45. LA FIESTA MEDIA

TRES AÑOS Y MEDIO ANTES

Lexa metió el dedo en la jaula y la pintoresca criatura que había dentro se agitó en su asidero, mirándola con la cabeza ladeada. Era el ser más extraño que había visto jamás. Se alzaba sobre dos patas como una persona, aunque tenía garras. Solo tenía un palmo de altura, pero la forma en que giraba la cabeza mientras la miraba indicaba una personalidad inconfundible. La criatura solo tenía una concha pequeña (en la nariz y la boca), pero lo más extraño de todo era su pelaje, un pelo verde brillante, como recortado, que le cubría todo el cuerpo. Mientras la observaba, la criatura se volvió y empezó a picotearse el pelaje: un gran alerón se alzó y ella advirtió que surgía de un espinazo central.

—¿Qué le parece mi pollo a la joven dama? —dijo orgullosamente el mercader, de pie con las manos unidas a la espalda, el ancho estómago hacia delante como la proa de un barco. Detrás, una turba de gente recorría la feria. Había tantas personas… Quinientas, quizás incluso más, en el mismo sitio.

—Pollo —dijo Lexa, hurgando en la jaula con un dedo tímido—. He comido pollo antes.

—¡No de esta raza! —replicó el thayleño, riendo—. Los pollos que se comen son estúpidos, pero este es listo. ¡Casi tanto como un hombre! Sabe hablar. Escucha. ¡Jeksonofnone! ¡Di tu nombre!

Jeksonofnone —dijo la criatura.

Lexa dio un salto atrás. La palabra sonó rara por la voz inhumana de la criatura, pero era reconocible.

—¡Un Portador del Vacío! —susurró, llevándose la mano segura al pecho—. ¡Un animal que habla! ¡Harás caer sobre nosotros los ojos de los No-creados!

El mercader se echó a reír.

—Estos bichos viven por todo Shinovar, joven dama. ¡Si su habla atrajera a los No-creados, todo el país estaría maldito!

—¡Lexa! —llamó su padre, que esperaba con sus guardaespaldas en el lugar donde había estado hablando con otro mercader. La muchacha echó a correr hacia él, mirando por encima del hombro a la extraña criatura. Por raro que fuera el animal, si podía hablar lamentaba que estuviera encerrado en aquella jaula.

La feria de la Fiesta Media era un momento destacado del año. Situada durante la Media-paz, un período opuesto al Llanto, cuando no había tormentas, atraía a la gente de las aldeas y villorrios cercanos. Muchos de los que asistían procedían de tierras que su padre supervisaba, incluyendo ojos claros menores que habían gobernado en las mismas aldeas durante siglos. Los ojos oscuros acudían también, naturalmente, entre ellos mercaderes, ciudadanos de primero y segundo nahn. Su padre no hablaba a menudo del tema, pero ella sabía que consideraba que sus riquezas y posición social era inadecuada. El Todopoderoso había elegido a los ojos claros para gobernar, no a esos mercaderes.

—Ven —le dijo su padre.

Lexa lo siguió a él y sus guardaespaldas por la bulliciosa feria, situada en las posesiones de su padre a medio día de viaje de la mansión. La llanura estaba bien resguardada y las colinas cercanas, cubiertas de árboles jella. Sus fuertes ramas producían hojas delgadas, largas picas rosadas, amarillas y anaranjadas, y por eso los árboles parecían explosiones de color. Lexa había leído en un libro de su padre que los árboles absorbían crem y luego lo usaban para que su madera fuera dura como la piedra. En la cuenca del valle habían talado la mayoría de los árboles, aunque algunos se usaban para sostener doseles de varios metros de ancho que ataban en lo más alto. Pasaron ante un mercader que maldecía mientras un vientospren revoloteaba por su recinto, haciendo que los objetos chocaran. Lexa sonrió y sacó su cartera de debajo del brazo. Sin embargo, no tuvo tiempo de dibujar, pues su padre se encaminó hacia los terrenos de duelo donde, si sucedía como en años anteriores, ella se pasaría la mayor parte de la feria.

—Lexa —dijo, haciendo que ella corriera para alcanzarlo.

A sus catorce años, la muchacha se sentía delgaducha y con una figura demasiado masculina. Como empezaba a ser mujer, había descubierto que se avergonzaba de su pelo rojo y piel pecosa, ya que eran una marca de herencia impura. Eran colores tradicionales veden, pero eso era debido a que, en su pasado, sus linajes se habían mezclado con los de los comecuernos de las montañas. Algunas personas estaban orgullosas de esos colores. Su padre no, y Lexa tampoco.

—Llegas a una edad en que debes actuar más como una dama —dijo su padre. Los ojos oscuros se apartaron a su paso, haciéndoles reverencias. Dos de los fervorosos los seguían con las manos a la espalda, reflexionando—. Tendrás que dejar de pararte a mirar tan a menudo. No pasará mucho antes de que queramos encontrarte marido.

—Sí, padre —dijo ella.

—Puede que tenga que dejar de traerte a eventos de este tipo. Lo único que haces es corretear y actuar como una niña. Lo que está claro es que necesitas una nueva tutora, como mínimo.

