5

Habían pasado algunas semanas y el patriarca decidió mandar a Aristeo al pueblo como enviado del Santuario para entrevistarse con los Popes de la ciudad.

Hacía ya algunos días que Camus no se encontraba con Milo, y aunque sabía que una vez lo tuviera delante el enfrentamiento no tardaría en surgir, su corazón deseaba saber en qué nueva maldad estaría el escorpión metido.

Estaba seguro que tardaría poco tiempo en enterarse.

Salió del Templo y se dirigió hacia el coliseo, en suave carrera.

—Hola, Camus— una voz sonó a su espalda.

—Hola, Aldebarán.

—¿Tienes entrenamiento hoy?

—No, Aristeo ha tenido que bajar al pueblo y dispongo de todo el día libre, pero he decidido salir a correr un rato. ¿Me acompañas?

—Claro. Es divertido hacer unos kilómetros con compañía.

La cara de Camus, como de costumbre, no mostró ningún atisbo de sonrisa, lo que hizo que Aldebarán sonriera por los dos.

Dieron algunas vueltas por los caminos cercanos a los campos de entrenamiento de las Korês de Athenea, las mujeres con máscara que entrenaban para ser caballeros. Aldebarán aminoró el paso cuando llegaron a la verja descubierta del campo, y le dio un codazo a Camus.

—¿Quieres echar un vistazo?

Camus le miró, con horror en los ojos.

—¿Quieres que nos arranquen los brazos y las piernas?

Aldebarán volvió a reír, y continuaron la carrera.

—No nos descubrirían, pero no quiero ponerte en ningún aprieto con tu maestro, Camus. Mirar a las muchachas no es ningún pecado... de momento...

El joven no le contestó.

—Supongo que estarás contento— dijo el otro, cambiando de tema.

—¿Por qué?

Camus parecía intrigado.

—Milo ha decidido enfrentarse a las Quince Agujas Escarlatas.

—¿Quince Agujas Escarlatas?— Camus levantó una ceja. No tenía idea de qué era de lo que Aldebarán estaba hablando.

—Sí, la prueba más dura de la Casa del Escorpión. La maestra de Milo, Perséfone, realizará la danza del Escorpión ante él y le irá atacando quince veces con sus ataques más poderosos.

—Parece una prueba peligrosa —contestó Camus intentando disimular su preocupación.

—Lo es. Ella le hipnotizará y le mermará sus capacidades de defensa. Luego, le irá lanzando ataques, hasta que al final le remate con Antares, el golpe más poderoso. Si sobrevive, será caballero. Si no... adiós Milo y sus bromitas de mal gusto...

Camus se paró, horrorizado.

—¿Cómo puedes bromear con eso, Aldebarán? ¡Sigue siendo un aprendiz, como nosotros! ¡Quizás no me llevo demasiado bien con él pero es un buen...!

Aldebarán se quedó de piedra al ver la pasión con la que estaba hablando el Témpano.

—No te entiendo, Camus. Creí que no le soportabas.

—Eso no tiene nada que ver, Aldebarán. No le deseo la muerte a nadie. Y menos a él.

—Por tu pasión se diría que sientes algo por él, Camus.

Los ojos de Camus brillaron de horror y odio a la vez: una mezcla que dejó a Aldebarán bastante asustado.

—Tengo que marcharme a mi templo, luego te veo.

Y se marchó, a toda prisa, a la casa de la Vasija.

"¿Qué me está pasando?" "No puedo dejar de pensar en él" "Si Aristeo me descubre estoy perdido" "Quiero ser caballero, pero me estoy comportando como..."

—Una moneda por tus pensamientos, Acuario.

Camus frenó en seco. Había alguien corriendo detrás de él y ni siquiera se había dado cuenta.

Se giró y allí estaba la maestra de Milo.

—Per... Perséfone...

—Hola, aprendiz de Aristeo. Por fin te encuentro a solas...

Camus hincó una rodilla ante la Korê de Athenea, y bajó la mirada en símbolo de sumisión. Ella era de rango superior a él, y el respeto exigía lo que Camus acababa de hacer en ese momento.

