Capítulo 23. Un espejo de estrellas.

La región de Tabanta mostraba su belleza en cada matiz del paisaje, desde la forma de sus montañas hasta el ruido que hacía el agua de los arroyos. El otoño había vestido de tonalidades naranjas a los árboles y praderas, y las hojas que arrastraba el viento sugerían que estaba allí para quedarse.

El recorrido que habían trazado hacia el norte atravesaba la naturaleza sin contemplaciones, aunque tarde o temprano esperaban encontrar el camino que unía el puente colgante de Tabanta con la Puerta de Hebra. Dicho camino había sido construido por la Corona para poder establecer una ruta segura entre el Castillo y la fortaleza de Pico Nevado.

Lo que Link desconocía por completo y acababa de descubrir eran las ruinas. A lo largo de las montañas, mimetizadas entre las hierbas y los árboles, se alzaban restos de construcciones. Eran reflejos de una civilización antigua, los pedazos más resistentes que habían sobrevivido a cientos o incluso miles de años del azote de la naturaleza. Eran rocas talladas con escrituras ilegibles, columnas que se sostenían a sí mismas, motas de humanidad que ahora eran parte del paisaje.

Hasta el momento, el viaje había conseguido ir recomponiendo a Link. La paz que imbuía la naturaleza actuaba sobre él como un bálsamo, atenuando la desazón que llevaba días cargando. El haber podido hacer un fuego la noche anterior y el descubrimiento de aquellas extrañas ruinas habían hecho mucho para mejorar su humor.

Había tres cosas que lo seguían preocupando, y todas ellas las guardaba en secreto. Por una parte, desde que habían visto la luna roja, unos mensajes crípticos aparecían en sus sueños. A veces solo era la misteriosa figura azul, susurrándole preguntas para las cuales no tenía respuesta, pero otras veces en su cabeza se creaban auténticas torturas, amalgamas de realidad e imaginación que lo atormentaban hasta que abría los ojos. Quizás fuera una forma de autocastigarse por ocultar la cicatriz que no asumía tener, vendada en silencio, como si aquello pudiera hacerla desaparecer.

Zelda era el otro tema. Como si fuera una flor a la que habían cortado el tallo, día tras día la veía marchitarse. Cuando era consciente de que la observaba, actuaba con normalidad, acatando órdenes y charlando con Rumba. Sin embargo, todo eso cambiaba cuando creía que no la veía. Su vista se perdía en las montañas que habían dejado atrás o en los contornos del Castillo que se adivinaban más allá de la Pradera. Al peso de salvar su reino se sumaba el de la culpabilidad.

Caminaron escoltados por viejos robles rojizos hasta que el ruido del agua se filtró entre la maleza. Siguiendo su recorrido llegaron hasta una pequeña poza rodeada de columnas rotas. El lugar debió haber sido un baño cubierto años atrás, pero el techo había cedido y solo las columnas se mantenían en su lugar. Por otra parte, aquel claro permitía que el Sol besara la superficie del agua y la calentara. Zelda se acercó a la orilla y metió la mano para comprobar su temperatura. –No está muy fría.

Intercambió una mirada con Link, que asintió. –Esperaré al otro lado.

–¡Cuidado! –exclamó Rumba, sobresaltando a Zelda, que se alejó de la orilla. Link también se puso en tensión, mirando a ambos lados.

–¿Qué pasa? –preguntó, al no distinguir ningún peligro.

–Que está tocando el goroagua –dijo Rumba, rozando la histeria–. Se va a ahogar. No hay gorofondo. –Link lo miró con preocupación. Aun desde su inocente punto de vista, el pequeño goron establecía sus relaciones. Intercambió una mirada con Zelda, que parecía ser la personificación de la culpabilidad.

–Zelda sabe nadar –le respondió Link–. ¿A que sí?

–Sí, claro –añadió Zelda, forzando una sonrisa–. Me enseñaron a nadar de pequeña.

–Pero en la gorociénaga… –comenzó Rumba, en absoluto convencido.

–Ahí había un octorok, fue él quien la intentó ahogar –explicó Link. Los pequeños ojos del goron lo miraban de hito en hito–. Y además, el agua de Tabanta es de las más frescas del mundo. No es marrón.