Él mismo había espantado a la última, una experta en idiomas con la que Lexa había aprendido el azish bastante bien. Al día siguiente de uno de los… episodios del padre, la madrastra de Lexa había aparecido con magulladuras en la cara, y la brillante Hasheh, la tutora, hizo las maletas y se marchó sin comunicárselo a nadie. Lexa asintió ante las palabras de su padre, pero en el fondo esperaba poder escabullirse y encontrar a sus hermanos. Ella hoy tenía trabajo que hacer. Se acercaron a la «arena de duelos», que era un término grandilocuente para una sección de terreno delimitada con cuerdas donde los parshmenios habían vaciado el equivalente a media playa de arena y habían instalado mesas con toldos para que los ojos claros pudieran sentarse, comer y conversar. Malise, la madrastra de Lexa, era una mujer joven con la que la chica se llevaba menos de diez años. Baja de estatura, con rasgos finos, permanecía sentada con la espalda recta, el pelo negro iluminado por unos cuantos mechones rubios. Su padre se sentó junto a ella en el palco; era uno de los cuatro hombres de su rango, cuarto dahn, que asistirían a la feria. Los duelistas serían los ojos claros menores de las inmediaciones. Muchos de ellos carecían de tierras, y los duelos eran su único modo de conseguir notoriedad. Lexa se sentó en el asiento reservado para ella y un criado le sirvió agua helada en un vaso. Apenas había tomado un sorbo cuando alguien se acercó al palco. El brillante señor Revilar podría haber sido guapo si no hubiera perdido la nariz en un duelo juvenil. Llevaba una postiza de madera, pintada de negro: una extraña mezcla de disimular la falta y de atraer la atención sobre ella al mismo tiempo. Con el cabello plateado y bien vestido con un traje de diseño moderno, tenía el aire distraído de quien ha dejado el horno encendido y sin atender en casa. Sus tierras eran fronterizas con las del padre de Lexa: eran dos de los hombres de similar rango que servían a las órdenes del alto príncipe. Revilar se acercó acompañado no de uno, sino de dos maestros de sirvientes. Sus uniformes blancos y negros eran una distinción que se negaba a los sirvientes ordinarios, y el padre de Lexa los miró con envidia. Había intentado contratar maestros de sirvientes, pero todos mencionaron su «reputación» y se negaron.

—Brillante señor Wood —dijo Revilar. No esperó a que le dieran permiso y subió los escalones hacia el palco. El padre de Lexa y él tenían el mismo rango, pero todo el mundo conocía las alegaciones en contra de Lin, y que el alto príncipe las consideraba creíbles.

—Revilar —dijo el hombre, mirando al frente.

—¿Puedo sentarme?

Ocupó el asiento junto a Lin, el que Helaran, como heredero, habría utilizado si hubiera estado allí. Los dos sirvientes de Revilar lo hicieron tras él. De algún modo, consiguieron expresar una sensación de desaprobación hacia Lin Wood sin decir nada.

—¿Va a librar un duelo tu hijo hoy? —preguntó el padre de Lexa.

—Pues sí.

—Esperemos que consiga conservar su integridad. No vaya a ser que tu experiencia se convierta en tradición.

—Vamos, vamos, Lin —dijo Revilar—. Esa no es forma de hablarle a un socio.

—¿Socio? ¿Tenemos negocios de los que yo no esté al corriente?

Uno de los sirvientes de Revilar, la mujer, colocó un montoncito de páginas sobre la mesa ante Lin. La madrastra de Lexa las cogió, vacilante, y luego empezó a leer en voz alta. Los términos estipulaban un intercambio de artículos por el que Lin entregaba a Revilar parte de su algodón de brichárbol y shum crudo a cambio de una pequeña cantidad. Revilar pondría entonces los artículos a la venta en los mercados. Lin detuvo la lectura cuando ya llevaba tres cuartas partes.

—¿Estás loco? ¿Un marco claro por bolsa? ¡Una décima parte de lo que vale ese shum! Teniendo en cuenta las patrullas de carreteras y las tasas de mantenimiento que se pagan a las aldeas donde se cosechan esos materiales, perdería esferas con este trato.

—Oh, no es tan malo —dijo Revilar—. Creo que el acuerdo te parecerá bastante aceptable.

—Estás loco.

—Soy popular.

Lin frunció el ceño con el rostro enrojecido. Lexa podía recordar la época en que rara vez lo veía enfadado. Aquellos días habían pasado hacía ya mucho.

—¿Popular? —preguntó su padre—. ¿Qué significa…?

—Tal vez sepas, o no, que el alto príncipe en persona visitó hace poco mis posesiones. Parece que le gusta lo que he estado haciendo por la industria textil de este principado. Eso, añadido a la habilidad de mi hijo en los duelos, ha atraído la atención sobre mi casa. Me han invitado a visitar al alto príncipe en Vedera una semana de cada diez, empezando el mes próximo.

En ocasiones, el padre de Lexa no destacaba por su perspicacia, pero sí tenía cabeza para la política. Eso pensaba ella, al menos, aunque siempre quería creer lo mejor de él. Fuera como fuese, Lin captó inmediatamente las implicaciones.

—Eres despreciable —susurró.

—Te quedan muy pocas opciones, Lin —dijo Revilar, inclinándose hacia él—. Tu casa está en declive, tu reputación hecha un desastre. Necesitas aliados. Y yo necesito parecer un genio financiero ante el alto príncipe. Podemos ayudarnos mutuamente.

Lin inclinó la cabeza. Fuera del palco se anunciaron los primeros duelistas, un combate sin importancia.

—Por donde paso, solo encuentro esquinas —susurró Lin—. Me atrapan lentamente.

Revilar empujó de nuevo los papeles hacia la madrastra de Lexa.

—¿Quieres empezar otra vez? Sospecho que tu marido no me prestaba toda la atención. —Miró a Lexa—. ¿Es necesario que la niña esté aquí?

