Pasa, Alicia

Capítulo 6: Sin malos rollos

Y esa noche es lo último que veo de George en toda la semana siguiente. Él sigue yendo a clase, como yo, normalmente y baja a comer y a cenar puntualmente e incluso juega razonablemente bien en los entrenamientos del martes y del jueves, pero, de alguna manera, es como si no fuera él mismo. Me deja en paz, como acordamos, y no vuelve ni a mencionar a Oliver, pero sólo porque no cruzamos más de tres palabras en seis días. Y es una tónica general: de repente, el payaso George se ha vuelto callado y taciturno. Al principio me niego a darle importancia y lo achaco a la broma que están preparando, mientras disfruto de un mundo lleno de pensamientos positivos sobre Oliver, ahora que George no está para aguarme la fiesta. De hecho, empiezo por ni darle importancia a si George participa en las conversaciones o no, y sólo por un comentario hastiado de Lee el martes por la noche, quejándose de lo difícil que es mantener la moral con alguien tan deprimido al lado, empiezo a fijarme en la actitud del pelirrojo. No necesito observarle durante demasiado tiempo para ver que Lee no hablaba por hablar e intento acercarme a él para preguntarle que le pasa o intentar animarle. Puede ser cargante e impresentable y puede haberme hecho rabiar más de lo, en todo caso, prudente, pero lo cierto es que, a pesar de todo, lo aprecio y, empezando a temer que su apocamiento sea a causa de nuestras peleas, comienzo a intentar crear toda oportunidad posible de hablar con él. Pero, cuando no está con Fred, está con Lee, y cuando no, con Ron. O bien está, sencillamente, desaparecido, lo que quiere venir a decir que está en un rincón recóndito del castillo donde, por más que pregunto, nadie lo ha visto, y que si Fred conoce se niega a decirme, asegurándome lo contrario. Y, bueno, entre los entrenos y ser Prefecto, lo cierto es que tampoco tengo todo el tiempo del mundo para ir persiguiéndole hasta que salga del escondrijo.

Sólo lo pillo, el viernes por la noche, en un pasillo cerca de la torre, gracias a un chivatazo de Oliver que aunque lo sabe de buena tinta, me advierte con un delicioso guiñe, mantendrá la fuente en secreto.

- Va para Hogsmeade – me explica, en un murmullo cómplice, disimuladamente cerca de mi oreja – pero, si vas por el pasillo sur y tuerces a la izquierda, llegarás antes de que salga.

Dicho, y hecho. Encuentro a George bajando un tramo de escaleras y corro hacia él. Al oír los pasos, alza la vista y frunce el ceño en cuanto me ve.

- George – le llamo, intentando suavizar mi empeño en hablar con él con una sonrisa amistosa. – Me han dicho, um, que vas a Hogsmeade.

Se hace automáticamente, claro, el inocente.

- ¿A Hogsmeade? – repite, atónito. - ¿Yo? ¡Pero si eso va en contra de las normas!

Me encojo de hombros y doy un paso hacia él, acercándome para susurrarle al oído.

- Yo no lo diré – le prometo – y tú no lo dirás. Pero necesito comprar unas cosas.

- ¿Qué cosas? – recela.

- Ingredientes para pociones – improviso, con mi más angelical caída de ojos. – Se me están acabando unos cuantos y ya sabes cómo es el profesor Snape...

Asiente pero me mira con contrariedad.

- Pero, Lizzie, – se queja – no iba a Hogsmeade.

- Bueno – concedo. – Pero sabes cómo ir, ¿verdad? Quiero decir que de verdad que necesito esos ingredientes y tú sabes cómo salir del castillo, ¿no?

No se lo acaba de tragar, cosa que me hace preguntarme cómo podemos ser tan diferentes: él desconfía de mi primera mentirijilla y yo, que le he visto echar embustes mayores que un piano delante de la mismísima McGonagall y quedarse tan fresco, me tragué a la perfección su rollo sobre haber leído mi diario.

