Disclaimer: Los personajes que aparecen en esta historia, así como el universo donde se desarrolla la trama no son creaciones mías ni me pertenecen, todo es obra de Hajime Isayama.

Advertencia: El siguiente capítulo contiene material explicito para adultos.

Colapso

9

Lenguaje corporal

Decenas de mujeres, grandes y pequeñas, se asomaron desde la entrada de servicio al ver que un nuevo visitante llegaba. La presencia de Mikasa, una señorita a caballo, llevó su curiosidad y asombro -como en todos los sitios por donde pasaba- a tal extremo, que algunas se acercaron y sin ningún apuro la miraron a los ojos haciendo sus observaciones, como si aquello que se les mostrara no se tratase de una persona, sino de un ser extraño que no pudiera oír ni comprender.

Mikasa descabalgó junto al zaguán. A pesar del cansancio o quizá a consecuencia de él, se encontraba en ese estado de excitación y felicidad en que el espejo del alma graba con especial claridad y brillantez todas las impresiones, observaba y se fijaba hasta en el último detalle.

Ingresó al humilde recinto con renuencia. Sus pasos resonaron por las paredes del pasillo a medida que se desplazaba a un destino desconocido.

Deambuló por las galerías que rodeaban el patio de juegos, donde algunos niños corrían, reían y gritaban de algarabía bajo los rayos del sol. Mikasa los vislumbró con anhelo. Tenía la impresión de que ella había vivido lo mismo hace mucho tiempo atrás, antes que las murallas cayeran, antes de que se vieran forzados a unirse a la milicia para sobrevivir.

Por supuesto, aquellos fueron tiempos oscuros. Los huérfanos ya no eran obligados a vivir en condiciones inhumanas. Ahora tenían techo y comida, jugaban y entonaban canciones como la que Mikasa escuchaba con atención:

Perdí a mi amado

Sin que lo mereciera

Por un ramo de rosas

Que no le quise dar

Hace mucho tiempo que te quiero

Nunca te olvidare

Las niñas daban vueltas en circulo mientras todas cantaban.

Sintió que se le llenaban los ojos de lágrimas. Nuevamente se abría ese vacío en la realidad.

—¿Es usted la esposa del Teniente Kirstein?— preguntó una mujer a sus espaldas, sonriente.

Antes de encararla, se secó algunas lágrimas con el dorso de la mano; moduló su respiración y respondió:

—Sí, lo soy— intentó sonreír—. Mikasa Kirstein, es un placer conocerla.

—El placer es mío, señora Kirstein. La hermana Honorine la recibirá en su despacho en breve.

La guio a una salita anexa al pasillo donde había una gran mesa cubierta con hule de cuadros y un juego de sillas rígidas colocadas a lo largo de las paredes. Al fonde de la habitación se alzaba una estatua de yeso de Historia.

La mujer baja y rechoncha, de mejillas rosadas y ojos vivarachos, le indicó que tomara asiento en una de las sillas mientras la encargada del orfanato hacia acto de presencia.

Su risa alegre y natural asombró a Mikasa, quien siempre había imaginado qua las religiosas como mujeres circunspectas, y esa alegría tierna y pueril la conmovió.

Sus cavilaciones se vieron interrumpidas cuando se abrió la puerta, de un modo que a Mikasa no se le antojó natural sino más bien como si hubiera girado sobre las bisagras por voluntad propia, y la hermana entró en la pequeña estancia. Se detuvo por un instante en el umbral, y una sonrisa solemne asomó a sus labios mientras sus ojos se posaban primero en la mujer risueña y luego en el rostro tensó de la pelinegra. A continuación avanzó unos pasos y tendió la mano a Mikasa.

—¿Señora Kirstein?— hablaba con un acento marcado—. Me complace conocer a la esposa de nuestro teniente, tan bueno y tan valiente— le dedicó un amago de reverencia.

A Mikasa le invadió la sensación de que la mirada de la dama se detenía en ella un buen rato sin pudor alguno. Era una mirada tan franca que no resultaba descortés, sino que detonaba un interés profesional por formarse una opinión del prójimo sin pensar siquiera en recurrir a subterfugios. Con una seriedad cordial la invitó a tomar asiento y ella hizo lo propio. La mujer todavía sonriente pero en silencio, permaneció en pie junto a la superiora, si bien un poco más atrás.

—He pedido que le prepararan un poco de té, pero debo excusarme si no cumple con sus exigencias— acotó la hermana Honorine.

Mikasa se limitó a asentir. Era la primera vez que acudía a un sitio como ese, en especial en una posición privilegiada como la esposa de Jean.

Otra chica apareció con una bandeja sobre la que llevaba tazas, una tetera y un platillo de magdalenas.

—Tiene que probar las magdalenas— señaló Honorine—, porque la hermana Séverine las ha preparado para usted esta misma mañana.

Charlaron sobre asuntos intrascendentes. La mujer le preguntó a Mikasa cuanto tiempo llevaba en la Región y si se había cansado durante el viaje desde Mitras. Quiso saber si había estado al sur alguna vez y si no la agobiaba el clima de Limsis. Fue una conversación tan trivial como amistosa que adquirió un matiz peculiar en aquellas circunstancias. Allí reinaba la paz.

—Hubiese deseado acudir con anterioridad— espetó en voz baja.

La hermana Honorine esbozó otra sonrisa. Mikasa, impresionada sin saber muy bien por qué, estudió a la solemne dama. Iba vestida de blanco. Era una mujer de mediana edad , de unos cuarenta o cuenta. Cinco años; no había manera de precisarlo, porque ni una sola arruga surcaba su rostro terso y pálido, y si daba la impresión de haber dejado atrás la juventud era principalmente por la dignidad de su porte, su aplomo y la extrema delgadez de sus manos fuertes y hermosas. Tenía el rostro alargado y la boca amplia con dientes grandes y parejos. La nariz era delicada, pero los ojos bajo sus cejas fijas y negras, eran lo que otorgaba al semblante su carácter intenso y trágico. Eran muy grandes, oscuros, y si bien no resultaban exactamente fríos, su firmeza sosegada imponía respeto.

—El teniente realiza una vista obligada al menos una vez a la semana— dijo la hermana Honorine—.Desde su llegada, la situación mejoró para el orfanato y los huérfanos en sí.

—Jean es un hombre bondadoso— replicó Mikasa sin pensar en la respuesta. Aquella cualidad era parte de su personalidad.

—En extremo— coincidió Honorine—. Si no le importa que lo pregunte, ¿se casaron durante el viaje de Hizuru a Paradis?

Mikasa levantó la mirada y la contempló sin entender muy bien a qué se refería. Fue entonces que los engranes en su cerebro reanudaron la marcha que recordó la historia que ambos habían creado meticulosamente para no levantar sospechas.

—Poco antes de llegar a Paradis. La naturaleza del trabajo de Jean nos obligaron a adelantar el proceso.

—No me sorprendería— dijo la hermana Séverine tras pasar largo rato absorta en el silencio—, usted es una mujer hermosa. Supongo que no quería dejarla atrás.

Mikasa se sonrojó y apartó los ojos incapaz de aguantar la mirada inquisitiva de la hermana.

—Si la señora Kirstein desea conocer el resto del orfanato, se lo mostrare encantada.— La hermana se volvió hacia ella con una sonrisa de desaprobación—. Lamento que tenga que verlo ahora que todo está manga por hombro. Tenemos muchísimo trabajo y muy pocas hermanas para llevarlo a cabo. El General Hegstad ha insistido en poner un ala del edificio a disposición de los soldados y nos hemos visto obligadas a acondicionar otras habitaciones para alojar a nuestros huérfanos.

