Encuéntrame a la medianoche

Por Nochedeinvierno13


Disclaimer: Todo el universo de Harry Potter es propiedad de J. K. Rowling.

Las canciones que inspiran esta historia pertenecen al álbum Midnights de Taylor Swift.


I. Bruma de amor

Talk your talk and go viral.
I just need this love spiral.
Get it off your chest,
get it off my desk.

Lavender haze, Taylor Swift.

1.

Lorcan Scamander llegó después de que Amy se marchara.

Ella puso punto final a su relación —la tercera vez en lo que iba del mes— cuando le estampó la mano en la mejilla derecha. Los dedos dejaron huellas rojizas como recordatorio de que las discusiones ya no desembocaban en una fogosa reconciliación. Le ardía el rostro, no por el golpe sino por la rabia.

Amy había huido pronto de la habitación, bajando de dos en dos la escalera, antes de que James Sirius pudiera responderle a su «eres patético». Su cuerpo bronceado y esbelto fue devorado por las llamas esmeraldas de la chimenea; solo quedó el rastro de su perfume flotando en el aire.

Primero pensó en seguirla a su casa y enfrentarse a la mirada fría y penetrante de Theodore Nott con tal de estar en paz; luego, desistió. ¿Cuánto pasaría antes de que volvieran a discutir y juraran que todo se había acabado para siempre?

Era mejor darle su espacio, su tiempo. Amy era apasionada, temperamental, decía a bocajarro lo que le pasaba por la mente, luego se arrepentía e imploraba perdón. Y a James Sirius le resultaba sencillo perdonar su crueldad porque, en el fondo, sabía que era su culpa.

Eso era lo que sucedía cuando la bruma del enamoramiento se desvanecía. Amy sabía que él era una promesa vacía. «Me compró pensando que era un diamante en bruto y no soy más que una baratija», pensaba a menudo.

James Sirius Potter sacó la cigarrera que guardaba en el bolsillo trasero de los jeans y se llevó un cigarrillo a la boca. Antes de encenderlo, se dirigió a la entrada de la casa para fumarlo con tranquilidad. Su madre no se oponía al vicio —decía que cada uno tenía su forma particular de hacerse daño—, pero no toleraba que el olor a tabaco quedara impregnado en las paredes de la casa.

Afuera, la tarde de junio era cálida. Un viento suave, agradable, agitaba las flores de su madre de lado a lado; al otro lado de la calle, las siluetas de las casas del Valle de Godric se recortaban contra el cielo del ocaso.

Mientras encendía el cigarrillo, James Sirius escuchó el sonido de un motor avanzando con precaución por la calle principal. Le sorprendió la presencia de un automóvil en la localidad. La mayoría de las familias que habitaban el pueblo eran mágicas, tenían las chimeneas conectadas a la red flú o se aparecían en los cuidados jardines bordeados de cercos.

El automóvil —un Ford Escort, quinta generación— estacionó junto al buzón escarlata que tenía pintado en letras blancas «familia Potter-Weasley».

Al principio, mientras lo veía descender del coche y avanzar por el camino de tierra, pensó que se trataba de Lysander Scamander. Pero, ¿desde cuándo Lysander se vestía tan bien? Siempre iba a ataviado de túnicas multicolores y sombreros excéntricos. Por no mencionar el augurey que lo acompañaba a todas partes. ¿Y desde cuándo conducía un automóvil muggle?

Solamente podía tratarse de su hermano gemelo.

—Hola, James —lo saludó. Sonrió ampliamente—. Vine a saludar a Lily por su cumpleaños.

—Llegas tarde. Fue hace una semana.

—Lo sé —contestó el joven apenado—. Estaba en el exterior por trabajo. Le escribí y le envíe un obsequio vía lechuza, pero no quería dejar de saludarla en persona.

—Lily no está. Salió con su chico de turno y no sé cuándo volverá. —Al ver la expresión desencajada de Lorcan, James se arrepintió de ser tan directo. ¿Y sí Lily y Lorcan eran más que amigos? ¿Y sí se había ido de boca?— Olvídate de lo que dije.

—No estamos saliendo —se apresuró a aclarar el otro—. Somos buenos amigos.

Se hizo un silencio incómodo entre ellos.

Su hermana nunca había dejado de hablarse con Lorcan, ni siquiera cuando se marchó al mundo muggle para echar raíces en él —James recordaba lo triste que estuvo la tía Luna cuando se fue—, pero James y él nunca habían sido amigos íntimos en realidad. Tenían en común que eran los ahijados de sus respectivas madres y algún que otro verano en la Madriguera. Cuerpos dorándose al sol, hermanos que los eclipsaban por completo e improvisados partidos de quidditch. Nada más.