- Dame la lista de los ingredientes – sugiere, al cabo de una pausa – y yo te los traigo.

- ¡No, no! – me apresuro a interrumpirle. – No es que no confíe en ti pero prefiero ir yo. Sólo dime qué tengo que hacer para salir.

En lugar de responderme, reemprende la marcha, guiándome hacia un pasillo lateral.

- No tienes que comprar nada – musita al cabo de poco. - ¿A que no?

Me encojo de hombros inocentemente y pongo una mano en su hombro, con una mueca pensativa.

- Bueno – concedo – comprar, compraré. ¿Sabes que eres dificilísimo de encontrar, últimamente?

Me mira, aparentando asombro.

- ¡Y yo que diría que había estado en Hogwarts!

- Sabes lo que quiero decir – le replico. – Llevo días intentando hablar contigo.

Bufa.

- ¿Para qué? ¿Para pelearnos? ¡Creía que habíamos quedado en una tregua!

- Armisticio – propongo. – No quiero pelearme contigo; sólo ayudar. Últimamente pareces muy cansado.

- Estoy bien, Lilee – me asegura.

Es evidente que me lo dice sólo para que no me preocupe y no insista, pero hago como que me lo creo.

- Me alegro. Empezaba a preocuparme – le confieso, suavizando muchísimo lo preocupada que estoy por su comportamiento. – Como no me querías hablar, creía que pensabas en serio hacer que ni notara tu presencia. Como si no existieras – le recuerdo, de nuestra conversación después del entrenamiento de Quidditch.

Voy tan al grano que le obligo a mentir de nuevo.

- Oh, no – dice, sin mucha convicción. – Sólo es que he estado ocupado.

- Dedícame media hora – le propongo, con una sonrisa que intenta ser encantadora. – Sólo media hora, junto a una cerveza de mantequilla.

Se lo piensa un instante antes de decirme que no.

- No creo que sea una buena idea – se disculpa. – Tengo muchas cosas que hacer, Al.

Decido aparentar no insistir, para que se arrepienta de la negativa.

- Bueno, pues nada – suspiro, con pena. – Si tienes faena, lo entiendo. ¿Me dices cómo llegar a Hogsmeade?

- Te acompaño – corrige. – Yo también tengo que ir.

Lo acepto con una sonrisa mientras se me ocurre un plan para que luego no se largue y me deje sola.

- Da un poco de miedo ir a Hogsmeade estos días, ¿verdad? – empiezo, cogiéndole del brazo. – Con Sirius Black suelto, y tan cerca... – tiemblo exageradamente, como si me atemorizara un posible ataque del fugitivo. Cosa que no es, por cierto, del todo descabellada.

- No sabemos que esté aquí – me tranquiliza. – Un chico listo hubiera huido muy lejos después del primer fallo.

- Pero si quiere matar a Harry – insisto – no se irá hasta que lo consiga. ¡A saber qué oportunidad está esperando!

Me mira con los ojos entrecerrados y tengo que suprimir una sonrisa de triunfo. Oh, no, ¡no me dejará sola ni un momento! Después de todo, soy una joven indefensa y, según él, con muy mal criterio para juzgar a los hombres. Y no hay mejor manera de mantener a un hombre cerca que despertándole la sobreprotección.

- No creo que te hiciera nada – objeta, aunque noto cómo su brazo se tensa bajo mi mano, acercándome más a él. – Quiero decir que sería mucha casualidad que te cruzaras en su camino.

- Sí. Bueno, sólo es un miedo irracional – explico, y me pongo tímida. – Algo bastante infantil y tonto. ¿Qué tienes que hacer en Hogsmeade?

- Tengo que ir a Zonko's; necesitamos un par de cosas.

- ¿Estáis preparando algo especial?

Aunque debería, según mi experiencia con él, poner cara enigmática e interesante y murmurar un 'ya lo verás', George se limita a encogerse de hombros y mirar vacíamente a su alrededor. Cambio de tema.

