LINK
Viento se movió un poco cuando pasé el cepillo por su crin. Ya había dejado de debatirse. Estábamos haciendo progresos.
—No sé qué le ves —mentí en voz baja, aprovechando que Zelda estaba distraída con el resto de caballos—. Traidor.
Viento resopló. En el fondo, no lo culpaba por dejarse cuidar por ella. O por preferir sus manos suaves por encima de las mías, llenas de cicatrices. Yo también la preferiría a ella.
Escuché sus risitas, y alcé la vista de la manzana que me estaba comiendo. Zelda le estaba trenzando la crin al caballo que tenía delante. Le susurraba cosas al animal mientras trabajaba. Ella no habría podido hacer eso con un caballo que no fuera el suyo cien años atrás. Probablemente le habrían dicho que se apartara para que no acabara oliendo a caballo o estupideces por el estilo.
—No hay ninguna razón para quedarse mirándola como un idiota, ¿verdad?
Claro que sí la había. Había muchas, de hecho.
Viento me miró y luego se acercó a mi manzana.
—No... —empecé, pero ya era demasiado tarde. Me la arrebató de las manos sin emitir ni un sonido. Lo contemplé mientras comía, asqueado, y luego suspiré—. Da igual.
—¿Estás hablando solo? —preguntó Zelda de pronto, acercándose a nosotros.
Oh, no. ¿Cuánto había oído?
—Estoy siendo delicado con Viento —gruñí mientras pasaba el cepillo otra vez.
Ella rio y empezó a hacerle mimos a Viento.
—Tienes suerte, ¿sabes? —empecé al tiempo que Viento resoplaba, feliz, y se dejaba hacer por ella—. Creo que le gustas mucho. No le suele gustar todo el mundo.
—Seguro que eso es una mentira. Viento es muy cariñoso, ¿a que sí?
El caballo resopló de nuevo, y Zelda estalló en carcajadas.
—La primera vez que lo dejé en una posta, empezó a relinchar y a dar coces como si estuviera rodeado de monstruos.
—Oh, no —gimoteó ella—. Pobrecito.
Siguió acariciando a Viento, y tuve que apartar la vista porque aquello empezaba a ser asqueroso.
—¿Por qué lo llamaste Viento?
—Yo no lo llamé Viento. Se llamaba Viento cuando me lo dieron. Me dijeron que tiene ese nombre porque es muy rápido.
—¿Cuánto de rápido?
Sonreí a medias.
—¿Quieres comprobarlo por ti misma?
Zelda también sonrió, aunque luego negó con la cabeza con un suspiro.
—Me encantaría —dijo—. Pero hoy no. Hay mucha gente ahí fuera. No podríamos escaparnos. Y además, todavía tienes el brazo vendado.
Examiné mi brazo con el ceño fruncido.
—Ni siquiera me duele.
—Si Impa todavía necesita vendártelo es por algo. ¿Qué pasa si la herida vuelve a abrirse? Peor aún, ¿qué pasa si te caes del caballo y te das otro golpe en la cabeza?
—¿Caerme del...? ¿Qué tonterías estás diciendo?
Se acercó y plantó dos dedos acusadores en el pecho de mi túnica.
—No son tonterías. Tienes que descansar y curarte.
Era muy difícil discutir con ella cuando estaba tan cerca que podía oler su maravilloso aroma. Olía igual que hacía cien años; a los mismos perfumes y aceites dulces que se ponía en el castillo.
—Eres peor que yo, ¿lo sabías?
—Solo me preocupo por ti.
Cerré las manos alrededor de sus muñecas y las aparté con suavidad. Fui a soltarla, pero ella no dio señales de querer apartarse.
—No tienes nada de lo que preocuparte.
Sus ojos dejaron de relampaguear entonces. Apartó la mirada para clavarla en el suelo.
—Yo solo... No quiero que sigas haciéndote daño por mi culpa. —Hizo una pausa y después añadió en un susurro—: Y tampoco quiero volver a perderte.
Sentí una extraña punzada dolorosa por dentro.
—Oye —empecé, apartando mis manos de sus muñecas para entrelazar nuestros dedos—, no digas esas cosas. No vas a perder a nadie. Estoy aquí, ¿lo ves? Y no me voy a ir a ninguna parte. Te lo dije anoche.
Ella me miró a los ojos y luego contempló mis manos. Rozó con cuidado mis dedos quemados. Las quemaduras ya estaban casi curadas, aunque todavía eran visibles.
—Te dejarán cicatriz —murmuró.
—Lo sé.
Ya tenía infinidad de cicatrices por todas partes. ¿Qué importaban unas pocas más?
—Solo te pido que tengas cuidado. No quiero verte cubierto de vendas y moretones otra vez. —Hizo una pausa y me mostró una sonrisa tímida. No solía sonreír así—. Estás más guapo así, ¿sabes? Entero, sano y salvo.
Cuánto odiaba las mariposas.