–Pero el goroagua es peligrosa…

Zelda se acercó a Rumba. –¿Qué te parece si te bañas conmigo? Así si me pasa algo, puedes protegerme. O si te pasa a ti, te protejo yo.

–Los goron no nos bañamos en este goroagua –dijo Rumba, esta vez con rotundidad.

–¿Quieres meter a un goron en agua? –preguntó Link, con escepticismo. Nunca en su vida, ni en ésta ni en ninguna anterior, había visto a aquella raza cerca del agua, a excepción de las fuentes termales–. Los goron pesan mucho.

Zelda levantó la vista. –Aguantan muchísimo la respiración. Podrían estar horas bajo el agua sin problema.

Ese dato no lo conocía. Sí sabía que los goron eran, con total probabilidad, la raza más resistente de Hyrule, y para vivir en un volcán que expulsa toda clase de gases venenosos, debían tener unos pulmones de acero. Aun así, en su cabeza seguía siendo difícil ver a un goron entrando en una poza de agua de Tabanta.

–No, a los goron no nos gusta el goroagua. Es peligrosa –volvió a decir Rumba, que no despegaba la vista de la orilla.

Con esas palabras Link supo lo que ocurría realmente. –¿No será que te da miedo?

Rumba lo miró a los ojos, y por primera vez pudo ver en él un gesto contrariado. –Claro… claro que no. Yo no tengo goromiedo.

–Vaya, vaya… Bueno, no pasa nada. No podemos ser valientes todo el tiempo –dijo Link, cruzando los brazos. Zelda lo miró con el ceño fruncido, pero sabía que no estaba enfadada con él. Era como antes, salvo por las profundas ojeras que destacaban en su rostro.

–Está gorobien, me bañaré con ella –dijo al fin, obligado por su propio orgullo–. Pero tú también.

–¿Yo?

–¿Qué? –preguntó Zelda, igual de sorprendida. Ambos intercambiaron una mirada que duró menos de un segundo–. No creo que…

–Claro que no –dijo Link. Las orejas se le habían puesto rojas–. Maldita sea, Rumba. ¿Cómo se te ocurre?

–¿No será que te da goromiedo? –dijo el goron, devolviéndole una mirada de suficiencia con sus pequeños ojos negros.

–No es eso –respondió Link. Ya de por sí era difícil explicarle algo así a un goron, y si encima tenía que razonar con un cabeza hueca como Rumba, podía rendirse–. Alguien tiene que vigilar los alrededores.

–¿Los goroalrededores?

–Claro, no podemos estar todos jugando en el agua –contestó–. Podría haber más enemigos. Tú tienes que proteger a Zelda aquí, y yo lo haré desde fuera.

Con Rumba convencido, intercambió una última mirada con Zelda. En sus labios pudo leer la palabra "gracias", y con esa imagen se alejó de ellos.

Caminar por aquel lugar solo era diferente a hacerlo acompañado. Todos los detalles parecían resaltar más, desde los ruidos que hacían los animalillos entre los árboles hasta el color de las hojas de esos mismos. Aquella soledad le daba más espacio para sí mismo, para pensar en la imagen que había aparecido en su mente, en ese sentimiento que rodaba por su estómago y le aceleraba el pulso. Si alguien volvía a decirle que era el "héroe", se reiría en su cara. Un héroe no pensaba en baños ni en pieles húmedas bajo el Sol.

Con las risas de Rumba y Zelda de fondo, Link continuó su solitario paseo alrededor de la poza hasta que algo llamó su atención. Junto a una de las columnas crecía un matojo de hierbas que le resultaron familiar. Al acercarse, vio que las hojas se combaban hasta crear una característica forma redondeada.

Con una de ellas en la mano, se alejó hacia una zona despejada donde surgía un enorme pedrusco tallado en la misma roca blanca. Desde su cima, sopló a través de la hoja, arrancándole unas notas que hacía mucho que no escuchaba. La nostalgia le golpeó como un martillo, arrancándole pequeños recuerdos que creía haber olvidado, momentos sin importancia que habían sido sepultados por nuevas memorias.

Repitió la tonadilla un millón de veces, dejándose guiar por la cadencia de notas. Sus dedos parecían recordar cuáles eran, los movimientos que debían hacer para que la ocarina reprodujera aquel sonido. Cuando abrió los ojos, vio a Zelda y Rumba observándole desde la ruinosa piedra. Ambos parecían llevar un tiempo allí, pero habían preferido no interrumpirle. Turbado ante aquella muestra de interés, se bajó de la roca.