- Si no te importa, iré contigo a Zonko's. Le debo un regalo a Lee.

- Como quieras – cede. - ¿Alguna idea?

- Todavía no. Quiero ver lo que hay, primero.

George asiente y se acerca a una estatua oscura. Oigo que murmura un hechizo y la estatua se aparta, dejando a la vista un pasadizo.

- Prefecta – entona, cediéndome el paso con un movimiento de mano.

- Me siento como si descubriera los secretos mejor guardados de la escuela – le digo, con una sonrisa, mientras paso delante de él. - ¡Qué excitante! – bromeo.

Eso parece despertar por fin su interés por la conversación, porque me devuelve la sonrisa, con algo más de ganas, y me explica espontáneamente la cantidad y localización, a grandes términos, de los otros pasadizos secretos, la mayoría de los cuales son inservibles. Escucho atentamente, aislando de mi mente todos los pensamientos de prefecto que acuden a ella. O sea que es así cómo lo hacen. Así salen del castillo y van a buscar las cervezas después de los partidos, las bombas fétidas antes de las ocasiones especiales y los ingredientes extraños para sus bromas. George se ilumina ante mi atención al tema y antes de llegar al final del pasillo su actitud ya me ha convencido de que me he preocupado demasiado toda esta semana puesto que, dijera lo que dijera Lee, que seguro que, encima, malinterpreté, el chico está anímicamente como una manzana. De hecho, para cuando salimos a la bodega de Honeydukes, me ha cogido de la mano, me ha hecho girar sobre mí misma y me lleva abrazada por los hombros. Es imposible, concluyo, que esté enfadado por todas nuestras peleas. Si estuviera molesto en lo más mínimo digo yo que no me cogería así, ¿no? Con lo que, supongo, tengo que aceptar que no tenía razón al desconfiar de él cuando me aseguraba estar sólo ocupado y me siento como una tonta.

Con la experiencia de un profesional, me saca de la tienda de caramelos y me pasea por todo Hogsmeade de manera rápida, eficiente y, sobre todo, sin que nos vea un solo profesor. Alertado por mi comentario sobre el loco de Black, ni siquiera propone abandonarme y, antes de lo que yo esperaba, me está invitando a una cerveza en Las Tres Escobas.

- Ya lo tienes todo – observa, mientras deja mi paquete de ingredientes en la mesa, a su lado.

- Sí – suspiro, satisfecha, y me siento. – Muchísimas gracias, George. Si no hubiera podido hacer los deberes, Snape se hubiera regocijado.

Él asiente compasivamente y se pone en la silla de enfrente a la mía.

- De nada, Lizzie Pizzie, pero tienes que ir con cuidado, ¡o te acabarás convirtiendo en alguien como nosotros! – me advierte, con una mueca de espanto.

- Se hace raro – consiento. – Me siento rara estando aquí, contigo. Quiero decir que ¡¿quién habría dicho que te acompañaría a Hogsmeade ilegalmente?!

-La profesora McGonagall – responde, rápidamente, y pone voz aguda para imitarla. - ¡Señor Weasley, no me sorprende, arrastrando a otros por el camino de la perdición!

Río suavemente y le observo. Aunque haya sido un idiota durante una semana entera, cuando creía que me había leído el diario y cuando no dejaba de chincharme con lo tonta que era por fijarme en Oliver, estar ahora con él, hablando normalmente y comportándonos otra vez como adultos y como amigos, hace que hasta me sienta afortunada. Por contraste con el infierno de la semana pasada, reír a su lado es una delicia y me regodeo en el cambio.

Él se da cuenta y me mira con las cejas alzadas.

- ¿Todo bien, Liz? – pregunta, con voz insegura. - ¿Qué pasa?

Sacudo la cabeza.

- Nada – aseguro, y alargo una mano sobre la mesa para cogerle la suya. – Me alegro mucho que seamos amigos otra vez.

