La luna comenzaba a esconderse detrás de los últimos picos de montañas, en
lo alto de la bóveda del cielo oscuro las estrellas les observaban,
esperando a que llegara el momento en el que se irían a dormir y el Alba
estaba cerca.
El bosque se dibujaba azul y plata y entre esbozos negros aún aparecían sombras fugitivas de la noche cansada.
Legolas aspiró el profundo y fresco aire de la noche, llenando sus pulmones de olor a luna y estrellas. Los grillos cantaban y luciérnagas volaban despreocupadas de un lado a otro, sobre su cabeza. Aquel banco de mármol en medio del claro, escondido entre los árboles del bosque, donde sentaba con las piernas cruzadas, le recordaba tiempos muy lejanos.
Sinlir sentaba junto a él, vestida de blanco como la luna en las noches que decide aparecer en su baile con las estrellas y sus cabellos de bronce se tejían en una larga trenza. En su frente hilos de plata y en su cuello una cadena de oro.
El claro, entre grillos, luciérnagas y hierba se tintaba de verde oscuro, bajo las primeras luces de azul intenso que rozaban el cielo.
Legolas rió entre el murmullo del viento de la aurora: -¿Te acuerdas cuando jugábamos aquí de niños?
Sinlir se cruzó de brazos con una risa burlona: -Me quitabas la muñeca y la escondías en los huecos de los árboles para que no la encontrara...
-¡Sí, era muy malo!- rió el elfo, su sonrisa se iluminó bajo los últimos rayos de la luna.
-Siempre estabas fastidiándome, ¿tan mal te caía?- rió también contenta Sinlir.
-Todavía me acuerdo de cuando me tiraste los peces al río...
-¿Peces? ¿Qué peces?
-¡No me digas que no te acuerdas de los peces!
Sinlir negó con la cabeza conteniendo una carcajada.
-Tenía tres y eran rojos. ¡A uno le llamaba Elli a otro Elri y mi preferido era Glorfi!
Sinlir no pudo evitar empezar a reírse: -¿Le pones nombre a los peces?- volvió a reír.
-No te rías... Me los regaló Glorfindel cuando estuve en la casa de Elrond y cuando volví al Bosque Negro... ¡fuiste tú y los liberastes!
-¿Que te los regaló quién...?- Sinlir seguía riendo.
-Un viejo amigo de Rivendel, cuando tuve fiebre fue a cogerlos a la gruta de la cascada y los metió en una pecera. Estaba yo tan contento con mis peces... ¡Tú si que eras mala!- Legolas le sacó la lengua, como habría hecho un niño.
-Siento haberte tirado tus peces al río...- dijo entre risas inevitables Sinlir.
Legolas se encogió de hombros también riendo: -Ya que más da... Vete tú a saber donde están ahora los peces.
Sinlir le miró irónicamente: -¿Quieres que te regale una pecera por tu cumpleaños?- y volvió a reír.
-¡Anda cállate fea!- Legolas se tiró sobre Sinlir y la echó al suelo entre la hierba mientras los dos reían.
-¡Tú más!
-Claro, claro, lo que tu digas...- Legolas rió de nuevo y se echó sobre la hierba junto a ella, mirando a las estrellas que se iban, confundidas con las luciérnagas. Su puso las manos bajo la cabeza y entre los labios se colocó una hebra verde de hierba.
Sinlir apoyó el codo en el suelo y la cabeza en su mano mirando a Legolas y más allá de él y de los árboles que circundaban el claro y componían el bosque los primeros jirones naranjas de nubes iluminadas por rayos de sol. El cielo seguía intensamente azul. Las estrellas aún brillaban y la luna seguía allí entre ellos, cincelando de plata el cielo.
La hierba virgen del bosque se paseaba entre ellos, con el aire del alba y sombras todavía les marcaban los rasgos. Y el perfil de Legolas sobresalía de entre las hebras que volaban. Grillos seguían cantando.
La camisa de Legolas tenía un botón desabrochado y el aire mecía el cuello de la prenda, dejando ver su cuello. Sus ojos reflejaban el brillo de las estrellas entre su azul y verde de mar y zafiro. Sus cabellos de oro se perdían entre la hierba y su piel se vestía de nácar. Y sus labios... entre sus labios el hilo verde y fresco le rozaba la punta de la nariz y se movía tímidamente de un lado a otro. Era tan hermoso verle así, tendido sobre la hierba húmeda de rocío que Sinlir no pudo evitar dejarse llevar por los sentidos, por la brisa y por la luz de la luna.
Sinlir estampó sus labios suave y lentamente en el pómulo blanco de Legolas, notando bajo ellos el temblor de una piel de terciopelo.
Legolas nada más sentir el calor de los labios de la elfa sobre él rápidamente se irguió y sentado sobre el prado pareció temblar de asombro y emoción.