Se detuvo junto a la puerta para franquear el paso a Mikasa y luego, una junto a otra, seguida por la hermana Séverine, recorrieron los pasillos frescos y grises. Entraron primero en una habitación grande y desnuda donde unos cuantos jóvenes trabajaban complejos bordados. Se pusieron en pie en cuanto entraron las visitas, y la hermana Honorine enseñó a Mikasa muestras de su trabajo.

—Seguimos con ello a pesar de la inminente guerra porque los distrae del peligro.

Pasaron a otra sala en la que unas chicas más jóvenes se dedicaban a las labores sencillas de costuras como dobladillos y despuntes, y luego una tercera donde solo había niños pequeños a cargo de otra hermana. Jugaban ruidosamente y cuando apareció la encargada se arremolinaron en torno a ella – pequeños de dos y tres años—, la tomaron de las manos y se escondieron entre sus amplias faldas. Una sonrisa encantadora iluminó el semblante circunspecto de la mujer, que las acaricio mientras pronunciaba palabras con voz melosa. Cuando hizo ademan de marcharse no le permitieron salir, sino que se aferraron a ella de tal modo que, entre protestas sonrientes, hubo de emplear una fuerza moderada para zafarse. La gran dama no les parecía en absoluto aterradora.

—Como usted bien sabe— le explicó a Mikasa mientras caminaban por otro pasillo—, sólo son huérfanos en el sentido que sus padres han decidido librarse de ellos. ¿Ha llegado alguno hoy?— preguntó a su compañera.

—Tres.

—Los orfanatos de los demás distritos estaban a punto de colapsar— continuó relatando—. La Reina considero prudente enviarlos a todos a una zona alejada del ajetreo de los distritos.

Mikasa farfullo una afirmación.

Desanduvieron el camino hasta la sala en la habían tomado té.

—Antes de irse, ¿le gustaría ver a los niños que han llegado esta mañana?

—Me encantaría— respondió Mikasa.

La mujer la condujo hasta un cuarto situado al otro lado del pasillo donde, sobre una mesa, debajo de una tela algo se movía. Una de las encargadas retiró el paño y dejó a la vista cuatro criaturas. Estaban enrojecidas y agitaban sin cesar sus pequeños brazos y piernas al tiempo que sus rostros se deformaban con extrañas muecas. Aquella visión, por algún motivo, resultaba singularmente conmovedora. La hermana Honorine las contemplaba con una sonrisa divertida.

—Parecen llenos de vida. A veces los traen aquí y mueren enseguida.

—El marido de la señora estará encantado con ellos— apuntó Séverine—. Creo que se pasaría el día jugando con las criaturas, Cuando lloran, le basta con acunarlas en su brazo para que se echen a reír.

—¿Le gustaría sostener a uno?— preguntó la Hermana Honorine.

Mikasa asintió con un leve gesto de cabeza.

—Coloque sus brazos de esta forma— la instruyó la hermana Séverine—, acune su cabeza entre el antebrazo y pase otra debajo de su cuerpo, así.

Su corazón dio un vuelco al sentir al pequeño cuerpo moverse entre sus brazos.

—El Teniente pasa horas en esta parte del orfanato. Quizás este contemplando la idea de añadir un nuevo miembro a la familia ¿no lo cree?— agregó Séverine.

Un sonrojo reptó desde su cuello hasta su rostro, encendiéndole las mejillas.

—Aún no lo hemos discutido— respondió con decoró.

—No deberíamos presionar a la señora Kirstein, cuando llegue el momento, lo harán.

Poco después, Mikasa estaba en la puerta. Agradeció con solemnidad a las dos mujeres las molestias que se habían tomado, y la hermana Honorine se inclinó con condescendencia a un tiempo digna y afable.

—Ha sido un gran placer. No sabe usted lo bien que se ha portado su marido con nosotras, ni lo útil que ha sido. Nos lo ha enviado el mismísimo cielo. Me alegro de que usted haya venido con él. Cuando regresa a casa debe ser un gran alivio para él encontrarla esperándolo con su amor y su hermosura. Vele por su salud y no permita que trabaje más de la cuenta. Debe cuidarlo por el bien de todos nosotros.

Mikasa se sonrojó; no sabía qué contestar. La hermana le tendió la mano y mientras se la estrechaba, notó que la mujer clavaba en ella esos ojos atentos y serenos, un poco distantes, pero en los que se leía algo muy similar a una profunda comprensión.


—Es una lástima que ya no contemos con el poder de los titanes, pero estoy seguro que este armamento se les asemeja. Bastará para mantener a los Marleyanos y las demás Naciones en línea. Pensaban dos veces antes de actuar de forma imprudente— dijo el General Hegstad con una expresión pletórica decorándole el rostro.

El contratista asintió gustoso.

—Le aseguro, General, que pronto podrán hacer uso del armamento.

Hegstad lanzó una carcajada.

—¿Qué opinas al respecto, muchacho?— preguntó dirigiéndose a Jean.

Le echó un vistazo de reojo al avión, con cierta indiferencia, y comenzó a hablar mientras clavaba la mirada en Hegstad:

—Es espectacular.

Su superior sonrió ampliamente a la par que sus ojos centelleaban y se frotaba las manos.

—Vayamos a mi oficina para discutir los últimos detalles— acotó el General. Pasó un brazo por los hombros del contratista con la misma familiaridad de dos amigos que tienen años de conocerse.

Jean se quedó de pie admirando el nuevo prototipo de aviones que introducirían a la armada dentro de un mes. Con el poder de los titanes extinto, los Jaegeristas habían encontrado la manera de suplir dicha omnipotencia con nuevos artefactos bélicos.

A tan sólo tres años de concluir con la Batalla del Cielo y la tierra, y mientras la sangre seguía siendo derramada y la destrucción avanzaba, las principales empresas productoras de armamento veían crecer su valor en el mercado de acciones internacional.

Luego de ese momento, Paradis impulsó decididamente lo que bautizó como "transformación militar", desarrollando más capacidades y tecnología. Se adentraron en un proceso de modernización para poner al día sus equipos, acelerando la carrera armamentista.

—Jean, ¿vienes?— quiso saber el General al percatarse que el joven no siguió sus pasos en la dirección deseada.

—Lo alcanzare en un momento, General. Hay una llamada importante que debó realizar— espetó.

El hombre sonrió en complicidad, atribuyendo la urgencia del joven teniente al árbol de la dicha matrimonial. Por suerte dicha conjetura le otorgaría el tiempo suficiente para evitar inmiscuirse en otra charla insufrible con el contratista.

Caminó con paso firme desde el hangar hasta el edificio donde se ubicaban las oficinas. No podía dejar de pensar en Mikasa, pero curiosamente, eso no lo distraía. Su mente estaba centrada.

El juego de sol y sombra le resultaba agradable mientras recorría los callejones que conectaban los edificios. Hacía un día hermoso que casi podía olvidar la presencia de aquel hombre.

Su asistente y secretaria, lo recibió con una amplia sonrisa cuando lo vio ingresar por las puertas de cristal. Tan rápido como el teniente hizo acto de presencia, la joven saltó detrás de su escritorio para emular el apresurado paso de Jean.

—¿Cómo está la agenda de hoy? ¿Hay algo más que deba hacer?— preguntó sin inmutarse a mirar a la chica.

