CAPÍTULO IV
LA VILLA DE LA LUNA ROJA

El cansancio fue un nuevo elemento que dificultó la llegada de Mu a la Villa de la Luna Roja. A pesar de erigir tantas defensas en su mente, lo cierto es que entre más se aproximaba a ella, mucho más difícil era mantenerla ajena a los intensos sueños que había tenido durante ya varias semanas.
Y no era nada más que los sueños se estuvieran repitiendo con más frecuencia, también la cantidad de gente que viajaba en caravanas hacia el mismo lugar a donde el se dirigía. Gente de todas las clases y distinciones sociales, la mayoría de ellas con un elemento en común: la desesperación.
Todos viajaban a la Villa de la Luna Roja para pedir un favor al prodigioso Niño Dios que había llegado a ayudar a los humanos que se acercaran a él.
El corazón de Mu se conmovió en varias ocasiones ante peticiones para la solución de problemas que parecían en realidad imposibles de sortear: gente paralítica o ciega que quería la bendición del supuesto dios para poder superar esta condición, hasta los más vanos que iban a pedir riquezas para recuperar su status perdido, por supuesto, con el pago a cambio de que, una vez obtenidas las riquezas, erigir templos carísimos, erigir estatuas o incluso llevar al Niño Dios a vivir entre aquellos que beneficiara.

"Todos tenemos un motivo, no somos más que mendigos ante los dioses."

Meditó Mu con enojo ante aquellos que buscaban al Niño por motivos que no consideraba justos.
"¿Y usted? ¿Qué busca?" preguntó una vez una anciana que iba a pedir que su único hijo apareciera, ya que sin él, no podía vivir pues era el que la procuraba, sus últimos ahorros se los había gastado en esa caravana que provenía desde una aldea cercana al Ganges.
Mu meditó un momento antes de responder. ¿Eran sus motivos los justos para buscar a este niño?
"Yo, yo sólo quiero ver el milagro." Se respondió Mu tras mucho meditarlo. "Quiero ver qué tan cierto es esto."
"Entonces ¿usted no creé que sea verdad?" preguntó la anciana con angustia.
Mu no pudo menos de dejar de pensar en la angustia que los pequeños niños sintieran días atrás cuando aquel rapaz negara la existencia de la magia.
La mujer se estremeció y unas lágrimas rodaron por su cara.
"Es mi última esperanza... si mi hijo no aparece, estoy condenada."
Mu le respondió amablemente.
"Señora, soy un fiel creyente de que cosas aparentemente imposibles pueden ocurrir en este mundo... por eso, es que me dirijo a la Villa, porque quiero presenciarlo con mis propios ojos."
La anciana sonrió hacia Mu con un poco de su fe recuperada agregó:
"Pues sea lo que sea que busques, espero que te sea concedido."
"Lo mismo le deseo, señora." Respondió el Carnero Dorado.
Finalmente, tras cinco días de camino desde que saliera de la casa de Kifri, Mu llegó a las puertas de la Villa de la Luna Roja.