La muchacha se marchó sin decir palabra. Era lo que quería, de todas formas, aunque le parecía mal dejar a su padre. No hablaba a menudo con ella, y mucho menos le pedía opinión, pero parecía más fuerte cuando Lexa estaba cerca. Lin estaba tan desconcertado que ni siquiera envió a uno de sus guardias con ella. Lexa salió del palco, con la cartera bajo el brazo, y se abrió paso entre los criados que preparaban la comida de su padre.

Libertad.

La libertad era para Lexa tan valiosa como un broam de esmeralda, y tan rara como un larkin. Apuró el paso, no fuera a ser que su padre se diera cuenta de que no había dado orden de que alguien la acompañara. Uno de los guardias del perímetro, Jix, avanzó hacia ella de todas formas, pero entonces miró hacia el palco y se dirigió hacia allí, quizá con intención de preguntar si debía seguirla. Era mejor que no la encontrara fácilmente cuando volviera. Lexa se encaminó hacia la feria, con sus exóticos mercaderes y sus maravillosas vistas. Allí habría juegos de adivinanzas y quizás un cantamundos contando historias de reinos lejanos. Imponiéndose a los educados aplausos de los ojos claros que contemplaban el duelo que había dejado atrás, Lexa oyó los tambores de los ojos oscuros junto con canciones y risas.

«El trabajo es lo primero». La oscuridad se cernía sobre su casa como la sombra de una tormenta. Pero ella encontraría el sol. Estaba decidida a hacerlo. De momento eso implicaba volver a los terrenos de duelo. Rodeó los palcos abriéndose camino entre los parshmenios que se inclinaban ante ella y los ojos oscuros que asentían o le hacían reverencias, dependiendo de su rango. Por fin encontró un palco donde varias familias ojos claros de orden menor compartían espacio a la sombra. Eylita, hija del brillante señor Tavinar, estaba sentada al fondo, en la zona de luz que se colaba por el lateral del palco. Observaba a los duelistas con expresión insulsa, con la cabeza ligeramente ladeada y una sonrisa caprichosa en el rostro. Sus largos cabellos eran de un negro puro. Lexa se acercó y le chistó. La otra muchacha, algo mayor que ella, se volvió frunciendo el ceño y se llevó una mano a los labios. Miró a sus padres antes de inclinarse hacia delante.

—¡Lexa!

—Te dije que me esperaras. ¿Has pensado en lo que te escribí?

Eylita buscó en el bolsillo de su vestido y sacó una notita. Sonrió con picardía y asintió. Lexa cogió la nota.

—¿Podrás escaparte?

—Tendré que llevar a mi doncella, pero por lo demás puedo ir donde quiera.

¿Cómo sería eso?

Lexa se retiró rápidamente. Técnicamente, era superior a los padres de Eylita, pero la edad era una cosa curiosa entre los ojos claros. A veces, un niño de rango superior no parecía tan importante cuando hablaba con adultos de dahn inferior. Además, el brillante señor y la brillante dama Tavinar habían estado presentes ese día, cuando llegó el bastardo. No les agradaba su padre, ni sus hijos. Lexa se alejó de los palcos, se dirigió a la feria y, una vez allí, se detuvo, nerviosa. La feria de la Fiesta Media era una intimidatoria mezcolanza de gente y lugares. Cerca, un grupo de dieces sentados ante largas mesas bebían y hacían apuestas sobre los combates. El rango más bajo de los ojos claros apenas estaba por encima de los ojos oscuros. No solo tenían que trabajar para vivir, sino que ni siquiera eran mercaderes o maestros artesanos. Eran solo… gente. Helaran había dicho que había muchos como ellos en las ciudades. Tantos como ojos oscuros. A Lexa eso le parecía muy extraño. De hecho le resultaba extraño y fascinante al mismo tiempo. Ansiaba encontrar un rincón para mirar sin ser vista, sacar el cuaderno de bocetos y dejar rienda suelta a su imaginación. En cambio, se obligó a moverse por los alrededores de la feria. La tienda de la que habían hablado sus hermanos estaría en el perímetro exterior, ¿no?

Los ojos oscuros que asistían a la feria la evitaban dando un rodeo y Lexa sintió algo de temor. Su padre hablaba de cómo una joven ojos claros podía convertirse en una presa fácil para la gente brutal de las clases inferiores. Por supuesto, nadie le haría daño allí al descubierto, con tanta gente alrededor. Con todo, se llevó la cartera al pecho y descubrió mientras caminaba que estaba temblando.

¿Cómo sería tener tanto valor como Helaran? O como su madre.

Su madre…

—¿Brillante?

La joven se estremeció. ¿Cuánto tiempo llevaba allí de pie, en el camino? El sol se había movido. Se dio la vuelta lentamente y encontró a Jix, el guardia, detrás de ella. Aunque tenía barriga y rara vez llevaba el pelo peinado, Jix era fuerte: Lexa lo había visto una vez apartar un carro del camino cuando el tiro del chull se rompió. Era guardia de su padre desde que ella recordaba.

—Ah —dijo, tratando de disimular su nerviosismo—, ¿estás aquí para acompañarme?

—Bueno, iba a llevarte de vuelta…

—¿Te lo ordenó mi padre?

Jix masticó la raíz de yamma, que algunos llamaban hierbaobstinada. Su mejilla se hinchó.

—Estaba ocupado.

—Entonces, ¿me acompañarás? —Lexa se desprendió del nerviosismo al decir aquellas palabras.

—Supongo.

