Cuando cuesta vivir
Nada tiene sentido. De verdad que no. Mira que lo he dicho veces. Mira que me he quedado así, muy quieto, escuchando los pedazos de mi vida caer alrededor. Nada tiene sentido. Sirius se me enfada, Sirius se harta de mi apatía, se harta de mi vida, se harta hasta de hartarse de mí. Remus me mira con compasión, como alguien que, ajeno a los problemas del amor por auto-imposición, se puede permitir alejarse lo suficiente de todo como para tener paciencia, y Petey es, curiosamente, quien mejor me sabe animar, aparentando tan sólo que no pasa nada, aparentando que todo va bien, aparentando que no se da cuenta y consiguiendo que, eventualmente, yo tampoco me fije demasiado en mí mismo y me ría de alguna de sus bromas.
Eventualmente.
Y, cuando no, me inflijo las mismas heridas una y otra vez, al ritmo de los acordes fáciles de mi reproductor, que sigue con la misma variedad. Tendré que enfrentarme a todo, tendré que salir de mi caparazón y volver al mundo real, al mundo solitario y gris que no es, para nada, lo que esperaba de él, pero eso será cuando pase el verano, cuando el frío y la lluvia lleguen también al mundo de fuera; que a mí llevan sin abandonarme, eso será más tarde y más tarde de más tarde y para entonces ya estaré muerto, ya estaré ahogado en la piscina, ya no valdrá nada la pena, ni siquiera yo mismo. No me querrán en el trabajo y Sirius, por muy imposible que parezca ahora de él, tampoco se molestará más por mí, hastiado por mi debilidad. Te quiero, Lily. Te quiero, Lily. Te diría que mi vida se derrumba sin ti pero, cariño mío, mi dulce snitch, todo lo que he querido durante muchos, muchos años vacíos, no sé hasta cuando algo se puede derrumbar, no sé cuando se acaban los trocitos por caer para quedar el vacío absoluto. Claro que yo me siento vacío absoluto desde que me dijiste que no siguiera diciéndote que te quería.
Aún te veo, mirando, triste y a la vez, para qué engañarnos, muy incómoda, hacia un lado, evitando mi mirada que, no lo dudo, debía de ser de lo más apasionada. Suspirando, frotándote los ojos, pinzándote suavemente el puente de la nariz. Sonrojada, de vergüenza, por mi desfachatez, o de embarazo, por la respuesta a que te obligaba, sacudiendo la cabeza, mientras yo, tembloroso y loco por ti, sólo acertaba a fijarme en lo bonita que te veías a la luz del farol del pasillo, mirándote las pecas de las mejillas, imaginando lo suave que debía de ser tu piel, lo bien que te contrastaban con tu rubor, o cómo tu pelo se movía suavemente, las puntas rozando tu cuello, alborotadas, cuando negabas. Tardé en fijarme que decías que no con la cabeza, o que tu sonrojo era de malestar y no de la felicidad que esperaba compartir contigo. Estaba demasiado atontado con la excitación de lo que estaba haciendo, con lo osado de mi decisión, con el calor del momento. Tardé en verlo. Podría añadir también que, al menos, lo vi antes de acercarme a ti para mi beso final.
No sé si arrepentirme por la oportunidad perdida o alegrarme de no haberte puesto aún más incómoda, la verdad.
¿Qué te dije? No, no lo tengo grabado a fuego; lo que yo dije, no. Puedo reproducirlo más o menos por tus respuestas. Que vaya respuestas, por cierto, cariño. Intentabas ser amable, lo sé, y supongo que me puse pesado... No lo sé. No lo sé. Creí que todo iba bien hasta que me soltaste el primer 'para', y de ahí en adelante habló mi histeria y no mi razón.
Lo que más me dolió, creo, fue el que me dijeras que lo había malinterpretado todo. Y que te disculparas tantas veces. Que hablaras con tanta pena - y no era tristeza, después de tanto tiempo no me engaño, sino lástima.
