Capítulo 24. La puerta de Hebra.

Estaba en el salón de un gran palacio, uno hecho de bosque, de hojas y ramas, de piedras torneadas por agua y raíces. Las paredes estaban decoradas con flores de colores brillantes y extraños, y sus diferentes olores se mezclaban en una combinación heterogénea y asfixiante. Gruesas lianas colgaban alrededor de la estancia como una telaraña selvática y, en el centro, se erigía una enorme fogata. A su alrededor, figuras borrosas bailaban siguiendo un ritmo de tambores que parecía provenir del corazón del mundo.

Apareció una figura femenina en la entrada del salón, y todos le dieron la bienvenida. El ritmo de los tambores cambió, y con él la danza; era más caótica, más rápida y enérgica. Los seres que bailaban se mezclaban entre las sombras del fuego. Aparecían y desaparecían, gritaban y cantaban. La misteriosa figura comenzó a avanzar hacia el centro de la estancia, y los bailarines se arremolinaron a su alrededor. La danza le confundía porque, a pesar del ambiente festivo, no transmitían alegría o diversión. Eran movimientos secos, sin fluidez; era violencia acompañada de música. Y lo entendió.

No era una fiesta, no era una bienvenida.

La iban a matar.

Comenzó a avanzar hacia ella y sintió cómo gente aparecía a su alrededor, interponiéndose en su camino. Le gritó para llamar su atención, pero su voz se perdió entre los tambores. Ella avanzaba hacia la hoguera, acompañada de sus verdugos bailarines. Como si notara su presencia, el fuego comenzó a crecer, iluminando toda la estancia, mostrando detalles que la penumbra había ocultado. La música se detuvo, y entonces el horror se descubrió. Conocía aquella espalda, aquellos tirabuzones rubios que se oscurecían al llegar a las puntas. Era Zelda.

Cuando quiso darse cuenta, ya había comenzado a correr hacia ella. Apartó a la fuerza a todos los que se ponían entre medias, abriéndose paso a patadas y puñetazos. Todo valía si era para alcanzarla, todo valía si era para salvarla. Notaba la cercanía del fuego, el calor besándole el rostro. Casi tenía un pie en las brasas cuando consiguió detenerla.

Le agarró del brazo y tiró de ella para darle la vuelta, pero para su sorpresa, no tenía flequillo. El cabello le caía de la misma forma que lo hacía por detrás. Trató de apartárselo de la cara, pero no consiguió encontrarla, era como si estuviera mirando su cogote, como si siguiera dándole la espalda. Le dio la vuelta una vez más, pero se encontró con lo mismo. Su cabello rubio era todo lo que veía. No tenía rostro.

La música volvió a sonar y ella retomó el paso, introduciéndose en la hoguera. Link tiró de ella, pero tenía tanta fuerza que solo conseguía ser arrastrado. El calor se hacía insoportable, pero nadie se detenía. Los bailarines los rodeaban, entraban y salían de la hoguera envueltos en llamas. Ella siguió adelante, y él notó cómo el fuego le mordía el brazo. El dolor ascendía en un in crescendo atronador. Sin poder evitarlo, la soltó, y el fuego comenzó a quemarle el pelo. Fue entonces cuando pudo ver su cara, un segundo antes de desaparecer entre las llamas.

Despertó de golpe, como si hubiera estado manteniendo la respiración. Estaba sudando, y el corazón le latía a toda velocidad. Su conciencia había vuelto a la realidad, pero su cuerpo aún se encontraba a medio camino. Sentía el brazo ardiendo. A su lado sintió cómo algo se movía, e inconscientemente buscó un arma que estaba demasiado lejos de su alcance.

Cuando bajó la vista vio cómo Zelda se removía en sueños, con la cabeza apoyada en su brazo. El olor a azahar que le llegó le relajó las pulsaciones casi al instante, al tiempo que volvía a asentarlo en el mundo real. Lo vívido de aquellos sueños le tenían preocupado, ya no sabía si se debían al infierno que era su cabeza o, igual que con aquella mística figura, se trataba de algún tipo de mensaje que debía interpretar. En caso de que fuera lo último, estaba totalmente perdido.

