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"El primer amor conlleva el primer dolor..." Camus descubrió la realidad de aquella frase muy pronto. Para él, educado desde niño en la creencia de que los placeres carnales son acciones impuras y que un caballero ha de mantenerse célibe hasta el fin de sus días, el haber tocado con sus labios a Milo significaba una afrenta a la diosa, a Aristeo, a sí mismo y a todo lo que le habían inculcado desde que tenía uso de razón. Pero todo eso podría haberlo sobrellevado con una fingida calma si no sintiera aquel agudo dolor en su pecho que le taladraba cada vez que oía su nombre.

Milo, el escorpión.

Todas las fibras de su cuerpo gritaban, apasionadas, cada vez que aparecía el nombre de Milo en las conversaciones. Aquel beso maldito le ardía en la boca, le mataba lentamente, suavemente... salvajemente...

Deseaba volver a verle, aunque sólo fuera una vez, para contemplarlo como tantas veces había hecho. Pero Milo nunca estaba solo. Siempre estaba acompañado por algún aprendiz, o por su maestra, o por cualquiera que se encontrara en su camino y que tuviera ganas de charla. Todos aquellos que compartían el tiempo y espacio de Milo se convertían, a los ojos de Camus, en enemigos.

Y Camus se sentía tan ínfimo ante todos aquellos competidores...

Le buscaba con la mirada, como un águila vigila a sus polluelos, a distancia, sin inmutar ningún músculo de su bello rostro. Pero Aristeo era más listo de lo que el joven francés imaginaba. Le acompañaba día y noche, en los entrenamientos y en el Templo. Incluso en una cena a la que fue invitado a la cámara del patriarca, Aristeo parecía que estuviera fusionado al joven Acuario.

—Cuéntame, Aristeo, ¿Qué tal fueron las cosas por tu retiro en la Bretaña?— le preguntó Shion, mientras observaba al joven Camus de reojo.

—Muy bien, Patriarca. Pero había pensado en llevarme a Camus a España, justamente a los Pirineos, al Santuario Montañés donde desde generaciones se han entrenado los caballeros de la Cabra Montesa.

—Tienes a tu aprendiz casi preparado para la prueba. No veo necesario tanto retiro.

—Vuestras palabras son siempre sabias, Patriarca.

—Vamos, Aristeo, no es necesaria tanta pleitesía, estamos en una cena de amigos...

—Perdonadme, Patriarca, pero el respeto...

—Y tú, joven Camus, ¿has hecho muchos amigos en el Santuario? No te suelo ver acompañado de los jóvenes que entrenan en los campos cercanos al Coliseo— trató Shion de introducir en la conversación a Camus.

Este bajó la mirada. Aristeo contestaría por él.

—Con el debido respeto, Patriarca, yo creo que un joven ha de prepararse mentalmente para el combate y las distracciones tales como fiestas y correrías varias sólo sirven para evitar el desarrollo de...

—Aristeo... eres demasiado firme y eso a veces no es lo idóneo.

—Camus será un gran caballero. Está mi honor en juego— gruñó el maestro de Camus.

—Camus será el Caballero de Acuario, y tu honor está salvaguardado. Lo sé, Aristeo. Pero el joven debería relacionarse con los que serán sus compañeros en tiempos futuros.

—Así será. Gracias por la cena, Patriarca.

—Que descanséis.

Aristeo, una vez abandonaron la sala y se dirigieron al templo de la Vasija, miró con los ojos inyectados en sangre a su aprendiz y le taladró con la mirada.

—No te creas que tu entrenamiento va a cambiar, pequeño Camus. Seguiremos como hasta ahora. Y olvídate, si has albergado esperanzas, de relacionarte con Aioria, con Mo o con ese aprendiz de la meretriz más grande del Santuario llamado Milo, así como de las fiestas a las que asisten.

—Maestro, yo nunca...

—¿Crees que no veo como te sigue? ¿Crees que no sé lo que pretende? Tú eres muy joven aún, pero ese Milo...

—Pero si él me sigue yo no tengo la culpa.

