Sirius y yo salimos de St Mungo's al cabo de un par de horas para ir a comer a casa de él. Remus se ha ido animando durante la mañana y, aunque sus ojeras siguen siendo de un claro marrón oscuro y parece cansado, se va poniendo mejor. Mañana al mediodía, como cada mes, estará lo suficientemente bien como para marcharse a casa y seguir con su convalecencia desde su camita, sin necesidad de Sanadores que le den pociones verduscas contra el dolor cada par de horas.
Y nosotros, con la promesa de volver a la tarde, promesa que, por cierto, levanta las protestas de Remus que, como es costumbre, piensa que nos molestamos demasiado por él, nos despedimos, salimos de su habitación y bajamos por las escaleras hasta la entrada. Hace un día espléndido y miro soñadoramente afuera por cada ventana que puedo, contento de ver que mi amigo se está recuperando y tan satisfecho con la vida en general que casi ni oigo a Sirius llamarme.
- ¿Sí? – digo, por fin.
- Que me he dejado la varita arriba – repite, entre dientes, y no puedo evitar mirarle, sorprendido. – He cogido la de Remus por equivocación.
Río suavemente y sacudo la cabeza, dirigiéndole una mirada burlona. Que un mago se olvide de su varita o la confunda con la de otro no está nada bien visto y, la verdad, es digno de, como mínimo, una risita de superioridad. ¡Tu varita es parte de ti, es tu instrumento, como una prolongación mágica de tu cuerpo! ¡No te la vas olvidando por ahí! Además, ¡menudo caos sería nuestro mundo si todos las fuéramos confundiendo!
- Vamos, anda – le animo, con un gesto hacia las escaleras que acabamos de abandonar. – Ya te vale.
- Ya – susurra él. – Estaba distraído. No hace falta que subas – duda, con una mueca de disculpa. – Ya subo yo, será un momento. Espérame aquí.
Le digo que sí en silencio y él se gira para correr escaleras arriba de nuevo, no sin antes mirarme con preocupación. Imagino que le preocupa que me avergüence de él o me ría o lo que sea por haberse confundido de varitas, así que, justo antes de que se gire, le dirijo una sincera sonrisa compasiva.
- Te espero aquí – repito, a media voz, antes de que su cabeza desaparezca tras el segundo tramo de escaleras, y luego doy un paso atrás para salir del pie de las escaleras, donde podría entorpecer el paso.
Me apoyo en la pared y miro a mi alrededor sin propósito concreto. Las puertas de madera y vidrio que dan a la recepción se bambolean rítmicamente hasta un rato después de que entre cada persona que pasa por mi lado, dejando pasar una agradable brisa fresca. Al fondo, la luz brillante a través de las puertas de salida y, a lado y lado de la recepción, magos heridos o esperando pacientemente información sobre dónde encontrar a sus familiares. Casi puedo imaginar a Moody entre ellos, con su aspecto raro como pocos, herido y suspicaz a la vez, dando órdenes a diestro y siniestro a enfermeras novatas y algo impresionadas por su presencia. O siendo toreado por una matrona con mucha experiencia para la cual Moody no es más que...
Sirius me interrumpe, bajando ruidosamente las escaleras a una velocidad vertiginosa. Alzo los ojos para recibirlo y él, nada más verme, suspira extrañamente aliviado.
- ¡Ya estoy! – dice, demasiado alto. - ¡¡Vámonos!!
- Vamos – repito, algo extrañado por su prisa. - ¿Todo bien?
- Perfectamente – asegura, veloz. - ¡Ya la tengo!
Y, sin más comentario, me arrastra literalmente fuera del hospital, me monta detrás de él en la moto y arranca, a todo gas. Pronto el aire ruge a mi alrededor y, aunque estoy sorprendido por el comportamiento de mi amigo, me distraigo con los edificios que pasan rápidamente bajo nuestros pies hasta que bajamos en picado frente a su casa.
Sirius vuelve a ponerse raro cuando volvemos al hospital. No le doy entonces más importancia, pensando que debe de ser por Moody, y no vuelvo a pensar en ello hasta unas horas después, cuando él ya se ha ido a casa y yo me despido de Remus para marcharme también. Nuestro hombre lobo, por cierto, empieza a aburrirse en cama, lo que quiere decir, según me dice la experiencia, que ya está prácticamente bien del todo.
A lo que iba, por eso: la rareza de Sirius y, a un cierto nivel, de Remus también. Me he pasado todo el día pensando que, como mucho, era por el peligro que significaba un Auror herido, bla, bla, bla.
Y no.
