La historia y sus derechos me pertenecen, los nombres de los personajes a S. M. NO AL PLAGIO
Una madre sin esposo (SAGA LA VIDA DE ELLAS)
VII. Más vale prevenir que... un mal funeral
Angielizz (Anbeth Coro)
Bella miró el teléfono por sexta vez en el día, había pasado una semana completa sin saber nada de Edward.
—Mami, mami, ven, mira —la agarró de la mano Nessie y la jaló para llevarla al jardín. Señalo hacia los rosales donde habían salido esa mañana unos nuevos botones del rosal.
—Se llaman rosas —le explicó Bella a Nessie— necesitan agua para que crezcan.
—Yo voy a darles agua. ¿Les gusta fría o caliente? —preguntó con una inocencia que le sacó una sonrisa a su madre. Bella le puso su mano enima del cabello castaño de su hija cepillandolo con sus dedos.
—De la llave, linda.
—Mamá, no puedes darle agua de la llave a las flores, van a enfermarse —y con eso la pequeña Nessie entró a la casa corriendo por un vaso de agua.
Bella se quedó de pie en el marco de la puerta, mirando a las flores y preguntándose si no serían esos rosales el único recordatorio que tendría de Edward. Sabía que los hombres desaparecían de su vida, pero al final las esperanzas habían tomado forma dentro de ella enterrándose con raíz haciendo crecer ilusiones en ella. El primer día había esperado emocionada por una llamada, el segundo día se convenció que sólo era Edward tomándole el pelo con esas bromas de mal gusto que igual le sacaban sonrisas. El tercero miro el teléfono con un hueco en el estomago, el resto de los días se forzó a no esperar que le llamara de nuevo.
Ni siquiera me besó, se dijo como si se diera cuenta de lo tonta que estaba siendo al respecto. ¿Podrían llamarse citas? Duraron más de una hora en la tienda de música y casi el doble eligiendo plantas en diferentes viveros. Y habían pasado tantas horas desde la última vez que se vieron que le parecía que no habría más. ¿Podrían llamarse citas si siempre quedaban de verse en el punto de reunión? Ella no estaba lista para que conociera su hogar, o descubriera que era madre, pero no pensó que el tiempo con él hubiese terminado tan abruptamente luego de esa salida tan dulce a elegir flores.
Fue divertido, se convenció, y no prometió llamar, se recordó, no es como si me hubiese mentido, se reprendió a sí misma por siquiera considerarlo. Aun así suspiro y volvió a fantasear que el celular sonaba, pero no lo hizo y no lo haría para su pesar.
Era domingo y Edward estaba caminando entre las tumbas con un ramo de margaritas en la mano.
—Buenos días, Angela —se sentó en el banquillo frente a donde ella estaba, leyó el epitafio sobre la tumba como hacía cada domingo y frunció el ceño como venía haciendo por diez años, ¿por qué había permitido que ella eligiera aquella frase? Claro, porque semanas antes de su muerte Angela planeó su funeral.
Como si fuese una boda o un evento para celebrar. Dejó en el armario el vestido que quería usar, contrató a la funeraria, eligió el ataúd, amenazó a la maquillista de usar tonos suaves en su piel o si no… y dejó la frase incompleta.
Angela tuvo un par de semanas buenas antes de volver a ser hospitalizada, tan buenas como pudieron ser para alguien que ha sido sentenciada a muerte por un tumor maligno. Eligió todos los detalles, incluido ese espantoso epitafio. Quería ahorrarle todas esas desiciones a Edward, su amado esposo no tendría porque preocuparse si ella quería usar un vestido negro o uno rosado o si el blanco o el rojo iban mejor. Su adorado y triste esposo no debería preocuparse por elegir zapatillas o tenis deportivos para ella. Su preocupado esposo no tendría que lamentarse por desiciones tan banales cuando la vida se le acabara a él también junto con ella.
—Un día recordarás todo esto y te reirás de mí —le había dicho entonces Angela acostándose a su lado dejando su nariz junto a la de él, mientras Edward se esforzaba en no llorar, en no gritar en no apagarse con ella.
—¿Cómo se supone que siga viviendo después de ti?