Le ofreció un cigarrillo. Lorcan le dijo que no fumaba, pero que le aceptaba una calada del suyo.

—Así que estás triunfando en el mundo muggle…

—¿Eso ha dicho mi madre? —Una nube grisácea le envolvió el rostro—. Tengo todo el éxito que un periodista novato puede tener. Estuve un año en Londres, ganando el dinero suficiente como para vivir cómodamente en las afueras de Truro, en Cornualles, y mantener un automóvil.

—¿Tan rápido te retiraste de los reflectores de la capital?

Lorcan sonrió.

—Me gusta la tranquilidad de Truro, la familiaridad con la que se tratan las personas y el embotellamiento a la hora de volver a casa. Suena estúpido, ¿verdad?

—Claro que no. Nosotros vivimos aquí, en el Valle de Godric, una de las comunidades más reservadas del mundo mágico. No hay mucha distancia entre Cornualles y West Country —señaló James. Nunca se había tomado el tiempo suficiente para recorrer los condados más allá de Londres. Siempre acostumbrado al ritmo vertiginoso de ser jugador de quidditch, yendo de ciudad en ciudad—. ¿Te gusta conducir?

—Me encanta —respondió Lorcan. Sus ojos claros brillaron—. Me saqué el permiso de conducir apenas cumplí la mayoría de edad. ¡Y sin hechizar al examinador!

Los dos se rieron por el comentario.

Lorcan Scamander le dio una calada más al cigarro antes de devolvérselo. James pensó en hacer el amague de tomar otro de la cigarrera, para así poder estudiar la reacción de Lorcan. Para ver si el muchacho cambiaba de opinión y quería poner fin a ese baile de dedos y humo.

—Es extraño poder fumar con otra persona. Mi novia lo detesta… Ex novia —se corrigió al final.

Amy detestaba los besos con sabor a nicotina; también el olor a humo que quedaba adherido a su ropa. Cuando descubrió la cigarrera escondida en el armario, la pisoteó tan fuerte con el taco de su zapato que le hizo una abolladura al metal.

Desde entonces, la llevaba consigo y la utilizaba cada vez que quería apartarla. Cuando Amy le preguntaba cuántos días llevaba sobrio o qué haría con su vida luego del verano, encendía un cigarrillo y se lo fumaba en la cara. La hacía enfadar para que la discusión pasara de ser sobre él a ser sobre ellos y su inestable relación.

—¿Cuándo terminaron?

No sabía si lo preguntaba porque le interesaba o por simple cortesía.

—Es complicado.

—¿Cuándo no lo es? —Lorcan se encogió de hombros—. Desde que salgo con chicos, las cosas son relativamente más fáciles. Suelen ponerse remilgados con los besos después de las mamadas —James se atragantó con su propia saliva al escucharlo—. ¿He dicho algo inapropiado?

—En absoluto. Mi hermano es gay. O algo así. Solo ha estado con su mejor amigo, que ahora es su novio. Entonces no sé si el término adecuado es gay o «lo prefiero a la Malfoy».

Lorcan se volvió a reír.

—No pensé que fueras tan gracioso. Lily dice que estás amargado la mayor parte del tiempo. —El cigarrillo ardió por última vez entre los labios de Lorcan Scamander y luego se apagó definitivamente—. Gracias por el fuego.

—Supongo que nos estamos viendo —se despidió.

Quiso pedirle que se quedara, que le siguiera entregando retazos de su vida con cuentagotas, pero hacerlo sería darle la razón a Amy. El «eres patético» retumbó en su mente una vez más.

Antes de regresar por el camino por el cual había llegado, Lorcan Scamander introdujo la mano en su bolsillo y sacó un bolígrafo —James los conocía porque Lily tenía una amplia colección de colores brillantes que olían a frutas—; después, anotó su dirección en Truro, Cornualles, en el antebrazo de James.

—Aquí es donde trabajo —explicó mientras terminaba de escribir el número de puerta—. Por si algún día quieres compartir otro cigarro.

Se quedó recostado contra la fachada de su casa, incluso cuando el auto de Lorcan se perdió en dirección a la salida del Valle y el ruido del motor se convirtió en un murmullo a la distancia.


2.

Lorcan trabajaba en La voz de Cornualles, un periódico de prestigio dentro de la comunidad, cuya oficina central se encontraba en Truro.

Se trataba de un diario relativamente joven que había empezado a editarse a principios de ese siglo, pero que, poco a poco, había ido ganando confianza entre los lectores de la zona oeste. Tenía una edición matutina de lunes a viernes donde informaban de los acontecimientos nacionales y locales, y una versión más corta los fines de semana que iba acompañada de un suplemento donde se exponían dibujos, poemas y fotografías de aficionados.

