4 — PETICION
Camus carraspeó, solía hacerlo cuando se sentía nervioso, aunque comenzó a hablar rápidamente.
—Cuando me fui, el antiguo Patriarca me aseguró que pronto tendría aprendices a mi cargo. No me preguntó el motivo de mi marcha, supongo que debía sospechar algo.
—¿Sospechar algo? No sé el qué.
Camus le miró fijamente.
—Desde que te visité aquella vez y estuve contigo aquellos días... —Camus parecía incómodo, lo que divirtió a Milo tremendamente— nuestra forma de comportarnos cambió radicalmente, Dohko lo notó, y Shion, que era el Patriarca, tuvo que haberlo notado también. No creo que fuera estúpido y...
—No se te notaba en la cara, Camus. No llevabas escrito en la frente "me he acostado con Milo". Te volviste un paranoico.
—Iba contra mis principios, Milo, ¿Es que jamás conseguirás entenderlo?
Milo se levantó. Se colocó al lado de Camus y trató de masajearle la espalda.
—Todo te lo tomas a la tremenda. Todo. Tus principios fueron impuestos por tus padres, primero y por tu maestro, después. Lo que significa que pueden ser cambiados por tus propias experiencias.
—Lo que sentía por ti era insano, innoble. Inmoral.
—Lo que sentías por mí era tu propio corazón hablándote, Camus. Tu corazón, que se cansó de estar escondido en una urna de hielo y pugnaba por enseñarte lo que era la vida, lo que era el amor, lo que era...
—Todo fue lujuria, Milo. Simple y llana lujuria. Te deseaba cuando te veía caminar, cuando reías, cuando entrenabas, si te imaginaba duchándote mi cuerpo enloquecía, y yo tenía que disimular mi desazón a todas horas. ¿Cómo un caballero de oro, Camus de Acuario, fiel discípulo de Aristeo, iba a enamorarse de otro caballero de oro? ¿Cómo? ¡¿Cómo?!
—Cálmate, Camus, por todos los dioses.
Apoyó la cabeza sobre los brazos y empezó a sollozar. Milo estaba muy sorprendido del arranque de sinceridad de su antiguo amante.
—Camus... Camus... cálmate, ya todo pasó, éramos niños cuando ocurrió todo lo que me cuentas... ahora somos hombres, con capacidad para elegir lo que queramos.
—No podría mirar a la Diosa si la tuviera delante, Milo.
—¿De qué estás hablando?
—Soy indigno, estoy manchado, sucio.
Camus levanto la cabeza, con los ojos enrojecidos de llorar.
—Eres tan hermoso...
—¿No eres capaz de decir otra cosa que no sea algo relacionado con mi aspecto?
Sus ojos relampaguearon. Milo se apartó instintivamente.
—Háblame claro, Acuario.
—Más claro no puedo hacerlo.
—Claro que sí. Háblame como me hablaste aquella tarde, cuando viniste a verme aquí, al Santuario de Retiro, cuando venías muerto de miedo al saber que yo me iba a enfrentar a las Agujas Escarlatas, y pensabas que iba a morir.
El gesto de Camus se arrugó.
—Ahora ya no importa, Milo.
—Quisiera oírtelo decir otra vez.
—No me hagas esto.
—Dilo, Camus.
—Milo, por favor no me hagas esto...
—¡Dilo, Camus!
Camus se levantó, furioso, se arrancó la túnica y la lanzó, lejos, quedando majestuosamente arropado únicamente por su larga melena oscura.
—... Te pertenezco.
Milo levantó las cejas de puro asombro. En su mente empezaban a encajar algunas piezas.
Con lo testarudo que era Camus, que pronunciara aquellas sacrílegas palabras tan rápido, mostrándose en todo su esplendor, significaba que escondía algo.
—Tu favor, por el que has venido hasta aquí, ¿tiene algo que ver con la batalla que se avecina?
Camus le miró, frío, impertérrito.
—Sí.
—Ya veo.
Se agachó y le tendió la túnica.
—Y también tiene algo que ver con los caballeros de bronce.
Camus tembló, y no por el frío.
—Sí.
—He visto el estilo de combate de Hyôga.
Camus no contestó.
—Has venido a pedirme que sea indulgente con él...
Camus se puso la túnica, muy ruborizado.
—¿Es eso? ¿Me estás pidiendo que, si me encuentro con Hyôga en combate en la Casa del Escorpión, no le mate?
—Exactamente.
—Debes estar de broma, Camus.
El caballero de Acuario resopló.
—Es cierto, tú nunca estás de broma. Todo para ti es seriedad y frialdad.
—Eso ha sido un golpe bajo, Milo.
—Me gustaría saber cómo piensas protegerle.
Camus caminó hasta colocarse ligeramente alejado de Milo, aunque lo suficientemente cerca para hablar casi susurrando y que el otro le oyera.
—Interceptaré su camino en la casa de Libra.
—¿Dohko estará de acuerdo?
—Sí. Se lo he preguntado y no me ha puesto ningún tipo de inconveniente.