Me dejó allí plantado y volvió con Viento. Debía parecerle idiota, con los ojos muy abiertos y la cara al rojo vivo. De manera que me puse en movimiento también, buscando otra manzana en la alforja. Al menos Zelda ya no me prestaba atención. Podía morirme de vergüenza tranquilamente, y ella nunca se daría cuenta.
Pasamos el resto del día yendo de un lado a otro. Nadie nos quería deambulando cerca del centro de la aldea, junto a la casa de Impa, porque, según los sheikah que hacían los preparativos, solo estorbaríamos. Así que acabamos en la misma colina de la noche anterior, alejados del bullicio y de las miradas y de todo lo demás. Hablamos y miramos las nubes. Todo estaba en calma allí, y podría haber permanecido así, con ella, durante cien años más.
Le había devuelto la piedra sheikah, porque estaba convencido de que Zelda le daría un mejor uso que yo, pese a todas sus protestas. De modo que ahora estaba tirada sobre la hierba, a mi lado, con el pelo desparramado en todas direcciones, enmarañado y cubierto de hojas. Tenía una mueca de concentración estampada en el rostro mientras toqueteaba la superficie de la piedra sheikah. Y quizá las estúpidas mariposas me estaban traicionando otra vez, pero nunca me había parecido tan perfecta.
Ella se dio cuenta de que la estaba mirando y apartó la vista de la piedra.
—¿Qué?
—Nada.
—¿Te aburres?
—No. Estoy bien.
—Vale. Bien.
Volvió a su tarea, y yo me dediqué a contemplar el cielo azul. Estaba surcado por nubes, aunque no amenazaba con llover. Zelda murmuró algo para sí misma. Pensé en lo rápido que me había acostumbrado a su presencia. A que ella estuviera allí cada día. Al principio había temido que desapareciera sin dejar rastro de un momento a otro, y entonces no habría forma de encontrarla. Pero poco a poco había aprendido a recordarme cada mañana que eso no pasaría. Y ahora tenía la certeza de que ella no iba a marcharse otra vez.
—¿Link?
—¿Hmmm...?
—Si Viento no hubiera tenido nombre cuando lo encontraste, ¿cómo lo habrías llamado?
—Tozudo —murmuré mientras cerraba los ojos y disfrutaba de la suave brisa de Necluda—. O Terco. O a lo mejor Cabeza Dura.
La escuché reír.
—No tienes remedio.
—¿Por qué te ríes? —mascullé—. Estoy hablando muy en serio.
—Pobrecito.
—¿Cómo llamarías tú a tu caballo?
Guardó silencio por un momento.
—Calabaza —soltó de pronto.
Abrí los ojos y solté una risotada.
—¿Calabaza? —repetí.
—Calabaza —asintió Zelda—. ¿Tienes algún problema?
—No —reí—. Es un buen nombre.
Ella rio también. Luego se me quedó mirando, y yo también la miraba a ella, y el silencio se alargó y se alargó hasta tornarse incómodo, pero no sabía qué decir para romperlo.
—Me gustan tus ojos —soltó sin previo aviso.
Enrojecí sin remedio.
—¿Qué?
—Lo que oyes. Son bonitos.
—¿G-gracias...?
—De nada.
Me obligué a dejar de mirarla, porque de lo contrario las malditas mariposas me traicionarían y haría algo de lo que me arrepentiría más tarde. Decidí olvidar aquella conversación y, al parecer, Zelda hizo lo mismo, porque no volvió a sacar el tema.
Ya atardecía cuando ella se puso en pie y fue hacia la Espada Maestra, que descansaba dentro de su vaina. Le había dejado sobre la hierba, muy cerca. Intenté detenerla, pero Zelda se zafó de mis brazos con una risita. Tomó asiento a mi lado mientras yo protestaba.
—Deja de gruñir —me dijo.
—Suelta eso —gruñí yo.
Desenvainó la espada, que cayó al suelo pesadamente un momento después.
—No la recordaba tan pesada —dijo.
Pensé que se rendiría, pero entonces apretó los labios y la alzó. Comenzó a blandirla de un lado a otro. La observé con incredulidad. La hoja estuvo a punto de rozarme.
—¿Quieres matarme o qué?
—Perdón.
Ella continuó moviendo la espada, y yo suspiré.
—Vas a hacerte daño.
—¿Tú qué sabes?
—Más que tú.
Me fulminó con la mirada, pero no siguió discutiendo. Al cabo de un rato, ya no quedaba hierba a su alrededor, y solo entonces se detuvo. Contempló el estropicio que había causado, con el viento azotándole el pelo.
—Mira lo que has hecho —mascullé—. ¿Estás contenta?
Sonrió.
—La hierba vuelve a crecer —dijo mientras acariciaba uno de los pocos restos que habían sobrevivido—. Como todo.
Luego alzó la vista y la clavó en la distancia, más allá de Kakariko y la colina en la que estábamos. Una de las torres del castillo era visible desde allí, medio oculta por las montañas que rodeaban y protegían Kakariko.
—¿Puedo hacerte una pregunta?