–Qué gorocanción más bonita –dijo Rumba.

–¿Cómo lo has hecho? –preguntó Zelda, acercándose más. Tenía el cabello oscurecido por el agua, y los labios de un color violáceo. Link le mostró la hierba, dejando que pudiera recorrer su extraña forma con los dedos.

–Se llama hierba del caballo –explicó, recordando una conversación con Talon años atrás–. Al hacer vibrar la hoja, crea un sonido que consigue relajarlos. A Epona le encanta escucharlo.

–Hierba del caballo –repitió Zelda en voz baja–. Si te fijas, tiene forma de herradura.

Link asintió, ese era el truco para reconocerla. –¿Y qué tal ha ido el baño?

Rumba se hizo una bola y comenzó a avanzar. Aquello fue el indicador para reemprender la marcha.

–El agua estaba más fría de lo que me había parecido –respondió Zelda. Parecía animada–, pero necesitaba quitarme todo el polvo.

–Pues sí. Habías dejado de oler como una princesa –dijo Link. Zelda hizo un mohín, y unas pequeñas arrugas decoraron la comisura de sus labios. No le había gustado–. Lo siento, era broma.

–Ya…

–De verdad. Además, seguro que huelo peor que tú.

–Eso ni lo dudes –respondió Zelda, arqueando ambas cejas y deshaciendo el gesto de la boca. Eso le gustó.

–¿Y qué tal Rumba? Os he oído riéndoos.

–Sí –dijo Zelda. Una pequeña sonrisa pareció viajar por sus labios por un momento, como la chispa de una hoguera–. Es muy…

–¿Tonto?

–Inocente –le corrigió–. Cuando nos estábamos bañando me preguntó que si… bueno, da igual.

–¿Qué dijo?

–Nada, da igual –cortó Zelda, ruborizada.

–Sí, hombre. Ahora ya tienes que decírmelo.

–Me dijo que si yo también guardaba fruta en… –No terminó la frase.

–¿Dónde? –preguntó, sin comprender bien. Ella había bajado la mirada, pero no hacia el suelo, sino hacia sus pechos. Él tardó un poco más en hilar–. No, no puede ser…

Cuando empezó a reír, no pudo parar. Por si fuera poco su risa pareció contagiar a Zelda, que abandonó aquel espontaneo ataque de vergüenza. –Maldita sea, este Rumba –dijo entre espasmos y quitándose del ojo una pequeña lágrima. –Ay… pobre. No se lo tengas en cuenta.

–No, claro –respondió ella, recuperándose también–. Al final es un niño y seguramente habremos sido los dos únicos hylianos que ha visto en su vida.

–Claro.

–Pero aun así… ¿Entre las mujeres goron nunca…? O bueno, quizás nunca ha estado con ellas.

Link negó. Ya lo había supuesto al verla interactuar con Gorobar, pero aquello terminó por confirmárselo. –Los goron son distintos en ese aspecto.

–¿A qué te refieres?

–Pues que físicamente son muy parecidos, casi idénticos, y eso ha hecho que no actúen teniendo en cuenta el género.

Zelda frunció el ceño. Era el ceño de pensar. –¿No hay hombre ni mujer?

–Existen como tal, pero no el rol. Al ser físicamente iguales en casi todo, no tienen distinciones en el trato. Por eso les cuesta tanto entender que entre el resto de razas actuemos de una forma u otra dependiendo de qué seamos.

–No lo sabía –dijo Zelda–. Entonces, ¿cómo debes tratarlos cuando hablas con ellos?

Link se encogió de hombros. –Pues como ellos se refieran a sí mismos.

Zelda asintió. –Debe ser una locura cuando van a la Fortaleza Gerudo.

–Es más bien como ver un espectáculo; a ellos los tratan igual. –Zelda no pareció comprender. –Al ser físicamente iguales, las gerudo no hacen distinción. Gorobar por ejemplo era un chico y, sin embargo, había entrado.

–¿En serio? ¿Cómo…? –Pareció dar con la respuesta por sí sola. –Claro, todo depende de cómo hable.