Y Angela no tuvo palabras para él, en su lugar lo besó y sin saberlo le hizo el amor por última vez. Edward recordaría semanas despues de su muerte, que ella nunca lloró. No lloró al enterarse que el cáncer estaba tan avanzado que no había nada por hacer, no lloró cuando le dieron el tiempo que le restaba de vida, no lloró al planear su funeral. No lloró, ni le tembló la voz cuando le explicaba a la persona de la funeraria encargada de maquillar a los muertos, que debía elegir un color rojo para sus labios porque no quería que se vieran pálidos cuando estuviera muerta, no lloró incluso cuando vio a la maquillista cubrirse la boca al darse cuenta que su futura cliente estaba frente a ella.
No lloró mientras él sí lo hizo. Y cuando una noche en el hospital Edward le preguntó porque no se veía triste ella se lo dijo con simpleza:
—No te haré mi partida más difícil, mi amor.
Su única preocupación era él, que era tan joven, tan guapo, tan optimista, tan lleno de vida y que estaba segura que se dejaría morir en cuanto ella lo hiciera.
—No te mates —le imploró horas antes de morir—, escúchame bien, Edward, no te mates.
Y Edward en lugar de negarlo o reírse bajó la mirada al suelo, porque esa idea se le había pasado por la mente decenas de veces durante los últimos días. ¿Cómo iba a vivir sin ella?
—Un día vas a pensar en mí y no vas a sentir el dolor. Un día te sorprenderás no pensando en mí, viviendo tu vida, haciendo planes. Quién sabe. Tal vez un día te encuentres pensando en otra mujer —y cuando Edward se hincó en el suelo sujetando sus manos y besándolas mientras negaba con enojo ella continuó— y júrame que no vas a ser terco, que si aparece otra mujer que te haga sentirte vivo vas a levantarte de tu miseria y vas a ir tras ella.
—¿Cómo siquiera se te ocurre… —ella le cubrió los labios con su mano. Ahí en la cama, toda delgada, pálida, con las mejillas succionadas, las ojeras bajo sus ojos, los labios resecos, muriéndose despacio y tan llena de vida al mismo tiempo, con esa energía que tendría hasta su último suspiro.
—Porque necesito saber que vivirás, dame ese consuelo, Edward. Porque vas a vivir una larga vida, me vas a llevar flores a mi tumba cada semana y estaré ahí viéndote volver a vivir. Así que júramelo, júrame que no vas a matarte.
Miró al cielo que estaba sobre él. Había nubes esa mañana, pero no del tipo que augura lluvia sino del que crea un hermoso paisaje sobre el cielo. Angela acostumbraba encontrarles figuras a las nubes— ¿Una flor? Parece una flor.
Nunca dolería menos. Sólo había aprendido a continuar existiendo sin ella. Miró la tumba esperando encontrar en las letras del nombre de Angela las respuestas a sus dudas.
No había vuelto a llamar a Bella, pero no porque no recordara llamarla, sino por lo opuesto, porque no podía dejar de pensar en Bella y también por otro motivo: su viejo celular había pasado al otro mundo, el de los aparatos inservibles.
Sin embargo, se sentía molesto consigo mismo por pensar en Bella dentro de la misma casa que construyó para Angela.
—¿Un elefante?
Angela podía pasar una hora enterada encontrándole forma a las nubes como si fuera una niña, recordó y sonrío con nostalgia.
Estaba ahí para contarle a Angela de la llegada de Bella a su vida, pero no se atrevió. ¿Cómo podría contarle a la tumba de su amada que había conocido a una mujer que lo había hecho reír después de tanto sin hacerlo? No era posible obligar a sus palabras a salir de su garganta.
—¿Una rosa? —le preguntó al aire y entonces pensó en los rosales que le compró a Bella, dejó el ramo de margaritas sobre la tumba con una disculpa en su rostro y se alejó. Ahora no sólo pensaba en Bella dentro de su hogar, sino también al lado del cadáver de su mujer.
Tengo que confesar que llevaba mucho sin sentir un nudo en la garganta al escribir y terminé tragandome las lágrimas al final.
¿Qué les ha parecido?
Muchas gracias por los comentarios. Si les gusta esta historia estoy segura que les gustarán las otras dos historias de la saga La vida de ellas:
Una mujer sin corazón
Una dama de burdel