Me di cuenta de que no había apartado la mirada de aquella torre solitaria. Pese a ello, murmuré unas palabras de asentimiento, y Zelda continuó.
—¿Qué harás ahora, Link? Cuando te cures del todo y puedas salir de Kakariko, ¿a dónde irás?
La contemplé sin saber qué decir. Era cierto que yo mismo me había hecho esa pregunta en varias ocasiones, antes de la derrota del Cataclismo. Siempre pensaba en mi casa vacía y polvorienta, en Hatelia, pero no me había atrevido a imaginar nada más allá de eso. Era solo por la incertidumbre, por no saber qué pasaría cuando pusiera un pie dentro del castillo. Y ahora... ahora todo había acabado por fin, y aun así seguía sin saber qué me deparaba el futuro.
—No estoy seguro —dije—. Tengo una casa en Hatelia. Quizá podría pasar una temporada allí, no sé.
Vi que tomaba aire. Apartó los ojos de la lejanía para mirarme.
—Link, yo... Si no es mucho pedir..., ¿podrías llevarme contigo a Hatelia? —El corazón se me detuvo, pero Zelda siguió hablando. Iba muy rápido. Solía pasarle cuando se ponía nerviosa—. Yo tampoco sé qué voy a hacer ahora, y tú tienes una casa y... y eres lo único... lo único que me queda, pero no creas que esa es la única razón por la que quiero estar contigo. O sea, ir contigo a Hatelia, tú ya me entiendes. Porque me entiendes, ¿verdad? Espero que esto no te parezca muy...
—Zelda —la detuve, porque de lo contrario no sería capaz de parar y seguiría hablando y hablando de cosas sin sentido por el resto de la eternidad. Ella enmudeció de golpe, y no pude evitar sonreír al darme cuenta de que le faltaba el aire. Tenía las mejillas encendidas—. Serás más que bienvenida.
Pestañeó, boquiabierta, y se le escapó un suspiro de alivio que no me pasó desapercibido. Luego sonrió.
—Gracias, Link. De verdad. —Fui a replicar, pero ella soltó una carcajada nerviosa de pronto—. Diosas, debo haberte parecido ridícula.
—¿Qué? No —dije con el ceño fruncido—. No me pareces ridícula.
—Vale. Bien. Eso está bien.
Se dejó caer a mi lado, sobre la hierba que ella misma acababa de cortar. Ninguno dijo nada por un largo rato. Miré las nubes. Una tenía forma de manzana.
—Mi casa no es un hogar —solté sin pensar—. Ni siquiera sé por qué la compré. Solo he estado allí dos veces. Seguro que está llena de polvo y telarañas y cosas así.
—Me da igual —me aseguró ella, y su voz era suave como una caricia—. Haremos que sea un hogar. Tú y yo. ¿Qué te parece?
Me parecía estupendo. Me parecía maravilloso. Me parecía lo mejor que me había pasado en varios días. Y me parecía que, si no dejaba de mirarme con aquellos ojos tan perfectos en ese preciso instante, iba a hacer algo de lo que luego me arrepentiría.
—Me parece bien —fue lo que dije.
Ella sonrió. Buscó mi mano entre la hierba cortada de forma desigual. Yo permití que la encontrara.
*
—¡Mírate! ¡Todo un caballero de Hyrule!
Contemplé mi reflejo con el ceño fruncido. No había dejado de fruncirlo desde que Impa llamara a la puerta para "domar ese pelo tuyo." Había estado a punto de salir corriendo, pero había guardias apostados al pie de las escaleras, e Impa había amenazado con no dejarme salir de su casa durante otras tres semanas. Ya que no podía huir, me había debatido mientras gruñía y protestaba, pero Impa había hecho caso omiso. Me había mirado, muy tranquila y con el cepillo en la mano, y luego había amenazado de nuevo.
—Si tengo que darte una poción sedante, lo haré.
Y entonces escuché una risita que reconocí al instante. Me di la vuelta y vi a Zelda, que prorrumpió en carcajadas al instante. El destino había querido que ella fuera testigo de todo.
—... como Viento —había logrado decir entre risas—. Igualito.
La fulminé con la mirada. Por fortuna, Impa le había echado de la habitación, diciendo que luego sería su turno, y no había vuelto a ver a Zelda por allí.
—¿Y bien? ¿Qué te parece? —me preguntó Impa.
Me llevé una mano al pelo. Impa lo había dejado muy suave, más suave que nunca. Gracias a todos los tirones que me había dado, sabía que le había costado mucho conseguirlo. No me lo imaginaba tan largo. Me llegaba incluso por debajo de los hombros. No solía dejarlo suelto porque se me metía delante de los ojos y odiaba no ver nada. Pero Impa había cogido los dos mechones que más me molestaban y los había atado con cuidado.
—¿Por qué no dices nada? ¿No te gusta? —siguió insistiendo.
—No. Quiero decir... —Carraspeé—. No está mal.
—¿Y cuál es el problema?
—Supongo que es raro.