James Sirius Potter absorbió toda esa información de la edición de ese día que le ofrecieron en la calle. Él no llevaba dinero muggle encima, pero sí un par de galeones. El vendedor miró fascinado la moneda dorada y le dio el diario de ese día y del anterior.

Aguardó junto al Río Truro mientras que Lorcan terminaba su jornada laboral. Los turistas se apiñaban en embarcaciones con tal de inmortalizar el paisaje en sus teléfonos móviles. Desde donde se encontraba, podía divisar la gran catedral, cuya cúspide resplandecía por el sol de verano.

Hacia las seis de la tarde, Lorcan Scamander salió del edificio cuadrado, dividido en múltiples oficinas y salas de reuniones, por una puerta giratoria. Vestía una camisa blanca con el cuello bien planchado, unos jeans azul claro y unas converse también blancas. Del hombro derecho le colgaba un morral; en cada mano, llevaba un vaso de cartón que humeaba.

Y sonreía.

«Mierda —pensó James, observando las dos hileras de dientes perfectamente alineados—. Esa maldita sonrisa. ¿Cómo alguien puede irradiar tanta felicidad?»

—¿Tuviste que esperar mucho?

—Llegué hace unos minutos —mintió James. No podía decirle que la ansiedad de quedar lo había llevado a aparecerse antes de tiempo—. ¿Enserio no te molesta que te haya escrito tan pronto?

—En absoluto —aseguró Lorcan—. ¿Café? —ofreció. James tomó el vaso que le extendió—. Tenemos las mejores máquinas expendedoras de la zona oeste.

Caminaron por las calles empedrados de Truro mientras tomaban la bebida.

Lorcan le contó que, en el mes de abril, la ciudad participaba en un concurso que consistía en decorar las calles con arreglos florales. Y que a los ciudadanos les gustaba tanto hacerlo que mantenían la tradición hasta el verano. Colocaban flores en los balcones, en los tejados y en los comercios de la ciudad, de modo que Truro permanecía bajo la ilusión de una falsa primavera.

—Hay un pub a dos calles de aquí. La cerveza es buena. ¿Te apetece?

James se dijo que una cerveza no le haría daño.

Mientras se dirigían al pub, le preguntó:

—¿Por qué Truro? Dijiste que era por su tranquilidad y familiaridad , pero hay cientos de otras ciudades con las mismas características.

—Tienes razón —contestó Lorcan—. Es pequeña, pero la tasa de empleo es elevada. Trabajo menos por el mismo sueldo. Y estoy cerca de la casa de mis padres. La parte negativa es que las viviendas aquí son costosas, por eso vivo en las afueras. Así abarato costos.

—Y para tener una excusa para usar el auto.

—Y para usar el auto —corroboró el otro—. Es mi gran capricho.

—Creo que es genial.

Llegaron al pub llamado «En las rocas», el cual era un grito a la modernidad: mesas circulares, banquetas tapizadas con cuero negro y una extensa barra de madera. Un chico de su misma edad preparaba tragos con una elegancia singular y los deslizaba sin derramar una sola gota.

Lorcan pidió las cervezas mientras que James se acomodaba en una de las mesas del fondo, de espaldas al cristal que daba a la calle. Le gustaba la música, el aroma, el ambiente del lugar. En ese momento no habían muchas personas, pero estaba seguro de que se llenaría al caer la noche.

—Cuéntame algo sobre ti —dijo Lorcan al llegar.

James le dio un trago a la cerveza.

—Ya debes saberlo todo sobre mí.

—Lily no habla mucho sobre su familia, en realidad. Creo que solo me usa para poder llorar con películas románticas.

Una punzada le atravesó el pecho.

Sabía que Lorcan y Lily eran amigos, más que buenos amigos, pero cuando pensaba en ellos, si bien tenía la ligera sospecha de que tenían algo amoroso, los imaginaba paseando por las calles de Truro o bebiendo una cerveza. Lo mismo que Lorcan y él estaban haciendo. No pensaba en Lily en su casa, deambulando del cuarto a la cocina con total familiaridad.

—¿Va mucho por tu casa?

—Siempre que quiere —reveló Lorcan—. También estás invitado a ir cuando quieras. Es bastante sencilla y no puedes usar magia porque sino se dañarían mis electrodomésticos.

A James le hizo gracia la última palabra.

—¿Por qué te viniste al mundo muggle?