Ella contuvo apenas un suspiro de alivio y se dio media vuelta. En el sendero de piedra habían eliminado los rocabrotes y la cortezapizarra. Se volvió hacia un lado y luego hacia el otro.

—Hum… Tenemos que encontrar el pabellón de juegos.

—Ese no es lugar para una dama. —Jix la miró—. Sobre todo de tu edad, brillante.

—Bueno, supongo que siempre puedes ir a mi padre para contarle lo que estoy haciendo.

—Y, mientras tanto, lo buscarás por tu cuenta, ¿no? ¿Entrarás sola si lo encuentras?

Ella se encogió de hombros, ruborizándose. Era exactamente lo que pensaba hacer.

—Lo cual implica que te habría dejado en un sitio como ese sin protección. —Jix gruñó en voz baja—. ¿Por qué lo desafías así, brillante? Solo vas a conseguir que se enfade.

—Creo… Creo que se enfadará de todas formas, sin importar lo que yo haga, ni lo que haga nadie —dijo ella—. El sol brillará. Las altas tormentas soplarán. Y mi padre gritará. Así es la vida. —Se mordió los labios—. ¿El pabellón de juegos? Te prometo que seré breve.

—Por aquí —dijo Jix. No caminó particularmente rápido mientras la guiaba, y con frecuencia miraba con mala cara a los ojos oscuros que encontraban. Jix era ojos claros, pero solo del octavo dahn.

«Pabellón» resultó ser un término exagerado para referirse a la lona remendada y medio rota situada en la linde de la feria. Lexa lo habría encontrado por su cuenta tarde o temprano. La gruesa lona, con lados que colgaban unos cuantos palmos, hacía que dentro estuviera sorprendentemente oscuro. Había un montón de hombres apiñados dentro. Las pocas mujeres que Lexa vio habían recortado los dedos de los guantes de sus manos seguras. Escandaloso. Notó que se ruborizaba mientras se detenía en el perímetro y miraba las oscuras formas que se movían de un lado a otro. En el interior, los hombres gritaban con voces estentóreas, todo sentido del decoro vorin abandonado a la luz del sol. No era, en efecto, sitio idóneo para una persona como ella. Le costó trabajo imaginar que fuera lugar adecuado para nadie.

—¿Y si entro yo por ti? —dijo Jix—. ¿Es una apuesta lo que quieres…?

Lexa echó a andar. Prescindiendo de su propio pánico y su incomodidad, se adentró en la oscuridad. Porque si no lo hacía, entonces significaba que ninguno de ellos se resistía, que nada iba a cambiar. Jix permaneció a su lado, abriéndole un poco de espacio. En el interior, Lexa encontró el aire irrespirable: apestaba a sudor y maldiciones. Los hombres se volvieron a mirarla. Las reverencias, incluso las inclinaciones de cabeza, tardaron en llegar, si es que llegaron a ser ofrecidas siquiera. La implicación estaba clara. Si ella no obedecía las convenciones sociales quedándose fuera, ellos no tenían por qué obedecerlas mostrándole deferencia.

—¿Buscas algo en concreto? —preguntó Jix—. ¿Cartas? ¿Juegos de azar?

—Peleas de sabuesos-hacha.

Jix gruñó.

—Vas a acabar apuñalada y yo atravesado en una espeta. Esto es una locura…

Ella se dio media vuelta y se fijó en un grupo de hombres que vitoreaban. Eso le pareció prometedor. Hizo caso omiso del temblor cada vez mayor de sus manos y procuró no mirar a un grupo de borrachos sentados en círculo en el suelo y que miraban lo que parecía ser vómito. Los hombres que vitoreaban estaban sentados en burdos bancos, rodeados de más gente. Entre ellos Lexa vio dos pequeños sabuesoshacha, pero ningún spren. Cuando la gente se congregaba de esta forma, los spren eran raros, aunque las emociones parecieran muy altas. Uno de los bancos no estaba abarrotado. Allí estaba sentado Lincoln, con la chaqueta desabrochada, apoyado en un poste y cruzado de brazos. Su pelo despeinado y su figura encorvada le conferían un aspecto descuidado, pero sus ojos… sus ojos estaban llenos de ansia. Veía a los pobres animales matarse entre sí y los observaba con la intensidad de una mujer que lee una novela emocionante. Lexa se acercó a él. Jix se quedó atrás. Ahora que había visto a Lincoln, el guardia se relajó.

—¿Lincoln? —preguntó Lexa tímidamente—. ¡Lincoln!

Él la miró y estuvo a punto de caerse del banco. Se puso en pie.

—¿Qué de…? ¡Lexa! Sal de aquí. ¿Qué estás haciendo? —Extendió la mano hacia ella.

Lexa sintió un escalofrío a su pesar al advertir que el joven hablaba como su padre. Cuando él la cogió por el hombro, la muchacha alzó la nota de Eylita. El papel lavanda, espolvoreado de perfume, parecía brillar. Lincoln vaciló. A un lado, uno de los sabuesos-hacha mordió con fuerza la pata del otro. La sangre se derramó por el suelo, violeta oscuro.

—¿Qué es esto? —preguntó Lincoln—. Es el glifopar de la casa Tavinar.

—Es de Eylita.

—¿Eylita? ¿La hija? ¿Por qué… qué…?

Lexa rompió el sello y abrió la carta para leérsela.

—Desea pasear contigo junto al arroyo. Dice que te esperará allí, con su doncella, si quieres ir.

Lincoln se pasó una mano por el pelo rizado.

