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—¿Dónde has estado?

Camus bajó la mirada, sorprendido y avergonzado.

—No contestas... y esas marcas en tu cuello... no es difícil adivinar qué has estado haciendo.

Camus no abrió la boca, su cara hablaba por él.

—Espero que como mínimo te hayas duchado para entrar en el Templo de la Vasija. Ya que no puedes limpiar tu alma, al menos podrás presentarte aseado de cuerpo.

Camus sintió unas enormes ganas de llorar.

Aristeo suspiró.

—¿Por qué lo has hecho, Camus? ¿Tan mal me he portado contigo? ¿Tan malas son mis enseñanzas?

—Ma..estro...

Camus se arrodilló ante él, con las manos en el suelo, pidiendo perdón.

—No te bastó con que nos tuviéramos que ir de Francia, ya que parecías eclipsar con tu aspecto al resto de mortales, sino que encima me deshonras aquí, ¡en el propio Santuario!

Camus no pudo soportarlo más y comenzó a llorar.

—No llores, las lágrimas no sirven para nada, ¡Te lo he dicho un millón de veces!

—Lo sé, maestro, lo sé y pido perdón...

—¡No me pidas perdón porque no te voy a perdonar esta afrenta! ¡Marcharte de la Casa, sin previo aviso, para corretear con ese maldito degenerado, aprendiz de la mayor de las meretrices!

—Maestro, Perséfo...

Aristeo se acercó a él y le dio un puñetazo que lanzó a Camus contra una pared.

—No me llames Maestro. Reniego de ti.

Camus se quedó petrificado. El dolor del golpe se desvaneció, sustituido por el dolor de su corazón.

—Y puesto que he dejado de ser tu maestro, ya es hora de que realices la prueba de la Diosa del Agua. Si consigues pasarla, la armadura te reconocerá como su legítimo dueño, y serás el Caballero de Acuario. De lo contrario...

—... moriré.

—Exactamente.

—No he realizado ayuno, y tampoco recogimiento ni meditación.

—Si no te ha importado profanar tu cuerpo en prácticas libidinosas, no sé a qué viene ahora esa estúpida preocupación.

Camus refrenó sus ganas de llorar y las revirtió en odio. Sus ojos echaban chispas.

—Sí, ódiame, odia a tu maestro, que te lo ha enseñado todo. Enséñame tu auténtico rostro.

—¡Nunca le he desobedecido!

Aristeo se volvió a acercar y le cruzó la cara con la mano.

—Ojalá mueras en la prueba. No mereces vestir la Armadura de Oro.

No hubo una fibra del cuerpo de Camus que no se arrepintiera de haber estado con Milo. Con los ojos llenos de lágrimas, la cara ardiendo fruto del golpe de su maestro, y el corazón destrozado, se arrepintió hasta hartarse de los momentos de felicidad que aun estaban recientes en su mente y en su cuerpo.

Aristeo se concentró, y en el exterior del Templo de la Vasija, se formó un pequeño microclima donde comenzaba a nevar. Camus, a su vez, encerró todo el dolor que tenía en su corazón dentro de una pequeña urna, técnica que dominaba a la perfección, para concentrarse a su vez. Con los brazos y las piernas en tensión, formó la figura de la defensa del Hielo, preparado para aguantar lo que su maestro le tuviera preparado.

Aristeo sabía que derrotar a Camus no iba a ser fácil. El joven mostraba cada día su poder, igualándose a él en muchas ocasiones. Era la única manera de hacerle comprender que el don que poseía era único, y que mancillarlo con otro hombre le hacía indigno a los ojos de la Diosa Virgen.

También sabía que Milo no conseguiría hacer feliz a su aprendiz, ya que era literalmente opuesto a Camus. ¿Cómo iba a hacerle entender esto? Lo mejor era hacerle sentir culpable, y así Camus volvería a ser el mismo muchacho meditativo y centrado.

Lo cierto es que odiaba ver a Camus sonreír, y por eso, desde que le conocía, se las había ingeniado para que el joven discípulo tuviera cada vez menos ganas de hacerlo.

—Céfiro, Dios del Viento, concédeme un huracán glacial para que la Diosa del Agua derrame sobre mi aprendiz el jugo de las montañas más arcaicas de la Tierra.

Un viento huracanado enmarañaba la melena de Camus.

—Athenea, Diosa Virgen de la Justicia, concede el honor a mi discípulo de enfrentarse a la prueba más difícil de su vida, la prueba que lo consagrará como Caballero de Oro o que lo reducirá... ¡a cenizas!

Aristeo hizo explotar su cosmos, y Camus comprendió que su vida corría un peligro real. Tenía que expulsar de su mente todas sus dudas, todos sus temores. El que tenía enfrente ya no era su maestro, sino su enemigo... y Aristeo tenía la firme idea de matarle.

Pensó en la constelación de Acuario, en la hermosa Diosa del Anfora que se había ido perfilando en su espalda, primero una estrella, luego otra... así hasta que se podía dibujar toda la constelación en su fina y delicada piel. La misma constelación que Milo había medido con sus labios.

... Milo ...

... te... per... te... nez... co...

Se descuidó y, en medio de la intensidad de esos pensamientos, encajó un par de golpes de Aristeo.

—¡Camus! ¡Si sigues pensando en tu amante morirás!

Estas palabras fueron como carbones encendidos sobre el corazón de Camus. Tenía razón, ahora estaba en pleno combate y pensar en otra cosa podría significar la muerte. Camus se concentró, expulsó los recuerdos, las emociones, los sentimientos, y atacó a su maestro.

—¡Camus, ya has perdido tu dignidad como hombre, solo te faltaría perderla como caballero al atacar a tu propio maestro!

