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No le costó especialmente librarse de aquella cárcel de hielo. Lo que más le había dolido era comprobar que las cosas seguían como siempre, que la cabezonería de Camus rayaba lo imposible y que él estaba enamorado del maldito Témpano de Hielo.

Deseaba hablar con Perséfone, pero se imaginó la escena y se lo pensó mejor. No quería escuchar de los labios de su mentora la frase que más le molestaba en la Tierra: "vaya, has perdido tu encanto". Así que lo que necesitaba era pensar en algún plan para calmar su sed de venganza.

Tenía que hacerle a Camus pagar por todo lo que le había hecho, desde el rechazo hasta aquel ataque a traición, con una técnica, por otro lado, envidiable. Era muy poderoso, cosa evidente.

Pero, ¿por qué era tan tozudo?

Sintió la llamada de su maestra en la lejanía, y cuando ésta le vio llegar, con el pelo helado, la túnica llena de restos de hielo, y con la cara hecha un poema, no quiso indagar.

Milo lo confesó todo ante ella.

—Me ha vuelto a atacar. Y esta vez creí que no lo contaba.

—Algo le habrás hecho para que haya reaccionado así.

—Quise abrazarle, demostrarle que...

No pudo continuar.

—Milo... dale tiempo...

—¿Tiempo? Sabes que no tengo paciencia.

—Ha sufrido mucho, y conoces sus convicciones.

—Maestra, me siento decepcionado, defraudado.

—¿Dolido?

—Sí.

—Mi pequeño Milo... Ahora sabes cómo se sienten tus víctimas...

Y le dejó sólo, con sus pensamientos.

Ni la visita a los Cinco Picos, ni la larga charla con Dohko consiguieron que el Escorpión calmara su ira. Milo era una fuerza de la naturaleza, al igual que un huracán o una tsunami, y cuando se desencadenaba no había nada que consiguiera pararlo.

Camus sabía que cuando Milo volviera de su viaje, él tendría que marcharse del Santuario. Por las habladurías supo que estaba a punto de desembarcar.

—¿Lo has meditado bien, Camus? Aquí tienes un lugar dónde vivir y los aprendices podrían disfrutar con tus enseñanzas.

—Sí, Patriarca. Necesito estar solo, para aprender más sobre las técnicas del hielo y expandir aún más mi cosmos.

—Una huida no te conducirá a la consecución de tus metas.

—Lo sé, pero necesito tiempo para pensar en todo, en un lugar que sea completamente neutral.

—Creo que Siberia Oriental será el lugar más apropiado para ello, entonces.

—Sí, yo también opino así.

—Pero quiero que sepas que pronto tendrás aprendices a tu cargo. Un talento como el tuyo no puede desaprovecharse de esa manera.

—Trataré de servir lo mejor posible a usted, Patriarca, al Santuario, y a Athenea.

—Buen viaje y mucha suerte, Camus.

—Gracias.

Y Camus se dirigió a su Templo. Poco tenía allí ya, pero quiso echarle un vistazo por última vez.

Comió, y durante todo el día tuvo la sensación de que algo horrible iba a manchar el momento de su partida, aunque también lo achacó a los nervios por irse de aquel lugar. Allí lo había tenido todo, y allí lo había perdido. Estaba manchado, era impuro a sus propios ojos, y sin embargo...

Sin embargo seguía amando a Milo con una ferocidad impropia de un hombre tan frío como él.

Se acercó al Oráculo de la Diosa para disfrutar de aquella belleza por última vez. Miró las plantas, la cascada, las cristalinas aguas donde tantas veces se había refrescado... y el árbol donde...

Allí había una nota clavada.

Tenía la letra de Milo.

"Te espero donde fuiste tú mismo para enseñarte algo. No tardes".

Dudó. Su corazón latía, desbocado, deseaba verlo, estar con él por última vez, y al mismo tiempo sabía que alargar aquello era una estupidez... pensaba, pensaba rápido qué hacer, aunque su cuerpo ya había decidido: sus pies lo llevaban hacia el Santuario de Retiro, con paso ágil, rápido, hasta que se encontró corriendo mientras subía hacia la cabaña.

No realizó el ritual de petición de morada.

No hacerlo fue un error.

Cuando entró, su rostro, que había empezado a sonreír a medida que se acercaba, se quedó de piedra, como él mismo.

Allí estaba Milo retozando con una mujer.

Retozando en la misma cama dónde él se había entregado a sus más bajos instintos.

Quiso salir corriendo, pero sus pies se negaron a moverle del sitio.

Quiso cerrar los ojos pero sus párpados se negaron a cerrarse.

Quiso morir, pero su corazón seguía latiendo.

—¿Por qué no me avisaste que tendrías compañía?— Su voz sonó quebrada, aunque firme.

Milo le miró, dejando a un lado a la muchacha, y se encaró con él.

—¿Por qué debería haberte avisado, Camus? ¿Querías otra muchacha para retozar con ella?

Camus estaba atónito. Si no fuera porque sabía lo impulsivo que era Milo, aquello le pareció una macabra puesta en escena de un plan maquiavélico y totalmente calculado.

—Con tu actitud manchas la Armadura Sagrada de Escorpio.

Milo se incorporó, dejando bien clara su falta de vestimenta.

—Bien pensado, Camus, no traje ninguna muchacha para ti porque estoy seguro que no sabrías qué hacer con ella.

Camus se sintió morir. Ya no le quedaba nada, el hombre al que amaba ciegamente le había asestado la puñalada final. Trató de concentrarse, pero no lo consiguió, y el Polvo de Diamante salió de sus nudillos disperso, yendo a caer justamente en los almohadones dónde había estado apoyado el lujurioso escorpión. Los golpes que siguieron a aquel ataque fueron cada vez menos atinados, lo que hizo que Milo consiguiera utilizar las Agujas Escarlatas una y otra vez, hasta que le infligió un serio castigo al Caballero de Acuario.

Camus no se defendió.

Exhausto, Camus se levantó del suelo y se giró, en parte para dejar que las lágrimas que pugnaban por salir de entre sus pestañas recorrieran su hermosa cara, en parte por no verle, desafiante, orgulloso.

Mortal.

Caminó, cojeando, dejando que sus sentimientos fluyeran libres por última vez, sin mirar atrás, para convertirse en lo que Aristeo siempre deseó que se convirtiera: alguien a quien el amor, el odio, la avaricia, el deseo y todas las emociones no afectaran, si no en una máquina para la guerra, un soldado perfecto.

Sólo una pequeña parte de él quedó impoluta: la parte que se había entregado a Milo sin reservas, la que le amaba sin pedir nada a cambio, la verdadera fortaleza y templanza del Caballero de Acuario.

Al día siguiente, Milo se dejó caer por la casa de la Vasija para descubrir que estaba vacía.

—Se ha ido.

—Lo suponía.

—No tenía buen aspecto.

—Yo soy el culpable.

—¿Y cómo te sientes?

Milo se quedó sorprendido con la pregunta.

—No siento nada. No podía estar con él, no podía estar sin él... es como el alpha y el omega, todo empieza y termina igual, en los pilares de esta casa...

—Es tu compañero de armas, Milo. Como yo.

—Puedes ver en los corazones aunque tienes los ojos cerrados...me maravillas, Shaka.

El rubio ángel, del que se decía era la reencarnación del Buda, sonrió.

Y Milo supo que, enfrente de él, estaba su próxima conquista.

Lástima que su corazón descubriera, demasiado tarde, que nadie podría llenar el hueco que Camus había dejado.