—A veces los cambios son buenos. Ese pelo tuyo es indomable. Volverá a estar como antes dentro de unas pocas horas.
Asentí y me puse en pie. Esperaba que Zelda no se burlara de mí. Fui a despedirme de Impa, pero la anciana me detuvo antes de que pudiera decir nada.
—Disfruta de la celebración —me dijo—. Si festejamos es gracias a ti, Link. Gracias a ti y a la princesa.
La princesa.
—¿Por qué nunca la llamas Zelda? —quise saber.
Impa clavó sus ojos rojizos en los míos.
—Porque es una princesa. En el futuro será reina. Y debe ser tratada como tal.
Fruncí el ceño por enésima vez, aunque en esa ocasión no lo hice porque estuviera de mal humor. ¿Zelda quería ser reina? Antes, en la colina, no me había dicho nada de eso. Y estaba seguro de que no me había mentido. Sabía cuándo mentía y cuándo decía la verdad.
Aun así, decidí dejarlo estar. Por el momento.
—Diviértete —me recordó Impa antes de que saliera de la habitación—. E intenta no despeinarte demasiado.
"¿Ya te ha vuelto a crecer el pelo? Que las Diosas nos amparen; voy a tener que cortártelo mientras duermes."
Aquella era la misma voz que había oído mientras entrenaba con la espada, semanas atrás. Miré a mi alrededor, pero la habitación de abajo estaba vacía; Impa se encontraba arriba, con Zelda, y suponía que Pay ya estaba fuera. ¿Esas voces solo sonaban en mi cabeza? ¿Estaría volviéndome loco?
"Diviértete", me había dicho Impa. Y eso pensaba hacer. No iba a estropearlo reflexionando sobre cosas profundas que solo lograban confundirme.
El bullicio atravesaba las paredes. Me arriesgué a mirar por la ventana con sigilo. Había mucha gente en el exterior. Estaba seguro de que la gran mayoría de la aldea se había reunido allí. Reían y hablaban a gritos. Decidí esperar a Zelda. Prefería enfrentarme a todo aquello con ella por encima de hacerlo solo.
Al cabo de un rato, escuché como los escalones de madera crujían, y la vi a ella. Se detuvo frente a mí, sonriendo.
—¿Link? ¿De verdad eres tú?
Sabía que se burlaría.
—¿Qué le has hecho, Impa?
Impa, que había bajado tras Zelda, soltó una carcajada.
—No le he hecho nada, alteza —replicó mientras iba hacia la puerta—. Solo lo he dejado un poco más apuesto de lo normal.
Me sonrió una última vez antes de cruzar el umbral hacia el exterior y cerrar la puerta tras de sí.
Miré a Zelda y descubrí que ella también me estaba mirando. Apartó la vista con un leve rubor en las mejillas y entrelazó las manos en su regazo.
—Impa tiene razón —me dijo—. Estás... estás..., ya sabes, estúpidamente atractivo. Especialmente esta noche.
—Gracias —conseguí farfullar.
Ella llevaba un vestido azul, el color de la Familia Real. Era de un indiscutible origen sheikah, pero tenía adornos dorados. El cabello le caía por los hombros en suaves ondas. Al parecer Impa no había hecho un trabajo tan exhaustivo con su pelo.
—Tú... tú también estás muy... muy...
—Me alegro de que te guste —dijo, y me alegré de que me interrumpiera. Yo no iba a llegar a ningún sitio—. El vestido es de Pay, pero lo ha arreglado para que sea más de mi agrado.
—Te queda bien.
—Gracias.
Permanecimos en silencio durante un incómodo instante.
—Creo que deberíamos irnos ya —opinó Zelda de pronto.
Asentí y tomé aire, dando unos pasos hacia la salida. Al llegar frente a ella, sin embargo, empujé la puerta y di un paso atrás para que Zelda fuera primero. Ella resopló y negó con la cabeza, pero siguió andando de todas formas.
En el exterior, la noche ya caía, y las primeras estrellas brillaban en el cielo. El sol no era más que una fina línea anaranjada que acariciaba el horizonte. Las antorchas estaban encendidas; las llamas bailaban y se agitaban con la brisa. Alcé la vista y vi las pequeñas banderas que mostraban los tres triángulos, el símbolo de la Familia Real. Ondeaban con el viento frío de Necluda. La aldea entera estaba reunida al pie de las escaleras. No había hylianos, ni viajeros, ni miembros de otras razas, solo sheikah. Sus voces murieron poco a poco cuando Zelda descendió un escalón más.
Bajamos las escaleras con lentitud. Yo iba detrás de ella, y me sentía más observado que nunca. Flexioné los dedos quemados de la mano de la espada, con el corazón en un puño.
Llegamos al final antes de lo que me hubiera gustado. Por un momento, nadie se movió. Solo se oía el canto de los grillos y el susurro de las hojas de los árboles. Y entonces, Impa, que nos esperaba junto a su pueblo, hincó una rodilla en el suelo, frente a Zelda. Y, de pronto, toda la aldea la imitó, hasta que no quedó nadie en pie.