—¿Eylita? Está aquí. Claro que está aquí, como todo el mundo. ¿Has hablado con ella? ¿Por qué…? Pero…

—Sé cómo la miras —lo interrumpió Lexa—. Las pocas veces que estás cerca de ella.

—Entonces, ¿has hablado con ella? —preguntó Lincoln—. ¿Sin mi permiso? ¿Le dijiste que me interesaría una cosa así? —Cogió la carta.

Lexa asintió y cruzó los brazos.

Lincoln se volvió a mirar a los sabuesos-hacha que seguían peleando. Apostaba porque era lo que se esperaba de él, pero no iba allí por el dinero, a diferencia de lo que habría hecho Illian. Lincoln se pasó de nuevo la mano por el pelo, luego miró la carta. No era un hombre cruel. Lexa sabía que era extraño pensar una cosa así, considerando lo que hacía en ocasiones. Conocía la amabilidad que podía mostrar, la fuerza que albergaba en su interior. Había adquirido esta fascinación por la muerte desde que su madre los dejó. Podría recuperarse, dejar de ser así. Podría hacerlo.

—Tengo que… —Lincoln miró hacia fuera de la tienda—. ¡Tengo que ir! Ella me estará esperando. No debería hacerla esperar. —Se abotonó la chaqueta.

Lexa asintió ansiosamente y lo acompañó a la salida del pabellón. Jix los siguió, aunque un par de hombres lo llamaron a voces. Al parecer era bien conocido en ese lugar. Lincoln salió a la luz. Parecía un hombre cambiado de repente.

—¿Lincoln? —preguntó Lexa—. No he visto a Illian ahí dentro contigo.

—No vino al pabellón.

—¿Qué? Pensaba…

—No sé adónde ha ido —respondió Lincoln—. Se encontró con alguien justo cuando llegamos. —El muchacho miró hacia el lejano arroyo que bajaba desde las alturas y abría un canal en los terrenos de la feria—. ¿Qué le digo a Eylita?

—¿Cómo voy a saberlo?

—Eres una mujer.

—¡Tengo catorce años! —Y, de todas formas, no se pasaría el tiempo tonteando con muchachos. Su padre le elegiría un marido.

Su única hija era demasiado preciosa para malgastarla en algo tan poco sólido como su propia capacidad de decisión.

—Supongo… supongo que hablaré con ella sin más —dijo Lincoln, y echó a correr sin decir nada más.

Lexa lo vio marchar, luego se sentó en una roca y se puso a temblar, abrazándose. Ese lugar… la tienda… había sido horrible. Permaneció sentada largo rato, sintiéndose avergonzada por su debilidad, pero también orgullosa. Lo había hecho. Era poca cosa, pero lo había hecho. Por fin se levantó y dirigió un gesto a Jix, permitiéndole que la llevara de vuelta al palco. Su padre habría terminado ya su reunión. Resultó que había terminado esa reunión solo para comenzar otra. Un hombre a quien ella no conocía estaba sentado a su lado con una copa de agua helada en la mano. Alto, delgado y de ojos azules, cabello negro sin ninguna traza de impureza y llevaba ropas del mismo color. Miró a Lexa cuando entró en el palco. El hombre se sobresaltó y dejó caer la copa. La capturó con un rápido movimiento, evitando que se derramara, y luego se volvió a mirarla boquiabierto. La expresión desapareció en un segundo, sustituida por otra de estudiada indiferencia.

—¡Torpe necio! —dijo el padre de Lexa.

El recién llegado se dio la vuelta y habló en voz baja a Lin Wood. La madrastra de Lexa estaba de pie a un lado, con los cocineros. La muchacha se acercó a ella.

—¿Quién es ese hombre?

—Nadie de importancia —respondió Malise—. Dice que trae noticias de tu hermano, pero es de un dahn tan bajo que ni siquiera puede mostrar un documento de linaje.

—¿Mi hermano? ¿Helaran?

Malise asintió.

Lexa se volvió hacia el recién llegado. Vio que, con un sutil movimiento, el hombre se sacaba algo del bolsillo de la chaqueta y lo acercaba a la bebida. Una descarga eléctrica sacudió a la joven, que levantó una mano. ¿Veneno…?

El recién llegado vertió subrepticiamente el contenido de la bolsita en su propia bebida y luego se la llevó a los labios, engullendo el polvillo. ¿Qué era?

Lexa bajó la mano. El recién llegado se levantó un instante después y no le hizo ninguna reverencia a su padre mientras se marchaba. Le dirigió una sonrisa a ella y luego bajó los escalones para abandonar el palco. Noticias de Helaran. ¿Cuáles serían? Lexa se acercó tímidamente a Lin Wood.

—¿Padre?

Los ojos de su padre estaban centrados en el duelo que se estaba desarrollando en el centro del coso. Dos hombres con espadas, sin escudos, remontándose a los ideales clásicos. Se decía que su método de lucha, barriendo con la espada, era una imitación del combate con hoja esquirlada.

—¿Noticias de Nan Helaran? —instó Lexa.

—No pronuncies su nombre.

—Yo…

—No hables de ese —insistió su padre, mirándola con el trueno en su expresión—. Hoy lo declaro desheredado. Tet Lincoln es ahora oficialmente Nan Lincoln, Wikim se convierte en Tet y Illian pasa a ser Asha. Solo tengo tres hijos.

Ella sabía que, cuando su padre se comportaba de esa forma, era mejor no insistir. Pero ¿cómo podía descubrir qué había dicho el mensajero? Se hundió en su asiento, de nuevo aturdida.

