Notitas rápidas: Hetalia NO me pertenece, es de su creador Hidekaz y nada más.
Uso de nombres humanos: Emma para Bélgica y Elizaveta para Hungría. Hay un poquitín de OC, pero nada grave.
Disclaimer por temas de adultos, sangre y canibalismo, aunque no sea nada explícito.
Flores
Francis Bonnefoy tenía una peculiar y profunda fascinación por las flores.
Era una pasión que lo había llevado a cultivar su propio jardín, en un modesto apartamento en la periferia de París. Un lugar pequeño y barato, perfecto para que dos personas vivieran en él; era un espacio sencillo, pero adecuado para los cientos de maceteros y floreros que tenía repartidos por todo su hogar.
Francis era feliz, rodeado de orquídeas, pensamientos y laureles por aquí y por allá. Su apartamento parecía un pequeño festín de colores y aromas, como un cuadro de hermosas formas y múltiples texturas; tenía su propio paraíso privado.
Se sentía feliz rodeado de orquídeas, pensamientos y laureles. Había tantas formas, colores, texturas y olores, que cada día se sentía más atraído por aquel mundo floral que había descubierto a temprana edad, cuando su madre, una mujer bajita y de mejillas regordetas, le regaló su primer botón de tulipán. Supo en ese momento que no había retorno a lo que él fue antes de ese día.
Años más tarde, recordando a su adorable madre, aceptó que había llenado su vida de tantas flores, que parecía no poder saciar su deseo por adquirir más. Cada que tomaba una flor entre sus manos, sentía la necesidad de llevar una segunda, luego una tercera, una cuarta y una quinta.
Su hambre floral parecía no tener fondo. Era inevitable para él no buscar más flores para cargarlas consigo hasta su hogar, pues hallaba placer al llevar su nariz hasta la coronilla y aspirar los dulces aromas de cada uno de sus pestilos.
Bonnefoy Francis tenía esa peculiar fascinación por las flores, porque consideraba la delicadeza de sus pétalos y sus agradables perfumes, como la más pura de las obras de arte.
Y como toda obra de arte, había mil maneras para poder disfrutarlas. ¿Su favorita? Una sutil mezcla de las flores con la comida. No se consideraba el mejor crítico de arte o un Picasso, pero había descubierto placer en poder juntar su más grande pasión, con el arte culunario.
Solía recrear grandes platillos, de grandes chefs, para adornarlos con las flores más bonitas de las flores que había en su amplio jardín interior. Grandes obras de arte fueron las que sirvió a sus dos musas en las cenas de noches especiales, hacía lo que amaba y eso lo volvía el mejor en ello.
Solía comer cinco veces al día, seis cuando Emma o Elizaveta —sus amantes—, lo visitaban. Hacía todo un festín y no permitía que se desperdiciara o, como él solía decirlo, que se despilfarrara el don con el que había nacido; luego les hacía el amor, acariciando sus pequeños cuerpos desnudos, con la punta de una rosa o de un clavel.
A la castaña, Elizaveta, le fascinaban los platillos tradicionales, casi tanto como amaba ser besada en sus pomposos labios, siempre a la espera de recibir las caricias más dulces de Francis. Emma disfrutaba más de las carnes secas y las salsas de fruta que Francis hacía, para después quedar a merced de las grandes manos de Bonnefoy.
Llevar los deliciosos platillos hasta sus paladares les generaban un placer inmensurable, el aroma de flores recién cortadas era un gusto adicional, que sólo él podía darles. Podían tener una cena mágica, acompañado de un vino añejado y salsas variadas, pero la verdadera fantasía iniciaba cuando la carne tocaba sus papilas gustativas.
Hacer el amor era casi tan bueno como probar los postres que Francis horneaba para ellas. Tantas fueron las adulaciones que recibía, que no tardó mucho en decidir abrir su propio restaurante, y pronto Emma y Elizaveta no fueron las únicas a las que invitaba a cenar, Francis descubrió rápidamente que no podía saciar su apetito sexual únicamente con dos mujeres.
Las críticas positivas de cientos de comensales, que lo visitaron diariamente en sus primeras semanas de apertura, llegaron rápidamente. Se volvió una completa sensación y se hizo de gran fama.
Todos hablaban del delicioso sabor de las carnes que preparaban, y de las preciosas flores que acompañaban cada bocado que la clientela daba. Francis estaba orgulloso de todo lo que había logrado.
Las reservas para disfrutar la comida en su local llegaron y saturaron las mesas. Las reservas a su cama tampoco faltaban, siempre después de una buena cena donde no dejaba sobras en su plato ni en los labios de sus nuevas amantes.
Fue así que descubrió lo que rápidamente catalogó como su tercer pasión.
Arthur.
Arthur era el nombre del único hombre del que se había enamorado, el más atractivo que se había encontrado, en una de esas tantas citas que había tenido a la luz de las velas, rodeado de todas sus flores. Era rubio y un poco más bajo que Francis, sus ojos brillaban aún en ausencia de luz y aunque pocas veces reía y todo el rato frunciera el ceño, su voz era varonil y solo le hacía creer que había sido un regalo de cualquier Dios generoso, haciendo su buena acción del día.