—No, señor, su agenda esta despejada por el resto del día.

Jean dejó escapar un suspiro de genuino alivio al escuchar esas palabras.

Antes de ingresar a su despacho, agradeció la atención de su asistente y le confirió el permiso de marcharse temprano si lo deseaba.

Su oficina se ubicaba en el quinto piso del edificio del cuartel, que dominaba el bosque. La pared de vidrio permitía ver los barcos que entraban y pasaban bajo la Puerta de Oro. En ese momento había un carguero más allá del muelle, pero a Jean no le interesaba el espectáculo.

Le costaba comprender la necesidad de crear un ejército indestructible. No había amenazas de un conflicto inminente, las negociaciones de paz seguían en pie. Lo poco que quedaba de población sobreviviente continuaba recuperándose de los estragos del Retumbar, dudaba que Marley o Hizuru estuviesen en condiciones de pelear.

En la carpeta del escritorio yacía un discurso reciente del General Dreher publicado en el diario de mayor divulgación en todos los distritos de Paradis. Jean lo estudió críticamente, inclinándose hacia delante. El discurso se refería a la necesidad de inculcar la doctrina Jaegerista en los centros de educación temprana. "Hemos de resolver este tremendo dilema— había dicho Dreher—. Nuestro vecino más próximo y hasta ahora inútil excepto para aplicaciones militares".

La puerta del exterior de la oficina se abrió y apareció, de nueva cuenta, el agradable rostro de su asistente.

—Lamento molestarlo, Teniente, pero tiene una llamada en espera.

Escéptico, enarcó una ceja.

—¿Quién es?— quiso saber. No estaba de humor para entablar una conversación civilizada con otro Jaegerista.

—El embajador Arlert— contestó.

—Gracias, Fiona, yo me encargo.

Cuando la joven estuvo lejos del oído, se volvió hacia el aparato. Descolgó el auricular y tomó una enorme bocanada de aire, procurando prepararse mentalmente para cualquier cosa que su antiguo compañero y amigo tuviese que decir.

—Armin— dijo a manera de saludo.

—¿Cómo va todo, Jean?

Sosteniendo el teléfono con una mano, masajeó el puente de la nariz al tiempo que cerraba los ojos tratando de aplacar el inminente dolor de cabeza instalado en la zona frontal de su cráneo.

—Es un verdadero dolor en el trasero— confesó sin miedo a ser escuchado—. ¿En verdad no fuiste capaz de sugerir a alguien más para el puesto?

La risa de Armin reverberó al otro lado de la línea, cálida y sincera.

—¿Tan malo es?— preguntó fingiendo inocencia.

—Peor de lo que imaginas.

Armin hizo una pausa antes de seguir, y Jean supo que tenía algo importante que decirle.

—¿Cuál es la situación?

Jean sintió que su columna se ponía rígida. Aquella era la señal para comenzar a hablar en código, las líneas estaban interferidas. Los Jaegeristas eran lo suficientemente paranoicos para monitorear las conversaciones dentro y fuera del cuartel con el objetivo de localizar a los traidores. Sería ingenuo de su parte pensar que él era la excepción.

—El oso ha encontrado un dulce panal— formuló tan rápido como su mente se lo permitía, confiaba en que la mente aguda de Armin no demoraría en descifrarlo.

—¿Qué tan dulce?

—Muy dulce— murmuró Jean.

—Mierda— maldijo Armin.

Por lo visto, la presencia del contratista y el armamento no era del conocimiento del embajador o de cualquier miembro cercano al gabinete de Historia.

—¿Hay noticias de la capital?— cuestionó Jean, y sosteniendo el teléfono entre la oreja y el hombro, sacó la cigarrera.

—Las negociaciones siguen en pie. Hizuru ha proclamado un nuevo príncipe heredero.

—¿Tan pronto?

—No tuvieron otra opción, era eso o iniciar una guerra civil— espetó Armin. Jean guardó silencio. Sabía lo que eso significaba—. Han hecho una propuesta.

Con las piernas temblorosas, dejó caer el peso de su cuerpo en la ostentosa silla de cuero. Su mandíbula se tensó.

—¿Qué tipo de propuesta?— preguntó temeroso, como si no quisiese conocer la respuesta.

Una pausa. Y luego la voz débil, seca, frágil, casi como el rumor de unas hojas secas y lejanas:

—Matrimonio. No van a desistir hasta tenerla de regreso, o eso es lo que dicen.

Como era de esperarse, el interés de los Azumabito hacia Mikasa no había desaparecido. Durante tres años, Kiyomi hizo lo imposible para endulzar el oído de la pelinegra y llevarla consigo a Hizuru, de vuelta al lugar donde pertenecía. La orgullosa Ackerman rechazó todas y cada una de las propuestas poniendo en peligro no sólo los acuerdos políticos y comerciales entre ambas naciones, si no también la estabilidad de los Azumabito dentro de la Región.

—¿Cuál fue tu respuesta?— la voz le salió ronca y carraspeó.

—Obviamente me negué. Ella no es parte del acuerdo.

Jean dejó escapar todo el aire contenido en sus pulmones sin miedo a que Armin lo escuchara.

Ante el prolongado silencio, Arlert se vio en la necesidad de interrumpir.

—¿Cómo esta Mikasa?— preguntó, cauteloso. La última vez que ambos interactuaron fue en una discusión. Desde entonces ella había evitado todo tipo de contacto con Armin, no porque estuviese molesta, sino porque no sabía cómo aproximarse a él después del altercado.

—Está bien, luce más calmada y repuesta.— Ahora fue el turno de Armin para suspirar—. Creo que estas siendo injusto con ella al no darle el crédito que merece.

—Lo sé, pero no puedo evitar preocuparme por ella— protestó.

—Mikasa es una mujer fuerte, no es tan frágil como tú crees.

—Gracias por todo, Jean.

El aludido asintió. Tomó el mechero y encendió un cigarrillo.

—No tienes nada que agradecer, Arlert…— Hizo una pausa, tratando de encontrar las palabras exactas—.Mikasa también es mi amiga y sabes lo mucho que me importa.

—¿Le harás llegar mis saludos?

—Por supuesto— le aseguró.

—Me gustaría seguir charlando, pero tengo que irme. Intentare mantenerte informado— comenzó a despedirse Armin, probablemente sus obligaciones lo habían alcanzado.

Jean murmuró algo, se despidió de Armin y dijo que lo llamaría después. Le temblaban las manos.

Giró sobre la silla y contempló el paisaje a través del grueso cristal de los ventanales. El sol de la última hora de la mañana hacia relucir las hojas de los árboles.

Si la propuesta de matrimonio caía en manos de Dreher, el destino de Mikasa estaba en peligro.


En el trayecto de regreso a casa, rodeado del olor a tabaco, tejido recalentado por el sol, plástico y desinfectante, Jean se removía en el asiento. Se sentía como si acabase de huir de un campo de concentración.

Intentó ignorar esa horrible sensación tan rápido como la casa verde y blanca se erguía en lo alto de la pequeña colina, rodeada por viejos robles, álamos y rododendros.

Nubes esponjosas se liberaban de una masa de un gris ominoso que se desvanecía. Los estorninos convertían a los robles en ruidosas guarderías.

Entró a la casa sin hacer ruido, probablemente la pelinegra se habría percatado de su presencia al escuchar el sonido del motor. Colgó la gabardina del uniforme en el perchero y dejó las llaves del coche sobre la mesita cerca de la puerta.