—Tus hermanos me evitan —dijo su padre, observando el duelo—. Ninguno de ellos quiere cenar con su padre como sería adecuado.

Lexa cruzó las manos sobre el regazo.

—Illian probablemente esté bebiendo en alguna parte —continuó Lin—. Solo el Padre Tormenta sabe dónde se habrá metido Lincoln. Wikim se niega a bajar del carruaje. —Apuró el vino de su copa—. ¿Quieres hablar con él? No ha sido un buen día. Si fuera a verlo… me preocupa lo que yo pudiera hacer.

Lexa se levantó y apoyó una mano en el hombro de su padre. Él se encogió, inclinándose hacia delante, con una mano en torno a la copa vacía. Alzó la otra mano y palmeó la de ella con la mirada perdida. Lo intentaba. Todos lo hacían. Lexa fue en busca del carruaje, que estaba aparcado junto a otros más cerca de la colina occidental. Allí se alzaban árboles jella, cuyos troncos endurecidos tenían el color marrón claro del crem. Las agujas brotaban como un millar de lenguas de fuego de cada rama, aunque las más se contrajeron cuando ella se acercó. Le sorprendió ver a un visón acechando en las sombras: suponía que todos los de la zona habrían sido atrapados ya. Los cocheros jugaban a las cartas cerca; algunos de ellos tenían que quedarse y vigilar los carruajes, aunque Lexa había oído a Ren hablar de algún tipo de rotación para que todos tuvieran ocasión de disfrutar de la feria. De hecho, Ren no estaba allí en ese momento, aunque los demás cocheros se inclinaron cuando pasó. Wikim se encontraba sentado en su carruaje. El joven pálido y delgado solo era quince meses mayor que Lexa. Compartía cierto parecido con su mellizo, pero pocas personas los confundían. Illian parecía mayor, y Wikim estaba tan delgado que parecía enfermo. Lexa se sentó frente a él, colocando su cartera en el asiento a su lado.

—¿Te ha enviado nuestro padre —preguntó Wikim—, o has venido en una de esas misiones piadosas tuyas?

»¿Ambas cosas?

Wikim se volvió y miró por la ventanilla hacia los árboles, lejos de la feria.

—No puedes solucionar nada, Lexa. Illian se destruirá a sí mismo. Solo es cuestión de tiempo. Lincoln se está convirtiendo en nuestro padre, paso a paso. Malise se pasa llorando una noche de cada dos. Nuestro padre la matará un día de estos, como hizo con nuestra madre.

—¿Y tú? —preguntó Lexa. Fue un error decirlo, y lo supo en el momento en que las palabras salieron de su boca.

—¿Yo? No estaré aquí para verlo. Ya habré muerto.

Lexa se rodeó con los brazos, recogiendo las piernas en el asiento. La brillante Hasheh la habría reprendido por esa postura tan poco digna de una dama.

¿Qué hizo ella? ¿Qué dijo? «Tiene razón —pensó—. No puedo solucionar nada. Helaran podría haberlo hecho. Yo no».

Todos se estaban destruyendo lentamente.

—¿Qué ha sido? —dijo Wikim—. Por curiosidad, ¿qué se te ha ocurrido para «salvarme»? Supongo que usaste a la muchacha con Lincoln.

Ella asintió.

—Fuiste muy clara al respecto —señaló Wikim—. Con las cartas que le enviaste. ¿Y Illian? ¿Qué hay de él?

—Tengo una lista con los duelos de hoy —susurró Lexa—. Se muere de ganas de luchar. Si le enseño los combates, tal vez quiera ir a verlos.

—Primero tendrás que encontrarlo —adujo Wikim con una mueca de desdén—. ¿Y yo? Tienes que saber que en mi caso ni las espadas ni las caras bonitas servirán de nada.

Sintiéndose como una idiota, Lexa rebuscó en su cartera y sacó varias hojas de papel.

—¿Dibujos?

—Problemas de matemáticas.

Wikim frunció el ceño y cogió las hojas, rascándose la mejilla con aire ausente mientras examinaba los problemas.

—No soy fervoroso. No estoy dispuesto a permanecer encerrado y que me obliguen a pasar el resto de mis días convenciendo a la gente para que escuche al Todopoderoso… que sospechosamente no tiene nada que decir por sí mismo.

—Eso no significa que no puedas estudiar —alegó Lexa—. Recopilé estos problemas de los libros de nuestro padre, ecuaciones para determinar la cadencia de las altas tormentas. Los traduje y simplifiqué la escritura a glifos, para que puedas leerlos. Pensé que podrías tratar de calcular cuándo se producirían las siguientes…

Él repasó las páginas.

—Lo has copiado y traducido todo, incluso los dibujos. Tormentas, Lexa. ¿Cuánto tiempo has tardado en hacer esto?

Ella se encogió de hombros. Había tardado semanas, pero si había algo de lo que no andaba nunca escasa era de tiempo. Se pasaba los días sentada en los jardines, las tardes sentada en su habitación, recibía la visita ocasional de los fervorosos para alguna pacífica lección sobre el Todopoderoso. Era bueno tener algo que hacer.

—Esto es una estupidez —masculló Wikim, bajando los papeles—. ¿Qué imaginas que podrías conseguir? No puedo creer que desperdiciaras tanto tiempo en esto.