George me mira, mira al suelo con cara pensativa, vuelve a mirarme una fracción de segundo y enrojece furiosamente antes de apretarme la mano un poquitín y soltármela inmediatamente después.

- Yo también me alegro – murmura, sin voz, y se aclara la garganta. – Entonces, ¿qué le comprarás a Lee?

Es un cambio de tema tan evidente que me resisto a aceptarlo.

- ¿Qué pasa? – le pregunto, riendo. - ¿Te da vergüenza que te vean con una chica?

Alza las cejas con chulería.

- Y tanto – replica. – ¡O tres, o nada!

Le saco la lengua.

- Pedante – le provoco.

- Siempre – responde, sin inmutarse. – Pero, Lizzie Trizzie, no creo que a ti te encante que te vean haciendo manitas con un chico que no es Wood, tampoco.

Me encojo de hombros.

- No sé a qué le llamas hacer manitas – le acuso. - ¡Sólo te he cogido amistosamente de la mano!

Se encoge de hombros y ahora es él quien me toma la mano sobre la mesa.

- Llamo hacer manitas – explica, y empieza a jugar con mi mano, recorriendo lentamente la palma con las yemas de los dedos mientras me mira con una expresión jactanciosa – al contacto aparentemente amistoso y casi casual de dos manos de personas diferentes donde una de ellas – y me señala con una inclinación de cabeza – o las dos obtienen algún beneficio físico.

Inclino la cabeza hacia un lado.

- ¿Beneficio físico? – inquiero, intentando sonar ofendida aunque la voz me tiembla por las cosquillas que me hacen sus dedos, que mandan escalofríos hacia mi columna.

Él asiente y me suelta la mano.

- Beneficio físico – repite. – Placer, pero no en el sentido estricto. Contacto, caricias – y lo vuelve a explicar gráficamente, haciéndome encoger por el hormigueo de mi brazo. – Y una gran fuente de confusión para posibles amantes ajenos a las manitas – censura.

O sea, que qué diría Oliver si me viera cogerle la mano.

- Venga ya – exclamo, y le pico suavemente el dorso de la mano, como riñéndole. - ¡Te he cogido la mano completamente inocentemente! ¡Eres un malpensado!

Sonríe pícaramente, pero no lo niega.

- ¿A Wood también se la tomas inocentemente? – me pica.

Me encojo de hombros. Madame Rosmerta nos interrumpe trayendo las dos cervezas de mantequilla y hacemos una pausa para saborearlas.

- Estás tonto – digo, después de un trago. - ¡Era amistoso! Conseguirás que no lo vuelva a hacer – le amenazo.

Él asiente y se le hunden los hombros en arrepentimiento.

- Perdona, perdona. Lo mío también era una broma – se disculpa.

Con una sonrisa sincera borro el tema de sobre la mesa y doy otro trago a mi cerveza.

- Me tenías preocupada, ¿sabes? Llevo toda la semana intentando charlar contigo y no dejabas de huirme; empezaba a pensar que estabas enfadado conmigo.

Lo pillo con la boca llena de cerveza y masculla un ocupado antes de tragar.

- Lo sé – sigo, temiendo parecer pesada por preocuparme por algo que no existía. – Lo siento. Como la última vez que hablamos fue tan tenso – me justifico, refiriéndome a nuestras disculpas.

- Estoy bien – reitera él. – Y te prometo que intentaré no ser tan desagradable en adelante.

- Es mejor estar así – coincido, y le pico en el dorso de la mano de nuevo. – Entonces, ¿qué hacéis, que te tiene tan absorto?

- ¡Ah, no! – exclama inmediatamente. – ¡Sabes perfectamente que esas preguntas no están permitidas a un gemelo Weasley!

- ¡Bueno! Entonces, di: ¿de qué sí podemos hablar?

Calla unos instantes, pensando un tema posible, y le da dos tragos a su cerveza, que baja hasta la mitad.