Mientras se desplazaba por el pasillo, examinó la cocina con la esperanza de tener un ínfimo atisbo de Mikasa. Aquella mañana se había visto en la obligación de marcharse una hora antes para desayunar y charlar con su jefe y el contratista, privándolo del placer de beber café y charlar con ella en la comodidad de su casa.

Cansado, expulsó todo el aire contenido en sus pulmones y pasó a la sala de estar. El corazón le dio un vuelco cuando avizoró al motivo de su inquietud postrada cerca de la ventana, demasiado absorta en su encomienda para reparar en su presencia.

Observó con detenimiento la manera en que sus manos sostenían con delicadeza los ramilletes de flores. No tenía sentido, en realidad, tratar de ordenarlas. Revueltas, formaban su propia simetría, era sin duda cierto que repartirlas entre los iris y las adelfillas estropeaba también el efecto.

No pudo evitar la pequeña sonrisa que levantó su boca. Era tan hermosa, incluso ahora que su frente se hallaba arrugada y se mordía el labio con lo que parecía ser una clara muestra de frustración.

—Hey…— saludó en voz baja, atrayendo su atención.

Las miradas de ambos colisionaron en un montón de emociones reprimidas; el aire se le atascó en los pulmones cuando ella le dedicó una ligera sonrisa.

—Llegaste temprano— señaló. Si sus oídos no le fallaban y su percepción no desatinaba podría decir que había cierto deje de alegría en su recibimiento.

—No había nada más que hacer en el cuartel, así que decidí tomar el resto del día libre— empezó a explicar—. Se me ocurrió que podríamos hacer algo juntos— se encogió de hombros, nervioso. Tenía la impresión de que era un adolescente invitando a salir a una chica.

Mikasa levantó ambas cejas, impresionada.

—Eso sería agradable— dijo recobrando la compostura, imponiendo una vez más una mueca de serenidad en su rostro.

Jean asintió. Se sentía cansado y desecho. La simple idea de que los Jaegeristas contemplaran utilizar a Mikasa como una estrategia dentro de sus artilugios políticos le causaba nauseas, en especial cuando imaginaba la posibilidad de que alguien más fuese merecedor de esa intimidad que compartía con ella.

—Mierda, me rindo— espetó frustrada.

No había necesidad de seguir luchando. Podría creer que las flores habían sido puestas en el jarrón con el mismo espíritu desenfadado con que habían sido recogidas.

Él la miraba con un recelo divertido. Había algo entre ellos, pero ninguno de los dos era lo suficientemente valiente para admitirlo.

—Lucen bien— dijo en un intento por consolarla. Jamás había imaginado a Mikasa Ackerman perdiendo la batalla contra el orden natural de las flores silvestres.

Sin decir nada, puso los ojos en blanco. Probablemente creía que intentaba molestarla.

Con torpeza, cogió el jarrón y lo depositó en una de las mesas laterales de la sala.

—Esta mañana he ido al orfanato.

La noticia lo tomó con la guardia tan baja, que Jean solo atinó a mirarla durante más tiempo de lo esperado.

—¿Cómo estuvo?— preguntó, volviéndose hacia ella.

—Es impresionante la labor tan desinteresada que realizan esas mujeres.

—Todo es obra de Historia, de no haber sido por ella probablemente esos niños estarían en las calles— contestó Jean.

Mikasa se mostró de acuerdo.

—Al ver a esos niños no pude evitar recordar lo que atravesamos Eren, Armin y yo después de la caída de la muralla María— confesó.

En contraste con Jean, Mikasa fue una de las tantas víctimas del Estado monárquico en crisis, la escasez, desigualdad y una altísima tolerancia a todo tipo de violencia. Aún en ese contexto, consiguió madurar, en buena parte gracias a los guias adultos que le brindaron respaldo e hicieron lo posible para ayudarla a sacar lo mejor de sí misma, todo el potencial para cumplir con la noble dura misión de proteger a los demás.

Los dos guardaron silencio y sus miradas se encontraron; un choque de orbes argénteos y un par dorados, proyectando más sentimientos de los que las palabras eran capaces de expresar.

—La hermana Honorine me contó sobre tus visitas al orfanato— comenzó a decir ella en un intento por desviar la conversación a un tópico que no implicara la mención de su pasado—.Mencionó que eras un enviado del cielo y que pasabas la mayor parte del tiempo con los más pequeños. Tengo un esposo maravilloso ¿no es así?

El calor ascendió por el cuello de Jean a una velocidad alarmante. No fueron esas últimas palabras las que desarmaron al teniente Kirstein, sino la forma en cómo las había dicho. La voz de Mikasa siempre había sido neutra y estoica. Esta vez no fue diferente, pero había una suavidad rustica que hizo vibrar algo en su pecho redistribuyendo la sangre hacía su rostro.

Mikasa, ajena a la creciente vergüenza que se desarrollaba dentro de él, sostuvo la mirada lo suficiente para retocar el rubor rosado que había alcanzado las mejillas de Jean hasta transformarlo en un indeleble color rojo.

—No puedo evitarlo, son mi punto débil— se excusó.

—No lo sabía— dijo Mikasa sorprendida.

—Por fuera puede parecer que no me importa…— Jean se detuvo mientras trataba de buscar las palabras correctas—. Pero realmente me gustaría formar una familia, algún día.

Probablemente ya había revelado demasiados secretos y, llegado a ese punto, Mikasa se daría cuenta que no estaba hablando con el respetado teniente Kirstein, sino con el Jean adolescente que suspiraba por ella cada vez que entraba en su campo de visión y se sonrojaba toda ocasión en la que intercambiaban palabras.

Aquella sensación inexplicable siempre llegaba justo después de que ella formulara un comentario inquietante, desequilibrando sus latidos y el pulso bajo su piel. En ocasiones como esas, cuando ambos se proponían a interpretar a la perfección sus papeles como recién casados contentos con la vida doméstica, le parecía que habían superado el obstáculo más grande entre ellos. Ahora Jean crea que podían considerarse algo similar a «amigos» en vez del inexpresivo término de «compañeros».

Para evitar ahogarse en los pensamientos que surgían con la presencia de Sakura y de lo que sea que estaba creciendo en su pecho, decidió prestar atención a su alrededor.

—Acudiré a ayudarles— dijo Mikasa mientras mantenía un gesto de absoluta calma—. La hermana Honorine mención que estaban cortas de personal y yo tengo mucho tiempo libre.

—Estoy seguro que encontraras la manera de auxiliarlas.

Mikasa se encogió de hombros.

—Quiero sentirme útil otra vez.

Jean frunció el ceño.

—¿De dónde viene eso?— preguntó, tratando de mantener un tono neutro.

—¿Qué?

—La sensación no sentirte útil— señaló Jean.

Ese era otro detalle que había descubierto tras el tiempo de convivencia. Mikasa era insegura. Dudaba de sí misma todo el tiempo. Nadie daría crédito al escuchar que la soldado más fuerte de la humanidad desconfiaba de sus habilidades y capacidades como persona. Dicha conjetura lo molestaba en demasiá.