Perséfone se agachó, y le tomó del mentón.

Camus dio un respingo, alejándose de ella.

—Camus. No tengas miedo. No voy a hacerte nada, simplemente quiero hablarte de Milo.

—¿De... Milo? —Camus tartamudeó.

—Sí. De mi aprendiz Milo que pronto será el caballero del Escorpión.

—¿Por qué quiere hablarme de su aprend...?

—Aristeo me ha comentado que tú y Milo habéis tenido muchas diferencias durante estas últimas semanas. Por supuesto, no me ha culpado a mí directamente, pero sé que lo piensa. Camus, ¿te importa que me quite la máscara?

Camus abrió unos ojos como platos.

—La ley Amazona...

—Soy Amazona, sí, pero te aseguro que no pienso matarte, y tampoco voy a enamorarme de ti. Quedará como un secreto entre nosotros.

Camus sintió que su estómago deseaba salir por su boca.

—Haga lo que desee hacer, Señora Perséfone

Ella se quitó la máscara y Camus se quedó boquiabierto de lo hermosísima que era.

Una versión en femenino del joven que campaba por su corazón.

—Camus, Aristeo no tiene la verdad universal en su poder. Cada vida ha de ser vivida como uno desee, no como a uno le impongan sus mentores.

—No la entiendo, Señora Perséfone.

—Trataré de ser clara, aún a riesgo de dañarte, Camus. Sé que bajo esa coraza de hielo que tienes late un corazón puro, limpio... apasionado...

Camus clavó sus ojos en la columna que estaba detrás de la mujer.

—Lucho por ser caballero— contestó él—. Los sentimientos sólo me estorbarían.

—Aristeo habla por tu boca. Tengo que reconocer que ha hecho una labor contigo formidable.

—Es mi maestro. Le debo lealtad y la mía es incuestionable.

—Camus, sé porqué no puedes estar delante de Milo sin tratar de congelarle la boca.

—Milo se divierte sacándome de mis casillas.

—Milo se divierte sacando de sus casillas a todo el mundo, incluido Shion. Sólo Dohko se ha librado de sus puyas y sus comentarios, y eso es porque el viejo maestro tiene incluso más recursos que mi discípulo. Pero contigo es diferente, Camus.

—Sí, a mí me odia más que a los demás.

Camus se quedó sorprendido por haber dicho tal cosa.

—Qué joven e inexperto eres, mi bello Camus. ¿Crees que Milo te odia? ¡Nada más alejado de la realidad!

Camus fijó sus azules ojos en los de Perséfone.

—No entiendo a dónde quiere ir a parar.

—Pues yo sí entiendo porqué él se queda embelesado cuando te ve, Camus.

El joven discípulo enrojeció hasta las orejas.

—Creo— continuó ella— que ahora sí estamos hablando del mismo tema.

—Negaré cualquier cosa...

—...¿Qué yo diga sobre ti y Milo? Vamos, Camus, me has visto sin la máscara. Tengo más que perder que tú, te lo aseguro.

—Aquel día— carraspeó Camus, nervioso— en la cascada, no estabamos Milo y yo solos, ¿verdad?

—Os vi. No fue mi intención, pero os vi.

Camus sintió unas fuertes ganas de llorar.

—Me besó, y yo no me resistí... me entregué, sin pensármelo ni una sola vez...—se tocó los labios, instintivamente.

—Y ese beso te está matando, ¿verdad?

Camus se sorprendió al ver lo fácil que era hablar de sus sentimientos con la maestra de Milo. Aristeo hablaba pestes de ella, la llamaba viciosa y pervertida, libidinosa y meretriz... Camus no sabía lo que era una meretriz pero supuso que no era nada bueno.

Y ahora, ante él, parecía comprenderle tan bien... que se sentía ligeramente liberado.

—No puedo dejar de amarle, y sin embargo, es imposible.

—Aristeo sigue hablando por tu boca, Camus.

—No es propio de un caballero de Athenea amar a un compañero.