- Háblame de Wood – murmura, al final, con la vista fija en el culo de su jarra. – Sin malos rollos ni nada, ¿eh? – me advierte, mirándome con el ceño fruncido un instante. – Ya que no leí tu diario, dime, anda: ¿qué sientes por él?

Apoyo la cara en mi puño y miro tímidamente las vetas de la madera de la mesa.

- Es mono – digo, flojito. – Me... gusta. Sé que se va el año que viene y todo eso, pero, bueno, lo encuentro muy mono.

George asiente y vuelve a beber.

- ¿Crees que tienes posibilidades con él?

Me encojo de hombros.

- No lo sé – suspiro. – No creo, porque soy mucho más pequeña que él y el año que viene ni nos veremos. No lo sé.

Él se pasa la lengua por los dientes antes de volver a hablar.

- Pero ¿te gustaría?

Soplo pesadamente y me doy tiempo para pensarlo. La verdad es que no lo sé. Por una parte, sí, porque el chico me gusta y me encantaría intentar algo con él pero, por la otra, sé que no estoy muy preparada. Y me cuesta imaginar toda una vida con él. En lo que respecta a futuro, por ejemplo, no lo veo como una relación seria. Pero ¿quiere eso decir que no?

- No lo sé – le confieso. – Aún no lo sé. Supongo que no tengo muchas esperanzas.

George asiente y se acaba la cerveza.

- Creo que no es el chico que te conviene – me informa con voz neutra. – No te enfades, ¿eh?, pero es lo que pienso.

- No me enfado – le aseguro. - ¿Crees que no tengo muchas oportunidades?

Duda antes de sacudir la cabeza.

- Eso es cosa de él. Ni lo sé ni puedo juzgar. Tendría que ser idiota para decirte que no – me anima – pero no tengo ni idea de lo que piensa.

Los dos callamos durante un buen rato. Es él quien sentencia la conversación antes de levantarse para ir a pagar.

- Creo que, si te interesa, deberías decírselo.

Y, con eso, desaparece de la mesa.

Cuando vuelve, coge otra vez todos los paquetes que hemos comprado y, sin mencionar más el tema, me guía hasta Honeydukes, donde retomaremos el pasadizo secreto hasta Hogwarts. Yo, por mi parte, me mantengo silenciosa, rumiando lo que me ha dicho sobre contárselo a Oliver. Angelina y Katie no dejan de decirme lo mismo y, la verdad, yo lo he considerado muchísimas veces, hasta el punto de tomar la decisión de hacerlo, para desdecirme justo en el momento de verlo. No sé. ¿Debería decírselo? Decírselo implica una respuesta y ¿estoy lista para afrontarla? Si me dice que sí, ¿qué? ¿Estoy preparada para empezar una relación? Tengo ganas de probar cómo es eso, pero ¿quiero una que dure, como mucho, seis meses? ¿O podría seguir, conmigo en el colegio y él fuera? Todos los comentarios negativos de George de la semana pasada han ido haciendo mella en mí, hasta el punto de dudar ya hasta de que pudiera empezar bien.

Pero, ¿y si me dice que no? La vergüenza me inunda. ¡Sería horrible! Tendría que seguir viéndolo día tras día, sin poder esquivarlo ni en la sala común ni en los entrenamientos y los dos sabríamos lo que habría pasado y que me habría rechazado. ¡Sería tan horroroso! No sé si quiero enfrentarme a esa posibilidad. ¡Y menos cuando parece la más probable! Pero, por otra parte, tengo tan arraigados todos esos pensamientos prefabricados sobre lo malo que es no arriesgar sólo por el miedo a perder y todo eso que casi me siento compelida a decírselo a Oliver sólo porque he de ser lo suficientemente valiente como para hacerlo. Y no es, aunque podría parecerlo, una psicosis Gryffindor, que yo sepa, sino más bien una respuesta involuntaria al miedo a perder una oportunidad por culpa de la pasividad. No puedes saber si hubieras ganado la batalla si no llevas tus tropas a la contienda. Claro que, ante una derrota segura, es casi mejor no quemar las naves en el esfuerzo y mantener la dignidad, aunque sea con las manos vacías.