Sinlir se irguió rápidamente también, dándose cuenta apenas de lo que acaba de hacer y de sus labios salieron palabras trabadas y en suaves susurros: -Legolas... yo... lo siento...
Se hizo un silencio incomodo, demasiado incomodo, y solo se oyeron los grillos cantar a la luz de las luciérnagas. Legolas miraba hacia el infinito y muy a lo lejos, perdiéndose quizás en pensamientos invisibles, alzó su mano lentamente y suavemente rozó, como lo acaban de hacer los labios de Sinlir, la parte aún cálida de su mejilla, casi sintiéndolos ahí todavía. La hebra de hierba había caído de sus labios de luna.
Fue girando lentamente la cabeza, con sus cabellos en la brisa, aún con sus dedos en su pómulo y con sus ojos fijó la figura ruborizada entre las sombras de Sinlir, temblando, mirando al suelo.
Su mano pasó de rozarse el antiguo beso de la mujer a acariciar su mejilla y la elfa se ruborizó aún más dejando ver en su rostro los mismos colores que aparecían en el horizonte, esperando al sol.
Ella dirigió su cabeza con la vista baja hacia sus caricias, sin querer perderse ni una y poco a poco sus cuerpos se acercaron, sorteando el baile de la hierba y la brisa.
-Legolas...
Un dedo se posó sobre los labios trémulos acallándola con ternura: -No hables...
Los labios del elfo se enlazaron con los de la elfa y se dijeron todo lo que tenían que decirse con besos.
Los brazos incontrolables de Sinlir pasaron a la espalda de Legolas y se enroscaron detrás de su cuello atrayéndole más hacia ella en un deseo reprimido de demasiada pasión contenida. Las manos que tan bien manejaban el arco tensaron con sus caricias los músculos de la mujer igual que la cuerda de su arma y hasta su pelo ellas se extendieron. Con sus dedos comenzó a deshacer la trenza que le envolvía el pelo y poco a poco y entre besos fue desenredándolos, hasta dejar a la elfa con su pelo a merced del viento.
Luciérnagas pasaron entre ellos a los primeros rayos del aurora, apagando sus luces a compás con las estrellas.
Sintiendo el tan suave pelo de Sinlir en su rostro y más perfumado que el bosque y la noche, las manos del elfo bajaron a la espalda de ella, mientras besaba su hombro descubierto, y desató el nudo que frenaba aquella frontera: -Te amo...
Un príncipe desnudando a una futura princesa y los grillos cantaban, a las luces del alba.
CARMENCHU!!!
El bosque se dibujaba azul y plata y entre esbozos negros aún aparecían sombras fugitivas de la noche cansada.
Legolas aspiró el profundo y fresco aire de la noche, llenando sus pulmones de olor a luna y estrellas. Los grillos cantaban y luciérnagas volaban despreocupadas de un lado a otro, sobre su cabeza. Aquel banco de mármol en medio del claro, escondido entre los árboles del bosque, donde sentaba con las piernas cruzadas, le recordaba tiempos muy lejanos.
Sinlir sentaba junto a él, vestida de blanco como la luna en las noches que decide aparecer en su baile con las estrellas y sus cabellos de bronce se tejían en una larga trenza. En su frente hilos de plata y en su cuello una cadena de oro.
El claro, entre grillos, luciérnagas y hierba se tintaba de verde oscuro, bajo las primeras luces de azul intenso que rozaban el cielo.
Legolas rió entre el murmullo del viento de la aurora: -¿Te acuerdas cuando jugábamos aquí de niños?
Sinlir se cruzó de brazos con una risa burlona: -Me quitabas la muñeca y la escondías en los huecos de los árboles para que no la encontrara...
-¡Sí, era muy malo!- rió el elfo, su sonrisa se iluminó bajo los últimos rayos de la luna.
-Siempre estabas fastidiándome, ¿tan mal te caía?- rió también contenta Sinlir.
-Todavía me acuerdo de cuando me tiraste los peces al río...
-¿Peces? ¿Qué peces?
-¡No me digas que no te acuerdas de los peces!
Sinlir negó con la cabeza conteniendo una carcajada.
-Tenía tres y eran rojos. ¡A uno le llamaba Elli a otro Elri y mi preferido era Glorfi!
Sinlir no pudo evitar empezar a reírse: -¿Le pones nombre a los peces?- volvió a reír.
-No te rías... Me los regaló Glorfindel cuando estuve en la casa de Elrond y cuando volví al Bosque Negro... ¡fuiste tú y los liberastes!
-¿Que te los regaló quién...?- Sinlir seguía riendo.
-Un viejo amigo de Rivendel, cuando tuve fiebre fue a cogerlos a la gruta de la cascada y los metió en una pecera. Estaba yo tan contento con mis peces... ¡Tú si que eras mala!- Legolas le sacó la lengua, como habría hecho un niño.