—Athenea fomenta el amor y la justicia. Y te aseguro que amar al prójimo es llevar las palabras de Athenea hasta los límites que ni siquiera ella se atreve a imponer, Camus.

—Yo... no... podría...

—Supongo que sabes que Milo se va a enfrentar a las Quince Agujas Escarlatas.

—Si. Aldebarán me lo dijo.

—¿Eres consciente de que puede morir?

Camus la miró, horrorizado.

—Te diré algo, Camus. Antes de ser caballero de oro, fui aprendiz, como tú. Tenía una compañera, Pallas, de la que me enamoré.

Camus se quedó muy sorprendido.

—Vaya, veo que no sabías lo que implicaba ser una Amazona, una Korê Artemisia...

—Disculpe mi ignorancia, señora Perséfone.

Ella rió.

—Ella nunca supo mis sentimientos— continuó, gravemente— éramos niñas jugando a ser guerreras... hasta que un fortuito accidente en un entrenamiento acabó con su vida.

—Lo siento muchísimo, Perséfone.

—Aprende de lo que te acabo de decir, Camus. No te quedes con el peso en tu corazón y dile lo que sientes.

—El... él es cruel conmigo... El...

—¿No te ama? ¿Acaso lees en su corazón?

—Le da igual con quien esté. Lo que le importa es la conquista.

—Quizás tú seas la horma de su zapato, Camus.

—¿Qué quiere decir?

—Que tu indiferencia le ha vuelto arrogante y despreocupado. Cruel y mezquino quizás.

—¿Mi... indiferencia?

—No es normal que acabéis a golpes cada vez que os cruzáis. Eso es porque los dos sentís algo tan poderoso que no sabéis como controlarlo sino es a fuerza de puñetazos. Yo no creo que sea odio.

Camus bajó la cabeza.

—Haz caso a esta vieja guerrera, Camus. Los besos consiguen más cosas que los golpes...

La cara de Camus parecía estallar de lo que le ardía.

—Está en el Santuario de Retiro, en meditación. Permanecerá recluido allí varios días, hasta que se encuentre preparado para la prueba. Nadie irá a molestarlo.

Camus la miró, su rostro palpitaba de los nervios.

—¿Y Aristeo?

—Yo lo entretendré. No en vano Milo aprendió de mí casi todo lo que sabe...

Ella asió la máscara y la ajustó a su bello rostro.

—Este será nuestro secreto, joven Acuario. Pronto me iré de aquí, ya que la Casa quedará custodiada por el hermoso Milo, y mi labor habrá terminado.

Camus no sabía que decir.

—Camus, creo que es el momento de actuar, y no de hablar. Buena suerte.

Camus no se volvió para despedirse. Sabía dónde estaba situado el Santuario de Retiro por lo que empezó a correr, hacia el oeste, para hablar con Milo. Tenía que hacer algo, no podía quedarse con aquel torrente de sentimientos, de amargura y pasión por igual, que le estaba destrozando.

Se paró en seco.

"¿Cómo voy a decirle lo que siento?" "¡Se reirá de mí!"

Quiso dar la vuelta y olvidarlo todo, pero las palabras de Aldebarán le taladraron.

Adiós Milo y sus bromitas de mal gusto...

Lo pensó mejor y volvió a caminar, cada vez más rápido hasta que se encontró otra vez en plena carrera.

Sentía su cosmos salirse de su cuerpo, y curiosamente, bajo el castigador sol de Grecia, por el camino por donde iba Camus hacía frío, y se podían contemplar pequeños copitos de nieve caer suavemente.

"Si no me calmo me dará un infarto", pensó.

"¿Qué le diré cuando le vea?... Milo, sabes que yo... no... Milo yo... tampoco..."

Volvió a pararse y se tocó instintivamente la protección que llevaba sobre el corazón.