Lexa inclinó la cabeza y luego, reprimiendo las lágrimas, bajó del carruaje. Era horrible, no solo las palabras de Wikim, sino la forma en que sus emociones la traicionaban. No podía controlarlas. Dejó atrás los carruajes, esperando que los cocheros no la vieran secarse los ojos con la mano segura. Se sentó en una piedra y trató de calmarse, pero fracasó, y las lágrimas fluyeron libremente. Volvió la cabeza a un lado cuando unos cuantos parshmenios pasaron corriendo, llevando a los sabuesos-hacha de sus amos. Habría varias cacerías como parte de las festividades.

—Sabueso-hacha —dijo una voz tras ella.

Lexa dio un respingo, con la mano segura en el pecho, y se volvió. Él estaba apoyado en la rama de un árbol, ataviado con su traje negro. Se movió cuando ella lo vio y las hojas afiladas a su alrededor se retiraron en una oleada de rojo y naranja evanescente. Era el mensajero que había hablado con su padre poco antes.

—Me preguntaba si alguno de vosotros encuentra raro el término —dijo el mensajero—. Sabéis lo que es un «hacha». Pero ¿y lo que es un «sabueso»?

—¿Por qué es importante? —preguntó Lexa.

—Porque es un término —replicó el mensajero—. Un simple término que encierra todo un mundo, como un capullo que espera a abrirse. —La estudió—. No esperaba encontrarte aquí.

—Yo… —Su intuición le dijo que se alejara de ese hombre extraño. Y, sin embargo, tenía noticias de Helaran… noticias que su padre no compartiría nunca—. ¿Y dónde esperabas encontrarme? ¿En los terrenos de duelos?

El hombre se balanceó en la rama y saltó al suelo. Lexa dio un paso atrás.

—No es necesario que huyas —dijo el hombre, sentándose en una roca—. No tienes nada que temer de mí. En cuanto a hacer daño a la gente, soy un completo desastre. Debe de ser cosa de mi educación.

—Tienes noticias de mi hermano Helaran.

El mensajero asintió.

—Es un joven muy decidido.

—¿Dónde está?

—Haciendo cosas que considera muy importantes. No le arriendo la ganancia, ya que nada me parece más aterrador que un hombre que intenta hacer lo que ha decidido que es importante. Muy pocas cosas en el mundo se han estropeado, al menos a gran escala, porque una persona ha decidido ser frívola.

—Pero ¿se encuentra bien? —preguntó ella.

—Bastante bien. El mensaje para tu padre era que tiene ojos cerca, y está vigilando.

No era extraño que eso hubiera puesto a Lin de tan mal humor.

—¿Dónde está? —dijo Lexa, dando tímidamente un paso adelante—. ¿Te dijo que hablaras conmigo?

—Lo siento, jovencita —respondió el hombre, suavizando su expresión—. Únicamente me dio ese breve mensaje para tu padre, y solo porque mencioné que venía en esta dirección.

—¡Oh! Pensaba que te había enviado él. Quiero decir, que venir a vernos era tu propósito principal.

—Resulta que así era. Dime, jovencita. ¿Te hablan los spren?

Las luces apagándose, extinguiéndose sin vida. Símbolos retorcidos que el ojo no debería ver. El alma de su madre en una caja.

—Yo… No. ¿Por qué iban a hablarme los spren?

—¿Ninguna voz? —dijo el hombre, inclinándose hacia delante—. ¿Se oscurecen las esferas cuando estás cerca?

—Lo siento —replicó Lexa—, pero debo regresar con mi padre. Me estará echando de menos.

—Tu padre está destruyendo lentamente tu familia —añadió el mensajero—. Tu hermano tenía razón en ese aspecto. Se equivocaba en todo lo demás.

—¿Como por ejemplo?

—Mira. —El hombre señaló hacia los carruajes. Ella estaba en el ángulo adecuado para poder ver a través de la ventanilla del vehículo de su padre. Entornó los ojos.

En el interior, Wikim estaba inclinado hacia delante, usando un lápiz de la cartera que ella había olvidado. Resolvía los problemas matemáticos que Lexa le había dejado.

Estaba sonriendo.

Calidez. La calidez que la joven sintió, un brillo profundo, fue como la alegría que había conocido antes. Mucho tiempo atrás. Antes de que todo se torciera. Antes de lo de su madre.

—Dos ciegos esperaban al final de una era —susurró el mensajero—, reflexionando sobre la belleza. Se hallaban sentados en la cima de la montaña más alta del mundo, observando la tierra sin ver nada.

—¿Eh? —Ella lo miró.

—«¿Pueden quitarle la belleza a un hombre?»., le preguntó el primero al segundo.

»"Me la quitaron a mí", respondió el segundo. "Pues no puedo recordarla". Este hombre se había quedado ciego en un accidente en la infancia. "Rezo al Dios de Más Allá cada noche para que me devuelva la vista, para poder encontrar de nuevo la belleza".

»"¿Es la belleza algo que se ve, entonces?", preguntó el primero.

»"Naturalmente. Esa es su naturaleza. ¿Cómo puedes apreciar una obra de arte sin verla?".

»"Puedo oír una obra musical", dijo el primero.

»"Muy bien, puedes oír algunos tipos de belleza…, pero no se puede conocer la belleza plena sin la vista. Solo puedes conocer una pequeña porción de belleza".

»"Una escultura", dijo el primero. "¿No puedo sentir sus curvas y planos, el toque del cincel que transformó la piedra en una maravilla poco común?".

»"Supongo", dijo el segundo, "que puedes conocer la belleza de una escultura".

»"¿Y la belleza de la comida? ¿No es una obra de arte cuando un maestro cocinero crea una obra maestra para deleitar los sabores?".