—Desde que finalizó la guerra no he hecho nada más que recluirme en la cabaña…— la nube que cubría la mirada de Mikasa se esparció como una epidemia por su rostro—. Antes tenía una utilidad como miembro de la unidad de reconocimiento, pero ahora…

—Mikasa, escucha— de a nada, Jean caminó la distancia que los separaba como si de un huracán se tratara, acercándose tanto a ella que pudo oler el constante aroma a hierbas y vainilla. No supo cómo, pero sostuvo a la pelinegra de los brazos y la atrajo aún más hacia él. Sus miradas estaban ahí, fijas uno en el otro—. Tu valor como persona no debería medirse con tu pasado como soldado. Para los Jaegeristas y el mundo entero puedes ser la chica que vale cien hombres, pero para mí, ante mis ojos, eres mucho más que la fuerza, Ackerman. Eres amable, inteligente y divertida. Tu fuerza solo es una ínfima parte de lo que te hace valiosa.

La aprisionó más sobre su cuerpo, un gesto de protección influenciado por el dolor de cabeza y el caos en su pecho.

¿Qué lo había impulsado a hacer eso? ¿Por qué sentía la necesidad de tenerla cerca, de tocarla, de protegerla? ¿Cuál era la razón por la que su cuerpo reaccionaba así al verla tan sola, tan devastada?

Mikasa tragó grueso, sin alejar su mirada de él. Dudaba haber escuchado tantos cumplidos consecutivos; no sabía cómo manejarlos ni cómo responder.

La cercanía entre los dos evocó el accidente de la noche anterior, cuando ambos terminaron tendidos en el suelo con los rostros a escasos milímetros uno del otro. Jean se había visto en la necesidad de recurrir a toda su fuerza de voluntad para evitar besarla. Lo último que quería era abrumar a Mikasa con sus sentimientos.

De repente, y como si un interruptor hubiese sido pasado, los gráciles rasgos de porcelana de Mikasa se iluminaron con el indicio de una sonrisa renovada; el brillo regresó a su rostro, mostrándolo en un tenue bermellón e intenso gris de nuevo y Jean se aprovechó de ese momento de inusitada resurrección para cambiar de tema.

—¿Te gustaría dar un paseo en bote?— cuestionó. Probablemente la amalgama de aire fresco y sol lo ayudarían a aclararse las ideas.

—Si— asintió con un leve movimiento de cabeza—. Iré a cambiarme y regresare en un momento— anunció.

Mientras la veía salir de la habitación, Jean, atendiendo el único atisbo de raciocinio que logró imponerse a sus instintos, apuñó las manos a los costados de su cuerpo como una forma de controlar el impulso de entrar en contacto con aquella piel radiante. Se suponía que ambos eran amigos. Sin embargo, no podía evitar cuestionarse cómo Eren fue capaz de contenerse con ella. En verdad había sido un idiota y ahora estaba torturándolo con eso.


El paseo en bote había sido lo suficientemente agradable para disipar las dudas que rondaban por su mente y brindarle una calma momentánea por el resto del día.

La luz brillante, el olor que se elevaba a piedra caldeada era como un abrazo amistoso. Dos golondrinas iban y venían sobrevolando a los alrededores, y una curruca horadaba el aire con su canto desde el interior de la penumbra nervuda del gigantesco cedro del Líbano.

Las flores se mecían a la tenue brisa al igual que la tela vaporosa de su falda y los mechones rebeldes que caían por los costados de su rostro de manera desordenada. Disfrutó las caricias tímidas de los rayos del sol sobre su piel desnuda.

Le gustaba pensar que su relación con Jean iba por buen camino. Aquella sensación de incomodidad se había transmutado a la familiaridad. Tenía la impresión que habían superado un gran obstáculo entre ellos. Y solo pensarlo, su corazón se aceleraba y la respiración se le cortaba. Ese sentimiento no era comparado con el que sentía por Armin o tan siquiera Eren. Este era abismal y verdaderamente preocupante, pues, la electricidad que las surcaba la columna cada instante en que se encontraba con aquellos ojos dorados le recordaba que las cosas no eran tan sencillas como una amistad. Era algo mucho más complicado que eso.

Para evitar torturarse con los pensamientos que surgían con la presencia de Jean y cualquier cosa que estuviese aconteciendo en los rincones de su cuerpo, decidió prestar atención a su alrededor. El castaño se había marchado hace algunos segundos con la excusa de regresar a recuperar su sombrero, pidiéndole que permaneciera ahí hasta que él arribara.

Sin nada mejor que hacer, decidió que la mejor forma de matar el tiempo sería echar un vistazo a sus alrededores. El sol comenzaba a ocultarse, coloreando el cielo con los respectivos pigmentos anaranjados del ocaso.

Dirigió los pasos fuera del sendero bordeado por la hierba hasta adentrarse en la intimidad del bosque. Pronto la calidez de los rayos del sol se vio sustituida por el aire gélido que contenía la cúpula de los árboles.

La noche anterior había ocurrido algo entre los dos. Era como acercarse a algo tan grande que no podía verse. Ni siquiera estaba segura de verlo. Pero sabía que estaba allí porque la obligaba a comportarse de un modo ridículo.

No obstante, Mikasa tenía miedo de que no compartieran algo, de que todas sus suposiciones fueran erróneas y que sus acciones la hubiesen alejado aún más y Jean la juzgara de idiota.

Sus cavilaciones se vieron interrumpidas cuando escucho ruidos extraños provenientes de un punto no muy lejano del sitio donde se encontraba. Recurriendo a sus entrenados instintos, buscó escondite detrás de un árbol a la par que agudizaba el oído para descubrir de que se trataba. Probablemente era un animal rondando por los alrededores o algún sonido generado por su imaginación. Estaba tan absorta en sus pensamientos que no le sorprendería que el ínfimo atisbo de vida la tomara por sorpresa.

Dubitativa, recargó la espalda contra la corteza dura y áspera del árbol, contó hasta tres en la mente y asomó la cabeza, dirigiendo la mirada al lugar donde provenía el sonido.

Le tomó un momento procesar la imagen que captaron sus ojos en ese preciso instante; una pareja, la joven se encontraba tenida en el suelo, con la parte superior del vestido desabotonada, dejando sus senos al descubierto, había enrollado la falda hasta su cintura, permitiéndole entrever la extensión de piel cobriza de su abdomen y muslos. Su rostro se retorcía de placer y de su boca hinchada y enrojecida emergía una erótica amalgama de gemidos y suspiros acompañados de vez en cuando de alguna frase entrecortada.

—Date prisa— solicitó la joven en un susurro apurado—. Alguien puede vernos.

El joven dejó escapar una risita tensa.

—Tranquila, nadie visita este lugar— dijo en un intento por tranquilizarla, retornando a succionar un pezón erecto mientras una de sus manos se deslizaba hasta la intimidad de la chica.

Mikasa sabía que no debería estar presenciado eso. Era incorrecto de muchas maneras. Pero, por más que intentaba apartar la mirada, el morbo la orillaba a apreciar con detenimiento el espectáculo.

Instintivamente apretó sus piernas; la calidez en su vientre se expandía por sus nervios hasta embriagarle los sentidos. Podía notar la humedad derramarse en el algodón de bragas. La fricción de sus muslos no bastaría para aliviar el deseo.

El chico abrazó con fuerza a su amante, un brazo aplastado bajo sus glúteos, su miembro erecto ingresando lentamente dentro de ella. Clavó los dientes en su hombro desnudo mientras empujaba las caderas contra su cuerpo con movimientos bruscos y frenéticos.

Puede que el momento hubiese propiciado dichos pensamientos o que su cerebro decidiera hacerle una jugada en la situación menos indicada, pero pronto, ante los ojos de Mikasa no aparecieron dos desconocidos disfrutando de los placeres de la carne, sino a ella y Jean.

