hecho demasiado tarde para otra cosa que dormir, y Tom se había acabado por ir solo a su habitación, con la misma sensación de haberse quedado sin postre que cuando cenaba por primera vez en el orfanato después de todo un año de delicias culinarias en Hogwarts.

Los padres de Faust no estaban tan mal, después de todo. Eran un poco estirados, como muchos de los Slytherins que él había conocido, de hecho, y respetaban las formas con pasión, pero, aparte de los silencios incómodos que se instalaban entre ellos cuando Tom se limitaba, sin excederse en lo más mínimo, a ser educado y cortés, pero no necesariamente locuaz, estaban bastante bien. Mejor, al menos, de lo que su retoño, con quien Tom se había reconciliado justo mientras éste visitaba Portugal, le había parecido al principio. Eran bastante simpáticos y, lo mejor, no pareció sorprenderles en lo más mínimo que Tom se presentara en su casa para recoger a Silvia, sino al contrario. Por lo que él pudo deducir, desde la muerte de los señores Moran la pequeña Silvia, su vecina y arrendadora, había sido una constante preocupación para ellos, tan sola en medio de la nada, tan aislada en su casa, sin salir ni siquiera a trabajar, y casi se sentían agradecidos porque Tom se preocupara por ella.

Por suerte, con un suave pop, aparecieron por fin los viajeros en casa de Faust. Eran sólo la mitad del grupo, notó rápidamente Tom, la mitad que vivía cerca de allí, supuso: Silvia, Faust, su prometida, Alice y, Tom casi sonrió al verlo, Ed. Olvidando todo protocolo y dignidad, que podía importar a sus anfitriones pero no a él, se acercó alegremente hasta la única cabecita rubia, que había aparecido de espaldas a él, preocupada por algo de su falda, y la abrazó fuerte, sin avisarla. Ella se giró rápidamente, sorprendida, y pronto le devolvía el abrazo con una gran sonrisa.

- ¡Tom! - exclamó, flojito, en su oído. - ¿Qué haces aquí?

- Te vengo a buscar - explicó él en el cuello de ella. - ¿Cómo te ha ido, preciosa? ¿Te lo has pasado bien?

La notó asentir y se separó un poco de ella para mirarla a los ojos y peinarle el pelo hacia atrás.

- Portugal es muy bonito - explicó la chica. - Ha estado muy bien.

Tom asintió y la contempló unos instantes, con una sonrisa más bien tonta en la cara, como si necesitara calmar alguna incomprensible sed que se pasaba sólo mirándola. Debió de interpretar el papel de enamorado bastante bien, porque Silvia enrojeció al cabo de poco y movió los hombros de un lado a otro, insegura.

- Has vuelto muy guapa - susurró él a su oído por fin, alargó una mano y cogió la de ella, sólo porque podía hacerlo.

A partir de ahí, todo fue saludos y comentarios estúpidos sobre lo rápido que pasaba el tiempo. Alice fue la más pesada al respecto, o quizás la que menos ganas tenía de escuchar Tom, y Ed casi ni abrió la boca, mirando alternativamente a Silvia y a él con una sonrisa cortés como toda máscara. Después de unos cinco minutos, que fue lo que Tom consideró pertinente para no parecer ansioso ni maleducado, sacó a relucir el cansancio que, seguro, llevaban todos encima y llamó a su alfombra para que llevara a Silvia a casa. Casi por educación, también, se mostró encantado cuando Silvia habló de invitar a los Nott a su casa, por seguir alguna incomprensible reconciliación de las dos amigas durante el viaje. Todos tuvieron que coincidir con Ed, que acababa de reencontrar su propia voz, en que, por desgracia, estaban demasiado cansados del viaje y todo, y acabaron por despedirse, no sin antes prometerse una visita que, si de Tom dependía, tardaría en realizarse, al menos, hasta que su relación con Silvia estuviera algo más asentada.

Y, por fin, lo que tanto había estado planeando. Se despidieron otra vez, murmuró una orden a la alfombra y ésta se dobló hasta formar una leve rampa, a unos veinte centímetros del suelo. Tan caballerosamente como sabía, Tom tomó la mano de Silvia y la ayudó a subir y, una vez arriba, la asistió hasta que estuvo cómodamente sentada. Otro murmullo a la alfombra y empezaba a llevarla hacia la casa.

- ¿No subes? - preguntó Silvia instantáneamente.

- No - repuso él, con una sonrisa afectuosa. - Quiero que estés cómoda y que descanses. Debe de haber sido agotador, sobre todo el viaje en tren.

Ella sacudió la cabeza con una mueca sorprendida.

- Para nada - aseguró. - Al revés, ha sido muy agradable. Un poco largo, pero bonito. El paisaje era precioso. Y, como hemos llegado pronto, hemos estado visitando el París muggle - añadió, con voz ensoñadora. - ¡Hacía tanto que no iba por Europa!