Miré a mi alrededor, sin dar crédito. Estaba seguro de que aquello era solo un sueño. Tenía que serlo. Nunca había visto nada igual, ni siquiera hacía cien años, en la corte. Allí, la gente solo se arrodillaba porque todos estaban obligados a hacerlo. Pero aquí, ahora, en Kakariko, las cosas eran diferentes. Había agradecimiento en el aire. No podía oírlo, no podía verlo, pero sí podía sentirlo cerca, muy cerca.
Caí en la cuenta, sintiéndome idiota, de que yo era el único que no se había arrodillado ante la princesa todavía. Fui a hacerlo, pero percibí que la mano de Zelda se cerraba en torno a la mía de repente.
—No —me susurró, y vi que tenía lágrimas en los ojos—. No se arrodillan ante mí, Link. Se arrodillan ante nosotros.
Nosotros. ¿De verdad había dicho nosotros? Debía habérmelo imaginado. O quizá me había vuelto a dar un golpe en la cabeza. Tenía que ser eso.
Sin embargo, la mano de Zelda era muy real junto a la mía. Demasiado para ser un sueño o un producto de mi imaginación.
Contemplé lo que me rodeaba, con el corazón latiendo muy deprisa. Nadie se había arrodillado nunca ante mí. Ni siquiera cien años atrás. Inclinaban la cabeza en señal de respeto y en contadas ocasiones habían hecho una reverencia. Pero ¿arrodillarse?
Esa era su forma de darnos las gracias. Y, al ver todo aquello, supe que cada uno de nuestros esfuerzos habían valido la pena. Las lágrimas amenazaron con salir, pero no lo permití. No iba a llorar delante de un pueblo entero.
Zelda se secó los ojos y dio un paso al frente, hacia Impa.
—Alzaos —consiguió decir con voz temblorosa.
Impa se puso en pie con algo de ayuda de Pay. Nos miró a mí y a Zelda, con una sonrisa dibujada en su rostro marcado por el paso del tiempo.
—Gracias —fue lo único que dijo, en voz lo suficientemente alta y clara para que se escuchara por toda la plaza.
El resto de la aldea también se puso en pie, y fue entonces cuando empezaron los aplausos. Eran tan fuertes que estaba seguro de que resonaban por Necluda entera. Impa nos hizo un gesto para que la siguiéramos. Miré a Zelda, y ella me devolvió la mirada. Solo en ese instante caí en la cuenta de la fuerza con la que estaba sujetando su mano, aunque a ella no parecía importarle. Pese a ello, aflojé el agarre y permití que tirara de mí entre la muchedumbre. La gente reía, y cada uno lo celebraba a su manera.
—¡Larga vida a la reina! —gritó alguien de pronto.
Zelda se quedó rígida. Sus ojos buscaron entre la multitud de forma frenética.
Mala señal.
Fue mi turno de tirar de ella. Sus uñas se clavaban en la palma de mi mano, pero me daba igual. La guié hasta donde nos esperaba Impa.
Habían encendido una gran hoguera, la más grande que había visto nunca. Había numerosos cojines alrededor, como los que Impa usaba en su casa. Nos señaló los dos asientos más cercanos al fuego. Agradecí el calor de las llamas. No me había traído la capa porque Impa había insistido en que solo llevara la túnica de elegido, y aunque era cálida, las noches en Necluda eran muy frías, y lo único que de verdad protegía contra eso era una buena capa. Me compadecí de Zelda, que estaba sentada a mi lado con su vestido sin mangas. Parecía haberse recuperado de lo que fuera que le había ocurrido antes.
Aquella noche, los sheikah más ancianos —incluida Impa— contaron historias de un siglo atrás. Se habló del rey y de los cuatro elegidos. Al principio prestaba atención. Sin embargo, mientras un hombre contaba una de las numerosas batallas del Bastión de Akkala, la comida empezó a llegar. Y mi atención fue dividida. Pese a ello, conseguí entender la mitad de lo que se decía. Y, al acabar, Impa habló de nuevo.
—Antes de que todos vayáis a bailar —empezó—, creo que debemos agradecer una vez más al héroe y la princesa lo que han hecho por nosotros. El Cataclismo se ha ido. Hyrule atraviesa tiempos de paz. Y una nueva era ha llegado. Brindemos por que sea una era larga y próspera, y también por el héroe y la princesa.
Se brindó por nosotros y por Hyrule. Y, luego, se brindó por la futura reina. Zelda palideció tras eso, pero no me atreví a decirle nada. No mientras los ojos de todo el mundo estuvieran sobre nosotros.
Poco a poco, la gente se marchó a bailar. Impa había traído músicos, todos ellos de origen sheikah. Era algo modesto: tenían una flauta, un laúd y una lira. Aun así, sonaban bien.
—¿No vas a bailar? —me preguntó Zelda.
—¿Tú vas a bailar?
—No lo sé. Quizá más tarde. —Hizo una pausa, contemplando la multitud—. Seguro que media aldea se muere por que el Héroe de Hyrule los saque a bailar.