De arquitectura notablemente vieja, esta ciudadela perdida en medio de una de las abundantes selvas de la India ostentaba grandes bardas para protegerla de las bestias y posibles ataques humanos, la entrada presentaba dos fuegos alimentados de manera constante para evitar que se extinguiera y que pudieran ser vistos como faros en medio de la misteriosa y caótica noche de la jungla.
Y allí, revisando la entrada de cada peregrino, se encontraban dos imponentes guardias que se encontraban de brazos cruzados. Mu les observó. Y su Cosmos se asombró.
"Esos hombres..." dijo Mu usando toda su percepción extrasensorial. "Emanan fuerza y poder... ¡tienen unos cosmos muy poderosos." Queriendo evitar llamar la atención, Mu introdujo sus manos en sus mangas tras cubrirse un poco más el rostro con su sombrero chino.
Pero los guardianes no eran fáciles de engañar, en efecto, estaban entrenados en el Cosmos, y les llamó la atención el leer los movimientos de aquel hombre para pasar desapercibido, lo que le hizo sospechoso desde un comienzo. Mirándose uno al otro, asintieron. Cuando Mu pasaba junto a ellos, le detuvo el más cercano.
"¡Tú!"
Mu se detuvo en seco. Era evidente que no había logrado su propósito, lo mejor era seguir la farsa. Retirando un poco el sombrero de su rostro, con gesto amable respondió al imponente hombre.
"¿Si, señor?" dijo con una sonrisa. "¿Qué desea?"
El hombre, sin sonreír le miró escudriñante durante unos segundos antes de responder.
Mu pudo, a esta distancia, hacer lo mismo con el hombre alto ¡tan alto como Aldebarán!. Fácilmente sobrepasaba los dos metros, quizá alrededor de los dos metros con diez centímetros, de grandes orejas y ojos pequeños pero inquisidores. Su piel morena, curtida por el sol, y en el brazo izquierdo, desnudo, llevaba el tatuaje de una formación de estrellas que Mu no podía reconocer.
"¿A qué has venido hasta acá?"
"¿Yo señor?" preguntó Mu con tono inocente. "Pues he venido a agradecer los favores otorgados por el Niño Dios a mi familia."
Con suspicacia, el hombre le observó. Mu sonreía, aparentemente ignorante ante esto. El otro hombre se unió al dúo.
"¿Qué pasa, Kantar?"
El otro hombre era aún más moreno que el primero, y más bajo, aunque aún así, sobrepasaba la altura de Mu con tranquilidad, alrededor del metro con noventa y siete centímetros, este hombre también mostraba en uno de sus hombros varias estrellas en conjunción, diferentes a las de Kantar, pero que guardaban como única semejanza con las otras que eran irreconocibles para Mu.
"¿Necesitas ayuda?" preguntó una vez más.
Observándolo con atención, Kantar miró una vez más a Mu queriendo desvelar sus intenciones, pero Mu solamente se dedicaba a sonreír de manera amable.
"No, no, Prabtú." Dijo finalmente Kantar. "Solo una curiosidad."
"¿Puedo seguir con mi camino?" preguntó Mu. "Mucha gente sigue entrando y quisiera asegurarme un buen lugar para dormir."
Kantar hizo la seña de que prosiguiera.
"Muchas gracias, Señor, que los dioses lo colmen de bendiciones." Así Mu entró a la Villa de la Luna Roja.
Sin embargo, Kantar no podía dejar de mirar a aquel hombre que se internaba a la Villa con un dejo de desconfianza.
"¿Qué pasa, Kantar?" preguntó una vez más Prabtú.
"No lo sé..." dijo el cuestionado con voz pausada. "Ese hombre tiene algo que no logro detectar, pero es diferente al resto."
"Será mejor avisar a Makutí... el sabrá que hacer." dijo Prabtú.
"Si, tienes razón."
"Muy bien." Respondió Prabtú, mientras Kantar se alejaba. La procesión de personas seguía adelante sin ninguna otra novedad.