Zelda volvió a girar sobre sí misma, apoyando su cabeza en el hueco entre su brazo y su pecho. De pronto, Link notó cómo la sangre volvía a circularle por el brazo, y aquella sensación de fuego se fue diluyendo en un agradable hormigueo.

Cómo habían llegado a esa situación era simple. La temperatura descendía a cada paso que daban hacia Hebra, y como Rumba tenía la extraña manía de acabar durmiendo sobre las brasas de la hoguera, Link propuso que durmieran cerca el uno del otro. A la mañana siguiente se descubrieron abrazados, y pudo ver en ella una turbación aún mayor que la que sentía él. Sin embargo, esa misma noche volvió a acostarse a su lado, y al día siguiente no hubo preguntas ni comentarios.

Sentía que entre ellos estaba comenzando a cimentarse una nueva relación. Se trataba de algo extraño, un equilibrio en el que ambos disfrutaban de la compañía del otro, en el que los silencios decían más que las palabras y las miradas se sentían como un contacto físico. Todo era un juego de interpretación, conversaciones que bordeaban líneas rojas, verdades detenidas un segundo antes de ser pronunciadas.

Zelda parecía cómoda en aquel baile de máscaras, pero él se sentía confuso. No sabía hasta dónde podía forzar la máquina, qué implicaban las bromas, los dobles sentidos, las largas miradas con las que se retaban y desarmaban, la forma en la que su cuerpos se buscaban cuando se quedaban dormidos. Lo único que sabía era que él no era de piedra, que aquellos retos le alentaban y amilanaban a partes iguales, le calaban como las brisas invernales que susurraban las montañas. Aquello no era bueno, le quedaba grande.

Por si fuera poco, cada paso que daban les acercaba más a la complicada senda de Pico Nevado. Link había recorrido Hyrule de arriba a abajo salvo una excepción, el lugar que tenía frente a él. Enfrentarse a aquel nuevo desafío también le traía sensaciones contradictorias. La promesa de un lugar desconocido incendiaba en él un sentimiento de aventura que creía muerto, pero al mismo tiempo le dotaba de una gran inseguridad. Era como haber estado escalando una montaña atado a una cuerda y de pronto verse a merced de sus propios brazos. Habían cortado su red de seguridad.

Al final no pudo resistirse y le preguntó qué iban a encontrarse más adelante.

–Pues primero tenemos que pasar por las Puertas de Hebra. Es una gruta que da acceso a los valles interiores de Hebra. Cuando mis antepasados construyeron la fortaleza de Pico Nevado la habilitaron –explicó–, y ahora es un pequeño puesto de guardia.

–No me gusta cómo suena eso de "pequeño puesto de guardia", y menos sabiendo que es la entrada a Hebra –comentó Link. Le recordaba demasiado al pequeño Puente Gerudo.

–Un nombre muy grandilocuente para lo que realmente es –dijo ella, restándole importancia–. No suele haber más de dos guardias. Se utiliza todo para reponer fuerzas y provisiones.

Eso le gustó más. A pesar de que iban medianamente preparados para el frío, no podía compararse la Cordillera Gerudo con las cumbres de Hebra. Les vendría bien reabastecerse de comida y ropas de abrigo. Aun así, la situación que atravesaban era excepcional, y quizás hubieran reforzado la presencia militar. Así lo haría él, al menos.

–¿Y después?

–La senda de Pico Nevado, es un paso que crearon para llegar a la fortaleza. Quizás… –Link vio cómo entrecerraba los ojos, como tratando de distinguir algo entre las oscuras nubes perpetuas que cubrían la zona. –Ahora no se ve, pero es fácil de seguir. Con provisiones y buen ritmo solo tendremos que hacer noche un par de veces.