—Me pesaba mi apellido. En el mundo mágico soy el hijo de Rolf y Luna Scamander, los grandes magizoologos que recorrieron el país honrando el legado de Newt Scamander. Nací y creí entre criaturas mágicas. ¡Mi hermano abandonó Hogwarts para montar un hospital en casa! No reniego de los animales fantásticos, pero carezco del don natural de mi familia para tratar con ellos. Y sabía que quedarme en el mundo mágico sería un constante cuestionamiento.

»También me daba miedo no poder labrarme un futuro por mí mismo, que me contrataran por ser hijo de mis padres y no por mis aptitudes. Aquí solamente soy un chico con un apellido un poco raro, pero todo lo que he conseguido ha sido por mí.

James comprendió lo diferente que eran.

Mientras que Lorcan había contemplado su imagen en el espejo de sus padres y había huido hacia el lado contrario, James había corrido directamente hacia él, llenándose la piel de vidrios y cicatrices. No era tan bueno como su madre en el quidditch y tampoco tenía la constancia de su padre.

¿Cuándo iba a poder decir «todo lo que he conseguido ha sido por mí»? Quizás tendría que volver a nacer.

Lorcan le contó que, el tiempo que estuvo en Londres, se había hecho adicto a la cafeína, que era la única forma de resistir a la presión. Le dijo que tenía un editor en jefe —un tipo rudo, frustrado, convertido en editor— que lo tenía de un lado al otro, cubriendo las noticias más insipientes, haciendo entrevistas a ciudadanos de a pie y tomando fotografías con una cámara que funcionaba mal. Le hacía eso a todos los novatos para templarlos. Algunos se quebraban en el proceso; otros, como Lorcan, resistían y se convertían en grandes promesas del periodismo.

Al terminar la cerveza, él se disculpó:

—Lo siento. Estoy hablando demasiado.

—Me gusta escucharte —aseguró James—. Todo lo que me cuentas es interesante.

Sus palabras hicieron que el otro retomara la conversación con la confianza de saber que no lo estaba aburriendo.

Y James, además de escucharlo, estaba fascinado con su forma de hablar. Su boca, los hoyuelos que se le formaban en las mejillas cuando sonreía a mitad de una oración, la carótida palpitando en el cuello... Todo en él era hipnótico.

No era la primera vez que veía a Lorcan Scamander, pero ahora lo estaba conociendo desde otra perspectiva. Había pasado de capturarlo a través del lente de una cámara en blanco y negro, a contemplarlo a todo color.

«¿Dónde has estado toda mi vida?», pensó, ilusionado ante la idea de su primer amor.


3.

Su tarde con Lorcan Scamander quedó levemente opacada cuando regresó a su casa.

Al cruzar el umbral de la puerta, se encontró con la estancia sumida en penumbras y, sentada en el medio de esa negrura, su hermana Lily lo miraba con el ceño fruncido.

Estaba enojada.

Y James lo sabía porque adoptaba la misma expresión que su madre antes de regañarlo. Erguida en el sillón de cuero marrón que antaño pertenecía a su padre, era mucho más imponente y amenazante que su progenitora. Y solamente tenía dieciocho años.

—¿A qué estás jugando?

—No sé de qué hablas —contestó James.

Ella se puso de pie y encendió las luces con un movimiento de varita. Sus ojos tuvieron que acostumbrarse al paso repentino de la semioscuridad a la luz.

—Primero Amy y ahora Lorcan. ¿No te cansas de quitarme lo que es mío?

«No te la quité a ti», pensó él.

Era cierto que Amy era la mejor amiga de Lily desde el primero año en Hogwarts. Que Amy pasaba los veranos con Lily, yendo del Valle del Godric a la mansión de los Nott, por más que a su padre no le hiciera la mínima gracia que anduviera con la hija de Theodore Nott.

Pero James no se fijó en ella porque su falda tableada fuera un elemento común de sus veranos o se pintara las uñas a dos habitaciones de la suya. La invitó a salir porque no quería que él tuviera ninguna oportunidad.

¿Había sido egoísta? Si.

¿Había intentado compensarlo? También.

—Las personas no son tuyas, Lily —le corrigió—. Y en cuanto a Lorcan, no es lo que crees.

—Si no es lo que creo, ¿por qué te envió una carta diciendo que quiere volver a verte?

Los ojos de James se encontraron con el trozo de papel que reposaba en el brazo del sillón. Se notaba que Lily, en un ataque de furia, lo había arrugado hasta volver la letra casi ilegible.

James sostuvo la carta y repasó apurado lo que decía. «Me la pasé genial. La próxima vez, déjame llevarte». Era la letra de Lorcan y la tinta de su bolígrafo, el mismo que usaba para sus reportajes improvisados.

