10

—Nggggggg— Camus tenía un dolor de cabeza espantoso. Abrió los ojos y la luz le hizo cerrarlos instintivamente, aunque pudo percibir una figura frente a él.

—¿Dó...donde... estoy...Aris...t...?

—Shhhh, no hables, y descansa.

—¿Mi....lo?

—Su maestra, más bien.

Camus volvió a abrir los ojos y consiguió fijar la visión en ella. Sin la máscara, sonreía y sus ojos azules parecían zafiros llameantes.

—Persé..fo...ne...

—Milo está descansando. Le hice someterse a la prueba de las Agujas Escarlatas y consiguió salir victorioso... Por fin ambos sois caballeros de oro.

Camus trató de sonreír, pero sus labios se negaron a obedecerle.

—¿Se... encuentra bien?

—Algo magullado. No estaba demasiado concentrado, pero tiene una enorme suerte en combate. Parecía como si algo le distrajera...

Perséfone volvió a sonreír.

"Si sigo adelante con esta relación, es posible que uno de los dos acabe muerto. El no se concentra, yo no me concentro y eso puede ser fatal en combate. Debo tomar una determinación, aunque me odie por ello"

—Camus, dime qué te preocupa.

—El futuro— contestó él, tratando de incorporarse— ¿Cuánto tiempo he estado inconsciente?

—Varios días. Estabamos muy preocupados por ti. Incluso Shion ha bajado de su cámara hasta tu casa para interesarse por tu estado.

—Shion... —meneó la cabeza.

Perséfone imaginaba el debate mental que estaba sufriendo Camus.

—No te martirices, joven Acuario.

—¿Qué ha ocurrido con Aristeo?

—Se dispensó ante el Patriarca y se marchó.

Camus sintió cómo una lágrima pugnaba por florecer.

—Camus, si el Patriarca hubiera estado presente en tu prueba, ten por seguro que ahora mismo Aristeo estaría fuera de la orden de los caballeros del Zodíaco. Fue cruel y mezquino contigo, y si no llego a intervenir, te habría rematado en el suelo, a traición.

—Yo le traicioné, merecía morir por su mano.

—No vuelvas a repetir una cosa así. El era tu maestro, no un verdugo carente de honor.

Camus rompió a llorar.

Perséfone se acercó a él, para consolarle, pero Camus la miró, con los ojos encendidos y ella se retrajo. Se arropó con las sábanas, rechazando cualquier contacto con la mujer, para a continuación darse la vuelta, signo inequívoco de que no quería continuar hablando.

—El trabajo de Aristeo acaba de concluir. Ahora eres su fiel reflejo— dijo ella, con una gran tristeza, mientras se colocaba la máscara—. Cuídate, Acuario.

Y le dejó solo, con su dolor.

La leyenda cuenta que, cuando un caballero de oro es investido por su armadura, ha de dedicar unos días al aislamiento para concentrarse y meditar en el poder que domina y la responsabilidad que ello conlleva. Camus estaba acostumbrado a estar en constante aislamiento, por lo que dos semanas sin hablar con nadie no le supusieron un gran castigo. Lo único que hacía era dar vueltas alrededor de la armadura, ejercitando sus músculos y pensando en la decisión que, en plena batalla contra Aristeo, había tomado.

La decisión más difícil de toda su vida.

No sabía nada de Milo desde que Perséfone se despidió de él, y Milo tenía la entrada prohibida en el Templo de la Vasija hasta que Camus saliera de su periodo de meditación.

Meditación. Aislamiento. Soledad.

Camus siempre había estado solo. Y ahora, más que nunca.

Pero el Santuario era demasiado pequeño para esconderse eternamente. Llevaba preparado para ser caballero desde mucho antes que Aristeo le obligara a luchar contra él, así que la meditación casi la tomó como un ritual que debía cumplir. Sin embargo, para lo que tenía que llevar a cabo en el futuro, no tenía ni la más remota idea de cómo se las iba a ingeniar para salir indemne. Siendo sincero consigo mismo, sabía que internamente estaba destrozado, así que un poco más de dolor tampoco importaría demasiado. O quizás sí...

