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—Y este ataque conseguirá, ejecutado en completa concentración, que tu enemigo quede a tu merced— dijo Aristeo al atento Camus—. Pero tendrás que realizarlo en un lugar donde haya gran profusión de nieve o hielo, ya que estarás unos segundos desprotegido. Luego, una vez congeladas las rodillas, el enemigo caerá por su propio peso y el Polvo de Diamante lo rematará. ¿Lo has entendido?
—Sí, maestro.
Aristeo sonrió.
—Maestro, ¿Me da su permiso para retirarme a meditar?
—Claro, Camus. Utiliza tus técnicas cuando estés en total calma, con las dudas fuera de tu mente, y perfecciona tu autocontrol. Te vendrá bien practicar un poco.
—Gracias, Maestro.
Camus se despidió de Aristeo y se dirigió al oráculo de la Diosa, en parte para estar solo y en parte para continuar con sus entrenamientos, pero de una forma mucho más distendida. No se relacionaba con nadie en el Santuario, todo era disciplina y meditación. Aristeo siempre le tenía estrechamente vigilado, como si cada vez que alguien le mirara, Camus fuera el culpable. No entendía ese celo, aunque ya estaba empezando a acostumbrarse a tener al maestro pegado a su nuca.
En el oráculo, la diosa tenía un pequeño jardín en su honor que Camus solía admirar: Una pequeña cascada caía regando la árida tierra; el conjunto simulaba un oasis en pleno desierto. Camus pasaba allí gran cantidad de horas, contemplando aquella maravilla.
Y allí liberaba su deseo más oculto: Milo.
A veces se sorprendía a sí mismo escuchando su propia voz llamando al escorpión, y no le sonaba del todo mal. Imaginaba que éste llegaba un día, y le tomaba de la cintura, besándolo con pasión hasta dejarlo sin respiración... Camus permitía que aquella divina boca que pocos mortales habían tenido ocasión de ver sonreír lo hiciera. Desde luego esas ideas románticas no encajaban en su perfil de Témpano de Hielo.
Témpano de Hielo... Estaba seguro que dicho nombre había salido de la mente retorcida de Milo.
Milo... no había podido sacárselo de la cabeza desde que lo vio, en el Templo del Escorpión Celeste, y sabía que sólo podría amarle en silencio, de la misma manera que lo miraba, a hurtadillas, cuando Aristeo no se daba cuenta.
Su hermoso Milo. El más seductor de los aprendices del Santuario.
Aquella tarde hacía tanto calor... Camus se sentía tan sudoroso que le apetecía despojarse de la túnica y bañarse bajo la cascada.
Levantó una ceja, miró a su alrededor y al comprobar que no había nadie en los alrededores, eso fue lo que hizo. Se quitó las sandalias, las grebas, la protección metálica del corazón, la túnica y se quedó en aquello que los griegos podían denominar "ropa interior". En Francia eran menos austeros con la ropa, había pensado Camus, pero en aquel momento le daba todo igual. Entró en el lago, y se colocó bajo la cascada, en la posición del loto.
—Si esto no se parece a los Campos Elíseos, nada se le parecerá...
Con una mano, tomaba pocillos de agua y los congelaba, para luego hacerlos navegar por el lago. Incluso congeló algunas de las caídas de agua, dejándolas como estalactitas en la cascada. Sonreía, le encantaba poder utilizar así sus poderes, para crear belleza.
Una vez calmó su calor, salió del agua y dejó que su melena se secara bajo el castigador sol de verano. La temperatura era muy alta, y a Camus no le apetecía colocarse las dos capas de túnica, por lo que solo se vistió con el corto peplo y se lo amarró con el fajín, dejando el otro sobre el césped.
Volvió a generar pequeños icebergs y a contemplar como navegaban, tumbado boca abajo sobre el prado.
Hasta que un ruido le sobresaltó.
Se levantó como un puma, felino, y abrió la boca, incrédulo, cuando sus ojos se encontraron con unas gemas azules chisporroteantes de curiosidad.
—¡Mi..Milo!
—Hola, Acuario.
El aprendiz de Perséfone estaba allí, saliendo de entre los arbustos, y observando todos sus movimientos.
—¿Qué estás haciendo aquí?
—Nada— contestó el escorpión.
Camus se irguió, poniéndose a la defensiva.
—Entonces te dejo solo. Hasta luego.
—No, espera, no te vayas.
Camus se quedó enfrente de Milo, muy nervioso. Su autocontrol consiguió que el otro no se diera cuenta.
—Siento haberte molestado, Camus, pero me gustaría que no te fueras aún. Siempre eres tan esquivo...
—Aristeo me estará buscando.
—¿Sabe que estás aquí?
—No.
—Mejor que mejor. Así podremos hablar un rato.
—No tengo nada que hablar contigo, Milo. Si me disculpas...
—No tan rápido, hombre. Tanto entrenamiento no puede ser bueno...
Milo le agarró de una muñeca, y notó cómo Camus se tensaba.