–Exacto, lo único que tiene que hacer es…

El ruido de unos cascos contra la tierra lo interrumpió. Al poco tiempo apareció también Rumba, que debía haberlo notado por las vibraciones del suelo. Link desenvainó la cimitarra una vez más, preparándose para el asalto, pero los dedos que la sujetaban perdieron su fuerza cuando reconoció a la causante de aquellos ruidos.

–Es…

La boca de Link se curvó en una sonrisa incontenible. Se acercó lentamente a Epona, con el miedo de que quizás no lo reconociera. No hubo de qué preocuparse, porque la yegua trotó alegremente a su encuentro, relinchando de alegría. Cuando llegó a su lado, restregó su enorme cabeza en Link.

–Hola, preciosa –respondió él, abrazando su cuello. Le dio unas palmadas amistosas en la mandíbula–. Diosas, ¿has estado bien? Sí, claro que sí. Eres la mejor yegua de Hyrule.

Notó cómo las orejas de Epona se movían instintivamente hacia delante, señalando a Zelda. Ésta había comenzado a acercarse con lentitud, temiendo asustarla. Link asintió y ella recorrió los últimos metros más deprisa.

Epona se libró del agarre de Link y giró la cabeza hacia ella soltando un pequeño y grave relincho. Zelda le acarició el cuello bajo la mirada de un Link más sonriente que nunca. –¿Cómo habrá llegado hasta aquí?

–¿Quizás por la hierba? –respondió él, pasándole la mano por la crin.

–Pero eso es imposible, estaba demasiado lejos. No ha podido oírla a menos que estuviera aquí.

–A lo mejor sabía que vendríamos –aventuró, volviendo a abrazar la cabeza de la yegua–. Si es que eres muy lista.

Zelda se acercó a las alforjas y dio un pequeño grito de sorpresa. –Link, está todo aquí.

Hasta aquel momento no había caído en que él mismo había cargado todo el equipaje que llevaban en la grupa de Epona. Aquel espontáneo momento de lucidez iba a facilitarles mucho el resto del camino. Entre las cosas que más agradecieron estaba la ropa abrigada que habían traído para cruzar la Cordillera por su parte más elevada. Zelda se perdió tras unos arbustos y apareció momentos después con un pantalón de piel y una capa gruesa. Él también encontró ropa más cálida, pero prestó más atención a su espada, mucho más cómoda que la aparatosa cimitarra gerudo.

Mientras terminaban de revisar el equipaje de Epona, Rumba se acercó a ella. Link temió que pudiera asustarse, pero tras una mirada rápida, se unió a ellos para revisar equipaje. Era como si hubieran acordado tácitamente no hacerse caso.

Cuando retomaron el viaje se descubrió sonriendo. Epona siempre había sido su compañera de viaje, ya fuera en este mundo o en cualquier otro, y habían recorrido juntos miles de caminos. Era una de esas constantes que le ataban a la realidad, como mirar a las estrellas por la noche.

Sin embargo, no pasó por alto que su otra constante no había vuelto a decir una palabra. Su humor parecía perder brillo, oscureciéndose como el cielo cuando el día llegaba a su fin. Cabizbaja, sus ojos parecían perdidos en sus propios pies, abstraídos de todo lo que había a su alrededor. Los matices rojizos en su cabello le recordaban al otoño, a una belleza triste y moribunda.

Pensó en entablar conversación con ella, pero no supo qué decirle. Sentía un muro entre ellos, como si toda la amabilidad fuera un juego de mímica para ocultar la realidad. Volvió a acercarse a Epona, frustrado, y dejó que su impotencia se fuera diluyendo en el camino.

Aquella noche acamparon cerca de un gran lago. Mientras Zelda y Rumba preparaban una hoguera, Link aprovechó para asearse y cambiarse de ropa. Cuando volvió, se encontró con un fuego chisporroteante. Zelda había sacado unas manzanas amarillentas y le ofreció una. Se las comieron en silencio.

–Has hecho una buena hoguera –dijo al fin, tratando de romper la pesadez del ambiente. Zelda asintió, dedicándole un intento de sonrisa que no habría convencido ni al más estúpido. Incluso Rumba, que no era la cúspide de la empatía, parecía algo desanimado.