La forma en la que alargó la última parte de la frase lo habría descentrado de no ser por los problemas que tenían que enfrentar. Suponiendo que el clima no fuera excesivamente adverso, cosa que dudaba al estar en pleno otoño, aún quedaba el problema político. Su idea era ir a ver a su hermano, pero no sabía qué pretendía hacer después. ¿Él la ayudaría? ¿Por encima de su padre? ¿Y si ambos intrigaban contra ella?

–No me termina de convencer todo esto, Zel –dijo al fin.

–Debemos ser positivos –contestó ella, enmarcando las palabras en una cáscara de sonrisa–. Ya te he dicho que el camino es seguro.

–No es el camino lo que más me preocupa.

Zelda se giró al fin, encarándolo. Sus ojos parecían grises. Era algo que había ido descubriendo con el tiempo. Cuando se enfadaba, el azul en sus ojos se disolvía en un tono acerado y frío. –No tenemos otra opción, no podemos hacer esto sin la fuerza de la Corona.

–Pero, ¿podemos confiar en tu hermano?

–Link, ya basta –cortó, levantando el tono. Volvió la vista al frente y se alejó dando grandes zancadas.

Link se quedó observando cómo se marchaba. Se había pasado. No podía evitar dudar de su familia, pero quizás no era necesario verbalizarlo. Las preguntas que él se hacía seguramente también la estarían atormentando a ella, y con mayor motivo.

–¿Se ha goroenfadado? –preguntó Rumba, que por una vez caminaba a su lado en lugar de perderse rodando cientos de metros por delante.

–¿A ti qué te parece? –respondió Link, malhumorado.

Rumba ladeó su redonda cabeza, mirando a Zelda con sus pequeños ojos negros. –Mmm… que sí… ¿no? –Link suspiró, reanudando la marcha.

No hubo más palabras hasta que llegaron a la famosa Puerta de Hebra. Tal y como había dicho Zelda, se trataba de una abertura en la base de la montaña. La entrada había sido esculpida en la roca, dándole una forma cuadrada similar a la de una puerta, salvo por la ausencia de la misma.

Link se reunió con Zelda y apoyó la mano en la empuñadura de su espada. No descartaba pelear, pero esperaba no tener que hacerlo. Si había un par de guardias como Zelda había supuesto, lo no supondría un problema, pero siendo realista, no pesimista, esperaba que esa cifra se duplicase o triplicase. Con una guerra en ciernes y un heredero a la corona más allá de esas puertas, toda precaución era poca.

–Esperad un momento aquí. Voy a intentar razonar con ellos.

Cuando atravesó el umbral de la entrada, pudo notar cómo el aire del interior era algo más cálido y seco. En su interior había a una pequeña estancia con una chimenea apagada, un par de mesas de madera y varios armarios cerrados con candados.

Más adelante, la gruta profundizaba en la montaña como un puñal en la carne, abriendo un pasillo rocoso que desembocaba en una enorme sala cuadrada. El suelo tenía placas de hielo resbaladizo y, a ambos lados, dos grandes habitáculos, uno amueblado con camastros y otro que en el que aguardaba una montura. Al fondo podía verse un punto brillante, el otro lado de la montaña.

–¿Hola? ¿Hay alguien? –dijo, escuchando su voz rebotar en las paredes. Pero por más que revisaba las estancias, no percibía señales de vida. Tampoco vio ningún fuego encendido, a pesar de que la calidez del ambiente indicaba lo contrario. Confundido, volvió al exterior. –He visto un caballo, pero no hay nadie.

–¿Cómo? –preguntó Zelda, igualmente descolocada. Tiró de las riendas de Epona para guiarla al interior, y todos pudieron comprobar cómo el lugar estaba desierto.

–¿Dónde estarán?

–Puede que se hayan replegado a la fortaleza –aventuró Zelda. Aquello no tenía sentido. Ese lugar era demasiado importante para dejarlo sin vigilancia. –O… ¿y si los han atacado?