"Milo, te amo"

"Estoy completamente loco, se reirá de mí, y entonces moriré"

"Si se ríe de mí lo meto en un ataúd de hielo y lo expongo en el puerto"

"Aristeo me matará"

"Lo meteré a él en otro, pero lo tiraré al mar"

"Si Shion se entera, jamás seré caballero y mis padres morirán de pena"

"Al diablo con todo, con Shion, con mis padres y con el Santuario en pleno, le amo, no puedo continuar fingiendo, no puedo vivir sin él"

En el Santuario de Retiro, Milo meditaba en el exterior, bajo un árbol, tal y como el Buda se colocaba para abstraerse del mundo terrenal. Con los ojos cerrados, Milo trataba de sumergirse en un plano de concentración total, pero un ruido le sacó de su ensimismamiento.

—¿Mmmmm?

Copos de nieve comenzaban a caer sobre él.

—¿Nieve a estas alturas de año?

Estaba sorprendido. Se levantó y cuando se disponía a buscar otro lugar para seguir con la meditación, le vio.

Era Camus, con su elegancia habitual, su melena meciéndose al viento, dirigiéndose a toda prisa hacia la cabaña.

"¿Habrá sucedido algo en el Santuario?" "Parece desencajado"

—¡Camus! ¿Qué ha ocurrido?

—Yo... Milo... yo... no sabía... Milo...

—Descansa y cálmate, Camus, ¿Ha pasado algo mientras estaba aquí retirado? ¿Mi maestra? ¿El Patriarca?

Camus se apoyó en el árbol con una mano mientras jadeaba. El frío arreciaba, y continuaban cayendo los copos de nieve que alucinaban a Milo.

—¿La nieve es cosa tuya?

—Milo, tengo que hablar contigo sobre algo muy importante.

—Claro, Camus. Por supuesto. ¿Entramos?

Un trueno sonó muy cercano.

Era evidente que Camus estaba muy nervioso.

Pasó detrás de Milo, y cerró la puerta.

—¿De qué quieres hablarme?

—Los quince aguijonazos escarlatas, ¿qué son?

Milo levantó las cejas de asombro.

—Menudo susto me has dado. Creí que era algo importante— rezongó Milo.

—Haz el favor de contestar a mi pregunta— Camus resopló.

—Para eso podrías hablar con mi maestra, si es que su presencia no te disgusta, claro.

"Ya estamos como siempre"

—No me disgusta la presencia de tu maestra. Al contrario —Camus comenzaba a impacientarse.

—Aristeo la odia. Y tú eres un calco de tu maestro.

—Yo soy yo, y Aristeo es Aristeo.

—Vaya, si sabes contestar y todo, Camus. Es toda una proeza por tu parte.

—Que no me prodigue en contestaciones tan ingeniosas como las tuyas no quiere decir que no tenga mi propio...

—¿Vamos a estar así toda la tarde?— Milo le cortó, algo enfurecido.

—No. Mejor me marcho y no te molesto más.

Esta contestación le sentó a Milo como un golpe en pleno estómago.

—¿Cuándo vas a ser sincero contigo mismo, Pedazo de Témpano?

"Pedazo de Témpano, así es como me ves, como alguien que no siente ni padece. Si tú supieras lo que siento por ti..."

—Soy sincero conmigo mismo, trato de vivir lo mejor que puedo con mis convicciones.

—Con tu misoginia.

—¡Yo no odio a las mujeres!— Camus gritó, enfurecido.

—No, simplemente las desprecias.

—Qué equivocado estás, Milo.

—No sabes lo que te pierdes al rechazarlas, Camus, sus cuerpos son...

—¡No sigas por ese camino!

Camus ya tenía su Polvo de Diamante listo para lanzárselo a Milo, pero éste le ignoró la pose.

—No puedo ponerme a perder el tiempo aquí contigo, Camus. Si tienes ganas de pelea, espera a que pase la prueba y luego luchamos hasta que nos matemos, si te apetece.

—¿De veras crees que he venido aquí a pelear contigo?

—Tu cara no me demuestra otra cosa.

—¡Nunca quiero pelear, pero tú te las ingenias para sacarme de mis casillas! —Camus estaba fuera de sí.

—Porque todo te lo tomas a la tremenda. No soportas una broma.

—Las tuyas son crueles.

—La vida es cruel, Camus, los enemigos son crueles, todo es crueldad... a estas alturas ya deberías saberlo.