Las afueras de la Villa eran un campamento en el que era difícil distinguir un espacio vacío. Casas de campaña para los más preparados, algunos cobertores para otros, y de plano, el cobijo de un árbol para aquellos que llegaban con más necesidad.
Llanto de niños hambrientos, y el murmullo que acompaña a las concentraciones de gente, donde cada conversación tenía un sentido, pero que en conjunto lo perdían. Y entre ellos, Mu, que aunque cansado se veía, completo y fuerte. Comprendió que había sido precisamente su lenguaje corporal el que lo había delatado. Toda esta gente tenía motivos poderosos para venir, para pedir algo. Siguiendo su camino llegó hasta un edificio de piedra que tenía un aspecto antiguo, con grandes portones cerrados.
Mu lo analizó. Sin lugar a dudas era este un templo, y mucha gente se había apilado a sus alrededores, pero dejaba sin tocar los escalones, quizá alguna regla... o la reverencia propia de sus ideas. Observando los grandes y gruesos muros, y las pesadas puertas, Mu se dispuso a usar su cosmos para traspasar el sitio cuando de pronto, fue interrumpido por la voz amable de un hombre de edad madura, jorobado que se sostenía sobre un bastón.
"¡Te saludo en paz, viajero! Bienvenido seas a nuestra Villa." Saludó con voz imponente que intentaba ser amable, y sin embargo...
Mu sorprendido por la súbita aparición de ese hombre se volvió asombrado para ver el origen de esa voz.
Con sonrisa franca, un hombre de alrededor cincuenta años y piel morena le sonrió. Su arrugado rostro y su encorvado cuerpo no le dijeron mucho a Mu, sino que sea un amable habitante de la Villa.
"¿Qué?" preguntó Mu fingiendo sobresalto, aunque en realidad, su cosmo se puso en guardia.
"Ya veo que lo asusté, disculpe usted." Agregó el hombre que caminó al encuentro de Mu. Llegando hasta el, le ofreció una referencia. "Mi nombre es Makutí, y soy el sacerdote de esta aldea, y claro está, de este templo."
Mu aparentemente recuperado de la sorpresa correspondió al saludo del misterioso Makutí de manera respetuosa y sincera.
"El mío es Mu."
"Mucho gusto, Mu..." y llevándose una mano al mentón, Makutí agregó. "Tu nombre es poderoso, lleva entrañado el misterio de miles de almas."
El joven abrió los ojos asombrado. Era evidente que este hombre era más allá de lo que aparentaba, no solo logró acercarse sin que él se diera cuenta, sino que en apariencia, parecía conocer datos que muy pocos hombres debían saber.
"Y dime, Mu..." continuó el hombre. "¿A qué has venido hasta estas tierras, si es posible conocer los motivos?"
Mu respondió de manera rápida a esa pregunta.
"He venido a ver al Niño Dios, ése que se rumora está aquí realizando tantos prodigios."
"¿Vienes buscando auxilio?" preguntó una vez más Makutí.
"Si, puede ser... vengo buscando respuestas."
Makutí le miraba con una sonrisa, pero sus ojos observaban cada gesto y cada movimiento del cuerpo de Mu.
"Respuestas... sí, todos las buscamos de una forma u otra ¿no es verdad? La búsqueda de respuestas es lo que me llevó a mí a seguir el sacerdocio." Volviéndose hacia la puerta del templo, Makutí sacó lo que parecía ser una llave. "En verdad veo que eres diferente al resto de la gente que ha llegado hoy, como estos últimos meses, a nuestra aldea, por principio, te acercaste al templo, cuando la mayoría no lo hace."
Mu se sonrió para sus adentros. Era evidente que no podía dejar de hacerse notar aunque quisiera lo contrario.
"Si, joven Mu, como te decía, la búsqueda de respuestas es la que me llevó a ser Sacerdote. La búsqueda de respuestas respecto a la justicia y la verdad detrás de los dioses y su relación con los hombres."
"¿Y ha encontrado las respuestas?" preguntó Mu interesado.
El hombre reflexionó unos instantes y finalmente agregó.
"Creo que apenas las he ido comenzando a encontrar..."
A Mu le hubiera gustado escuchar una respuesta más concisa, pero era evidente que Makutí no quería hablar más por el momento.
"En fin, joven Mu, espero que las respuestas que tú buscas las encuentres más rápido de lo que me han tomado a mí."
"Quizá usted me podría ayudar a que así sea..." dijo Mu arriesgadamente.
Makutí lo miró perplejo y le preguntó.
"¿De qué forma?"
Mu aclaró su garganta y se acercó al hombre.
"¿Sería posible que viera al Niño Dios ésta misma noche?"
Makutí escuchó la petición y miró desde detrás de la piel ajada y áspera de su rostro a ése hombre con ojos tan inocentes y que sin embargo, mostraban un fuego intenso prendido al fondo de su alma. Tras analizar todo esto, el sacerdote se sonrió y dijo:
"Creo que finalmente no eres tan diferente al resto de la gente que viene aquí, mi estimado muchacho." Viendo de frente una vez más a Mu, Makutí explicó. "Es imposible que lo veas antes de las fechas previstas. El Niño Dios está al alcance de la gente sólo los primeros tres días de la Luna Llena, es decir, dentro de cinco días."
Mu no pudo disimular un poco la contradicción que esta respuesta le causaba, pero si había esperado ya casi un mes, cinco días no sería nada.
"Comprendo." Dijo sin más. "Esperaré como el resto de la gente lo hace."
"Sin embargo..." agregó el hombre. "Lo que puedo hacer es permitir que entres mañana al templo, creo que te agradará estar allí, ya que tan ansioso te encuentras, quizá parte de tus respuestas las encuentres allá adentro." Agregó el hombre aún con ese tono meloso que no hacía sino alertar el sexto sentido del Carnero Dorado.
"Será un honor, muchas gracias." Mu hizo una reverencia de respeto al Sacerdote que comenzó a alejarse.
"Sin embargo, debes tener claras algunas cosas..." dijo Makutí sin amenazar. "Para poder obtener respuestas, debemos estar seguros de aquello que queremos preguntar." Respondiendo a la reverencia, Makutí le dijo. "Te veré el día de mañana, Mu."
A paso lento, Makutí se alejó hasta perderse entre las sombras. Mu dejó pasar unos momentos antes de volver de nueva cuenta su rostro hacia el Templo y se preguntó si las respuestas que buscaba estarían adentro de ese templo.
Alejándose del lugar, se acercó hasta el campamento improvisado por los peregrinos.
La muchedumbre comenzaba a descansar, aunque la mayoría de la gente que le rodeaba tenía por lo menos veinte días allí en espera del nuevo milagro. El olor y la concentración del gentío era algo apenas soportable... ¿cómo es que el hombre arriesgara tanto por su bien? ¿su tranquilidad, su reposo?
Esa noche pudo ver a una mujer que lloraba ante su hija que presentaba una pierna totalmente gangrenada... ¡era un verdadero milagro que la gangrena no hubiera acabado con la niña!
La pequeña ni siquiera podía llorar más, el dolor y el cansancio hacían que el llanto de la niña fuera sólo un leve quejido, más parecido al estertor de un animalito muriendo, que nada más. El llanto de ambas, seco. Mu se dio media vuelta para no pensar más en ello y poder dormir, pero justo enfrente de él veía como un niño de vientre voluminoso mamaba el seco pecho de su madre, las moscas hacían un banquete del niño que parecía más un cadáver que un ser vivo. La madre mostraba los signos de inanición también, con piel frágil y casi pegada a los huesos evidenciando una verdad terrible: los débiles son las primeras víctimas de la pobreza.
Un estremecimiento recorrió a Mu, cerrando los ojos. Todas estas personas venían buscando un bien, y mucha otra gente había sido bendecida por estos milagros... ¿porqué esta inquietud?
Sin darse cuenta, Mu logró conciliar finalmente el sueño.
Y una vez más, sin invitación, éste fue invadido por esa presencia fuerte que suplicaba ayuda durante sus noches, que le había sacado de Jamir y el cual, se iba haciendo cada vez más inevitable, a pesar de ello, Mu ahora estaba preparado.
"Si hay alguien... ¡qué me ayude!" Repitió su súplica eterna aquella voz.
"Yo, yo quiero ayudarte." dijo Mu a aquella misteriosa voz que le visitaba cada vez más frecuentemente, con fuerza, haciendo brillar su cosmo con la mayor calidez y luz posible, algo que pudiera consolar el sentimiento de desesperación que aquella voz transmitía.
"¿Qué?" preguntó sorprendida la voz del sueño. "¿Quién es?"
"Mi nombre es Mu y quiero ayudarte... he escuchado tú súplica estos últimos meses y estoy buscándote, pero necesito saber ¿quién eres? ¿porqué necesitas ayuda?"
No hubo respuesta. La vozde su sueño enmudeció misteriosamente.
"¿Sigues allí? ¿No puedes responderme? ¡Dame una señal!"
Pero Mu no escuchó ninguna respuesta. Y por vez primera desde que estuviera acercándose a la Villa, Mu logró dormir sin ninguna pesadilla.