¿¿O no??

Se acabó, decido, de golpe. No se puede planificar respecto a la derrota, porque entonces tus miedos te impedirían hacerlo todo; hay que tener en mente qué pasará si ganas y juzgar a partir de ahí si tus acciones merecen la pena o no. Puede ser que me mande a la porra, claro que sí, pero eso no puede suponer una razón para contárselo o no. Olvidemos que me pueda decir que no. Si, en cambio, me dice que sí, ¿qué? ¿Salir con él? Imagino cómo debe de ser besarle y mis labios hormiguean en anticipación. Que me sonría, que me abrace, que se preocupe por mí y me quiera... sonrío, encantada, en la penumbra del pasillo que nos lleva de vuelta a la escuela. Salir con alguien representa una intimidad que me coarta y para la que estoy convencida de no estar preparada, por la inmensa confianza que supone ir construyendo y que no sé si sabré mantener. Es un trabajo que hay que hacer día a día y me horroriza pensar que pueda llegar a conseguir que Oliver se moleste en intentarlo sólo para fallarle yo después. ¿Estoy preparada? Se me antoja como una montaña, por mucho que me intente convencer a mí misma de que se hace pasito a pasito y que, cuando compartes el peso con otro, la cosa se torna más sencilla. Y, para ser sincera, lo que temo es que Oliver me diga que sí pero sin mucha ilusión, sólo por no decir que no, sólo porque no estoy tan mal: necesito a alguien que me anime a seguir adelante en los altibajos que tenga, porque sé que los tendré, cuando la relación se haga demasiado profunda, y, si todo esto no le importa lo suficiente, ¡¿en qué nos apoyaremos para seguir adelante?!

Pero yo quiero salir con alguien, en algún momento de mi vida. ¿Me estoy comiendo demasiado el coco? ¿Debería decírselo, y punto? ¿O dejar que las cosas fluyan? ¿Es el chico que me conviene, o no?

¡¡Argh, basta!!

George, que debe de notar telepáticamente mi exasperación, se decide por fin a interrumpir el tiempo que me ha dado para pensar, y lo hace con una voz tan descarada que no puedo evitar reírme.

- Tá – exclama, despectivamente, a la vez que deja caer su brazo muerto sobre mis hombros – que no, Lizzie, que no. ¡¡La tiene pequeñísima!!

Y, para más énfasis, junta dos dedos delante de mi nariz, hasta que las yemas casi se tocan. Tres milímetros de Wood, pienso, y sonrío sinceramente divertida, aunque sea sólo de agradecimiento por truncar mis reflexiones sobre el incierto futuro.

- Bah – suspiro, como si me creyera su exageración, – supongo que no me conviene un chico así.

- No – coincide él, asintiendo exageradamente. – ¡Si llevo diciéndotelo toda la semana!

Alzo las cejas, a punto de corregir que no ha sido esta semana sino la anterior, pero él se disculpa incluso antes de que me dé tiempo a decirlo, entendiéndome sólo por mi expresión y cierra los ojos para quitar importancia a la precisión de la fecha.

- El caso – insiste – es que ese tío no te merece, preciosa – asevera. - ¡A ti te conviene un gemelo loco!

- Um, sí – le sigo la broma, con voz extasiada. – Todo un hombre.

Él me mira con una incredulidad enojada.

- ¿Qué pasa? – me dice, a la defensiva. - ¿No te parece suficiente?

- ¿Un gemelo?

- Sí. Un adorable y apasionado gemelo Weasley.

Sonrío traviesamente.

- Depende. ¿Tú o Fred?

Él pone los ojos expresivamente en blanco.