–Pero no veo señales de lucha –comentó él, con los brazos en jarra–. Es como si se hubieran esfumado. ¿Y el caballo?

–Aquí había alguien hace poco gorotiempo –dijo Rumba, cerca de la chimenea.

–¿Por qué lo…? ¿Qué estás comiendo? –se interrumpió Link.

Rumba se dio la vuelta con un trozo de carbón en la mano. Tenía la sonrisa más negra que hubiera visto nunca. –Es antracita, está muy gororica.

–¿Por qué decías que estaban aquí hace poco? –preguntó Zelda, ignorando el hecho de que estuviera comiendo carbón.

–Porque está gorocaliente –respondió, señalándose la boca.

–¿Una emboscada? –sugirió ella en voz baja.

Link negó con la cabeza. ¿Por qué emboscarlos si solo eran dos? Sabiendo que venían, podían haber aprovechado su situación ventajosa en aquel lugar. Algo no cuadraba. Quizás los estaban esperando en la otra salida, con la guardia baja.

–Busca ropas de abrigo. Yo voy a ver si encuentro algo de comida. –Asintió con seriedad, y fue hacia el interior de la gruta. –Oye… esto… Perdona por lo de antes.

Zelda se dio la vuelta. Una curva mínima en la comisura de sus labios indicaba que ya no estaba enfadada, o no tanto al menos. Se volvió de nuevo y fue la habitación donde estaban los camastros.

Entre los armarios encontró cecina seca, mermeladas en tarros de vidrio, un enrome queso y pan. También descubrió en un pequeño estante unas hierbas secas para infusionar. Pensó en guardarlo todo en las alforjas, pero cayó en la cuenta de algo importante.

–Zel, ¿vamos a poder llevar a Epona?

–Creo que sería mejor dejarla en los establos –respondió ella desde la habitación–. Seguramente no lleguemos en un solo día, y las noches pueden ser complicadas.

–Complicadas –repitió él en voz baja. Volvió a mirar los ingredientes y cogió el pan. Miró el tarro de mermelada y lo cogió también, más por el envase que por el contenido. Nunca estaba de más tener un recipiente. Por último, se guardó las hierbas entre los pliegues de su túnica.

Guio a Epona hasta el establo y le quitó las bridas. El otro caballo ni se inmutó ante su presencia. La yegua lo miró, intuyendo la despedida. Mientras le pasaba las manos por las crines, pensó en lo poco que le entusiasmaba la idea de dejarla allí. Por desgracia, Zelda tenía razón: las noches de Hebra no eran lugar para un caballo. Allí tendría cobijo y heno para comer. Además, si habían dejado otra montura allí, esperaba que aquel lugar no estuviera abandonado mucho tiempo.

Cuando se dio la vuelta vio a Rumba con un macuto sobre el pecho. En su interior pudo distinguir piedras negras. Más carbón. Echó una mirada al lugar donde iban a dejar a Epona. –¿Se va a quedar aquí?

–Al lugar adonde vamos puede ser peligroso para ella, y dudo que crezca algo que pueda comer. –Rumba asintió, bajando la vista a su bolsa. –No sabía que te gustaba el carbón. No te he visto comer nada de las hogueras que hacíamos.

Rumba negó con la cabeza. –Lo que había en las hogueras era goromadera quemada. –Hurgó en la bolsa y sacó una piedra oscura, con matices plateados. –Esto es antracita.

Cogió el trozo de las manos del pequeño goron. No había caído en la diferencia que había entre los distintos carbones. –Quizás nos venga bien allí arriba para hacer fuego.

–Pero es mi gorocomida.

–Llevas una mochila entera.

Con gesto pensativo, volvió a contemplar el interior de su macuto. Link le echó una última mirada a Epona, que tenía las orejas apuntando en su dirección. Notó cómo Rumba le daba un ligero toque en la pierna. –Tranquilo, no estará gorosola.