¡Y el momento! Sí, eso fue lo que más me dolió: el momento. Lo escogí yo, lo sé, fue todo culpa mía y no me la quiero sacudir, pero no debí haberlo planeado mejor. Lo tenía todo pensado, sí, pero sólo para la salida sin contingencias, es decir, para tu sí rotundo. ¡¿Cómo esperar otra cosa?! Si lo hubiera hecho, no lo hubiera ni intentado. Pero lo tenía todo listo de antemano, el momento idóneo, un lugar perfecto, calma, tranquilidad y más ensayos de los que jamás me confesaré a mí mismo; beneficios de tener una mente capaz de olvidarse sin problema de llevar la cuenta de los monólogos románticos al espejo.
Lo cual no quiere decir que te malinterpretara. Yo no, Lil. Yo no lo sabía, yo sólo lo deseaba, y lo deseo, con todas mis fuerzas. Yo creía que era sólo amistad, que era sólo compañerismo, una cierta intimidad, que nos llevábamos bien, que nos gustaba pasar tiempo juntos, pero no me preguntaba por qué. No le daba importancia. No quería preguntar cosas de las que, como temía, no me gusta la respuesta. Yo nunca creí nada de ti y de mí, aparte de que creía quererte mucho, mucho, y de que creía que podría hacerte feliz, ni que fuera a ratitos. Que medio colegio estaba convencido de que acabaríamos juntos es algo que los dos sabemos. Y yo, seamos realistas, confiaba en que no se equivocaran.
Debí haber previsto que podían hacerlo. Debí haber previsto que tú podías estar siendo tan sólo amable. Debí haber pensado antes que, si te lo decía el último día antes de despedirnos y la respuesta era un no, nos pasaríamos el tiempo suficiente evitándonos como para tener que correr a buscarte en King's Cross para despedirme. Nuestra despedida. La única despedida de verdad de nuestra vida, igual para, si tenías suerte, no verme más, y yo estaba tan avergonzado (y dolido, por qué ocultarlo) que sólo me di cuenta de que no sabía dónde estabas cuando tus padres y tú ya salíais por la columna.
No puedo evitar sonreír agriamente. Para no volvernos a ver, ja. ¿Es casualidad o destino, muñeca?, te murmuro, creído, en mi cabeza. ¿Casualidad o destino? ¿Casualidad o destino?
Enrojezco violentamente tan pronto como vuelve a mí la noche anterior, un puño me atenaza el diafragma y tengo que contener un sollozo, profundamente avergonzado de mi papel en La Varita. No quería que fuera así, princesa. De verdad que no. No quería que fuera horrible y violento, echarte cosas en cara y que tú me las devolvieras, atacarte como a un enemigo cuando sólo eres la chica que aún amo. No debería haber sido así. No debería haber empezado así. Quizás no debería ni de haber empezado, y los dos hubiéramos estado mejor sin vernos. Pero, a la vez, no puedo evitar recordarme, con un atisbo de optimismo, que fuiste tu la que se acercó a mí, y no al revés. Y que yo, si te hubiera visto primero, difícilmente me hubiera ni atrevido a mirarte por segunda vez, por miedo a molestarte. A acosarte. A ser odiado un poquitín, sí, aún, más.
Aunque no tenga sentido. Aunque nada lo tenga.
Tengo que dejar de quererte.
¡No, no...! ¡¡En serio!!
Paso el día remoloneando del sofá a la cama y de la cama al sofá. Oh, ¿no te lo había dicho, Lil? Ahora duermo la siesta. O no. Bueno, digo que duermo la siesta, subo arriba y hago exactamente lo mismo que abajo, o sea, torturarme mientras doy motivos a mi reproductor para odiarme, pero, como Sirius no duerme la siesta, por lo menos estoy solo y, como finjo romper la rutina horaria, ellos se quedan más tranquilos. Dormir la siesta se ha convertido en una costumbre, ya, y, aunque rara vez pego ojo, tengo que confesar que hasta me gusta. Mi cuarto, a esa hora de la tarde, es uno de los sitios más frescos de la casa, sin tener que cargar con la para mí ahora enorme molestia de la luz del sol colándose por las ventanas. Este verano me molesta ver que afuera el sol brilla rabiosamente. Me molesta ver que todo sigue tan inspiradoramente alegre como de costumbre, con todo el buen tiempo, los paseos en bañador hasta la piscina, donde competir para ver quién salpica más, las meriendas en el porche, las risas en las noches cálidas... Me revienta. Si yo estoy de duelo, ¡¿qué pasa, no puede colaborar un poquitín el mundo?!