Camus relajó la mano y su poder se desvaneció.

—Necesito saber porqué me odias tanto.

Por primera vez en mucho tiempo, Milo se quedó sin argumentos.

—Odiarte... no sé de qué me hablas, Camus.

Milo se giró, visiblemente afectado.

—Me gustaría que fueras sincero, Milo.

—¿Sincero? ¿En qué sentido?.

Camus sacó fuerzas de flaqueza.

—Quiero saber qué te impulsó a hacer lo que hiciste en la cascada del oráculo.

Milo, aun de espaldas, no contestó.

—Supongo que tu silencio significa que no lo recuerdas siquiera —Camus estaba desolado.

—Que tú estés helado por dentro no quiere decir que yo también lo esté.

—¿No puedes hablarme sin atacarme? ¿Tanto asco te doy?

Milo se volvió y estalló en carcajadas.

"Esto es el fin. Ahora se ríe, y luego empezaremos a luchar, y esta vez de veras que le arranco esa sonrisa aunque me vaya la vida en ello"

—Jamás me has dado asco, Camus. Al contrario.

—¡Entonces explícame qué ocurrió allí!

Milo suspiró.

—Recuerdo el día en que te encontré en la cascada, Camus. Me maravillaba el autocontrol que tenías sobre tus poderes, estuve un buen rato observándote, cómo congelabas diversos puntos de la cascada y te entretenías en ver caer los témpanos de hielo. Te admiro por tu autocontrol.

—Mi autocontrol es lo que más odias, Milo.

—No es cierto, en tus poderes, es lo que más admiro. Y no solo yo, sino muchos de los aprendices del santuario. Dejarás muy pronto atrás a tu maestro Aristeo.

—Mi maestro...

—Te observé hasta que me descubriste.

—Sí, me diste un susto de muerte.

—Lo sé, tu cara era muy expresiva... para variar.

Camus tembló.

Milo sonrió al verle tan azorado.

—¿Quieres saber alguna cosa más?— preguntó, sibilante.

Milo comenzó a utilizar el poder hipnótico del Escorpión, y Camus comenzó a sudar.

—Dime, Camus, ¿qué te atormenta?

Camus le miró, con un fuego en los ojos que hizo que Milo perdiera toda la concentración. Sudaba, su pecho se veía agitado, y sobre todo, parecía estar muy nervioso.

En el exterior, los truenos casi no les dejaban oírse.

—Antes te pregunte si esta nieve era cosa tuya. Ahora lo sé con seguridad.

—¿Por qué me besaste aquel día?. ¿Por qué?

Milo retrocedió ante la pregunta.

"Porque deseaba hacerlo" pensó.

—Era un juego, Camus. Un simple, divertido e inocente juego nada más.

—¿Un juego? —gritó el francés—. ¡¿Un juego?!

—Cálmate Camus, si interpretaste otra cosa yo...

—¡No me digas que me calme!

Sus ojos parecían echar chispas.

—Maldita sea, eras tan esquivo, que cuando te vi allí una cosa llevó a la otra, hacía calor y yo...

—Era para ti un simple juego. Un juego nada más, todo te lo tomas a la ligera, no piensas en lo que pude sentir yo, sólo piensas en ti...

Agarró a Milo por una muñeca, y la temperatura de su mano comenzó a bajar.

—Camus, cálmate, me estás haciendo daño...

—Solo un macabro juego, como todo lo que haces...

Estaba fuera de sí. Una terrible tormenta se cernía sobre sus cabezas e incluso había copitos de nieve en la estancia.

—Camus, ¡si no me sueltas, tendré que defenderme!

El aprendiz de Aristeo estaba fuera de sí.

—No significó nada para ti... qué estúpido he sido...

Le soltó y se dirigió hacia la puerta, aguantando las lágrimas, aunque Milo fue más rápido y le interceptó.

—¡Háblame claro, Témpano, y dime lo que te pasa!

Y para sorpresa del ya bastante sorprendido Milo, Camus comenzó a llorar. Primero fue una lágrima, después un torrente.

Milo le agarró los hombros, tratando de consolarlo. Nunca le había visto así.