Link asintió y salió a la sala helada. En la sala de los camastros, pudo ver cómo Zelda se cargaba a la espalda unas gruesas pieles. Vista así, parecía una viejecita, con tonos marrones y la espalda encorvada. Aquella visión le produjo una extraña sensación. Llegado el día, ella se haría mayor, y él también. Por mucho que se tratara de rebobinar, el tiempo solo avanzaba hacia delante.

Ella pareció sentir su mirada, porque levantó la vista en su dirección. Aquel contacto tan súbito le hizo sentir un ligero hormigueo, un pequeño remolino que se perdía en ningún lugar. La cara de sorpresa de ella fue la que hizo que el hechizo se desvaneciera.

–¡Link, cuidado!

Todo ocurrió en un suspiro. El viento desplazado por la hoja le dio la pista de en qué dirección debía moverse. Ladeó el cuello como pudo, perdiendo el equilibrio en el intento. Pudo ver entonces el cuchillo atravesando el lugar donde había estado su cabeza.

Estiró una pierna mientras caía, tratando de barrer a quien le había atacado, pero la agilidad de éste hizo que diera una patada al aire. Sabía que vendría un nuevo ataque, así que se tensó todo lo que pudo para moverse del lugar donde estaba.

Miró hacia el lugar donde estaba Zelda un segundo antes de que unos enormes rastrillos de metal cayeran desde el techo, sellando la sala en la que se encontraba él. Al darse la vuelta pudo ver un rostro cubierto por vendajes del que solo podían distinguirse unos ojos rojos. Todas las piezas encajaron.

Desenvainó la espada antes de que el sheikah le propinase otro tajo fatal, aunque al detenerlo se vio desplazado hacia atrás por culpa del hielo. A diferencia de él, su enemigo no parecía tener ese problema, y volvió al ataque sin inmutarse.

–¡Deteneos! –gritó Zelda, agarrando los barrotes.

Link estaba demasiado ocupado esquivando las envestidas del sheikah como para ser consciente de que un segundo guerrero había descendido desde el techo. Esa segunda variable consiguió herirle en el brazo, haciéndole un corte superficial.

Los movimientos de los sheikah tenían una precisión sobrehumana, rozando lo quirúrgico. Además, parecían actuar en total consonancia el uno con el otro, trabajando como si fueran un único ente. Solo podía desviar sus ataques a duras penas. Lo único positivo de todo aquello era que no lo habían conseguido matar con el factor sorpresa.

Uno de los sheikah dio un paso hacia delante, trazando un corte horizontal hacia su cabeza. Mientras, el otro le lanzó una estocada a la altura del pecho. Sin apenas tiempo para reaccionar, Link rodó sobre sí mismo hacia la izquierda. Mientras hacía la voltereta, comprobó cómo la ropa seca se agarraba al hielo, pudiendo terminar el movimiento mucho más estable que con los pies.

Con ello, consiguió librarse del alcance de uno de los sheikah, ya que el otro quedaba entre ambos. Aprovechó el momento para tomar la iniciativa del ataque, descargando tajos con toda la fuerza que le permitía aquel horrible suelo.

El primer sheikah detuvo sus ataques con la espada, y le atacó por un costado, permitiendo que el segundo avanzase por el otro lado. Una vez más, Link escapó de aquella situación rodando, aunque en esta ocasión no terminó de hacer la voltereta para lanzar un tajo horizontal. La hoja de su espada besó a su enemigo, dibujándole una línea rojiza a la altura de la pantorrilla y haciendo que trastabillase.

Sabía qué tenía que hacer a continuación. En un baile como aquel, los pasos en falso no estaban permitidos, y la piedad tampoco. Se lanzó hacia delante como un felino, esquivando el ataque del compañero sheikah y precipitándose con la espada hacia el cuello del herido. El hielo le hizo perder impulso, pero igualmente acabó aterrizando con las rodillas sobre el pecho del sheikah. Hizo descender con fuerza la espada hacia su garganta, pero una fuerte patada en el hombro desvió su trayectoria unos centímetros, haciendo que se clavase con violencia en el hielo.