Aunque como Caballero de Oro tenía varios privilegios (entre los que estaban, por ejemplo, compartir mesa con el Patriarca, y ser servidos por las Korês que no llegaban a ser caballeros, una crueldad por otra parte), Camus quería mantener su vida de siempre, la vida espartana a la que se había acostumbrado al lado de Aristeo.

Los lujos no formaban parte de su indumentaria, por lo que ni siquiera pensaba en ellos. Pero los utilizó para vestirse aquella vez. Había llegado el momento de salir del nido, y de enfrentarse a la decisión que quizás le marcaría para siempre. Para ello pensaba llevar sus mejores galas, como las diosas de la muerte que llevan a los guerreros al Valhalla.

El Valhalla. La última morada de los Dioses Nórdicos.

Se puso su mejor túnica, se peinó con esmero, y se ajustó las muñequeras con motivos griegos que el Patriarca le había regalado cuando llegó al Santuario y de esa guisa, se dirigió al pueblo, a buscar algo de comida. Era un Caballero de Oro, pero seguía teniendo que comer para sobrevivir, por lo que decidió ir a dar una vuelta al mercado para buscar fruta, un poco de carne y algo de pescado.

Había adelgazado algunos kilos. El reflejo que le devolvió el espejo de su habitáculo fue el de un Camus demacrado, ojeroso y triste. Temía el momento de enfrentarse a Milo, y aunque no tenía intención de visitarle, darle esquinazo continuamente no era solución, máxime después de todo lo que le dijo en el Santuario de Retiro.

Aquellas palabras, "te pertenezco", le ardían en la boca, tanto como los besos que había dado y había recibido. Tanto como las caricias, el deseo y la pasión de las que había hecho gala en los brazos del Escorpión.

Pensaba en eso y no se reconocía a sí mismo, aunque curiosamente su cuerpo sí reaccionaba igual que en sus recuerdos.

"Está decidido"

Y con ese pensamiento, salió del Templo de la Vasija.

No llevaba ni cien metros recorridos, cuando un pequeño le tiró de la túnica.

—¿Es usted un caballero?— le preguntó.

—Y tú ¿para qué quieres saberlo?

—Verá, señor caballero, hay unos niños en aquel patio...

Y Camus, con el niño de la mano, se acercó a un grupo de colegiales que discutían acaloradamente. Medió entre ambos grupos, tratando de poner orden en los gritos, los insultos y los empujones. Tuvo que recurrir a su lado más paciente para no emprenderla a bofetones con aquellos aprendices de matones.

El niño que había llamado su atención tenía dibujada en su cara una gran gratitud.

—¡Cuidado, Camus!— oyó en la lejanía, lo que le hizo girarse— ¡Podrían descubrir que tienes corazón!

Camus pensó que el estómago se le salía por la boca.

—Milo...

Comenzó a caminar, alejándose de la chiquillería, y mirando con el rabillo del ojo los movimientos del Escorpión.

—¡Camus! ¡CAMUS! ¡Espérame!

El caballero de Acuario continuó caminando, pero más despacio, para que el otro le alcanzara.

—¡Me he enterado de que ya eres caballero de oro! ¡Enhorabuena!

Cuando el impulsivo Milo se acercó para darle un abrazo, Camus se apartó.

—¿Qué haces? ¡Pueden vernos!

—¡Y qué mas da! ¡Se lo diremos a todo el mundo!

Camus lo agarró de un brazo y lo arrastró hacia la puerta de una choza.

—Lo que ocurrió allí arriba tiene que quedar entre tú y yo. ¿Lo has comprendido?

—Pero, ¿por qué?

—No quiero que lo sepa nadie más. Nadie. ¿Ha quedado claro?

Sus ojos centelleaban

—No te entiendo, Camus, allí parecías tan contento...

—Y lo estaba, pero allí era allí y ahora es aquí.

Milo notó como un jarro de agua helada le caía por encima.

—Te arrepientes de haber estado conmigo...

—No es eso, y baja la voz.

—Entonces ¿Qué es? ¿Un pasatiempo? ¿Una venganza?

—Ni pasatiempo ni venganza, Milo, es más complicado que todo esto, y por todos los dioses ¡baja la voz!