De pronto me sentí más observado que nunca.
—No sé bailar —admití.
—¿Qué importa? ¿Crees que todos ellos sí?
—Soy muy torpe para estas cosas. Haría el ridículo.
—Link, héroe elegido por las Diosas, se enfrenta al Mal reencarnado, pero tiene miedo de bailar.
—No tengo miedo de bailar —gruñí.
Ella rio. Al menos aquello le había levantado los ánimos.
—Lo que tú digas.
Le dirigí una mala mirada, pero no dije nada. Al cabo de un rato, un sheikah se nos acercó con dos jarras. Me tendió una a mí y luego le dio la otra a Zelda. Ella frunció el ceño y tomó un sorbo. Después hizo una mueca.
—Nunca me ha gustado la cerveza —murmuró.
Bebí un poco de la mía con cautela. Al instante me arrepentí. Parecía que nunca iba a acostumbrarme al sabor. Empecé a toser sin remedio, y sentí que Zelda me daba palmaditas en la espalda. Cuando estuve seguro de que no me ahogaría, alcé la mirada y vi que ella tenía una sonrisa burlona estampada en la cara.
—Creo que alguien no está acostumbrado a beber...
Contuve un gruñido, pero no fui capaz de darle una respuesta. No solo porque estaba convencido de que empezaría a toser de nuevo si abría la boca, sino porque, en el fondo, sabía que Zelda tenía razón.
—Eso tampoco es malo —añadió—. Si no estás acostumbrado a beber, bien por ti. Ahora ya sé que no eres un miserable.
La ignoré y bebí otro trago. En esa ocasión, conseguí no estallar en un ataque de toses. Aquello tenía un sabor amargo. Aun así, no era desagradable, e incluso daban ganas de beber más.
Y, de pronto, la jarra estaba vacía.
La cabeza me dio unas cuantas vueltas, y estaba seguro de que no era por el golpe que me había dado. Miré a Zelda y vi que ella me observaba con una mezcla de diversión y desaprobación.
—Te has puesto verde —me dijo. Luego dejó escapar una carcajada incrédula. ¿Qué le hacía tanta gracia?—. Y eso que solo te has tomado una.
—¿Por qué siempre te ríes de las cosas más estúpidas?
Me arrebató la jarra de las manos.
—No bebas más, ¿me oyes? Eres uno de esos a los que la bebida lo afecta más de lo que debería.
Sus ojos brillaban tanto que bien podrían haber sido estrellas. Y sus labios eran perfectos y rojos, y no entendía cómo demonios podía reprimir las ganas de besarla.
—Zelda...
—¿Qué?
—Tú también eres estúpidamente atractiva —conseguí farfullar, arrastrando un poco las palabras. Solo un poco.
Ella dejó escapar un extraño sonido agudo. Luego empezó a sonrojarse, aunque intentó fingir que se enfadaba.
—Vete a hacer el ridículo a otra parte —me espetó.
Suspiré, pero acabé obedeciendo. La dejé allí, junto al fuego y con el ceño fruncido. Me abrí paso entre la multitud y, por sorprendente que pareciera, nadie se fijó demasiado en mí. Todos reían y hablaban y bailaban. De pronto choqué con alguien, y me sentí todavía peor al ver quién era.
—Oh, no... Tú no... —gemí.
Shak soltó una risotada.
—Diosas, ¿qué te ha pasado? ¿Estás borracho?
—No estoy... Déjalo. —No iba a creerme.
Eché a andar, pero tropecé y estuve a punto de darme de bruces contra el suelo. Shak se rio de mí. Claro que se rio de mí.
—¿Cuánto has bebido?
—Una.
—¿Una? —repitió, incrédulo—. ¿Solo una?
—Ya te he dicho que sí.
—¡Y yo que pensaba que el mínimo para estar así eran dos! Eres un caso realmente excepcional.
Le dirigí una mala mirada. Shak me ignoró y me arrastró hasta el lago que estaba detrás de la casa de Impa. Allí no había nadie. Eso era bueno. Nadie vería al Maestro Link en aquel estado.
Sin previo aviso y antes de que pudiera hacer nada, Shak me lanzó agua a la cara. Estaba fría. Muy fría.
—¿A qué viene eso? —pregunté mientras me frotaba los ojos para intentar ver algo.
—Te sentirás mejor ahora —respondió—. Hazme caso. Tengo más experiencia que tú en estas cosas.
Ignoré su comentario, porque en el fondo sabía que estaba en lo cierto. Aguardé unos instantes, y caí en la cuenta de que la cabeza ya no me daba tantas vueltas como antes.
—¿Mejor o no?
Me encogí de hombros.
—Supongo.
—¿Dónde estabais la princesa y tú? No os he visto bailar.
—Al lado de la hoguera —contesté—. Creo que a ella no le apetece demasiado bailar —añadí en voz baja. Al menos ya no arrastraba tanto las palabras. Zelda no se horrorizaría de nuevo al verme.
—Oh, mala suerte para ti.