Una nueva patada le llegó de frente, levantándolo del cuerpo del sheikah herido y dejándolo mareado. Notó cómo la sangre comenzaba a manar de su nariz, y la vista se le nubló unos segundos. Frente a él, un tercer sheikah había aparecido. Vio a cámara lenta cómo éste le lanzaba un kunai contra el rostro, al tiempo que el otro compañero que seguía en pie preparaba un tajo vertical hacia su cabeza.

Con unos reflejos que creía olvidados, agarró el brazo del sheikah y detuvo el kunai con él. La cuchilla sobresalió por el lado opuesto, haciendo que, por primera vez, pudiera escuchar cómo sonaba un sheikah herido. El agarre de su mano perdió fuerza, por lo que Link pudo quitarle la pequeña espada con la que había intentado atacarle.

No le dio tiempo a utilizarla, porque tercer sheikah le volvió a propinar una nueva patada en el brazo y el impacto hizo que se le cayera. Desarmado, vio cómo el sheikah que había estado tendido en el suelo se lanzaba contra él de cabeza. El fuerte impacto consiguió que ambos cayeran al suelo, y Link notó cómo se le vaciaban los pulmones.

Trató de respirar, pero solo conseguía boquear como un pez. Notó cómo el sheikah que lo había envestido volvía a moverse y, exprimiendo sus fuerzas, le descargó un codazo en la cabeza. El sheikah de las patadas apareció de nuevo frente a él esgrimiendo su espada corta. Era absurdo atacarlo con su compañero entre medias, porque lo volvería a poner en la trayectoria como escudo humano.

–¡Os ordeno que os detengáis! –volvió a gritar Zelda.

El arma del sheikah desapareció de pronto, como si se hubiera volatilizado. Éste levantó durante un segundo la vista, confundido, y entonces debió ver algo que le sorprendió. Bajó la vista e hincó la rodilla en el suelo. El sheikah al que había herido en el brazo hizo lo mismo. Por otra parte, al que había propinado el codazo no se movió. Estaba inconsciente.

Dejó caer la cabeza hacia atrás y pudo ver a Zelda. Ésta había sacado su mano derecha por los barrotes, y pudo distinguir el triángulo incandescente que había en el dorso de su mano. Después se desmayó.


Notas de autor: Algo en lo que todos los fans de Zelda estaremos de acuerdo es en la altísima calidad que tienen las BSO de los templos y mazmorras. De todos ellos, una de las que más estresantes e inmersivas me parecen es la del Palacio Deku en Majora's Mask. Es algo a lo que quería hacer alusión aquí. Eso sí, quise hacer un guiñito a todas esas personas que, tras dormir con alguien, nos levantamos con la sensación de que se nos ha gangrenado el brazo. Sé que existe esa especie de almohada con un hueco para meter el brazo por debajo. No he tenido el placer de probarla, pero si funciona, espero que quien la inventó nade en billetes.

En cuanto a la Puerta de Hebra, la hice basándome en una especie de cueva que hay al norte de la Ciudadela en TP, en la región de Lanayru. Hay una serie de puzles de arrastrar bloques por el hielo y al final acaba en un trozo de corazón. Recuerdo que al jugarlo me pareció algo decepcionante, esperaba como que hubiese algo más en ese pasadizo, así que eso he hecho aquí. En lugar de la entrada a Hebra que hay en BoTW desde el Poblado Orni, que no es más que una cuestecita, aquí podríamos suponer que todo es una cordillera montañosa prácticamente inexplugnable y cuya única entrada es ese conveniente túnel.

No sé si la escena de acción quedó clara o fue algo liosa, espero que se entienda.

Nos leemos.