—¿Por qué leíste mi correspondencia?

—¡No pensé que fuera para ti! —gritó Lily. Le dio la espalda y apoyó las palmas sobre la piedra de la chimenea. El cabello rojo le caía sobre los hombros—. La lechuza picoteó mi ventana. Pensé que Lorcan me había escrito a mí. Siempre nos escribimos. —James no sabía qué responderle. Sus dedos estaban agarrotados entorno a las letras del chico—. ¿Desde cuándo lo ves?

—Hoy quedamos por primera vez.

Lily asintió y quedó en silencio. A James le daba más miedo cuando callaba que al vociferar. Cuando gritaba su opinión a los cuatro vientos, al menos sabía con qué lidiaba.

—A Lorcan le gustan los chicos.

—¿Y? —James fingió desinterés.

—¿Piensan volver a verse?

No podía decirle que era lo que más ansiaba, incluso más que volver a jugar al quidditch.

—Quizás. Quedamos en plan amigos. —No mencionó la cerveza que habían tomado. Sabía lo que Lily diría al respecto—. Estoy haciendo lo que me dijiste. Salir un poco de casa, pasear y relacionarme con otras personas. Y con Lorcan es más fácil porque no conoce mis antecedentes.

Lily volvió a asentir.

—¿Y qué hay de Amy? —interrogó—. Me dijo que pelearon de nuevo y que no has hecho nada por arreglarlo. —Caminó hasta él y entrelazó los dedos con los suyos—. Eres mi hermano y te quiero, pero también quiero a Amy y me duele que sufra por lo que sucede entre ustedes. No hagas lo mismo.

La mayor debilidad de Lily era su corazón justo y honorable, por eso había ido a Gryffindor. Si James le decía que Amy se merecía a alguien mejor, le respondería con un: «¿y por qué no cambias para ser mejor?» y caerían en la misma discusión de siempre.

«Te estás arruinando la vida.»

«Es mi vida.»

«No me importa.»

«No eres mamá.»

«Se lo diré y ella se lo dirá a papá.»

«Necesito tiempo, ¿vale? No puedo arreglar todo de un día para el otro.»

Pero el tiempo pasaba, las semanas se sucedían unas a otras, y nada cambiaba. Amy y él ya no estaban juntos, fumaba una caja de cigarrillos por día y miraba con cariño la botella de vodka escondida en el cajón de su ropa interior. Y no tenía ninguna novedad sobre el quidditch.

¿Cómo iba a ser mejor para otra persona cuando no podía ser mejor para sí mismo?

—Amy y yo no tenemos remedio. No hacemos más que pelear. Arreglar las cosas sería perpetuar un círculo vicioso.

—Díselo. Habla con ella —instó—. Es lo menos que merecen después de dos años juntos.

James le dijo que así lo haría.

Lily se marchó a su habitación. James se quedó allí, frente a la chimenea, mirando la fotografía en movimiento que se encontraba enmarcada. En ella se veía a sus padres, a sus hermanos y a él, congelados en el tiempo. Los cinco sonreían y hacían muecas graciosas.

Rompió el marco y partió la fotografía en dos. No tenía sentido seguir conservando una mentira.


4.

El reloj marcó las diez y media de la noche cuando James Sirius Potter escapó por la ventana de su habitación, haciendo lo mismo que cuando era pequeño: pasando de rama en rama y descendiendo por el tronco del tejo.

A contraluz, vio a su madre sentada en la sala de estar con una copa de vino en la mano. Sintió pena por ella, aunque sabía que no era correcto. ¿Podía existir una imagen tan melancólica, tan rota? Se consoló al recordar que Albus pronto volvería y ella recobraría momentáneamente el brillo de su mirada. Albus siempre la hacía feliz. ¿Por qué había tenido que marcharse él también?

Caminó por la calle principal del Valle del Godric, la cual desembocaba en una plazoleta donde todos los viernes se improvisaba una feria vecinal. La señora Johnson hacía la mejor mermelada que James había probado en la vida —aunque lo negaría a muerte si su abuela Molly le preguntaba al respecto— y la vendía en tarritos dorados.

En el pueblo también había una iglesia. Algunas de las familias más antiguas del Valle tenían orígenes muggles, por lo que al establecerse, trajeron consigo la religión en la cual creían. Todos los domingos se congregaban en la sacristía y cambiaban las flores marchitas del cementerio.