No tardaron en retirarse a dormir, ovillándose alrededor del calor de la hoguera. Link se alejó de allí y fue a ver a Epona, que yacía adormilada junto a un árbol. Era increíble cómo un buen día se podía estropear sin palabras ni acciones, únicamente por la actitud de la gente a su alrededor.

–No sé qué hacer –dijo, sentándose a su lado–. Es como si estuviera guardándose algo.

Miró a Epona, que parecía disfrutar con el tono de su voz. –Es como… quiero ayudarla, ¿sabes? Pero tampoco quiero acercarme a ella demasiado. Quiero un punto intermedio.

Calló, como esperando a que Epona rellenase aquel silencio. El haber dejado de escuchar su voz pareció enfadarla, y dio un suave rebuzno como queja. Link frunció el ceño. –¿No crees que haya punto intermedio? A lo mejor me estoy quejando de algo que yo hago también. –La distancia que él ponía entre ambos era la misma que ella parecía estar poniendo ahora.

No era justo, él lo hacía porque sabía qué pasaría si la relación entre ellos se hiciera más cercana, porque sabía que quien saldría herido ahí sería él. –Y entonces, ¿qué hago? ¿Me abro a ella? El remedio podría ser peor que la enfermedad. –Epona resopló, notando el tono angustiado de Link. –Claro, es mucho más fácil ser honesto cuando eres un caballo.

Se mantuvo en silencio un tiempo más, relajándose con la respiración de la yegua. El viento que venía del norte era frío, pero aquellos árboles parecían disiparlo, como las piedras partiendo la corriente de un río. –Quizás le estoy dando demasiadas vueltas.

Epona acercó su cabeza, dándole un golpecito en la oreja. Era algo que hacía cuando estaba de buen humor. Los cabellos que le crecían en el hocico le hacían cosquillas, por lo que trató de esquivarla hasta que se rindió y le dio una palmada. –Está bien… mañana hablaré con ella.

Cuando volvió se encontraba mucho más tranquilo. Rumba se había ido moviendo mientras dormía, y ahora se encontraba sobre las ascuas de la hoguera. Zelda por su parte seguía en la misma posición. Podía notar su movimiento al respirar, aunque no parecía lo que haría una persona dormida. Se acercó a ella sin hacer ruido, y entonces vio lo que ocurría. Lloraba en silencio.

–Ey… –susurró. Zelda dio un pequeño respingo, pero se quedó inmóvil, tratando de parecer dormida. Link le siguió el juego y se sentó a su lado–. Bueno, voy a hacer guardia aquí. No quiero que te ataque… lo que sea.

Se mantuvo en esa posición durante un tiempo, disfrutando de la calma que ofrecía una noche a la intemperie. Al poco tiempo oyó cómo Zelda se incorporaba. Se quedó sentada a su lado, con los ojos enrojecidos. Desde aquel lugar podían ver la superficie del lago, un enorme espejo que duplicaba las estrellas del cielo. Más allá, los árboles iban desapareciendo igual que las ruinas lo habían hecho a lo largo del día.

–¿Cuántos días llevas sin dormir? –preguntó Link.

–No lo sé –susurró ella.

Era lo que se temía. Las ojeras no engañaban, y esa actitud animada durante las mañanas y apagadas por las tardes le había ido dando pistas. En parte era culpa suya no haber comprobado la suposición que llevaba días tejiéndose en su cabeza. Se mantuvieron en silencio, sopesando el peso de lo que acababa de decir.

–En las alforjas de Epona he visto las cosas de Nabooru.

Dejó escapar el aire de sus pulmones. Ahora todo encajaba. Él sabía que algo como lo que habían vivido no se superaba en una semana, ni en un mes. No era un problema matemático, no había un número mágico que lo resolviera. Era algo que debía asimilar, tenía que apartarlo de su cabeza e ir trayéndolo de vuelta poco a poco, como pequeñas migas de pan. El problema era que en las alforjas de Epona no había migas, había un pedazo de recuerdo sin procesar.

Decirle que ella no tenía la culpa no serviría de nada. No se puede convencer a una mente atormentada, tiene que ser ella misma la que consiga liberarse. Lo sabía por experiencia.

–¿Conoces a los kokiri? –preguntó.

Zelda tardó un momento en responder. –¿Los niños del bosque?

Link sonrió. Ni en esas circunstancias podía pillarla desprevenida. –¿Qué sabes de ellos?