Paso el día, pues, en posición horizontal, tanto física como de encefalograma - tremendamente injusto e inexacto, lo sé: no dejo de dar vueltas y vueltas a las cosas, pensando, torturándome, llorando de poco en poco, leyendo un par de libros, en un intento inútil de distraerme - si me hicieran un encefalograma (conocimiento muggle patentado por Sirius, en pos de nuestra preparación para la entrevista de trabajo del Ministerio, por cierto, y suscitado por un entonces para mí incomprensible insulto escuchado por casualidad) lo último que saldría es plano.
¿Y qué he ganado, en este día? La sola pregunta, aunque explicable y lógica, me ofende. ¡Cómo si hubiera que sacar algo de los días! Yo vivo bien amargado día tras día, sin sacar de ellos más que sudores fríos, y sigo adelante. ¡A ver si ahora hay que irle buscando la parte positiva a este mojón falto de cariño donde nos ha tocado caer!
Pero no lo digo en serio. Sirius sacará algo en claro de este día, después de diez horas dándole vueltas yo a mi vida: que me importa mucho su amistad, que aprecio mucho que se preocupe por mí, que voy a intentarlo, aunque sea sólo por no preocupar a los demás, y gracias, por cierto, por quererme todos tanto, aunque tan pocas veces lo digamos; estáis demostrando ser un ejemplo difícil de emular. 'Es lo que pasa cuando te arrimas a los mejores', casi oigo a Sirius bromear. '¡Luego cuesta vivir al nivel!'
Por vosotros, campeones, voy a intentarlo. Mientras juegan a cartas abajo, en la mesa de la cocina, me levanto del sofá y, sin apagar la música, para no levantar sospechas, subo arriba y me arreglo. Saldré de esta, Lil. Te olvidaré y seguiré adelante, o al menos aprenderé a vivir sabiendo de mi corazón roto. Seguiré adelante. Y, hoy, saldré de aquí. Iremos a La Varita.
A ver si te veo otra vez.
Sonrío cansadamente. Es un paso. Al menos es un paso, no te desanimes, James. Por lo menos sales, te aireas, das confianza en tu recuperación a tus amigos. No importa cuáles sean los motivos intrínsecos, mientras no dejes que monopolicen tu atención; en el fondo todos somos unos egoístas, más o menos veladamente. No importa. No importa. Sigo haciendo todo lo que hago por Lil, pero al menos ahora hago algo.
Si la veo, pienso con una mueca entre irónica y divertida, le pediré que se case conmigo, a ver si a esa pregunta tiene una respuesta mejor.
Mi mueca se ensancha rápidamente, con una conclusión: mejor que no la vea.
Aunque tampoco lo haré. ¡He tenido 'nos' suficientes para media vida, gracias!
Si la veo, le pediré disculpas por lo de anoche y me retiraré a un rinconcito a ser completamente inocuo, como un buen chico. Pero no la veré. Claro que no, no la veré, qué ridículo, no volverá al mismo sitio y, además, seguro que ir allí con ese grupo era algo muy fortuito. Nah, no estará.
Aunque mi estómago me traiciona, lleno de mariposas nerviosas, con la sola posibilidad de reencontrarla, enfermo de esperanza.
Sólo media hora después golpeo, fuerte, con saña, con rabia, con una pasión que me llevas demasiado tiempo negando, Lilyecilla mía, una pobre bludger que pasaba por allí. Rodeo el palo de la escoba con el tobillo, para sujetarme mejor, alzo ambas manos alrededor de la pala de madera que he quitado a Sirius en un inspirado y fugaz alarde, flexiono los brazos, me preparo y, a la vez que acelero, embisto contra la pelota, que se acercaba también rápidamente a mí. El contacto dura poco, casi nada, antes de que salga despedida en sentido contrario, pero lo aprovecho para descargar toda mi energía. Mi escoba se tuerce y me inclina inestablemente, mi pelo sigue el movimiento, tapándome los ojos, el sudor de mi frente cae por la sacudida y mis codos, ahora estirados, me pican, con una calidez dulce y confortadora como resultado del esfuerzo y del cansancio y mi ánimo se relaja tanto que hasta me encuentro bien.