Imaginó que Jean la despojaba de toda la ropa y ella, en las zonas de su cuerpo desnudas, notaba la piel de Kirstein sobre la suya. Sintió un ardiente calor entre los muslos.

Fue entonces que un gemido la exhortó a salir de su ensoñación.

Asustada, retrocedió un par de pasos y regresó por el camino que había transitado minutos atrás, con el corazón golpeándole las costillas y el alma en vilo.

Antes de que sus sentidos le permitieran procesar todo lo que acababa de ocurrir, impactó de lleno con un cuerpo cálido y duro.

—Mikasa ¿estás bien?— preguntó Jean visiblemente alarmado—. ¿Sucedió algo?— apartó la mirada de su rostro y examinó los alrededores, tratando de encontrar la causa de su demenor agitado.

—S-si— consiguió contestar con un hilo de voz—, lo estoy.

Jean la miró, escéptico. Era demasiado observador para su propio bien. No se tragaría aquella patética respuesta sin antes indagar.

—Estás sonrojada.

—Tengo mucho calor, eso es todo— volvió a ruborizarse un poco y bajó los ojos—.¿Por qué demoraste tanto?— quiso saber. Lo que menos le apetecía era ahondar en los motivos de su vergüenza.

—Un hombre necesitaba ayuda. Su caballo se asustó y no pudo controlarlo. Cayó de la silla y su pierna de madera quedó atrapada en uno de los estribos— contó con lujo de detalle, ajeno al dilema interno de la pelinegra—. Me aseguré de tranquilizar al animal y auxiliar a su dueño.

Mikasa asintió en silencio. No era como si no quisiera escuchar la heroica hazaña de Jean, pero estaba nerviosa, y disgustada consigo misma.

—Pronto anochecerá, será mejor que regresemos a casa— sugirió.

Ninguno de los dos se atrevió a recitar palabra el resto del trayecto.

La chica que valía cien soldados no podía dejar de evocar en su mente la escena que presenció en la intimidad del bosque minutos atrás. El espectáculo no la escandalizaba, por supuesto que no, había perdido la capacidad de sorprenderse luego de presenciar actos grotescos que involucraban cuerpos humanos, sangre y otros fluidos en el campo de batalla. Además, durante su formación, Hanji se tomó en serio la labor de instruirlos en el tema de la sexualidad, mostrándoles ejemplos explícitos, gráficos, con el fin de iluminar sus mentes y alejarlos de consecuencias indeseadas en dado caso que alguno de ellos decidiera experimentar. El hecho de que ella se mostrara seria e indiferente frente a todos los demás no quería decir que fuese insensible. Todo lo contrario.

Al igual que los chicos, las mujeres también contaban historias antes de ir a dormir. Algunas relataban con lujo de detalle todo lo que un hombre o una mujer era capaz de hacer con el simple roce de sus dedos, unos cuantos besos y caricias en zonas reservadas para ellas mismas. Cuando llegaba el momento de apagar las velas, mientras intentaba conciliar el sueño, Mikasa se preguntaba qué sentiría al besar a Eren. La fantasía comenzaba igual; ella inclinando su rostro lo suficiente para que sus labios entraran en contacto. Experimentaba una grata sensación de que se le encogía el estómago a la par que proyectaba la escena, deliciosamente autodestructivo, casi erótico. Le daría muchos hijos con facciones hermosas, todos ellos varones ruidosos, apasionados por los aeroplanos y la lucha. Se trataba de un sueño infantil, demasiado inocente y utópico.

Todas a su alrededor aseguraban que Mikasa tenía experiencia, no lo decían de frente por temor a una respuesta agresiva, pero ella no era sorda y, aunque aparentaba ignorar los susurros estaba al tanto de las habladurías.

«No lo sé— se encogió Sasha de hombros, visiblemente apenada—. Pensé que cuando tú y Eren desaparecían era para… ya sabes». Mikasa parpadeó al escuchar la declaración.

Mucho tiempo después, al evocar ese recuerdo en particular, su respuesta fue lanzar una carcajada histérica y reír hasta que las lágrimas brotaron de sus ojos y el ardor en su estómago se tornaba insoportable. Las chicas del dormitorio jamás imaginarían que el grandioso Eren Jaeger nunca se atrevió a besarla, mucho menos a tocarla. Solo bastaba un roce inocente para encender sus mejillas y transformarlo en un chico tartamudo, demasiado nervioso para mirarla a los ojos.

Lo mismo sucedía con ella en presencia de Jean.

El aroma masculino que emanaba de su cuerpo consiguió avivar el deseo que embriagaba sus nervios, incrementando el calor contenido en su vientre y el cosquilleo entre sus piernas.

En definitiva, aquella sería una noche larga.


Tan pronto como cruzaron el umbral de la puerta, Mikasa decidió que la mejor forma de aplacar el deseo era tomar un baño. Necesitaba una ducha fría, una ducha larga y fría para imponer orden en su mente y controlar sus hormonas.

Musitó una disculpa y salió disparada en dirección a su habitación.

Con todo lo que había sucedido dos noches atrás no le sorprendería haber actuado de manera tan descuidada.

Se desnudó e ingresó en la bañera, sintiendo el frescor de la porcelana en su espalda. Se tumbó, abrió el grifo y dejo que el agua fuera subiendo poco a poco y le inundase los oídos, hasta que finalmente se sumergieron con el grato sonido de un barco al hundirse.

Clavó la mirada en el techo y procuró concentrar su atención en el acompasado latir de su corazón.

Ella y Jean habían sido compañeros durante tanto tiempo, pero nunca pasó tanto tiempo a solas con él. Sabía sobre el efecto que tenía en las chicas, lo atestiguó en otras mujeres dentro del ejército y en chicas civiles… simplemente nunca pensó que su cuerpo reaccionaria de la misma manera mientras pasaban todo ese tiempo uno a lado del otro.

«Controlate— dijo para sus adentros—, controlate». Hormonas o no, ella era una adulta. Tenía veintitrés años, y nunca antes se había comportado de esa manera con Jean.

Por otra parte, imaginó como sería ser tocada por él de la misma forma que el hombre acariciaba a la chica en el bosque.

—No— espetó frustrada—. Nada ha cambiado entre nosotros, nada ha cambiado entre nosotros, nada ha cambiado.

Necesitaba acabar con la bestia interior que latía dentro de su pecho. Cualquier cosa que imploraba ser desatada tendría que morir. Lo que estaba ocurriendo entre los dos era una casualidad, una ocurrencia única, y se aseguraría de no volver acercarse a él .

—Estúpido Jean— murmuró. Era demasiado alto, demasiado guapo. Conforme pasaban los días se percataba que prefería vislumbrarlo a él en lugar de los hermosos atardeceres que Limsis podía ofrecerle.

«Solo te está haciendo un favor», dijo la molesta vocecita en el fondo de su cabeza.

Presionó una mano contra su pecho, sintiendo una oleada de placer cuando su brazo rozó sus pezones endurecidos. Volvió a pasar la palma por el botón y luego lo tomó entre el índice y el pulgar. Cuando apretó, el placer recorrió todo su cuerpo y apretó los muslos para intensificarlo.

—No— volvió a negar—. Solo te está haciendo un favor.— Ella no quería el deseo; ella era Mikasa Ackerman y lo último que necesitaba era que su estúpido cuerpo le jugara malas pasadas—. Él ni siquiera te quiere-

Cerró los ojos con fuerza. No había nada de malo en decirse la verdad a sí misma. Los hechos estaban allí para que sus ojos los vieran.