—No sé por qué tienes tanto miramiento con el niño. Si es su destino, tendrá que morir a manos de alguno de nosotros. Es posible que Mo, que los dioses sabrán dónde está escondido, les ayude, pero desde Aldebarán hasta Máscara, todos los demás tratarán de detenerles.
—Lo sé, pero me gustaría interceder por él.
—Pero, ¿Por qué? ¿POR QUÉ?
—Porque es mi discípulo más devoto.
En la cara de Milo apareció un rictus de estupefacción. Ahora encajaba todo en su mente.
—Y... ¿se lo has dicho?
—¿Decirle qué?
Milo se colocó distraídamente la cinta del pelo, truco que usaba para mirar a sus interlocutores con sus magnéticos ojos y casi hipnotizarlos con sus poderes. Pero éste ardid chocó contra el muro de hielo que Camus estaba empezando a proyectar.
—¡Estás enamorado de él! ¡De tu propio aprendiz!
—Estás desvariando.
—Entonces, ¿Por qué te proteges de mí? No voy a hacerte daño, Camus.
Camus rió amargamente.
—Siempre me has hecho daño. Con tus palabras, con tus actos... siempre, desde que te conozco, he sentido la mordedura del dolor en mi pecho. Sé que no lo podías evitar, que necesitabas ser libre, tener tu propio espacio, que todo lo que se te cruzara por delante de tus narices era susceptible de conquista y que luego nunca significaba nada —suspiró—. Sabes, Milo, yo te he esperado desde que te conozco, negándome a amarte por ser un hombre, muriéndome por dentro cuando te veía coquetear con las Amazonas de Athenea... luchando entre mi deber y mi honor, y mis sentimientos. Para ti todo era fácil. Para mí... no tanto.
—Yo era un muchacho, no sabía...
—¿... que me estabas destrozando?
Milo bajó la mirada.
—No tenía idea. No lo sabía.
—Después de que cedí a mis impulsos, después de que vine aquí y mancillé mi honor, como hombre y como caballero, convirtiéndome en tu amante, para ti ya había perdido el embrujo de la conquista. Ya había sido tuyo, te había suplicado que me tomases, que hicieras conmigo lo que te viniese en gana, y una vez derretido el hielo que me cubría perdiste todo el interés por mí.
—Nunca dejé de quererte.
—Te faltó tiempo para ir a por Shaka.
—Ya sabes como soy. No significó nada.
—¡Maldito seas, Milo! ¡Me tatué el escorpión sobre el ánfora de la diosa del Agua que llevo en la espalda por ti!
Esta vez Milo se quedó sin palabras.
—Eso era lo que querías, ¿no? ¡¿No?! Pues sí, lo hice, ¡Lo hice! ¡Y lo haría mil veces si mil veces nazco y te volvieses a cruzar en mi vida! ¡Mil veces profanaría mi cuerpo por ti! ¡Mil veces dejaría que tu voluntad me tratara como un perro esclavo! ¿No era eso lo que querías? ¿No deseabas que abriera mi corazón? ¡Muy bien! ¡AQUÍ LO TIENES! ¡Mis sentimientos, al descubierto! ¡Acuario derrotado ante el Escorpión!
—Santos dioses, Camus, cálmate.
—¡Estoy harto de calmarme! Voy a morir, Milo, voy a morir en esa batalla y tengo que impedir que Hyôga pelee en ella.
—Por eso has venido. Para proteger al muchachito que ahora ocupa tu corazón... estabas dispuesto a entregarte a mí para evitar que yo...
—... le mataras.
—Eres perverso.
—He tenido un magnífico maestro.
Milo se abalanzó sobre Camus y le agarró con firmeza del pelo, echándole la cabeza hacia atrás. Camus no se opuso, dejó que Milo expulsara su rabia aunque significara acabar a golpes, como tantas veces había sucedido.
—¡Si quieres que salve a tu precioso aprendiz, compórtate como la prostituta que eres, ya que has venido a ofrecerme tu cuerpo para pagar este asqueroso favor!
Camus no contestó. Cerró los ojos y las lágrimas pugnaron por salir de entre sus pestañas, aunque pudo aguantarlas. Milo estaba fuera de sí, le tiraba del pelo para arrastrarlo a la habitación y dejar libre su lujuria, pero Camus estaba decidido.
Sería violentamente, pero a Camus ya todo le daba igual.
Recordó como en el Santuario, el resto de caballeros se sentían apenados por el odio que se profesaban Camus y Milo. No podían estar juntos, cada vez que uno de los dos se cruzaba con el otro, un par de frases y empezaba la pelea. Camus con su Polvo de Diamante, Milo con su Aguja Escarlata. Si se unían los puntos que Camus tenía tatuados en su cuerpo por la uña de Milo, podría hacerse un mapa de carreteras. Y no fue una sola vez la que Milo tuvo que cortar parte de su melena porque Camus se la había congelado.
Camus se volvió taciturno y celoso, aunque lo disimulaba todo muy bien. Solo Dohko conocía la lucha interior del joven, y le aconsejó un retiro lejos de Grecia. Lejos de Milo. Lejos del amor de su vida.