—¡Nunca le levantaría la mano a mi mentor, si éste continuara confiando en mí!

Sus ojos vertían lágrimas de sangre.

En la casa del Escorpión, Perséfone sintió la lucha de los dos combatientes. Buscó a Dohko, y cuando le encontró, ya preparado para irse a su retiro, le pidió que la escuchara.

—Dohko, tú eres el más sabio de nosotros, ¡Detén el combate!

—Sabes que no puedo, dulce Perséfone.

—¡Le matará!

—Aristeo tiene todo el derecho de someter a su pupilo a la prueba más dura que conozca para prepararle para la sagrada misión.

—¡Aristeo desea matarle porque Camus...!

Dohko frunció el ceño.

—Camus ha traspasado la barrera de sus prejuicios y ha conocido el amor carnal... lo suponía... la hostilidad era una mera excusa entre los dos aprendices...

—Dohko, si tu no detienes esta masacre lo haré yo.

—No debes interferir entre ellos, Perséfone... pero sí puedes vigilar el combate. Necesitan un testigo que asegure que la armadura de Acuario ha elegido a Camus, si así ha de terminar el enfrentamiento.

—No puede terminar de otra manera, Dohko, Camus no merece morir así...

—Sé que no morirá, Perséfone. Confía en el muchacho. Lo más difícil aún está por llegar a su vida.

Se quedó helada, pero la máscara de la guerrera no mostró signo alguno.

—Y vigila a Milo. Necesitará un guía— finalizó Dohko, dejándola sola.

—¡Escúchame bien, discípulo infiel! Ahora te voy a mostrar la técnica más depurada y difícil de ejecutar para un Caballero de los Hielos. ¡Llegar al Cero Absoluto requiere concentración, disciplina, entrega y un fuerte dominio de los poderes! Si consigues detener mi ataque, estarás listo para vestir la armadura. Pero no lo estarás. Tu concentración está con ese bastardo, tu disciplina la dejaste olvidada cuando retozaste con él, y tu entrega...

Camus le lanzó un ataque tan poderoso que Aristeo salió por los aires.

—Muy bien, chico. Ya te has hundido en la ignominia para siempre. Ahora ya no tendré miramientos contigo.

Cruzando sus brazos sobre su cabeza, se formó la silueta de una jarra que parecía contener un líquido brillante. Camus, al imitar esa postura, vio la mofa de su maestro en los labios.

—¿También lo imitabas a él, Camus? ¿Le obedecías, como un esclavo libidinoso?

La Armadura de Acuario empezó a vibrar, primero levemente, luego con una intensidad que la hacía casi caminar por el suelo del Templo de Acuario.

—¡He sido el más devoto y fiel de los discípulos! ¡Un único acto no puede empañar toda una trayectoria de entrega y sufrimiento!

—¡Pero el acto que has cometido es el más infame de todo lo que podías realizar! ¡Has mancillado tu cuerpo! ¡¡El cuerpo que debe proteger a Athenea!!

El vendaval era formidable. El cabello de Camus se movía enloquecido, al igual que la capa de su maestro.

Perséfone llegó en el momento en que Aristeo lanzaba la Ejecución de la Aurora, bajando su temperatura hasta el Cero Absoluto, y Camus lo interceptaba. Intentó mediar en la disputa, pero no lo hizo. Camus, como un ángel exterminador, se enfrentaba con su helada belleza a su maestro, sin dudas, sin reservas, con un frío apasionamiento que dejó boquiabierta a Perséfone.

El ataque que había lanzado Aristeo empujó violentamente a Camus hacia atrás, sus pies resbalaban sobre el suelo pero no claudicó. Concentrado hasta el extremo, su cosmos estalló, y el golpe llamado Cero Absoluto empezó a acercarse a Aristeo, que estaba visiblemente fatigado.

Camus sólo pudo oír una explosión y la voz de Perséfone cuando el brillo de la Armadura de Acuario, frente a él, iluminaba totalmente a los contendientes y reconocía a Camus como su portador.

Vestido con la armadura divina, Camus aún fue capaz de concentrarse para multiplicar su cosmos y alcanzar el séptimo sentido, y asestar a Aristeo una serie de ataques a la velocidad de la luz.

Al intuir el cosmos de Perséfone, Camus se distrajo una centésima de segundo, momento que Aristeo utilizó para utilizar la Venganza de Hielo, la creación de un ataúd para su alumno. Camus veía como se iba cristalizando la atmósfera a su alrededor, y solo pudo articular una palabra antes de ser encerrado en la urna.

—¡Mi....lo!

Perséfone deseo salir en ayuda del joven aprendiz, pero en ese momento supo que Camus no necesitaba ayuda: Ya se había convertido en el caballero de oro del signo de Acuario, y su deber era acabar con Aristeo, derrotándole.

Bajo el cristal helado, Camus intensificó su cosmos y el ataúd salió volatilizado, en millones de pedacitos, y él acabó, de rodillas, en el suelo.

Aristeo se dirigió, fuera de sí, a rematarlo.

Camus se desmayó justamente después de ver cómo Perséfone le detenía y le gritaba, muy enfadada.

—Has perdido, Aristeo. Retírate y déjale descansar.

Perséfone se acercó al ya Caballero de Oro, y vio cómo la armadura se replegaba y se colocaba, en forma de Diosa del Agua, junto a él. Lo tomó en brazos y lo llevó dentro del Templo de Acuario, a su habitación. Allí le metió en la cama, le arropó y le contempló durante unos instantes.

—No me extraña que se quede embelesado mirándote, Camus de Acuario...

Y se sentó, cerca de él, para velar su sueño.