Lo fulminé con la mirada.
—¿Y tú? —quise saber.
—Estaba bailando con... con...
—¿Con quién? —insistí, sonriendo a medias.
—Con Pay —soltó de repente—. Seguro que la conoces.
—¿Pay? ¿Pay, la nieta de...?
—Esa misma.
¿Estaba sonrojándose o eran solo imaginaciones mías? Se me escapó una carcajada.
—Si Impa se entera...
—Oh, cállate. Lo vas a arruinar —gruñó—. Estoy perdiendo el tiempo contigo.
—Probablemente.
—Me voy con Pay. No bebas más.
Ni en sueños volvería a acercarme a una de esas jarras. Había tenido suficiente por una noche.
Una vez Shak se hubo marchado, salí de entre las sombras y, en esa ocasión, algunos sí se dieron cuenta de mi presencia. Me hacían preguntas, demasiadas preguntas, e incluso me trataban de forma extraña, como si fuera superior a todos ellos. Eso no me gustaba.
Recibí invitaciones para bailar, pero decliné con toda la delicadeza que fui capaz de reunir. Y luego me pidieron que desenvainara la Espada Maestra para ver si era como las leyendas la describían. Entonces supe que no habría mejor momento para irme.
Puse la primera excusa que se me ocurrió y me alejé de allí. De reojo, vi que Shak bailaba con Pay en un rincón. Si Impa se enteraba de que su nieta estaba con alguien como él, nadie podría protegernos de su ira. Me entraba la risa con solo pensarlo.
Volví junto a la hoguera, pero Zelda ya no estaba. Miré a mi alrededor y la divisé sentada bajo el árbol al que yo solía acudir para entrenar con la espada. Me acerqué a ella con cautela. Aquel lugar estaba alejado de la multitud, y la única luz provenía de la débil llama de una antorcha solitaria.
Zelda alzó la mirada al verme llegar, pero luego volvió a clavarla en el suelo.
—¿Ya no vas a decir más estupideces? —me preguntó, y su voz sonaba extraña. Apagada.
—No lo creo —respondí mientras tomaba asiento a su lado.
Zelda no hizo ningún otro comentario. Ni siquiera se burló de mí. Supe entonces que algo iba mal.
—¿Qué te pasa?
—Nada.
—Zelda —seguí insistiendo—, déjame ayudarte.
No replicó. Se apartó un mechón de pelo del rostro, y la luz de la antorcha iluminó rastros de lágrimas en sus mejillas.
—¿Has estado llorando?
Esbozó una sonrisa triste.
—Es solo una tontería.
—Si has llorado, no es una tontería.
La oí suspirar. Guardó silencio, y esperé a que hablara de nuevo.
—Ellos... ellos... Quieren que sea reina, Link —dijo en un susurro. Nunca supe cómo llegué a oírla por encima del ruido de la multitud y la música.
—¿Y tú?
—¿Yo, qué?
—¿Qué quieres tú?
Me miró con los ojos muy abiertos, como si estuviera viendo un fantasma. Luego contempló la aldea, a la gente que hablaba y reía. Se secó una lágrima, con una pequeña sonrisa en el rostro.
—Hay una cosa que me gustaría hacer —dijo casi con timidez.
—¿El qué?
Me miró y, de nuevo, se tomó su tiempo para responder.
—Hyrule es muy grande. Hay cosas que no he visto. Creo... creo que quiero viajar. Ver todas esas cosas, ¿me entiendes? —Su sonrisa desapareció—. Pero creo que a muchos no les haría gracia que hiciera lo que me dé la gana en medio de la nada.
Observé a los sheikah al otro lado de la aldea con el ceño fruncido.
—Al infierno con todos ellos —mascullé.
—¿Qué?
—Ya has hecho mucho por Hyrule. Te mereces hacer lo que te dé la gana en medio de la nada.
Pestañeó, incrédula, aunque poco a poco volvió a sonreír.
—¿Sabes qué? Tienes razón.
—Siempre la tengo.
Se le escapó una risita. Luego guardó silencio, mirándome con un leve rubor en las mejillas. O quizá era solo la luz de la antorcha.
—Dicen que los caminos pueden ser peligrosos.
Me encogí de hombros.
—A veces.
Ella puso los ojos en blanco. ¿Había dicho algo malo?
—He oído que no es seguro viajar solo —prosiguió, y sentía que su mirada podría atravesarme—. Que lo mejor es ir acompañado de un buen escolta.
Sonreí como un idiota.
—Qué pena que echaras a tu escolta personal hace unos días...
—Bueno —suspiró—, no he dicho que quiera un escolta. Puede que solo quiera un acompañante. Un amigo. Alguien en quien confíe. —Hizo una pausa y luego añadió—: ¿Te gustaría viajar otra vez?
Fingí sorpresa.
—¿Me lo estás pidiendo a mí?
—No hay nadie más aquí —dijo ella—. Me gustaría que me acompañaras, Link. Si tú quieres, claro.
—Tengo que pensármelo.