Jean era un buen soldado, uno de los mejores, por lo que era lógico que también fuera excelente pretendiendo; en circunstancias reales, él no la miraba por mucho tiempo y tampoco intentaba pasar el rato a solas con ella. No tenía sentido dejar que sus hormonas se descontrolaran por situaciones que solo ocurrían en su mente.

Poco a poco, sus cavilaciones se tornaron umbrosas.

Pese a las cicatrices en su cuerpo, su cara aún era hermosa. No porque pudiese destacar alguno de sus rasgos como extraordinario, sino en el sentido de que todo en ella estaba en perfecto equilibrio. La gente solía decírselo, incluso Jean. Sin embargo, a lo largo de su corta existencia, ningún hombre se había aproximado a ella con intenciones románticas. Los chicos en el regimiento solían fantasear con Historia. En alguna ocasión escuchó a Reiner decir que ella era aterradora, probablemente si su carácter fuese más suave consideraría estar con ella. Nunca creyó que aquellas palabras le calaran hasta los huesos.

—Eren— se dijo a sí misma—. Recuerda a Eren.

Necesitaba aferrarse a algo. No tenía sentido que su mente se detuviera en el aroma de su colonia, ni en la forma que sus rostros se acercaron la noche anterior, de eso estaba convencida su mente… si tan solo su alguien pudiese hacer lo mismo con su cuerpo.

Sintió cómo sus pensamientos se revolvían contra sí mismos, contaminados por viejos prejuicios y por un exceso de información subjetiva del entorno.

El agua le escoció en los ojos, le cubrió la nariz y luego la envolvió por completo.

—¿Mikasa?— preguntó Jean, llamando delicadamente a la puerta.

Salió bruscamente a la superficie y aspiró una bocanada de aire.

—¿Estás bien?— continuó: la consternación era palpable en su tono de voz.

Entre jadeos, volvió la cabeza hacia el techo. Su pecho se alzaba al compás de la errática respiración.

—Si, lo estoy— le aseguró una vez que sus cuerdas vocales respondieron.

—La cena esta lista— anunció.

Dejó escapar una maldición. Inventar otra excusa nada más serviría para alertar a Jean de que algo andaba mal. Tendría que hablar con él enseguida.

Cuando se aseguró de que el joven ya no estaba en la habitación, se levantó por fin de la bañera, tiritando, persuadida de que un gran cambio se avecinaba. Atravesó desnuda la alcoba. El calor ecuatorial del cuarto emitía una sensualidad paralizante. Se tendió en la cama, de bruces contra la almohada y gimió. La dulzura, la delicadeza de su compañero de batalla, y ahora en peligro de volverse inaccesible.

Inhaló el aroma de la ropa de cama. Olía a ropa limpia. recién planchada para hacerla olvidar todos los fluidos y olores húmedos que expele el cuerpo. Ya era una adulta cuando se dio cuenta que le gustaba el olor a sexo. Una mañana entró en el dormitorio, justo después de que un chico saliese y pasase a toda prisa por su lado, con una sonrisa radiante y furtiva, escondiéndose los calcetines en el bolsillo trasero de los pantalones. La chica estaba tirada perezosamente en la cama, sudorosa y desnuda, mostrando una sola pierna que sobresalía colgando de debajo de las sábanas. Aquel olor turbio y dulzón era puramente animal, como el rincón más profundo de la cueva de un oso. Le resultaba prácticamente ajeno, aquel olor a vivido, a haber pasado la noche en un cuarto. El olor más evocador de su infancia era el de la sangre.

Se levantó por fin. A continuación se vistió y salió al pasillo. La casa estaba silenciosa, todo lo silenciosa que permitía su estructura centenaria.

Cuando ingresó en la cocina, se veía más seria que de costumbre. Tomó asiento en su lugar habitual y aguardó a que Jean hiciera lo mismo.

La cena, al igual que el camino de regreso a casa, se llevó a cabo en absoluto e imperturbable mutismo. Los únicos sonidos audibles eran los generados por el choque de los cubiertos con la vajilla.

Jean aprovecho ese momento para iniciar una conversación.

—¿La comida no es de tu agrado?

Con un movimiento aletargado, Mikasa apartó la mirada del plato.

—Está deliciosa.

—Apenas tocaste tu plato— señaló, dándole otro trago a su vino—. ¿No te gustó la cena?

Había preparado una pasta y ensalada de coles de brúcelas; también le había ofrecido vino, que ella declinó diplomáticamente.

—Todo ha estado exquisito— aseguró Mikasa; medio aletargada por el sereno rumor de los árboles al exterior—. Pero no tengo mucha hambre.

—Ya veo…— murmuró—. ¿Hay algo que te moleste? Has estado muy seria desde que regresamos del paseo.

Por supuesto que Jean notaría su repentino cambio de humor. Gran parte de la cena la pasó enfrascada en los sucesos de hace dos horas y no había acertado a construir una sola frase. Ya tenía bastante con simular que no notaba la presencia de Kirstein en la sala —percibía su calor—.

Motivada por la incomodidad, alcanzó la copa de vino vacía y vertió una generosa cantidad de líquido carmín para beberla de golpe bajo la mirada atónita de su acompañante. Se habría conformado con un vaso de agua fría, pero precisaba de un poco de valor líquido para expresar la claridad de sus pensamientos.

—Esta tarde en el bosque vi algo…— carraspeó, intentando ganar tiempo—. Una pareja, ellos estaban, estaban haciendo… cosas.

Jean la miró sin comprender.

Para ser un hombre brillante, en ocasiones era incapaz de otear los detalles entre las grietas.

—¿Qué tipo de cosas?— arqueó una ceja.

Mikasa tragó grueso.

—La estaba tocando y besando, ya sabes— se encogió de hombros.

Ahora fue el turno de Jean para dar un elegante sorbo a su propia copa.

—Tal vez suene como una puritana, se lo que estaban haciendo, sin embargo… no deja de ser nuevo para mi— admitió sin miedo a ser juzgada. Sabía que Jean no era el tipo de persona que encontrara placer humillando a los demás.

—Es parte de ser humano— dijo él.

Mikasa jugueteó con los vegetales en su plato.

—Mi pregunta sonara tonta, pero ¿tú lo has hecho?— levantó los ojos argénteos y posó su atención en el rostro sonrojado de Jean.

Pareciendo consternado, se removió en su asiento, inquieto. Lo estaba observando atentamente mientras él ganaba tiempo, tomando la servilleta, limpiándose los labios.

—Sí— esbozó una pequeña sonrisa cansada y la miró, enfocando esos charcos de miel en sus ojos de nuevo.

—¿Cómo se siente?— indagó, procurando mantener la curiosidad a raya.

—Estoy seguro que es una experiencia distinta, son dos puntos de vista completamente diferentes.

Por alguna extraña razón, a Mikasa no le gustaba pensar en Jean besando a otras mujeres, tocarlas de la misma forma en la que ella anhelaba que la acariciara.

Cayeron en una merecida tregua, durante la cual Mikasa no se atrevió a encararlo de frente. Por su parte, Jean decidió tomar otra copa de vino.

—Puede que la pregunta sea un poco invasiva, no tienes que responder, sin embargo, ¿tú y Eren nunca…?

Era una duda razonable dado que no sabía nada de lo que ocurría a puerta cerrada, cuando ambos estaban solos.