Era sorprendente todo lo que había descubierto desde que no jugaba al quidditch. Tenía más tiempo libre y eso significaba más atención para los pequeños detalles. Cuando entrenaba, pasaba más tiempo en la sede del Puddlemere United que en su propia casa. Y ni hablar cuando el campeonato, tanto nacional como internacional, comenzaba y tenía que ir moviéndose de estadio en estadio y de hotel en hotel.

Hacia el este, en el mismo punto donde se veía todas las mañanas el amanecer, se encontraba la entrada y salida del Valle de Godric con un letrero que daba la bienvenida o despedida —según fuera el caso— a las personas y las instaba a seguir las reglas para una óptima convivencia.

Lorcan Scamander estaba estacionado en su Ford Escort, con la ventanilla del conductor baja y el brazo apoyado en la puerta.

James sintió que un escalofrío le recorrió la columna. ¿Por qué se sentía tan nervioso? Ni en su primer partido de quidditch se había sentido así. Era la primera vez que se subía a un automóvil —la tía Hermione conducía uno cuando iba a casa de sus padres, pero James nunca había aceptado la invitación de pasear en él—, pero estaba seguro que no era eso lo que le hacía sentir así. Era Lorcan. Lorcan y su camiseta de manga corta. Lorcan y su piel pálida sombreada por vello muy claro. Lorcan y su amabilidad de abrirle la puerta del acompañante.

Agradecía que la luz de las farolas no le iluminaran el rostro sonrojado. «Céntrate, James Sirius», se dijo.

—¿A dónde vamos?

—¿A dónde quieres ir?

—No me gustan que me respondan una pregunta con otra.

Lorcan fingió inocencia.

—No puedo beber porque estoy conduciendo. Además, mañana a primera hora tengo que estar en el trabajo —dijo. Era responsable y aplicado como todo Ravenclaw—. Es un poco tarde para cenar, pero hay un restaurante en Devon que está abierto hasta la madrugada. ¿Vamos?

James asintió. Era fácil dejarse arrastrar por su espontaneidad y seguirlo con los ojos cerrados.

Lorcan encendió la radio del automóvil y la voz del locutor se interpuso entre ellos. Al otro lado del cristal de la ventana, la silueta de las casas y los graneros desfilaban, intercalándose con colinas, más valles y praderas.

—¿Qué tal las cosas con tu novia? —preguntó Lorcan.

—Ex novia —corrigió James. Durante su encuentro en Truro, el tema no había surgido para suerte de él. No quería hablar de Amy. Pero era inevitable que allí se diera la conversación. Quizás, Lorcan quería asegurarse de que estuviera disponible. O quizás era el deseo frustrado de James de que así fuera—. Y no volverá a serlo. Es mejor así.

—¿Puedo preguntar la razón?

—Tenemos diferentes formas de ver la vida y peleábamos todo el tiempo por eso. Al final, eran más los momentos malos que los buenos. Nos estábamos haciendo daño. Y ninguno necesita ese dolor. —Al ver que Lorcan lo escuchaba con los ojos fijos en el trayecto, James prosiguió—: Tengo que hablar con ella. La última vez que la vi estaba muy enojada como para hacerlo, pero ya se dará el momento de aclarar las cosas.

—No puedo decir que te entiendo porque nunca he estado en una relación. Siempre he estado con chicos de forma casual. Besos y sexo de una noche. Pero a veces me gustaría quedarme a dormir y despertar abrazado a otro cuerpo.

La manera en que lo dijo, con una sonrisa bailándole en los labios, hizo que el estómago de James se retorciera. ¿Esa conversación era real o solamente formaba parte de su imaginación?

El locutor terminó de hablar y una canción empezó a sonar. Lorcan la conocía porque empezó a tararearla, al mismo tiempo que sus dedos, largos y elegantes, seguían los compases en el volante. El viento que se colaba por la ventanilla le agitaba el pelo castaño.

—¿Qué te pasó en el codo? —preguntó mirando la cicatriz blanquecina que le atravesaba el brazo.

—Una pelea —dijo James, restándole importancia—. El medimago me cerro la herida, pero me dijo que me quedaría la cicatriz por unos cuantos meses.

«¿Por qué mientes?» pregunto la voz de su conciencia.

«Porque si le cuento mi historia, ya no me verá de la misma forma.»

—Yo también tengo una cicatriz. —De forma habilidosa, mantuvo el control del volante con la mano derecha y dejo al descubierto el hombro contrario. Tenía la marca de un picoteo. La piel estaba retorcida y presentaba un color rosácea—. Cuando Lysander rescató a Raen, su augurey, era muy pequeño y desconfiado. Se había caido del nido de su madre y no podía volar por sí mismo. —James conocía la historia, pero escucharla de la boca de Lorcan tomaba otro significado—. Lysander lo cuido, lo alimentó y le enseño a usar las alas. Y Raen lo adoptó como su madre. No se despegaba de el, ni siquiera para dormir. Lysander tuvo que ahuecar una almohada para el augurey.