Bajo las escaleras para marcharme a casa, ya de noche, iluminado por la luz de los candelabros, silbando muy flojito una cancioncilla fácil. Salgo de la planta de Remus, completamente en silencio, paso por la segunda planta, también desierta, y, en el rellano de la primera, un movimiento, captado por el rabillo del ojo, me detiene. Es la planta de Heridas de Guerra, como se conoce oficiosamente, es decir, traumatología asociada a Sortilegios y Maleficios, la planta preferida del grupo de desaprensivos que, se rumorea, se hacen llamar los Devoradores de la Muerte. Es, como todas las plantas superiores, un pasillo bastante largo con puertas a lado y lado, rótulos con el nombre del Sanador y los ayudantes, un mostrador vacío y, a unos pasos de las escaleras, el patio interior, con cielo y clima encantados, claro, para que los enfermos, sobre todo los que llevan allí mucho tiempo encerrados, puedan salir cuando lo necesiten.
Es en ese patio dónde he visto algo moverse y, suponiendo que será un enfermo aburrido, me acerco a la puerta, donde una cortina blanca, medio transparente ondea suavemente, para dar algo de cortés charla. En cuanto me acerco a la puerta la cortina se abre para mí, dándome acceso al exterior. Mis ojos tardan unos instantes en acostumbrarse a la oscuridad antes de distinguir una ingente cantidad de estrellas, más de las que se ven en la ciudad a simple vista, y también tardo un poco en registrar la atmósfera cálida, casi veraniega, muy diferente al frío que ya empieza a hacer por las noches. Es un patio precioso y es muy agradable pasear por él y por un momento me planteo subir a buscar a Remus y sacarlo a dar una vuelta, para que se airee. Después de todo, aquí ni siquiera hay luna, o sea que le debería gustar la atmósfera. Nada justifica molestarlo ahora, claro, mientras descansa tan merecidamente, pero es una idea con la que jugueteo, para noches futuras: los cuatro pasando la noche de acampada o así, charlando bajo las estrellas sin que tengamos que tomar la forma cuadrúpeda. Podría estar bien, por ejemplo, para el fin de semana que viene. O para el otro.
Algo vuelve a moverse a un lado y atrae mi atención rápidamente. Es una silla encantada, que se aleja de mí con pasitos lentos, casi como si flotara. En el respaldo, casi lo único que veo, de nuevo el anagrama de St Mungo's y, sobre él, movida por la brisa, una cabellera pelirroja, cortada graciosamente por encima del hombro. Mi pulso, claro, se acelera, casi por costumbre. Pelirroja. Lily. Mi Lily, mi vida, que no me quiere pero a quien yo no olvido... Pero, a la vez, mi propio sentido común, que hoy decide no brillar sólo por su ausencia, me mantiene calmado, tranquilo, como si la alarma no hubiera saltado. Sé, por iluso que pueda ser deseando equivocarme, que Lily no está ahí, que no es ella, que es sólo otra pelirroja, Molly Weasley, por ejemplo, o cualquier otra. Que ella no estaría en St Mungo's y que, ni que estuviera en el hospital, sería imposible encontrármela al azar, en un piso que no es ni el de Remus, justo después de la luna llena. No es Lily, no es Lily, y punto. Y, además, ni que lo fuera, lo estamos superando, ¿no? Le dirías hola, un poco de cortesía formal, y bajarías las escaleras que te quedan, Jamie. Pero, no sufras, porque es imposible, y va en serio que lo es, que sea Lily.
Por si acaso, doy un paso atrás y miro hacia la puerta de salida. Se hace tarde, me recuerdo, pronto cerrarán la puerta principal y tendré que salir por la de atrás y recorrer media manzana hasta el andén de tele transporte, el único sitio donde, por culpa del ruido que hace aparecer y desaparecer, dejan hacerlo, lo suficientemente lejos de los pacientes como para molestarlos. Me tengo que ir ya, decido. Quizás mañana pueda pasarme por aquí otra vez y, aparte de comprobar por fin que no era Lily, podría ayudar un poco a quienquiera que sí sea, animándola y charlando con ella un rato si está muy aburrida. Y, quién sabe, igual soy lo suficientemente superficial como para decidir que me gustan las pelirrojas o igual demuestra ser una persona increíble, pelirroja o no, y acabo superando lo de Lil de una vez por todas. Incrédulo conmigo mismo, bufo suavemente antes de girarme y volver hacia las cortinas, que se abren suavemente para que entre de nuevo en el pasillo. Las luces de las velas, incluso al mínimo, como están, me ciegan unos instantes, por contraste, y me quedo parado en la puerta hasta que me acostumbro. Tan pronto como abro de nuevo los ojos y empiezo a caminar hacia las escaleras, por desgracia, me asaltan dudas. ¿Y si sí que era Lily? Pero no podía serlo, ella no estaría aquí, no tendría por qué. Pero, ¿y si sí? O, ¿y si no, pero por pensar que sí podía serlo dejas de hablar con alguien que necesitaba compañía? Sería injusto que por una manía que debería tener superada alguien lo pasara aún peor, cuando podría haber hablado un poco con ella. Y, peor aún, ¿cómo dormiré esta noche sin saber si era Lily o no era Lily? ¿Cómo podré dormir sin haberlo comprobado? ¡¿Sin saber seguro que no?!