Y así, el amanecer sorprendió a Mu.
Unas cuantas horas después, Mu recibió un plato de parte de una de las personas que estaban a su lado de hojuelas de trigo y un poco de miel.
"Darle esto no me hará más pobre." Dijo la mujer que le diera el plato con una sonrisa.
Tras terminar el plato de desayuno, Mu se dirigió hacia un río donde encontró a mucha gente lavándose las cabezas y lo más que pudieran del cuerpo. Mu lavó su cuerpo y se daba cuenta de que, en medio de sus problemas y desesperación, la cercanía de la aparición del Niño Dios hacía que la gente se sintiera más aliviada y amable.
Hacia media mañana, Mu se encaminó al templo donde la noche anterior se encontrara con Makutí. Al llegar se dio cuenta de que el sacerdote no le esperaba allí.
Mu se sentó en uno de los escalones a esperar la aparición del sacerdote. Observó con curiosidad, en un momento, el paso del hombre que le detuviera en la entrada de la Villa, el hombre llamado Kantar, el cual iba acompañado por Prabtú. El primero vio a Mu sentado en los escalones y se saludaron ambos con una inclinación de cabeza.
"No confía en mí." Pensó Mu entrecerrando sus ojos.
"No hay que perderle de vista." Dijo Kantar a Prabtú.
Ambos hombres se alejaron. Mu, sin poder determinar de manera exacta si lo que percibía era un extraño cosmo de pronto se volvió hacia atrás encontrándose con el sacerdote parado detrás de él. El Carnero Dorado se puso de pie rápidamente ante esto.
"Buenos días, amigo mío. Veo que eres puntual." dijo el sacerdote.
Inclinándose, Mu respondió.
"Estoy aquí por su recomendación, Makutí."
Asintiendo Makutí agregó.
"Confío en que hayas podido descansar bien y que la gente a tu alrededor haya podido dejarte dormir."

