Domestic Life

No hubo necesidad de que la alarma sonara para reintegrarse al nuevo día. El peso extra que tenía sobre su pecho y abdomen funcionaban mejor que ese reloj analógico sobre su buró.

Retiró su máscara de dormir. Entre abrió sus ojos y estiró su mano para alcanzar sus lentes. Y mientras luchaba contra la somnolencia, veía ese par de animados y alegres ojos. ¿Cómo tenían tanta energía cuando no eran ni las siete de la mañana?

—¡Papá! —gritaron en perfecta armonía—. ¡Hora del desayuno!

—Hoy le toca a su madre —soltó, arrastrando un bostezo—. Díganle a ella.

—Mamá aún no regresa —espetaron para quien al fin se ubicó en el espacio y tiempo.

—Es cierto. Todavía no vuelve. —Se enderezó y esos dos pequeños se apartaron para que pudiera levantarse—. Me pregunto qué desayunaremos hoy.

Esos dos niños no eran quisquillosos. Ambos adoraban su sazón y se comían gustosos todo lo que él les cocinara. En ese aspecto se parecían a su madre. Asimismo, presumían el vivido gris de sus ojos y el rebelde castaño oscuro de su cabellera.

Eran la perfecta combinación de él y su esposa. Y poseían tantas manías suyas que era difícil negar que ambos contribuían activamente en su educación y cuidados. Aunque quizá lo que ambos no esperaban es que su intento de ser padres obtendrían premio doble: un par de bellos y adorables gemelos.

—Están tocando a la puerta —avisaba el muchachito, rascando su mentón.

—De seguro es mamá —habló alegremente el otro pequeño para su progenitor—. ¡Iré a abrirle!

Ni siquiera consiguió cambiarse antes de que tuviera la visita de su pareja sentimental.

—Siempre es todo un poema el verte cuando recién despiertas. —Su sonrisa se acentuó. Disfrutaba de verlo desaliñado—. Ve a ducharte. Yo prepararé el desayuno.

—Los niños y yo nos volveremos alérgicos si continuamos comiendo curry —expresó, bufón. Adoraba hacerla enojar—. Báñate. Yo prepararé el desayuno.

Kazuya se había ofrecido para cocinar no porque le molestara comer curry, sino porque bañarse era una invitación silenciosa para esos dos pequeños que disfrutaban ducharse con cualquiera de sus dos padres. Y ese pequeño momento familiar representaba inversión de tiempo y energía.

—Bribón.

—Deberías sentirte afortunada por tener un apuesto marido que te prepara el desayuno mientras tú disfrutas de un baño con burbujas.

Ella iba a objetar, a callar esa pequeña risa que escapó de sus carnosos labios, pero no pudo. Sus dos hijos se habían aferrado a su falda, aguardando con paciencia para tomar su baño de burbujas.

—Los veré abajo.

Miyuki bajó a la primera planta. Le importaba un bledo seguir despeinado y en pijama. Ya con que su esposa se encargara de bañar a sus hijos sentía que la energía que no recuperó mientras dormía, lo abrazaba.

Cocinar siempre lo apasionó. Y ahora ese sentimiento era mucho más fuerte. Porque ver a su familia disfrutar de todo lo que cocinaba llenaba su corazón de calidez y regocijo. Era otra forma en que ellos lo hacían feliz.

—Tal vez algo consistente estaría bien.

Los gemelos entraron a la cocina y ayudaron a poner la mesa. Y aguardaron pacientemente a que la comida fuera servida.

Cada comida dentro de ese hogar se acompañaba del canal deportivo, de los partidos de temporada del béisbol; con todo lo relacionado con el rey de los deportes.

No sólo el jefe de familia amaba con desenfreno aquel hermoso deporte, sino también sus pequeños. Cada uno había manifestado su preferencia por aquel deporte y la posición que deseaba desempeñar.

—¿Y cómo van sus entrenamientos? —interrogó la madre a sus dos pequeños.

—El entrenador dice que me iría bien como pitcher. Pero le dije que no. Que esa posición no es tan emocionante como la de papá.

—Tienes un brazo fuerte, Ryū —decía Kazuya para quien comía gustoso su pescado—. Sólo trata de no ser tan exigente con tu pitcher. Apenas se está acostumbrando a lanzar hacia la zona del strike.

—Aunque si no mejora, volverá a regalar carreras como en nuestro último encuentro.

—Yōhei, tú tampoco seas duro con ese niño —hablaba la madre—. No batees sus lanzamientos con tanto gusto.

—Pides imposible, mujer —intervino su marido—. La sangre Yūki corre por sus venas. Está en su naturaleza ser así de intenso.