—Tanta culpa tiene el que sigue como el que deja que le sigan.

Camus se estremeció al oír la manera con la que se expresaba su maestro.

Si llegara a enterarse de lo que había ocurrido en el jardín del oráculo de la diosa, le mataría.

Durante aquellos días, otro aprendiz a caballero de oro había llegado al Santuario. Shion trataba de que todos ellos se conocieran entre sí para formar un ejército digno de la diosa Athenea. El joven se llamaba Aldebarán, era alto y muy fornido, y para Aristeo, idóneo para convertirse en amigo de Camus.

Pero, aunque Camus no tenía ganas de hacerse amigo de nadie, Aristeo no tuvo en cuenta los deseos de su aprendiz.

Aristeo fue a presentar sus respetos a la Casa de Tauro, y estuvo largo tiempo hablando con Aldebarán. Bien es cierto que éste era amigo de Aioria, Mo y Milo, pero como no solía acudir a otro sitio que no fuera el lugar de entrenamiento, eso a Aristeo le pareció muy conveniente para su discípulo.

Lo que no tuvo en cuenta Aristeo fue que, al relajar la vigilancia sobre Camus, Milo se volvió tremendamente audaz.

—Camus...

Un leve susurro y el joven Acuario sentía cómo el corazón se le salía por la boca.

—¿Qué quieres?

—Observar tu belleza dañina, y arrancarte la frialdad a besos...

—No me gusta que bromees con esas cosas, Milo, tendrías que olvidar lo que pasó de una maldita vez.

—Si tú no lo has olvidado yo tampoco pienso hacerlo... sé lo que sientes, te lo leo en la cara...

Si Camus trataba de ignorarle, Milo aumentaba su acoso, y si Camus le contestaba, Milo terminaba por sacarle de sus casillas, algo que era prácticamente imposible de pensar en el frío aprendiz de Acuario.

Aquel juego macabro se convirtió en una constante entre Milo y Camus. Primero, Milo atormentaba al aprendiz de Aristeo con sus frases, para luego mostrar un doloroso desdén paseándose, siempre acompañado, ante las narices de Camus.

¿Qué buscaba el escorpión con aquella actitud? ¿Hacer sufrir a Camus? Pues lo estaba consiguiendo con creces. Las ojeras de Camus cada día eran más profundas y marcadas, y aquello no pasó desapercibido a los escrutadores ojos de Milo. Este sabía que, si conseguía ponerlo en el brete de elegir a su deseado Témpano de Hielo, no le quedaría más remedio que claudicar ante sus sentimientos y decidirse a actuar, pasando por encima de todo y de todos. Así había ocurrido con los demás, por lo que estaba seguro que Camus reaccionaría de la misma manera.

¡Qué equivocado estaba!

Lo que al principio, cuando Camus se sentía acosado, terminaba en una gélida frase, fue derivando en pequeñas peleas con golpes contenidos primero, y auténticos enfrentamientos entre el Escorpión y Acuario después. Camus se ponía frenético, luchaba internamente entre lo que sentía por Milo, que crecía día a día, y el dolor que éste le producía con sus palabras y con sus actos.

—Yo te aliviaría la presión, Acuario...

Y esas soeces palabras sacaban de quicio al apaciguado Camus, y mientras su cuerpo gritaba que lo hiciera realidad, su alma, cada vez más atormentada, exigía que el silencio mitigara su pasión, así que trataba de hacerle callar a base de puñetazos.

Aquella situación entristecía enormemente a Dohko, el viejo maestro en los Cinco Picos.

Aristeo se sentía muy orgulloso con la forma de actuar de Camus, y se reía internamente pensando en que, ni la meretriz llamada Perséfone podría con él, ni su libidinoso aprendiz conseguiría nada de Camus. Se sentía victorioso, sus enseñanzas eran llevadas hasta el extremo por el espigado Acuario, y se vanagloriaba de pensar que ni el propio Shion sería capaz de manejar con tanta mano derecha aquella situación.

Lo que obvió el maestro de Camus es que, el frío y templado aspirante a la armadura de Acuario, se estaba consumiendo por dentro.