Bajo las manos, cierro los puños alrededor de mi montura y, en lugar de recuperar la posición para asegurar mi equilibrio, inclino la escoba hacia abajo, me echo hacia la izquierda y empujo con un pie las ramitas de la cola de la escoba bien hacia la derecha. Caigo en picado haciendo un tirabuzón, esquivo a Sirius, luego a Remus y, por fin, hago una de mis mejores fintas, girando en seco justo después de pasar a Petey y pasando raudo entre mis amigos otra vez, sin dejar de girar sobre el eje de la escoba, no sin antes haber robado la quaffle a un muy sorprendido Pete.
Freno por completo, me yergo en la escoba y les dedico una sonrisa petulante, que los tres me devuelven antes de decidir venir a patearme el culo.
Les quiero. Lo paso bien con ellos, me conocen tan bien que, en cuanto he alzado un poco cabeza, en lugar de hacerme caso y llevarme a algún sitio de moda a ahogar mis penas en multitudes cuasiebrias y música ensordecedora, se han levantado, han salido al jardín y, sin decirme palabra, han llamado a sus escobas y me han propuesto una carrera. Sin avisar y sin esperarme, eso sí, y empezando con mucha ventaja, entre que yo he reaccionado y no, pero, igualmente, una idea mucho mejor que la mía. Ha sido Sirius quien ha tenido la idea, imagino, porque él ha sido el primero en levantarse e ir afuera, pero lo debían de haber hablado antes porque tanto Remus como Peter han reaccionado mucho antes que yo, previéndolo todo. Y, sí, bueno, pah, me han ganado. Gran cosa, habiendo salido antes que yo. Gran cosa, teniendo que esperar yo a que mi enamorado y dolorido cerebro reaccionase. Gran cosa...
Que los quiera no significa que ahora también vayan a ganarme, pienso, con una mueca de superioridad. Tíos, sois increíbles y no podría tener mejores amigos que vosotros, pero antes de que os acerquéis demasiado tiro la quaffle con fuerza hacia arriba, golpeo suavemente el mango de mi escoba, que entiende a la perfección mi gesto y los dos nos dejamos en caída libre. Ellos frenan antes de llegar adónde estaba yo, pero para entonces yo ya he caído unos tres metros y, fuera ya de su alcance, les rodeo por debajo antes de coger impulso y salir desde detrás de Sirius para pasarles ahora por encima y robarles la quaffle antes de que llegue a su altura. ¡Pipiolos! No juegan lo suficiente a Quidditch como para batir al capitán de Gryffindor. Ex-capitán, apunto rápidamente, recordando nuestra edad. Y no juegan lo suficiente, desde luego, como para pensar en tres dimensiones y actuar en consecuencia.
La quaffle vuelve a ser mía y ahora, en lugar de florituras y movimientos llenos de estilo y con más ganas de presumir (que, confieso, las tenía) que de ser útiles, me lanzo, inclinándome hacia delante con el viento aullando a mi alrededor, a una carrera de velocidad. Me ganarán, claro que sí, a la larga, pero puedo mantenerlos a distancia un ratito antes de que me den alcance.
Casi como a Lil en mi cerebro.
El ejercicio sólo es una excusa para el cansancio y la concentración, para hacerme olvidar y para conseguir que me sienta increíblemente bien cuando, sudado, cansado y con los músculos ardiendo, me someta al torrente frío de la ducha. Es tan sólo un pretexto, pero disfruto, igual que mis compañeros, de cada segundo de él, fintando y acelerando al máximo después, saboreando mis victorias y mis derrotas por igual.
Bueno, no se puede decir que, incluso fuera del deporte, no sepa paladear mis derrotas. Pero ahora corro, apretando el mango de mi escoba con determinación, me inclino adelante y veo como el mundo se vuelve borroso y casi etéreo a mi alrededor, concentrado en mi trayectoria y mis perseguidores hasta que todo lo demás se desdibuja también.