»"Supongo", dijo el segundo, "que puedes conocer la belleza de la obra de un maestro cocinero".

»"¿Y qué hay de la belleza de una mujer?", dijo el primero. "¿No puedo conocer su belleza en la suavidad de su caricia, la amabilidad de su voz, la perspicacia de su mente cuando me lee filosofía? ¿No puedo conocer su belleza? ¿No puedo conocer la mayoría de las formas de la belleza, incluso sin mis ojos?".

»"Muy bien", dijo el segundo. "Pero ¿y si te quitaran los oídos y te privaran de la capacidad de oír? ¿Si te arrancaran la lengua, te cerraran la boca, te destruyeran el sentido del olfato? ¿Y si te quemaran la piel para que ya no pudieras sentir? ¿Y si todo lo que te quedara fuese dolor? No podrías conocer la belleza entonces. Es posible arrebatar la belleza a los hombres".

El mensajero se detuvo, mirando a Lexa con la cabeza ladeada.

—¿Qué? —preguntó ella.

—¿Qué piensas tú? ¿Es posible arrebatar la belleza a un hombre? Si no pudiera tocar, saborear, oler, oír, ver… ¿y si todo lo que conociera fuese dolor? ¿Le habrían arrebatado a ese hombre la belleza?

—Yo… —¿Qué tenía esto que ver con nada?—. ¿Cambia el dolor de día en día?

—Digamos que sí —respondió el mensajero.

—Entonces la belleza, para esa persona, sería cuando el dolor se reduce. ¿Por qué me cuentas esta historia?

El mensajero sonrió.

—Ser humano es buscar la belleza, Lexa. No desesperes, no abandones esa labor por que haya espinas en tu camino. Dime, ¿cuál es la cosa más hermosa que puedes imaginar?

—Mi padre probablemente se está preguntando dónde estoy…

—Sígueme la corriente. Te diré dónde está tu hermano.

—Una pintura maravillosa, entonces. Eso es lo más hermoso.

—Tonterías —replicó el mensajero—. Dime la verdad. ¿Qué es la belleza para ti?

—Yo… —¿Qué era?—. Que mi madre siga viva —se encontró respondiendo, mirándolo a los ojos.

—¿Y?

—Y estemos en los jardines —continuó Lexa—. Ella habla con mi padre y él se ríe. Se ríe y la abraza. Todos estamos allí, también Helaran. Nunca se fue. La gente que mi madre conoció… Dreder… no llegó a nuestra casa. Mi madre me quiere. Me enseña filosofía, y a dibujar.

—Bien —asintió el mensajero—. Pero puedes hacerlo mejor. ¿Qué hay en ese lugar? ¿Cómo te sientes?

—Es primavera —replicó Lexa, molesta—. Y las enredaderas de musgo florecen con un rojo vigoroso. Desprenden un dulce aroma, y el aire está húmedo por la alta tormenta de la mañana. Mi madre susurra, pero hay música en su tono, y la risa de mi padre no hace eco… se alza en el aire, bañándonos a todos.

»Helaran está enseñando a luchar con espadas a Illian, y practican cerca. Wikim se ríe cuando Helaran es alcanzado en una pierna. Está estudiando para ser fervoroso, como quería mi madre. Yo los dibujo a todos, el carboncillo roza el papel. Siento calor, a pesar del leve frío del aire. Tengo una humeante taza de sidra a mi lado y saboreo la dulzura del sorbo que acabo de tomar. Es precioso porque podría haber sido. Tendría que haber sido. Yo…

Parpadeó y las lágrimas se agolparon en sus ojos. Lo vio. Padre Tormenta, lo vio. Oyó la voz de su madre, vio a Illian entregando esferas a Lincoln tras perder el duelo, pero reía mientras pagaba, sin importarle la pérdida. Sintió el aire, captó los aromas, oyó los sonidos de los cantarines en los matorrales. Casi se hizo real. Hilillos de luz se alzaron ante ella. El mensajero había sacado un puñado de esferas y las tendió hacia ella mientras la miraba a los ojos. La vaporosa luz tormentosa brotó entre ellos. Lexa alzó los dedos mientras la imagen de su vida ideal la envolvía como una manta.

«No».

Retrocedió un paso. La luz brumosa se desvaneció.

—Ya veo —dijo el mensajero en voz baja—. No entiendes todavía la naturaleza de las mentiras. Al principio, hace mucho tiempo, a mí también me costaba. Las esquirlas aquí son muy estrictas. Tendrás que ver la verdad, niña, antes de poder ampliarla. Igual que un hombre debe conocer la ley antes de quebrantarla.

Las sombras del pasado de Lexa se removieron en las profundidades, emergiendo apenas un instante hacia la luz.

—¿Podrías ayudarme?

—No. Ahora no. Para empezar, no estás preparada, y yo tengo trabajo que hacer. Otro día. Sigue cortando esas espinas y abre un camino hacia la luz. Las cosas contra las que combates no son completamente naturales. —Se levantó e inclinó la cabeza ante ella.

—Mi hermano.

—Está en Alezkar.

¿Alezkar?

—¿Por qué?

—Porque ahí es donde considera que es necesario, naturalmente. Si vuelvo a verlo, le diré que te he visto.

El mensajero se alejó rápidamente, con paso elástico, casi como los movimientos de una danza. Lexa lo contempló mientras él se marchaba. Lo que había en su interior se apaciguó de nuevo, regresando a las partes olvidadas de su mente. Se dio cuenta de que no le había preguntado al hombre cómo se llamaba.