–Muy poco, lo que cuentan las leyendas. Las "hadas del bosque", niños perdidos que son jóvenes eternamente. Es difícil creérselo. –Pareció reflexionar sobre sus propias palabras. –Hasta que te conocí pensé que solo eran eso, leyendas.

–Es difícil asumir la existencia de algo que pone todo su esfuerzo en seguir oculto –añadió él–. Yo tuve suerte al criarme entre ellos, pero nunca fui uno más.

–¿Porque crecías?

–No por eso –respondió–. Desde mucho antes. Antes de salir del bosque yo sabía que no era como ellos; no tenía hada.

–¿Un hada? ¿Las hadas se pueden tener? –Se volvió sobre sí misma para encararle. La luz de la noche le arrancaba matices plateados a sus ojos. Agradeció que estuviera demasiado abstraída por la curiosidad porque estaban muy cerca.

–No son como las grandes hadas de las fuentes. Son manifestaciones de magia. –Zelda frunció el ceño. –Los kokiri tienen mucha afinidad por la magia, ellos mismos, su condición, los hace mágicos. Las hadas son una parte más de esa magia, una con la que se emparejan cuando llega cierto momento. Algo que los ayuda y los guía.

–No lo sabía. ¿Y cómo se emparejan?

–Mmm… bueno, eso da igual ahora mismo. –Aquel afán suyo le hacía irse por las ramas y alejarse del punto. –El caso es que yo no tenía hada, así que no podía considerarme un kokiri como tal. Sin embargo, para poder cumplir con mi objetivo, ayudarte, necesitaba ese consejo, así que las Diosas me otorgaron una. Navi.

–Al principio no la aguantaba, pero con todo lo que pasamos juntos nos acabamos haciendo amigos. –Pudo ver cómo lo miraba de reojo. –Te preguntas dónde está, ¿verdad? Pues se fue.

–¿Se fue? –preguntó ella, levantando la voz.

Asintió. –Justo cuando volví aquí, a este mundo. Desde el mismo Templo del Tiempo, volvió con las Diosas porque…

–Porque había cumplido con su misión –terminó ella. Se recogió un mechón de pelo tras la oreja–. Las Diosas son… pragmáticas.

Una carcajada nació de su garganta. Fue corta y seca, como la opinión que tenía sobre el designo de las Diosas. –Después de contarte lo que pasó me fui a buscarla. Tenía la misión de esconder la Ocarina, pero en mi cabeza solo había espacio para ella. Por supuesto, no la encontré. –Echó la cabeza hacia atrás. –Da igual cuál fuera el motivo, da igual quién estuviera detrás moviendo los hilos. A veces imagino que puedo volver atrás en el tiempo, que puedo reiniciar aquel día, que la encuentro, pero nunca es real.

Zelda se miró las manos, digiriendo la historia que le acababa de contar. –No es lo mismo. –Link ladeó la cabeza, y ella lo volvió a encarar. –Tú no tuviste nada que ver en que ella se fuera. Fueron las Diosas, tú no la alentaste a hacer algo con lo que acabase perdiendo la vida. Cada vez que lo pienso me pregunto…

–¿Por qué no hice más? –dijo él, interrumpiéndola–. ¿Y si hubiera actuado de forma distinta? ¿Y si haciendo las cosas de otra manera ahora estaría aquí? –Sabía que ella pensaba igual. Es el argumento que uno utiliza para martirizarse. –Todo son "y si", pero la realidad solo es una.

–¿Y qué puedo hacer, entonces?

Link se encogió de hombros. –Ayudar a los que todavía siguen aquí. Arreglar todo este entuerto.

Zelda suspiró con fuerza, mostrando un hastío que pocas veces sacaba a relucir. Admiraba aquella faceta suya, cómo cargaba con tanto y qué poco se le notaba. Ahora estaba mal, pero se recompondría. –Ni siquiera puedo dormir. No sé ni cómo voy a llegar a Pico Nevado.

Se le ocurrió una idea, aunque la forma de llevarla a cabo le producía cierto reparo. Notó un pequeño zumbido en su mano izquierda que terminó por decidirle. –¿Sabes que los sheikah tienen una técnica secreta para dormir a la gente?