Sin ni siquiera necesitar pensarlo, Tom se hizo una nota mental para llevar a su casi adquirida novia de viaje por el continente en cuanto tuvieran oportunidad y, eso sí, no volver a dejarla ir sola con el club excursionista de carabinas obligadas que amenazaba con formar Faust si no lo casaban pronto.

- ¿Te lo has pasado bien, preciosa? - preguntó dedicándole una mirada triste y cariñosa a la vez, en una estudiada mezcla de cómo te he añorado y cómo me encantas, que llegó rápida y certeramente a Silvia.

- Hm - asintió ella, inclinando la cabeza hasta tocar con la mejilla su propio hombro, vergonzosa. - Ha estado bien. Alice y yo hemos hecho un poco las paces...

Tom la miró con el gesto torcido.

- ¿Un poco? - dudó. - ¿Los primeros quince minutos de cada hora? - bromeó.

Silvia rió suavemente y Tom le sospechó más educación que diversión.

- Bueno, hemos estado hablando bastante estos días - explicó. - Cuando mis padres murieron...

Tom la interrumpió con una mueca. No hacía falta que volviera sobre ello; a él le había quedado bastante claro lo que Silvia pensaba de Alice cuando lo habían hablado de ella la mañana antes de salir para Portugal y cómo había ido su amistad antes y después de que Silvia se quedara sola. En su opinión, de hecho, Silvia se quedaba corta apartándose de la chica. Habían sido mejores amigas desde siempre y Alice no había sido especialmente desagradable tras el accidente de los padres de Silvia pero, al entender de Tom, las dos chicas pertenecían a categorías diferentes, la de su Silvia mucho más elevada, por cierto, y, aunque ahora fuera la esposa de Nott y apareciera en un viaje a Lisboa como una amistad querida y reencontrada, hacer las paces con Alice sólo causaría problemas. Aparte de, indirectamente, levantar sospechas sobre la aparición de Tom en la casita de Silvia. Ella, inocente y confiada, quizás se hubiera sorprendido un poco al principio, sin darle después mayor importancia. Faust, para empezar, ya había ido metiendo dudas en la cabecita dorada de la chica; si a él se añadían la tonta de Alice y el bueno de Ed, antaño loco por Silvia y, en todo caso, demasiado conocedor de lo que pensaba hacer Voldemort, el poquito avance que Tom pudiera hacer podía convertirse en fracaso tras fracaso. Nah, los Nott, por ahora, de lejos.

- ¿Y tú? - retomó Silvia tras una pausa pensativa de los dos. - ¿Te lo has pasado bien en mi ausencia?

Había ensayado la cara de pena enamorada durante una media hora ante el espejo, dándole matices de incredulidad ante la pregunta unas veces y sacando levemente los labios con enfado otras, en las que echaría silenciosamente en cara a Silvia que lo hubiera dejado para irse, por mucho que él se lo hubiera sugerido. La vez que contaba, o sea, cuando tuvo que hacerlo delante de la chica, no le salió peor, en absoluto. A juzgar por el sonrojo de Silvia, lo bordó, por delante y por detrás.

- Tenías razón - suspiró, otra de sus frases preparadas. - Me encanta hacer las cosas difíciles.

Ella alzó las cejas interrogantemente y se mojó los labios; Tom se aseguró de que se notara que toda su atención estaba puesta en ella.

- ¿Te has... aclarado? - vaciló ella.

- Aclarado estaba - aseguró el chico en respuesta. - No era que no supiera lo que quería, sino al contrario: creo que lo sé desde hace semanas. Odiaba a Faust. ¡Me repateaba! Se te olvidó hablarme de la futura señora Snape a tiempo, por cierto. - le reprochó, con una media sonrisa, y Silvia se disculpó con una mueca de arrepentimiento. - Lo que no sabía - continuó - era cómo conseguirlo...

- ¿Y ahora sí? - dedujo ella.

- Tengo algunas ideas - repuso él pícaramente mientras la alfombra entraba en los terrenos de la casa de ella. - Estos días me han servido para aclararme. He pensado en lo de ser complicado y en lo de que salga bien y estoy convencido de no volver a ponerte excusas, te lo prometo. No pienso volver a poner achaques: te lo diré todo por su nombre. Y, preciosa, su nombre, ahora mismo, es querer intentarlo.

Silvia sonrió, agradecida, y alargó la mano hacia él. Lo que le había dicho era cierto: pensaba seguir una política de cierta sinceridad, omitiendo más que mintiendo, en lo sucesivo, y quería que saliera bien. ¡No quería otra cosa, vaya! Claro que también era cierto, si bien no sincero, que habría sido todo un golpe de efecto decirle que su nombre era que la quería. Lo había considerado, para qué engañarse. Era algo que igual no había dicho jamás y que no esperaba tampoco decir verdaderamente algún día, pero no tenía escrúpulos en decirlo si lo acercaba a sus metas. ¿Por qué no lo usaba, pues? Fácil: no lo usaba aún. La palabra tendría mucho más valor si la reservaba hasta el momento propicio, momento que tenía dibujado con máximo detalle y que llegaría antes de lo que Silvia podría suponer.

************** Más - ¡pronto! ***************