Llegó a él una noche cualquiera. Era un reportero buscando una entrevista a la que Francis no se pudo negar, con la única condición de que el rubio accediera a tener una cena con él, en un lugar con un poco más de privacidad —entre maldiciones bajitas que le soltaba a su persona—.
Había una zona del restaurante que Francis restringía a sus potenciales citas y enamorados. Se trataba de una mesa al centro, rodeada de enredaderas y pequeños sembradíos, de donde tomaba las flores que colocaba a sus platillos más especiales.
Arthur, con un sonrojo violento en sus mejillas, le juró a Francis que él no sería una más de sus noches, afirmando que se encontraba ahí con el estricto motivo de obtener una entrevista.
Claro que, como Francis lo planeó, obtuvo más que unas pocas palabras.
Esa noche Francis se permitió olfatear la piel de su cuello, donde se concentraba un fuerte olor a rosas que hipnotizó al hombre por completo. Pasó su nariz por la zona repetidas veces durante toda la noche, sin poder comparar a Arthur y reconocerlo como la flor más bella de su jardín.
Al día siguiente, el recuerdo de la noche y de los suaves gemidos que él dio contra su oído, orillaron a Francis a buscarlo nuevamente, sintiendo la necesidad de olfatear su perfume floral que la piel emanaba naturalmente.
Y, aunque en un inicio Arthur se escondió de él, terminó por aceptar sus llamadas y las invitaciones a salir y, sin haber formalizado algo, lo recibía, entregando su cuerpo al placer que las expertas manos de Francis le brindaban noche tras noche.
Él debió tener más cuidado, cuando descubrió el pequeño fetiche que Francis tenía de morder la piel de su cuello, siempre bajo el pretexto de que esa zona en especial, le recordaba a su flor favorita, la misma con la que había adornado cientos de platillos.
Poco a poco, Francis comenzó a sentir hambre de Arthur, de su piel, de sus besos, de sus gemidos y de lo cálido de su interior. Un hambre tan desesperada que en su pecho se formó un hueco que no llenaba solo con caricias y embestidas. Un hambre que le exigía tomar algo más del inglés.
Estaba seguro que se debía a lo mucho que Arthur se parecía a una flor, y lo deliciosa que sabía su piel debajo de lengua. Él era todo un manjar y Francis, como un lema de vida, jamás dejaba sobras, por más satisfecho que se encontrara.
Ocurrió una noche, después de seis meses de estar saliendo. Arthur pensó que Francis finalmente le pediría formalizar la relación, pero los planes de él, eran otros.
La cena fue magnífica, Francis preparó todo un festín que pudo haber durado días, pero Arthur había aprendido que no podía dejar alimentos sobre el plato. Tragó todo lo que pudo, bajo la atenta mirada de Francis, en algún punto sintió la comida regresando por su tráquea, pero el beso que él le plantó, la obligó a tragar nuevamente.
Francis siguió besándolo, disfrutando de la miel que se había quedado en sus labios, y de lo suave que era su piel.
Las prendas se perdieron en el camino hacia la cama, sus pieles chocaron calientes debajo de las cobijas, y la unión fue suave y natural. El miembro de Francis encajaba tan bien en Arthur que no podía evitar enterrarse una y otra vez en él.
Cuando los gemidos llenaron la habitación, Francis aprovechó para dirigirse al cuello del inglés, mordiendo su piel mientras las embestidas se volvían erráticas. Arthur estaba envuelto en placer y tan deshecho en maldiciones que, por más que le dolían las mordidas, sentía que no le hacían daño realmente.
Hasta que Francis se corrió dentro de él, mordiendo más fuerte de lo que una persona podría soportar. Arthur trató de alejarlo tras haber gritado varias veces que parara de hacerle daño. Pero Francis estaba teniendo el mejor orgasmo de su vida, mordiendo justo por encima de la yugular.
Intentó patalear y quitarse al hombre de encima, pero Francis cubría por completo su cuerpo y no prestaba atención a los pobres intentos de Arthur por echarlo de su cuerpo. Gritó cuando sintió que Francis desgarraba la piel de su cuello.
Se movía tanto que el hombre no tuvo más opción que llevar su mano hasta su rostro para cortarle la respiración, tapando boca y nariz al mismo tiempo.
Cuando Francis fue capaz de arrancar un pedazo de piel, Arthur no respiraba más.
Encontró delicioso el sabor metálico que acompañó al trozo de carne que se tragó. Podría comerlo toda la noche, de manera desmedida, disfrutando el sabor de su piel y el suave aroma a rosa que seguía desprendiendo sutilmente.
Jamás dejaría de comer, si se trataba del cuerpo de Arthur sobre flores y rosas, sus más grandes pasiones.
Porque tras meses románticos, Arthur se había convertido en la flor más hermosa de su jardín.
Y nada más.
Tenía este O.S guardado en mis borradores en Docs desde hace más de tres años y también tenía tantísimas ganas de publicarlo en su momento, le di una leída express, pero no me detuve a notar si había errores de gramática o redacción, si los encuentran agradecería que me los hicieran notar.
Sin más, espero nos leamos pronto nuevamente.