Gruño silenciosamente y maldigo por dentro. Soy infantil. Soy pesado. Y, encima, soy incrédulo. ¡No podía ser Lily, y punto! ¿No me basta con razonarlo? No podía ser ella porque, de ser ella, tendrían que haberla atacado para que estuviera aquí. Claro que, siendo hija de muggles, podría haber sido víctima de un ataque de los Devoradores. Podría haber sido herida, podrían haberla acorralado entre muchos, podrían haberla perseguido. Podría... Pero, me interrumpo rápida y algo enojadamente, entonces hubiera salido en el Profeta y ya lo sabría. No puede ser Lily, y punto. Ahora voy a bajar las escaleras y a salir como si no hubiera visto ninguna cabecita pelirroja. Hay muchos pelirrojos en el mundo; podría ser cualquiera. Voy a sacármelo de la cabeza.
Pero, sólo para poder dormir esta noche, sólo para quedarme más tranquilo, me permito una mirada atrás. Me giro, ya en el primer peldaño, y busco la puerta del patio, a través de la cual, teóricamente, no podría ver nada, ya que la silla estaba en la otra parte.
Estoy casi seguro que hay un cuento muggle en lo que ellos llaman... auch, espera... ¿Bimblia?, en el cual la mujer de alguien se convierte en estatua de sal por mirar hacia atrás en contra de las órdenes de Dios. Bueno, pues sé exactamente cómo se sintió.
Teóricamente, no tendría que haber visto nada. Teóricamente. Me hubiera girado, hubiera visto la cortina cerrada y me hubiera resignado a marcharme.
En cambio, la silla tenía que ser capaz de moverse y, al parecer, al darse cuenta su ocupante de que yo estaba en el patio, seguirme adentro. Y me giro, busco la puerta pero ni siquiera llego a verla, porque, mucho antes, mis ojos se encuentran con la silenciosa presencia de una pelirroja, herida y vendada, mirándome fijamente, con los ojos muy abiertos. Me paseo, con el corazón desbocado, por sus facciones, dulces, preciosas, tan conocidas que me duelen las manos de ganas de alargarlas hacia ella y acariciarlas suavemente, la veo bajar la vista un momento, con una mueca de dolor, y volverme a mirar, incrédula, después y, por más que lo intento, no puedo pensar en nada que no sea ella estando en ese pasillo. Tiene una pierna vendada y arañazos por la cara y en las manos y, aparte, se la ve pálida y demacrada. Tiene el pelo más corto que de costumbre, algo alborotado por la brisa, y va vestida, como Remus, con una túnica corta de color blanco, también con el logotipo de St Mungo's.
Y, después de tres meses y media recuperación emocional, oh, sí, es Lily.
No sé cuánto tiempo pasamos observándonos en silencio, ella sentada en su silla, que no se mueve, y yo, de pie, con una pierna a medio subir un escalón. No sé qué decir. No sé qué hacer. ¿Me acerco? ¿Me voy? ¿Sonrío? Mi cerebro se ha desconectado por completo, sólo viéndola ahí. ¿Decía que era imposible? Sí, lo era, pero tenía que acabar pasando. Llevo tres meses haciendo vida normal; en algún momento se tenían que cruzar nuestros caminos. ¿Tenía que ser con ella herida en el hospital? Ojalá no hubiera sido así pero, bueno, poco se puede hacer ahora. No sé qué le debe de haber pasado, no sé cómo no me he enterado en el periódico o en algún sitio, hubiera venido a hacerle compañía, hubiera venido antes... Fundiéndome ante la comprensión de que está herida y, muy probablemente, sola, ya que no me imagino a la bruja de Petunia viniendo a visitarla, mis labios se curvan en un esbozo de sonrisa compasiva. Me decido a acercarme a ella y avanzo un paso, subiendo el único escalón que había bajado, sin dejar de mirarla a los ojos, pero ahí me quedo. Es Lily, es todo lo que puedo pensar. Es Lily y ella no querría que... Como un jarrón de agua fría por la espalda, imagino todo lo que Lily piensa de mí desde la fiesta de despedida de séptimo y mi estúpida declaración y, poco después, encima, mi patética actuación como rencoroso novio rechazado en la Varita, actuación de que he tenido tiempo para avergonzarme, del derecho y del revés. Y, por miedo, no me engaño, a ser rechazado otra vez, congelo la sonrisa en mi cara pero, en lugar de avanzar hasta ella, la saludo con un movimiento ambiguo de cabeza, me giro y corro, escaleras abajo, hacia la salida. Casi espero que me llame, casi espero oír su voz, con la esperanza de que no fuera eso lo que ella quería, pero, en todo el trayecto hasta la salida, no oigo otra cosa que mi corazón, latiendo fuerte, en mis oídos.