Mu no perdía detalle de cada inflexión de la voz del hombre, intentando determinar la causa de aquello que le hacía sentir esa alarma en este hombre que, por otra parte, se mostraba tan afable y tan indefenso.
"Al principio fue difícil, debo admitir, pero finalmente logré hacerlo." Respondió finalmente el Carnero Dorado a la observación del sacerdote.
"Si, cerrar los ojos a veces no resulta tan difícil como pensamos." Respondió Makutí.
"¿Fue un reproche?" se preguntó en su mente Mu. "¿Qué quiso decir?"
"Pero en fin..." dijo Makutí volviéndose hacia la puerta del templo extrayendo una llave para abrir las pesadas puertas. "A lo que has venido."
Introduciendo la llave a la puerta, con aire pesado y con un crujido las puertas del templo se abrieron. El olor a incienso invadió el olfato de Mu, y sin necesidad de mucha luz, pues sus ojos eran poderosos, pudo distinguir el fulgor de tributos que había dentro.
¡Miles! ¡Miles de ofrendas dedicadas al templo y su patrón!
"Adelante, pasa..." invitó Makutí. "Ven."
Con movimientos pausados, Makutí se arrastró hacia dentro del templo con Mu siguiéndole a una distancia cautelosa.
Velas, ofrendas de incienso y algunas en metal, flores de todos los colores, prendas de vestir, todas y cada una eran incontables en sí, que asombrosamente, todas significaban algo.
"Es la manera de nosotros de agradecer los favores de un dios." Dijo Makutí. "Siempre puede parecer algo absurdo ofrecer un regalo a alguien que lo tiene todo, tanto como para incluso, darnos ¿no es verdad?"
Mu estaba asombrado, acomodado todo en un orden cuidadoso, las ofrendas y agradecimientos formaban una columna que casi cubrían por completo ambas paredes del templo casi hasta el techo. Makutí se adelantó mientras Mu se arrodillaba a observar el detalle de ofrendas, tan variada como una flor violeta marchita hasta encontrar monedas y collares que parecían tener un cierto valor.
"La gente es generosa cuando los dioses cumplen su propósito."
Mu dejó una flor en su sitio, mientras veía hacia Makutí que seguía su camino hacia el fondo del templo.
"¿Su 'propósito'?" preguntó Mu sin comprender. "¿Cuál es el propósito que los dioses tienen?"
Makutí caminó hasta llegar al fondo del templo.
"Pues creo que lo has visto desde que venías en camino, ¿no es así?" preguntó el sacerdote. "Y en cierta forma, ante todas estas muestras de agradecimiento, pues es más aparente."
Mu se puso de pie mientras caminaba lentamente observando ambos lados del templo tan lleno de ofrendas.
"Los dioses están para confortar al humano, para darle aquello que solo por su gracia podemos obtener." Dijo Makutí con solemnidad. "En verdad no veo ninguna necesidad de dioses si no fuera así."
Mu se volvió hacia Makutí, el cual ahora encendía algunas velas en el altar y se arrodillaba con las manos juntas mientras tocaba una campana dorada. En silencio, Makutí se puso a orar, mientras Mu se acercó hasta el lentamente.

Allí, en el altar principal se encontraba una estatua. Pero era la estatua de una divinidad que no conocía.
Evidentemente representando a un infante, tenía características diferentes a lo que había visto... en deidades. Ojos rasgados, brazos fuertes y piernas pequeñas. La nariz del ídolo recordaba a la suya propia. Los ojos, rasgados como los suyos. Cabello pequeño y vuelto hacia arriba. El corazón de Mu comenzó a palpitar al notar el detalle en la frente del ídolo... entre ceja y ceja, separadas por un breve espacio ¡dos lunares lemurianos adornaban la frente del ídolo!
"¡No... no puede ser!" pensó para sus adentros Mu con sorpresa. "¿Qué es esto?"
Mientras que Makutí, en su oración frunció el ceño. Los signos no habían mentido, el extraño había venido a impedir la labor del Niño Dios... ¡tendría que ser detenido!

Continúa...