—Al menos es capaz de batear aun cuando las bases no están llenas.

—Oye, ese problema lo superé con el tiempo —espetó con fingida ofensa—. Aparte heredaron tu salvajismo. Y es mejor que lo canalicen en el béisbol.

—Lo que importa es que saben defenderse.

—Madre, ¿qué haremos hoy?

—¿Iremos al cine?

—Es fin de mes. Así que haremos limpieza exhaustiva —respondió, rompiendo las ilusiones de ambos—. Ya mañana domingo haremos lo que ustedes quieran.

—Hoy es el último día de la película que queríamos ver Ryū y yo.

—¡Es de zombies ninjas!

—¿Zombies ninja? ¿No deberían ser lentos y torpes? —preguntaba Kazuya.

—¿De dónde adquirieron esos gustos tan raros nuestros hijos?

—Sora, te dije que era mala idea que Mei los conociera.

—Pero ahora ya no la veremos.

—Seremos los únicos en clase que no la hayan visto. Jamás seremos populares.

—Eso sí lo aprendieron de Mei —señalaba la madre viendo cómo ese par intentaban chantajearla a través del dramatismo—. Iremos al cine.

—¡Si! ¡Mamá es la mejor!

—Iremos con una condición.

Esos niños bajaron su euforia. Su padre rio con discreción.

—Mañana arreglarán su habitación. Y nada de esconder cosas debajo de la cama como suelen hacerlo.

—¡Lo haremos!

El cine siempre era un sitio concurrido. Sobre todo, en fines de semana. Las familias aprovechaban para salir y pasar un momento agradable, comiendo palomitas o disfrutando de la compañía de alguien especial. Luego estaban ellos intentando convencer a esos dos de por qué no era buena idea combinar un bote de helado con palomitas saladas.

Dentro de la sala, a lo largo de la función, se aliviaron tanto de que sus hijos no fueran los únicos en ponerse a gritar en las escenas de acción. Allí era un concierto a pequeña escala donde las agudas voces de los niños guardaban la discreta intención de dejarlos sordos.

El regreso a casa no fue menos silencioso. Los gemelos continuaban eufóricos, deseando que la secuela de su película favorita llegara pronto. No obstante, entendieron que su momento de diversión debía ser reservado para otro día.

—Están todos pegajosos por los chiclosos que se comieron. —Ni siquiera intentaría desmanchar las camisas de sus dos hijos—. Tienen que volverse a bañar.

—Yo me haré cargo de estos dos —indicaba Kazuya para quienes no conocían el pudor y ya estaban arrojando su camisa al piso—. Dejo la comida en tus manos.

—¿Y tu alergia al curry?

—Solamente soy alérgico de lunes a viernes.

—Gracioso.

—Mientras te enfrentas a tu más grande némesis, yo y estos muchachitos asistiremos a una cita con el agua y el jabón.

Bañarlos era una tarea simple porque esos dos amaban el agua. Probablemente si él no los hubiera acercado al mundo del béisbol ese par estarían entrenando para ser nadadores profesionales. Mas la parte complicada llegaba cuando debían vestirse. Por alguna misteriosa razón les gustaba quedarse en calzoncillos, botados sobre la ropa que eligieron usar hasta que alguno de los padres los obligara a ponerse algo más encima.

Vistió a ese par y se preguntó si algún día dejarían de usar la misma ropa y confundir a todos sobre quién era cada uno.

Ya que la comida demoraría, aprovecharía para doblar la ropa lavada a media semana. Y aunque valoraba la asistencia de sus hijos, prefería mantenerlos alejados de la escoba y el trapeador. La última vez que aceptó su mano ayuda el piso de madera fue empapado con jabonadura. Tampoco los quería cerca de las ventanas. Él mismo se las apañaría para dejar la casa reluciente de limpia.

Era un trabajo agotador. Mas no se quejaría. Su esposa se dedicaba a esas pequeñas y desgastantes actividades entre semana. Él quería pagar su esfuerzo, apoyándola, aunque fuera en esos dos días donde podía compartir su tiempo con ella y sus hijos.

—Papá, la comida ya está lista.

—Mamá ha hecho tu platillo favorito.

Los dos pequeños que desaparecieron de su campo de visión irrumpieron en sus pensamientos, en sus tareas. Mas traían compañía.

—Te ayudaré con el jardín después de que comamos —dijo para quien sostenía unas tijeras para podar—. Andando o todo se enfriará.

Se miraron y sonrieron con complicidad. La vida de casados no era un paraíso; era como un campo de rosas con sus pequeñas espinas escondidas. Sin embargo, se tenían el uno al otro. Y el equipo tan formidable que formaban podía hacer cara a todas las adversidades de la vida doméstica.