Zelda me dirigió una mala mirada. Solté una risotada.
—Sabes que no podría negarme —acabé diciendo.
Sonrió.
—Entonces seremos tú y yo otra vez —dijo mientras apoyaba la cabeza en mi hombro—. Igual que antes.
Pero, aun así, todo sería diferente. Ya no había un reino, y las cosas habían cambiado. Ella y yo no éramos excepciones. Pese a eso, no iba a negar que quisiera viajar otra vez. Y era cien veces mejor viajar con Zelda que ir solo. Sin embargo, todavía teníamos que encontrar la manera de decírselo a Impa.
Era mejor no preocuparse por eso ahora.
Contemplé a la gente al otro lado de la aldea. Era imposible distinguir a Shak entre la muchedumbre. Seguro que estaba bailando con Pay en un rincón alejado para que Impa no los viera. Pero Impa tenía ojos en todas partes. Sería difícil mantenerla en la ignorancia.
Miré a Zelda de nuevo, debatiéndome. Quería decirle..., preguntarle... De una forma u otra, si no se lo proponía sería descortés, ¿verdad?
—¿Quieres bailar? —le susurré al oído más rápido de lo que me hubiera gustado.
Ella dio un respingo y se puso rígida, como si mi hombro la hubiera quemado de pronto.
—¿Q-qué?
—Que si quieres bailar.
—¿Contigo?
—Supongo.
Calló por un instante. Luego, para mi sorpresa, sonrió.
—Esas no son formas de invitar a bailar a una dama, ser Link.
Por un momento pensé que hablaba en serio.
—Está bien.
Hinqué la rodilla en el suelo, frente a ella. Y eso fue todo lo que necesité para terminar de convencerme de que no volvería a beber jamás. Cogí su mano.
—Zelda Hyrule, me haríais muy feliz si tuvierais la bondad de bailar conmigo.
Había soltado lo primero que se me ocurrió. Nunca había participado en los bailes del castillo, pero había guardado las puertas en una o dos ocasiones. Fuera como fuese, debía haber sonado tan estúpido como pretendía, porque Zelda estalló en carcajadas.
—Oh, Link, no te quedes ahí. Alguien va a mirar hacia aquí y te va a ver. Parece que me estés pidiendo que me case contigo en vez de bailar.
Me puse en pie, intentando ignorar el hecho de que el rostro entero me ardía. Ella también se levantó. Durante unos incómodos instantes, yo la miré a ella y ella me miró a mí. Decidí romper el silencio por una vez.
—No sé cómo...
—Oh, claro —murmuró.
Cogió mis manos y las colocó alrededor de su cintura, una a cada lado. Me obligué a no pensar en lo que había debajo de la tela azul de su vestido. No era la primera vez que la tocaba ahí. Nos habíamos abrazado muchas veces antes.
Colocó sus manos alrededor de mis hombros. Luego empezamos a movernos muy despacio al ritmo de la música, y yo intenté seguir sus pasos.
—Creo que así no se bailaba antes —murmuré—. En la corte.
—Eso es porque así no se bailaba en la corte —replicó, sonriendo a medias—. ¿Quieres que te cuente un secreto?
—Vale.
—No se me daba nada bien bailar —me confesó en voz baja, como si alguien pudiera oírnos—. Recuerdo que nadie quería bailar conmigo, aunque fuera la princesa. Y todo por culpa de los pisotones que daba.
Su sonrisa se había vuelto triste.
—Bueno —empecé—, yo sí quiero bailar contigo.
Estaba claro que la cerveza no era para mí.
—Seguro que bailas igual de mal que yo —dijo con un ligero rubor en las mejillas.
—No. Bailo peor que tú.
—Eso no lo sabemos.
—Al menos a ti te enseñaron a bailar. A mí no.
Negó con la cabeza, pero no dijo nada.
Pasamos un rato más bailando. Era incómodo, no iba a negarlo. Yo no sabía qué hacer, y ella tenía la mirada fija en sus pies, como si tuviera que medir todos sus pasos otra vez. Igual que antes, en los bailes del castillo.
—Zelda —susurré, llamando su atención. Ella dio un respingo—, no me importa que me pises.
—¿De verdad?
—De verdad. —Zelda asintió, pero yo decidí añadir—: No tenemos por qué bailar así. Haz lo que quieras.
Pareció dudar por un momento, aunque luego apartó sus manos de mis hombros y simplemente me abrazó.
Eso no me lo esperaba.
Enterró el rostro en el pecho de mi túnica, y entonces empecé a preocuparme de que oyera lo rápido que me latía el corazón. Sin embargo, no hizo ningún comentario. La miré y vi que había cerrado los ojos.
Yo tampoco dije nada. Entendí lo que ella quería, de modo que la atraje más hacia mí —si eso era posible— y cerré los ojos también. Podía sentirla cerca; percibía la calidez de su cuerpo junto al mío y escuchaba su respiración. Y, mientras nos mecíamos lentamente al ritmo de la música, supe que todo había valido la pena.