-Siento haberte tirado tus peces al río...- dijo entre risas inevitables Sinlir.
Legolas se encogió de hombros también riendo: -Ya que más da... Vete tú a saber donde están ahora los peces.
Sinlir le miró irónicamente: -¿Quieres que te regale una pecera por tu cumpleaños?- y volvió a reír.
-¡Anda cállate fea!- Legolas se tiró sobre Sinlir y la echó al suelo entre la hierba mientras los dos reían.
-¡Tú más!
-Claro, claro, lo que tu digas...- Legolas rió de nuevo y se echó sobre la hierba junto a ella, mirando a las estrellas que se iban, confundidas con las luciérnagas. Su puso las manos bajo la cabeza y entre los labios se colocó una hebra verde de hierba.
Sinlir apoyó el codo en el suelo y la cabeza en su mano mirando a Legolas y más allá de él y de los árboles que circundaban el claro y componían el bosque los primeros jirones naranjas de nubes iluminadas por rayos de sol. El cielo seguía intensamente azul. Las estrellas aún brillaban y la luna seguía allí entre ellos, cincelando de plata el cielo.
La hierba virgen del bosque se paseaba entre ellos, con el aire del alba y sombras todavía les marcaban los rasgos. Y el perfil de Legolas sobresalía de entre las hebras que volaban. Grillos seguían cantando.
La camisa de Legolas tenía un botón desabrochado y el aire mecía el cuello de la prenda, dejando ver su cuello. Sus ojos reflejaban el brillo de las estrellas entre su azul y verde de mar y zafiro. Sus cabellos de oro se perdían entre la hierba y su piel se vestía de nácar. Y sus labios... entre sus labios el hilo verde y fresco le rozaba la punta de la nariz y se movía tímidamente de un lado a otro. Era tan hermoso verle así, tendido sobre la hierba húmeda de rocío que Sinlir no pudo evitar dejarse llevar por los sentidos, por la brisa y por la luz de la luna.
Sinlir estampó sus labios suave y lentamente en el pómulo blanco de Legolas, notando bajo ellos el temblor de una piel de terciopelo.
Legolas nada más sentir el calor de los labios de la elfa sobre él rápidamente se irguió y sentado sobre el prado pareció temblar de asombro y emoción.
Sinlir se irguió rápidamente también, dándose cuenta apenas de lo que acaba de hacer y de sus labios salieron palabras trabadas y en suaves susurros: -Legolas... yo... lo siento...
Se hizo un silencio incomodo, demasiado incomodo, y solo se oyeron los grillos cantar a la luz de las luciérnagas. Legolas miraba hacia el infinito y muy a lo lejos, perdiéndose quizás en pensamientos invisibles, alzó su mano lentamente y suavemente rozó, como lo acaban de hacer los labios de Sinlir, la parte aún cálida de su mejilla, casi sintiéndolos ahí todavía. La hebra de hierba había caído de sus labios de luna.
Fue girando lentamente la cabeza, con sus cabellos en la brisa, aún con sus dedos en su pómulo y con sus ojos fijó la figura ruborizada entre las sombras de Sinlir, temblando, mirando al suelo.
Su mano pasó de rozarse el antiguo beso de la mujer a acariciar su mejilla y la elfa se ruborizó aún más dejando ver en su rostro los mismos colores que aparecían en el horizonte, esperando al sol.
Ella dirigió su cabeza con la vista baja hacia sus caricias, sin querer perderse ni una y poco a poco sus cuerpos se acercaron, sorteando el baile de la hierba y la brisa.
-Legolas...
Un dedo se posó sobre los labios trémulos acallándola con ternura: -No hables...
Los labios del elfo se enlazaron con los de la elfa y se dijeron todo lo que tenían que decirse con besos.
Los brazos incontrolables de Sinlir pasaron a la espalda de Legolas y se enroscaron detrás de su cuello atrayéndole más hacia ella en un deseo reprimido de demasiada pasión contenida. Las manos que tan bien manejaban el arco tensaron con sus caricias los músculos de la mujer igual que la cuerda de su arma y hasta su pelo ellas se extendieron. Con sus dedos comenzó a deshacer la trenza que le envolvía el pelo y poco a poco y entre besos fue desenredándolos, hasta dejar a la elfa con su pelo a merced del viento.
Luciérnagas pasaron entre ellos a los primeros rayos del aurora, apagando sus luces a compás con las estrellas.
Sintiendo el tan suave pelo de Sinlir en su rostro y más perfumado que el bosque y la noche, las manos del elfo bajaron a la espalda de ella, mientras besaba su hombro descubierto, y desató el nudo que frenaba aquella frontera: -Te amo...
Un príncipe desnudando a una futura princesa y los grillos cantaban, a las luces del alba.
CARMENCHU!!!