- Ya – se me adelanta. – Si soy yo, soy una mierda, y si es Fred, tiene todas las gracias. ¿A que vas por ahí?

Le miro con los ojos redondos, como si no pudiera creer de lo que me acusa. Como respuesta, entorna los ojos y tuerce la boca con resignación. Deja caer el brazo que me cogía por los hombros hasta el costado, soltándome, y me gira la cara.

- Que sepas – masculla, sin mirarme, pero en tono de seguir bromeando – que no encontrarás jamás un gemelo mejor que yo.

- Cosa que tendré que decirle a Fred – acabo.

- Y que él te confirmará. Pero, va, va, - me interrumpe, pidiendo un cambio de tema con una expresión juguetona y otra vez mirándome - ¿te apetece un gemelo, o no?

Le miro, dramatizando mis dudas.

- No sé – suspiro. – Es que me han dicho que pueden ser de lo más pesados.

- Sólo si te enamoras de un pringado que no soportan – replica rápidamente. – Mientras no lo hagas, todo bien.

Me quedo con lo primero que ha dicho, muy sorprendida.

- ¿No lo soportas?

Él se encoge de hombros.

- Es un pesado – explica. – ¡Quidditch, Quidditch, Quidditch!

- Creía que te caía bien. Que no estaba tan mal. Que era un buen chico y había demostrado preocuparse por mí.

Tiene que hacer memoria un instante para recordar la cita, noto por su expresión. En cuanto se acuerda, se encoge de hombros y sacude una mano para aventar los comentarios positivos sobre Wood.

- Licia, Licia – dice, con tono de profesor aleccionando. – Ese chico es mono, ¡pero ya está! Te conviene alguien más desinhibido. Alguien fresco, descarado, con sus prioridades muy claras, ¡pero que sean unas prioridades que te incluyan!

Me encojo de hombros. Casi me alegro de que vuelva a picar con Oliver, porque, al menos, ni me evita ni parece triste. Es como antes, pero sin que yo esté tan continuamente furiosa. De hecho, ni me molestan sus comentarios sobre el capitán y el Quidditch, que, de hecho, son un poco ciertos. Lo que también es cierto es que Oliver se preocupa no sólo por mí sino también por George, y por todos nosotros; nos aprecia e intenta que estemos bien, cuidándonos y animándonos a arreglar nuestros problemas (George, discúlpate con Alicia; Alicia, George está un poco triste; corre, Alicia, va para Hogsmeade). No tiene razón cuando lo acusa de preocuparse sólo por el deporte, claro que no, y sólo lo hace para chincharme, para que yo le responda y podamos meternos el uno con el otro un rato, porque, la verdad, siempre y cuando no nos lo tomemos en serio, es bastante divertido. Y, dado que es mi turno, pienso algo que responder. Algo en la línea de sus prioridades, bombas fétidas y Slytherin, o cómo de tan desinhibido es él.

Pero él me interrumpe, cogiéndome otra vez con un brazo alrededor de la espalda.

- Y alguien – sigue, en el mismo tono pero mucho más flojito, en mi oído – que sea pelirrojo.

Alzo las cejas y río, sorprendida.

- Pelirrojo – repito, incrédula.

- ¡Claro! ¿No te han dicho jamás que los pelirrojos son los mejores amantes del mundo?

Vuelvo a reír y sacudo la cabeza.

- ¡Inhibiciones no son lo que tú tienes, desde luego!

Él suspira y se pone recto, dejando de lado las bromas.

- Lipzie, en serio. ¿Crees que te hará feliz? ¿Que sabrá?

- ¿Hacerme feliz? No creo que sea tan complicado. Quiero decir, que, bueno, no pido tanto, ¿no?

Él sacude la cabeza y me observa atentamente.

- ¿Qué es lo que pides, de hecho?

- ¿Para ser feliz? – enrojezco suavemente, sin entender muy bien adónde va la conversación pero sintiendo que empieza a tocar puntos demasiado íntimos o, por lo menos, lo suficientemente cursis. – No lo sé – miento.