»Un día, Lysander tenía que ir al Ministerio y no le permitían entrar con ningún tipo de criatura, por más que quisiera hacer creer que Raen era su animal de compañía. Me pidió que me hiciera pasar por él y lo cuidara hasta su regreso. Cuando me lo posé en el hombro, Raen se dio cuenta de que no era Lysander y me picoteó hasta desgarrarme la piel.

—No pensé que un augurey podía ser tan agresivo. Que lo único que hacían era cantar cuando está por llover.

—Raen es especial.

—Igual que Lysander —agregó James—. Cuando abandonó Hogwarts, se armó un revuelo en casa. Lily también quería dejar de estudiar y montar una tienda de empeño en Hogsmeade.

—La idea es rentable. No hay ninguna tienda de ese tipo ni en Hogsmeade ni en el Callejón Diagon.

—Mis padres no lo veían de esa forma. Le dijeron a Lily que, si abandonaba los estudios, le quitarían la escoba nueva y tendría que pulir las joyas de la tía Muriel durante el resto de su vida. Al otro día, estaba armando el baúl para el regreso a clases y no se volvió a hablar más del tema.

—Es una buena táctica de persuasión.

El tramo de la carretera se volvió más ancho, las casas se hicieron más recurrentes y las granjas fueron desapareciendo. Estaban cada vez más cerca de la ciudad, aunque todavía les quedaba un largo trayecto hasta su destino.

James se fumó un cigarrillo mientras se dejaba envolver por la musica que sonaba en la radio. Cuando Lorcan le aceptó una calada, se inclinó en su dirección y se lo acercó a los labios. Le rozó el cuello con la nariz —el cual desprendía olor a colonia— y Lorcan rió por las cosquillas que le causó.

—Aparca el coche —demando James—. No quiero ir a Devon.

—¿Sucede algo?

«Tú», pensó, pero no respondió.

Estacionó al costado de la carretera y apagó el motor.

Se miraron en silencio. Sus ojos chocaron con el azul cristalino de su mirada. Luego, como si estuvieran gobernados por una clase extraña de magnetismo, se acercaron al mismo tiempo.

Lorcan le sostuvo el rostro entre las manos y le mordió el labio inferior. James gimió descaradamente y profundizó el beso. Besar a Lorcan Scamander era contener la respiración y saltar al vacío, con la seguridad de que lo iban a atrapar. Olía a cigarro, a colonia, a café, a esperanza de un futuro mejor.

Poco le importó que el volante se le clavara en la espalda cuando se sentó en su regazo; tampoco que sus piernas estuvieran comprimidas por e asiento del conductor. No cuando la boca de Lorcan estaba fusionada con la suya, cuando le susurraba lo precioso que era y lo bien que sabía.

De alguna forma, volvió a su casa a la medianoche. No había bebido ni una gota de alcohol, pero estaba borracho de felicidad. Era la bruma del enamoramiento que lo estaba envolviendo como la primera vez.


5.

Despertó poco después del mediodía.

Su madre había entrado a la habitación para dejarle el desayuno en la mesita de luz. Café, tostadas y huevos revueltos. En la bandeja había una nota que decía: «te quiere, mama». James sonrió al verla. Su madre era todo lo que podía pedir: atenta, cariñosa, llenaba los vacíos de su padre y siempre estaba cuando la necesitaba. Por eso lamentaba todo el daño que le había causado.

Trataba de compensarlo, por supuesto. Todos los días. La suya era una vida basada en compensaciones. Limpiaba la casa, lustraba la vajilla que había heredado de la abuela Molly y contestaba la correspondencia que se acumulaba de los admiradores de las Arpías de Holyhead. También se aseguraba de que Lily no se metiera en problemas y se tomara enserio su futuro.

«Te iría bien como cazadora.»

«No quiero dedicarme al quidditch.»

«¿Por que no? Eres muy buena.»

«El quidditch es lo tuyo y lo de mamá. No lo mío.»

«Algo tienes que hacer con tu vida.»

«¿Me lo estás diciendo a mí o a ti mismo?»

Amaba y odiaba a su hermana a partes iguales. ¿Por qué siempre hablaba con la verdad, por más cruel que fuera?