Zelda hizo un movimiento mínimo con la cabeza. Cualquiera que no hubiera estado atento se lo habría perdido, pero no Link. Toda su atención era para ella. –¿Cómo sabes tú técnicas secretas de los sheikah? –preguntó con recelo.

Como respuesta, Link se palmeó la pierna. –Apoya la cabeza.

Le aguantó la mirada durante unos instantes antes de tumbarse. Lo hizo con la incomodidad que da la vergüenza. Por suerte, la oscuridad consiguió ocultar lo devastado que se había quedado aguantándole la mirada; sentía que el corazón se le iba a salir del pecho. Solo el calor en su mano izquierda le permitían seguir con lo que se proponía.

Le posó la mano en la cabeza y dejó que sus dedos se enterraran en su pelo. De lejos parecía duro y quebradizo, sucio por el polvo del camino. Sin embargo, al tacto era ligero y suave. Cuando comenzó a mover la mano, le llegó un olor agradable, similar a las flores que cubrían los naranjos en primavera. Era increíble cómo podía oler tan bien habiéndose bañado en una poza.

Siguió con su recorrido, ordenando mechones de pelo tras la oreja, enredándose en la pelusa rubia que le crecía en la nuca. Ascendió por la coronilla y volvió a descender por la sien. Era un movimiento repetitivo, un pequeño circuito que surcaba su cabellera como si fueran las olas del mar. Comprobó gratamente cómo la respiración de Zelda parecía relajarse, y eso le animó a continuar.

–¿Qué tal? –susurró.

Respondió con un suave gruñido. –Esto no te lo enseñaron los sheikah, ¿verdad?

No tenía sentido ocultárselo. Si lo hacía, habría nuevas preguntas, y llegaría un momento en que la verdad saldría por si sola. –No.

–¿Y qué es?

Link comenzó a dibujar letras sobre su pelo. Él era la pluma, y ella el papel. –Lo utilizo para relajar a Epona. –En realidad era para los caballos en general, pero aquello no quedaría tan bien. La mejor mentira era la que tenía una parte de verdad.

–¿Has pensado que funcionarían en mí las técnicas que utilizas con tu yegua? –Su tono de voz era un juego disfrazado de reproche.

–Si lo dices así, suena bastante feo. –Notó cómo una pequeña vibración sacudía su cuerpo. Se había reído. Una gran y silenciosa victoria.

Continuó dibujando sobre sus sienes, intercalando palabras con figuras, enviándole mensajes secretos a través de su piel. Recorrió su picuda oreja, definiendo su contorno con el dedo. Vio con satisfacción cómo un bostezo tomaba el control sobre ella.

–Gracias, Link –susurró.

En lugar de responder, continuó acariciándole la cabeza, siguiendo las ondas que trazaba su cabello. Se mantuvo en silencio, viendo cómo el sueño se iba adueñando de ella, cómo su respiración se hacía más profunda y lenta. Cuando se quedó dormida, escribió una palabra más.


Notas de autor: Un pequeño guiñito al TP con la hierba del caballo. Cuando lo jugué estuve más de la mitad del juego sin saber que podía llamarse a Epona de esa forma. No sé si no lo leí o se me olvidó, pero me hice toda la pradera a patita varias veces. La imagen de Link sentado en uno de los pilares de Tabanta tocando la canción de Epona me trae bastante calma.

Hablando de esas ruinas, solo comentar que además de BoTW, creo que en Minish Cup también las encontramos (y además en una región que se llama igual). Enrevesadamente lógico si tenemos en cuenta que el director de ambos juegos es el mismo. ¿Tendrán importancia más adelante en Tears of the Kingdom? Quién sabe...

Una última cosa que quería comentar era sobre el tema del género con los Goron. Creo que la lectura que se hace de ellos es perfectamente aplicable a la sociedad actual. ¿Tan difícil es tratar a la gente como quiere que se la trate? Que cada uno saque sus conclusiones.


Sakura: Lo cierto es que tuve un poco de miedo al escribir esa reacción por parte de Zelda, por si pudiera incomodar que hiciera algo tan "extremo". No desarrollé demasiado el tema del suicidio en las notas del capítulo anterior, pero creo que al final se basa en oleadas de sentimientos. Una persona suicida puede tomar la decisión de quitarse la vida en un momento determinado de debilidad y a lo mejor a la media hora ya no sentirse con la fuerza o necesidad de hacerlo. Es delicado.