George y yo podemos tener confianza, pero no sé si la suficiente como para ir abriéndole mi corazón y confesándole el funcionamiento secreto de mi alma.

- ¿Que te quieran? – sugiere él. - ¿Que te cuiden, que se preocupen por ti, importarle a alguien?

Me encojo de hombros, aceptando todo eso.

- A ver – sigue, después de una leve pausa. – Tú quieres salir con Wood. ¿Sí?

Me vuelvo a encoger de hombros. La verdad, aunque no sé cómo decirlo, es que me asusta empezar una relación con nadie. ¿Y si la cago? ¿Y si no estoy hecha para tanta confianza e intimidad, y si me canso, y si no lo sé hacer bien y hago a alguien infeliz?

- Y quieres salir con él – prosigue George – porque crees que hacerlo te va a hacer feliz. ¿No?

Dudo un instante antes de encogerme de hombros por tercera vez. Supongo que sí, ¿no? ¿Que por eso nos fijamos en los demás?

George sigue, a la suya.

- No sé lo que te diría Wood si se lo dijeses – confiesa en un murmullo resignado. – Yo, personalmente, no sé si él sería capaz de hacerte feliz. No estoy seguro. Creo que sí, claro, es un buen chico, pero no lo sé. Y no quiero que lo pases mal cuando se vaya. No quiero que te haga daño. No quiero... – se interrumpe y me mira un instante a los ojos antes de bajar la vista, avergonzado. – Por eso creo que no te merece. Pero si tú estás segura de que sí, creo que deberías de decirle lo que piensas.

O sea que aquí quería llegar; seguimos con el mismo tema: ¿se lo digo a Oliver o no? Me pregunto si soy la única que le ha dado vueltas, mientras callábamos. George me vuelve a mirar, sondeando mi estado emocional, y le sonrío agradecida. Lo que ha dicho sobre no querer que me haga daño es muy bonito. Muy dulce. Le paso un brazo alrededor de las costillas.

- Hasta que no lo intente, no lo sabré – le respondo tranquilamente. – Me pensaré lo de decírselo, ¿vale? Lo consultaré con la almohada.

Él asiente y se aparta para soltarme y que lo suelte. Hemos llegado al final del pasadizo y sólo cabe uno a través de la estatua. Se adelanta, aun cargado, y se asegura de que no haya nadie cerca antes de dejarme salir tras de sí. No vuelve a hablar hasta que no estamos delante de nuestra residencia.

- Ahora – empieza, se lo piensa y sacude la cabeza para volver a empezar. – Alicia – me dice, y no puedo evitar ponerme alerta, acostumbrada a que sólo use mi nombre correcto y no cualquiera de los ridículos apodos cuando se trata de algo muy importante o muy delicado, - ahora igual me paso unos días – duda, mira hacia un lado y me vuelve a mirar – ocupado. Tengo muchas cosas en la cabeza y, bueno, igual te parece que te – duda de nuevo – evito. Como esta semana. Pero no es que pase nada – se apresura a añadir. – No es que te evite de verdad, ni nada de eso. Quiero decir, que, eh, no te preocupes por mí. Piénsate lo de Wood y, si decides decírselo, díselo. No te preocupes por mí. Yo estoy bien. Ocupado. Eso – reitera, casi agradecido por la idea, - ocupado.

Y, en cuanto me ve asentir, asegurándole que no me preocuparé, cruza el agujero del cuadro y se disculpa para ir a su habitación, mientras yo me siento agradecida por tenerlo cerca, algo enternecida por el detalle de tranquilizarme para que no me siga preocupando por él porque está bien, sólo ocupado, y para que no pierda el tiempo cuando estoy metida en más quebraderos. Qué dulce. ¡Casi no lo reconozco!

Pero, acabo con una sonrisa antes de seguirlo, ¡cómo me alegro de que ya no nos odiemos!

********************************************

^_^