Le soltó.
—No pretendo incomodarte, discúlpame.
—No me incomodas, es solo que no quiero disgustar a mi maestro— Camus parecía azorado.
—Eres el más devoto de todos los aprendices. Un rato hablando con un compañero no disgustará a nadie, Camus.
"Qué bien suena mi nombre en sus labios" pensó el espigado aprendiz.
—Siempre tan serio... ¿En qué piensas para tener esa mirada tan lánguida y... tan hermosa, Acuario?
Camus se quedó de piedra al oír aquello.
—¿Cómo dices?
—¿En qué te inspiras para tener ese autocontrol tan perfecto? Yo no soy capaz de llevar mis golpes a puntos tan certeros...
"Tengo que calmarme" —pensó el joven Acuario— "y marcharme cuanto primero mejor, ya empiezo a oír cosas raras, debe ser el calor"
—Y tus labios son tan jugosos...
Camus sentía que la cabeza le daba vueltas.
—Te... tengo que... irme...
—¿Te encuentras bien?— Milo sonreía.
Las piernas le flaquearon.
—No... no demasiado bien, no te preocupes por mí, se me pasará pronto.
Se apoyó en un árbol y esa fue la ocasión que Milo estaba esperando.
Con su poder de Restricción, uno de los poderes del Escorpión Celeste, estaba mareando con ondas cerebrales a Camus. Quizás no fuera un truco muy ético, pero como alguien decía, "en el amor y en la guerra todo vale".
—Quieres que te traiga algo, ¿agua? ¿comida? ¿o mejor deseas colocarte sobre mí y hacerme tuyo?
Camus se quedó con la boca abierta.
"¿Qué me está pasando? ¿Por qué oigo estas cosas tan...?" "¿Por qué deseo de esta manera tan salvaje que todo lo que oigo sea verdad?" "Me está volviendo loco..."
—Estoy bien— atajó la conversación.
Milo sonrió triunfalmente.
—No lo pareces.
—Estoy... bien...
En ese momento, Milo se acercó suavemente hacia Camus, hasta colocarse a pocos centímetros de él. Sus cuerpos no se tocaban, aunque pudo notar cómo sudaba el aspirante a la armadura de Acuario y cómo tenía la respiración entrecortada. Pensó que ya bastaba de hipnotizarle, que ya era fruta madura dispuesta a ser recogida.
Lo agarró por la cintura, y colocó sus labios sobre los de Camus.
Lo que no contaba Milo era que Camus fuera a reaccionar como lo hizo.
Primero, abrió los ojos, sorprendido. Luego, los fue entrecerrando y abrió la boca a su vez, dispuesto a recibir la lengua del otro, para custodiarla como si fuera Cerbero en las puertas del Hades. Sintió las manos de Milo en su cintura, y comprobó cómo su propia excitación crecía como un volcán en erupción. Así que se acercó más a Milo, para pegar su cuerpo al de él, dejando que una sensación de abandono muy placentera le recorriera. Milo le tenía agarrado por el cuello, los dedos entre aquella mata oscura de cabello moreno y sedoso, y su respiración era armónica, algo agitada, pero acompasada.
Camus era un torrente de sentimientos. Acercó más aún el cuerpo del escorpión al suyo propio, aunque cuando se dio cuenta de que Milo estaba casi tan excitado como él, le empujó.
Se limpió la saliva con el dorso de la mano, y miró a Milo, horrorizado.
Milo estaba extasiado con el comportamiento de Camus.
Camus cogió el peplo del suelo, las glebas, la protección metálica y trató de salir corriendo.
—¡Camus!
—¡Déjame ir! ¡Esto no ha ocurrido!
—No puedes negar lo que sientes por mí— susurró Milo.
—No siento nada por ti. Te estás engañando.
—Tú eres el que te engañas, yo sé lo que soy y lo que me gusta. Tú pareces ignorarlo.
—Cierra la boca o te la cerraré yo— Camus estaba enfurecido.
—Hazlo con tus labios, Acuario, y yo te llenaré de caricias...
Sonreía, triunfal.
Camus cerró el puño y le lanzó un ataque al desprevenido Milo.
Se quedó estupefacto cuando vio las puntas de su preciada melena, congeladas.
Pero le restó importancia al incidente, ya que estaba maravillado de haber sentido todo aquel torrente de sensaciones con el chico más arisco del santuario. Ahora sólo quedaba conseguir verlo regularmente para hacerle comprender que estar con él, con Milo el deseado, era lo mejor que podría ocurrirle.
En la Casa de la Vasija, Camus, tirado sobre la cama, no podía dejar de pasarse los dedos por los labios, maldiciendo su mala suerte por no haber podido detener a Milo antes que su pecadora boca profanara la suya.
Pero en su fuero interno estaba feliz. Había recibido su primer beso, y era del joven del que, muy a su pesar, estaba ciegamente enamorado.
Si Aristeo se enteraba de aquello, le mataría.