—Jean— un destello de inhibición rutiló en sus ojos. Nunca antes la certeza de ser entendido había apenado a tanto al aludido—. Eren y yo…

—No tienes que contestarme— se apresuró él—. Fue una pregunta indiscreta.

—Nunca pasó nada entre nosotros— murmuró—.Eren estaba tan inmerso en sus planes que no podía ver más allá de ellos.

—Ya veo.

El corazón le golpeó las costillas al darse cuenta de lo que acababa de decir. Sentía que con tal cantidad de información estaba otorgando demasiado poder a un hombre distinto a Eren, pero Jean le parecía atractivo y, además de eso, era inteligente. Consideraba que era un líder bueno y amable. También era un hombre dulce, siempre y cuando no estuviera discutiendo con Connie. Trataba a Armin con respeto, y hasta el momento no había hecho nada más que respetar sus límites. Además, conseguía hacerla reír, y buscaba la forma de generar una buena conversación sin menospreciarla por ser introvertida.

—¿Qué tienen esas mujeres en particular que te llevan a estar con ellas? ¿Las amas? — preguntó Mikasa con las mejillas rojas.

Ella no era, precisamente, una persona prudente. Su descontrolada lengua en más de una ocasión la había metido en problemas, y no por primera vez, deseó tener la actitud estoica de Jean, o por lo menos, sus distantes y controladas reacciones en circunstancias de estrés.

—No siempre hay amor de por medio— suspiró—. En ocasiones solo es deseo— dijo Jean con frialdad—. Actuaba como un idiota, así que deje de hacerlo.

—¿Conociste a alguien?— preguntó, temerosa por la respuesta.

Jean guardó silencio durante un segundo o dos, meditabundo.

—Sí, hubo una mujer… Ella, con ella era distinto— admitió.

No era la primera ocasión en la que lidiaba con un corazón roto. Había afrontado ese tipo de angustia en el pasado.

Era ingenuo de su parte pensar que durante todo ese tiempo Jean aguardaría por ella. Al igual que los demás, se encargó de continuar con su vida, de forjar una exitosa carrera como militar y diplomático. Mikasa deseaba tener esa fuerza de voluntad, las ganas de continuar. Pero su amor por Eren la había consumido al punto de drenarle la vida, manteniéndola oculta en una cabaña a lo alto de la colina, lejos de todo y de todos. Consideraba que no debía ser amada. Cometió crímenes en el pasado y estaba pagando por ellos. Si privarse del amor era un castigo, lo enfrentaría.

—¿Qué fue lo que pasó?— quiso saber.

Jean dejó escapar un suspiro cansado. Alcanzó la copa y la llevo hasta sus labios, propinándole un largo trago.

—Me percaté que no podía amarla de la forma en que ella lo merecía— dijo con tono nostálgico.

—Entiendo— susurró ella.

El mutismo los envolvía nuevamente. Los ojos de Mikasa viajaron del rostro afligido de Jean hasta su mano perfectamente extendida en la superficie de la mesa. Vacilante, acarició la palma con la punta de los dedos. Aquella tímida caricia bastó para captar su atención y, desde ese punto, apreció la forma en que sus músculos se tensaron bajo la fina tela de la camisa.

—En verdad lo lamento— temía que Jean apartara la mano en un claro indicativo de rechazo, tal como solía hacerlo cada vez que ambos estaban lo suficientemente cerca uno del otro.

Al comprar que no saldría corriendo, comenzó a acariciar sus nudillos con la yema de su dedo pulgar. Sus manos tenían callos a raíz de los años de entrenamiento; el equipo de maniobras tridimensionales y las armas habían hecho mella en su piel. Pero eso no le importaba a Mikasa. El único pensamiento que pasaba por su mente era la necesidad de sentir esas mismas manos en todo su cuerpo, sobre sus senos desnudos, en la extensión de sus muslos o entre sus piernas.

—No hay nada que lamentar— Jean cerró los ojos y disfrutó del contacto.

Mikasa notó una vez más el calor en su vientre y la humedad entre sus piernas. Si tenía que ocurrir algo en ese preciso momento, que ocurriese.

—Jean— lo llamó con voz temblorosa—. ¿Puedo hacerte una pregunta?

—Adelante— la incitó a continuar hablando.

—¿De qué forma me ves?

«Mikasa, ¿Qué soy para ti?», la voz de Eren resonó en los recovecos de su mente. Ahora mismo le estaba haciendo un cuestionamiento similar a un hombre completamente distinto. Y, al igual que ella en esa ocasión, Jean la miró directamente a los ojos, sorprendido.

—¿A qué se debe la pregunta?— respondió Jean, necesitaba un segundo para procesar la información.

—¿Puedes verme de la misma manera que esas mujeres con las que has estado?— insistió, muy consciente de la respuesta heriría su corazón.

—Yo…— tragó grueso—. Eres una mujer hermosa. Mikasa y estoy seguro que cualquier hombre sería afortunado al estar contigo— dijo Jean, la expresión miserable en su rostro no cambió.

Escuchó su corazón romperse en mil pedazos. Por supuesto que Jean Kirstein no iba a verla de esa manera. Cualquier cosa que hubiese percibido no era nada más que producto de su imaginación. Era evidente que sus sentimientos cambiarían en el transcurso de los años, y tal vez había sido una idiota al esperar que él le correspondiera.

En un acto reflejo, apartó la mano y la situó sobre su regazo. Hizo un esfuerzo sobrehumano al procurar maquillar la expresión decepcionada que proyectaba sus sentimientos heridos.

—Iré a dormir— dijo ella con voz calmada al mismo tiempo que se ponía de pie. Tenía la impresión que sus piernas habían adquirido la sostenibilidad de un algodón de azúcar—. Me encargare de lavar los platos en la mañana.

—No es necesario, yo lo hare— le aseguró él, imitando todos y cada uno de sus movimientos.

—Buenas noches, Jean, descansa.

Salió de la habitación tan rápido como sus trémulas piernas se lo permitieron.

No podía ir diciendo esas cosas tan peligrosas en voz alta. Eso, sin duda alguna, enturbiaría aún más la situación; querer a Jean, querer a Jen en cualquier contexto además de su amistad… nunca lo había considerado antes. No se permitió considerarlo hasta ahora.

Continuará


N/A: ¡Hola, hola, gente bonita! Lamento profundamente la ausencia. No están ustedes para saberlo ni yo para contarlo, pero atravesé por algunas situaciones poco placenteras que ni siquiera tenía ánimos de escribir. Así que aguarde hasta el momento en que mejoró mi estado anímico para desarrollar este capítulo.

Dejando esto de lado y pasando al capítulo, bueno, Mikasa ya se percató de sus sentimientos y comienza a aceptarlos, sin embargo, nuestro querido protagonista tiene un conflicto interno y ahondaremos en ello en los próximos capítulos.

Me encantó relatar como Mikasa explora su sexualidad. Es parte de descubrirse como persona y ver el mundo con otros ojos.

Les prometo que la tensión entre los dos va a disiparse, estaba esperando llegar a este punto para culminarlo.

El próximo capítulo marcaría el punto intermedio de la historia :D

Agradezco, de todo corazón, su eterna paciencia y el apoyo que me brindan. Gracias por tomar parte de su tiempo para leer este fic y dejar un comentario, puede sonar cliché, pero en verdad ustedes me dan la motivación necesaria para seguir escribiendo.

Sin nada más que agregar, les envió un fuerte abrazo donde quiera que se encuentren ¡Saludos! Y nos leemos pronto.

¡Hasta la próxima!