—Camus, por los dioses, me estoy empezando a poner muy nervioso.

El joven levantó la vista y sus divinos ojos azules miraron a Milo, que tenía la boca abierta por todo lo que estaba pasando.

—No quiero que mueras, Milo —dijo entre sollozos.

—No voy a morir, al menos no es mi intención hacerlo de momento— sonrió el otro, aguantando su perplejidad.

El aprendiz de Perséfone notó como su amigo se estaba empezando a recomponer. Sabía que si dejaba pasar esta oportunidad, jamás averiguaría qué le pasaba y por qué estaba tan preocupado.

—Camus, te besé aquel día...

—... porque querías divertirte, ya me lo has dicho.

Su voz sonó fría, átona.

—Porque deseaba hacerlo— contestó Milo.

—Sé que haces lo que te viene en gana, no es nada nuevo que lo confirmes.

—Mira que eres cabezota, maldito pedazo de...

No pudo terminar la frase porque los labios de Camus se lo impidieron.

Fue el beso más apasionado que Milo había recibido en toda su vida. Los labios de Camus eran suaves, como él entero; su boca, que tanto fascinaba a Milo, ahora estaba encajada en la suya, y Milo quiso reír y llorar a la vez. Deseó introducir su lengua en la boca de Camus pero no se atrevió a romper la magia del momento.

Sólo pudo rodearle con sus brazos, con cuidado, como si el cuerpo de Camus fuera una pieza de gran valor que se pudiera hacer añicos con solo mirarla.

Y para regocijo de Milo, Camus no rechazó el contacto, sino que le abrazó a su vez, empujándolo contra la pared y allí siguió besándolo, cada vez más apasionadamente, más ferozmente, más violentamente...

Milo se dejó llevar por la novedad, extasiado por el comportamiento del joven más arisco de todo el Santuario. Se sintió atraído por él desde el momento en que lo vio, pero su rechazo, su frialdad y su temperamento tan templado sacaban a Milo de sus casillas.

Y ahora... estaba allí con él, midiendo cada palmo de su boca con su lengua, aferrándose a su cintura y sintiendo su propia excitación crecer.

Sabía que en el fondo, debajo de los miles de kilos de hielo que recubrían a Camus, habitaba un alma apasionada, y Milo conseguiría hacerla salir a la superficie.

—Milo...

Milo tuvo que aspirar hondo para conseguir contestarle.

—Dime, Camus...

Y arrodillándose a sus pies, agarrándolo fuertemente por las piernas, desesperado, Camus dijo algo que Milo no olvidaría jamás.

—... Te pertenezco.

Aquello dejó a Milo boquiabierto y sin palabras.

—No, no te asustes, Milo, no te voy a pedir nada, solo quería... yo... Milo...

Milo sonreía mientras le ponía los dedos sobre sus húmedos labios.

—No hables, Camus, y acompáñame.

El joven Acuario le siguió, sumisamente, a la habitación. Allí había una cama, y cuando la vio se frenó en seco.

—Yo no...

—Lo deseas tanto como yo.

—No creo que...

—Olvida tus prejuicios, Camus, aquí estamos tú y yo, ni Athenea, ni Aristeo, ni nadie más.

—Necesitarás descansar para la prueba...

—Ya tendré tiempo para descansar cuando te hayas ido. No te preocupes más, y déjate llevar. Pero por favor, ¡trata de contener tu cosmos y haz que pare de nevar! ¡Me voy a acabar congelando si sigues así!

Fue la primera vez que vio a Camus sonreír, y le pareció el rostro más hermoso que jamás había contemplado. Con su sedosa mata de oscuro pelo, sus profundos ojos azules, y su dulce boca, una boca donde perderse hasta el fin de los días... Milo se sentía lleno de placer, de pasión, de sentimientos que no eran ni parecidos a los que le inspiraban sus otros compañeros de juegos sexuales.

Era Camus el que conseguía darle un toque especial a lo que iba a ocurrir a continuación.

En aquél momento, Milo comprendió que estaba locamente enamorado de Camus.