Es muy triste, Camus, que le ames y que no puedas estar a su lado las palabras del viejo retumbaron en su cabeza, ahora que estaba desnudo sobre la cama y Milo estaba dispuesto a poseerlo a la fuerza. Tenía los ojos fuertemente apretados, los párpados le dolían, estaba concentrado para evitar el dolor que sentiría cuando Milo le penetrara... sin embargo, sentía una suave brisa, y parecía estar solo en la habitación. Abrió los ojos, y eso fue lo que encontró: soledad.
Su túnica reposaba a los pies de la cama. Milo no estaba allí.
Se vistió y salió en su busca. Milo estaba vestido con la armadura del Escorpión Celeste, preparado para irse.
Camus sintió una punzada de dolor, otra más, al ver la mirada de su antiguo amante.
—¿Te vas?
—Sí, el Patriarca me ha encomendado una misión.
—¿No pensabas decirme nada?
—No.
El dolor volvió a traspasar a Camus. Sus corazas de hielo se derritieron al ver la mirada de Milo. Era impresionante su aspecto con la armadura.
—Milo...
—Quizás tengas razón. Quizás soy un ser mezquino y despreciable. Quizás no he sabido conservarte como merecías, tratarte como merecías, amarte como merecías. Quizás no soy capaz de amar, que la lujuria y la lascivia lo inundan todo, que una vez realizada la conquista para mí todo pierde interés... quien sabe... quizás yo tampoco salga vivo de esta batalla, y quizás ya no me importe vivir.
—Si me hubieras dicho todo esto tiempo atrás, nada me habría separado de tu lado.
Milo se acercó a él, le agarró fuertemente por los hombros y le zarandeó.
—¡Dile que le amas! ¡No dejes que pase esta oportunidad! ¡Demuéstraselo!
—¡No, jamás! ¡Me rechazará, se reirá de su maestro y jamás me mirará de la manera que me mira ahora, Milo, no puedes entenderlo, yo soy TODO para él!
—Qué cabezota eres. En eso no has cambiado, pedazo de Témpano.
—No soy cabezota, soy consecuente con mis id...
Milo se carcajeó estruendosamente.
—¿Te demuestro lo que es ser consecuente?
Camus levantó las cejas de asombro cuando el otro se abalanzó sobre él, y le besó tan apasionadamente que casi dejó al caballero de Acuario sin respiración. Camus le devolvió el beso, Milo era el único que le había besado, era el dueño de su lujuria, y sus brazos rodearon la fría armadura mientras el cosmos del escorpión comenzaba a brillar. Un aura de pasión envolvió a Camus ferozmente, y deseó ser suyo, deseó que Milo le poseyera, deseó ser el chiquillo que tanto amó al caballero del Escorpión, pero ahora Hyôga poblaba sus pensamientos. Sabía que el Cisne jamás sería suyo, era muy joven para darle a entender que las veces que le arropaba, las que le daba calor con su cosmos en las noches heladas, las que lo llevaba en sus brazos exhausto por el entrenamiento, las caricias en su rubia cabellera eran fruto del amor y no de la fraternidad. Le amaba sinceramente, se había ido enamorando del joven ruso un poco cada día, cada sonrisa, cada lágrima, cada gota de sudor significaban un cúmulo de detalles que, en el atormentada alma de Camus habían cristalizado en amor. Aunque jamás consiguiera estar con él, al menos podía sentirse satisfecho por haberle conocido, por haberle entrenado, por compartir con él seis años de soledad glacial y haber descubierto que estaba cansado de negarse a sí mismo lo que era: un hombre con unas enormes ganas de amar y de ser amado.
También sabía que si le decía a Hyôga lo que sentía, asustaría al muchacho, le haría mucho daño. El era lo que le unía con el mundo de los vivos, la obsesión del Cisne por su madre muerta era tal que sin las enseñanzas de Camus y el sacrificio de Isaak, Hyôga estaría muerto.
Y allí estaba él, entregándose a Milo, sin reservas.
Milo despegó sus labios de los de Camus y le abrazó, cálidamente, románticamente, le acarició el pelo suavemente y le susurró al oído.
—Ahora tu corazón es capaz de amar. Nunca te lo permitiste conmigo, por eso sufrías constantemente.
Camus apoyó su cabeza en el hombro de Milo. Pero el escorpión se separó de él.
—Tengo que irme, Camus.
—Lo sé.
—Nunca he dejado de amarte, has sido la luz en mi caótica vida.
—Yo tampoco he dejado de amarte, Milo. Cuídate.
El escorpión se giró, y cuando empezaba a bajar de la casa, se volteó para mirarle por última vez.
—No le mataré. Si demuestra ser un caballero, el combate será justo pero no será mortal. Solo si me desafía como caballero de Athenea, me enfrentaré a él como caballero de oro.
—Gracias, Milo.
—Te lo debía, Témpano... aunque ya no creo que merezcas que te llame así.
Y por primera vez en mucho tiempo, vio a Camus sonreír.
Y dolorosamente, supo que daría todo lo que tenía por conseguir, por sí mismo, arrancarle una sonrisa tan radiante al caballero de Acuario.
Pero eso ya sería en otra vida. Y jamás se separaría de Camus.
El auténtico amor de su vida.