—Yo no me avergüenzo, y tú tampoco tendrías que hacerlo.

—Aristeo casi me mata en la prueba, Milo.

—Lo sé. Mi maestra me lo contó.

—Me dijo cosas horribles, cosas que jamás olvidaré.

—Tu maestro estaba fuera de sí, Perséfone tendría que haber intervenido...

—No, fue algo entre Aristeo y yo, no puedes entenderlo.

—Empieza a molestarme tu superioridad, Camus, con tanto "no puedo entenderlo".

—No es mi intención molestarte.

—Dioses, ya vuelves otra vez, ¡deja de hablar como él, por favor!

Camus se quedó mirándole, sorprendido.

—¿Por qué no te comportas como lo hiciste en el Santuario de Retiro?

—Porque ahora ya soy un Caballero de Oro, y como tal tengo responsabilidades.

—¡También lo soy yo, y no por ello tengo que adoptar la vida de un monje! ¡Estamos en tiempo de paz, y mientras dure, tenemos que aprovecharlo!

Camus le miró, sorprendido.

—No me gusta la forma en la que me estás mirando.

—No tengo otra forma de mirar.

—Sí, sí tienes otra...

Volvió a acercarse al caballero de Acuario, y por segunda vez éste le rechazó.

Milo se sintió muy dolido, y revertió ese dolor en ira.

—¿Qué te pasa? ¿Aún te escuece lo que te dije sobre el beso en el oráculo y ahora quieres devolvérmela?

—Por todos los dioses, si sigues hablando tan alto te voy a cerrar la boca.

—Sí, ciérramela, pero déjame elegir la manera...

Camus lo agarró por un brazo y tiró de él hacia abajo, haciendo que el Escorpión se desestabilizara dejando su cara a la altura del pecho del otro.

—No tienes otra cosa en la cabeza, ¡me sacas de quicio!

—Milo le bloqueó la maniobra, y le agarró el otro brazo, adoptando entre los dos una postura muy similar a la del Enfrentamiento de los Mil Días.

—Ya veo que has olvidado todo lo ocurrido entre nosotros.

—Hay una misión que realizar.

—Aprendes muy rápido. Unos días conmigo y eres casi tan manipulador como yo...

—Milo, no me sigas atacando, no quiero discutir contigo otra vez.

—Al menos me consuela saber una cosa: que fui capaz de arrancarte esa capa de hielo que tienes, y que...

Camus levantó una ceja, le soltó y se colocó en posición de ataque.

Milo sonrió sarcásticamente.

—Cuidado con lo que vayas a decir no sea que te tenga que congelar la boca.

—¿Congelarme? ¿A mí? ¡Congélate tú, que cuando pierdes tus prejuicios eres... !

—¡Milo, cállate de una vez, o te haré callar yo!

Se acercó a él, y casi al oído, le susurró una frase llena de veneno.

—Recuerda que yo fui el primero.

Camus se sintió morir por dentro. Invocó al Polvo de Diamante, y Milo se colocó en posición de defensa. Con la mano derecha cubriendo su corazón, el joven escorpión pensó que el ataque de Camus iría dirigido a esa zona, así que cuando lo vio abalanzarse sobre él preparó la Aguja Escarlata para clavársela. Pero Camus se agachó y le agarró con firmeza las pantorrillas, comenzando el proceso de congelación. Estaba muy concentrado, así que, aunque el otro le daba puñetazos de continuo en la espalda, en pocos segundos tuvo a Milo como una estatua de hielo que manoteaba y gritaba fuera de sí.

—¡Congélame, congélame, maldito bastardo! ¡Pero no podrás cambiar el pasado, y lo que descubriste mientras yo te poseía! ¡Recuérdalo, recuerda bien que era yo quien estaba dentro de ti mientras gemías como una puta!

Camus le lanzó el último ataque y le congeló ligeramente el mentón y parte de los hombros, dejando la nariz libre para que pudiera respirar.

En la calle no había ni un solo transeúnte.

Camus corrió, llorando, a la Casa de la Vasija para recuperarse de su humillación, y preparar su equipaje para abandonar el Santuario.