Terminó de despertarse cuando abrió el grifo de la ducha y dejó que el agua se llevara los malos pensamientos. Se quedó con Lorcan y los besos que habían compartido en el automóvil. Pensó en su boca firme, demandante, sobre la suya, los dedos clavados en su cintura, sorteando el bordillo del pantalón. Le habría gustado que sus manos lo tocaran en otras partes, en aquellos lugares que él estimulaba cuando estaba a solas, pero tampoco se arrepentía de que hubieran sido solamente besos y alguna caricia arrancada con clandestinidad, porque la boca de Lorcan era tan adictiva.

Se enjuagó los rastros de jabón y salió de la ducha con una toalla anudada firmemente a la cintura. Se sentía tan relajado que tarareó la misma canción que había escuchado en la radio del auto. No sabía cómo se llamaba o quién la cantaba, pero sabía que, a partir de ese instante, siempre la asociaría a su primer beso con Lorcan Scamander.

Se llevó un susto de muerte cuando, al pasar del baño a la habitación, se encontró con Amy Nott sentada en el alféizar de la ventana. El pelo rubio, largo y ondulado hasta la cintura, tenía hojas de tejo enredadas en él.

—¡Mierda, Amy! —exclamó—,. ¿Qué haces aquí?

—No me buscaste —dijo Amy—. Y ya ha pasado una semana y media desde nuestra pelea.

—¿Para qué? ¿Para volver a pelear y lastimarnos? —James negó con la cabeza—. Ya no más, Amy. Y esta vez es de verdad.

Él caminó hasta el armario, sacó ropa interior y una camiseta que su tío Charle le trajo de Rumania. Le dio igual que ella lo viera desnudo. ¿Cuándo había pasado desde la última vez que tuvieron sexo? Semanas. Meses quizás. Desde su último partido, lo más probable.

Por supuesto que era una decisión más suya que de ella. Amy era fuego en estado puro, la clase de chica que resolvía las discusiones en la cama y se olvidaba de lo sucedido, pero James no era así. El orgasmo no le borraba las preocupaciones, las camuflaba momentáneamente y luego resurgían con más ímpetu.

—Es la primera vez que te escucho decir algo coherente, cariño. —Si el arma de James para alejarla era los cigarros, el suyo era esa palabra. Pero esa vez no lo dijo con el desdén habitual—. ¿Quién es?

—¿De qué hablas, Amy?

—No lo niegues, James. Hay otra persona. —Al ver que James no daba el brazo a torcer, Amy se puso de pie. Con los zapatos de taco alto, quedaba a su misma altura—. Sabes que tengo una forma más rápida de obtener la verdad.

Cuando hizo el amague de tocarle la mejilla, James se alejó instintivamente hacia atrás.

—Prometiste que nunca más volverías a hacerlo.

La magia chispeó en los dedos femeninos; a James se le erizó el vello de la nuca. Amy chasqueó la lengua.

Era lo único que no podía perdonarle. Se había metido en su mente sin consentimiento y hurgado en sus recuerdos. Le molestaba que supiera lo que había hecho, la razón por la cual no jugaba más al quidditch. Era su privacidad y Amy se había apoderado de ella-

—No iba a hacerlo —aseguró la chica. Tenía los mismos ojos fríos de su padre—. Está bien que tengas tus secretos.. Todos tenemos uno.

Amy lo observó en silencio.

James sabía que era una legeremante en potencia, podía hacer el hechizo sin usar varita, pero su límite era la piel. Necesitaba entrar en contacto con la otra persona para poder leer sus pensamientos. No obstante, le entró la duda. ¿Y sí Amy ya no necesitaba tocarlo? ¿Y sí podía leer la mente con solo mirarlo?

No quería que ella pudiera ver a Lorcan, a la bruma que lo envolvía cada vez que estaba con él.

—Entonces, ¿se acabó? —preguntó Amy en un hilo de voz.

James asintió.

—Es lo mejor, Amy. Mereces a alguien que dé la vida por ti.

—Y tú no puedes ser esa persona —completó ella—. Siempre pensé que podía arreglarte —confesó. Se sentó en el borde de la cama y se llevó las rodillas al pecho—. Quería ser quien juntara los pedazos y pudiera hacerte feliz. Lo intenté, James. ¡Juro que lo intenté!

Él se sintió desconcertado al verla así, tan frágil, tan vulnerable. Estaba acostumbrado a la Amy conflictiva, egoísta y de lengua filosa. Nunca imaginó que ella pudiera quererlo de verdad. Se sentó a su lado, le puso un mechón rubio detrás de la oreja y le quitó las hojas anidadas en su cabeza.

—El problema no eres tú, Amy. Nunca fuiste tú —le juró. Ella se recostó en su hombro—. Yo también quería que nuestra relación funcionara, pero cuanto más nos esforzábamos, peor nos salía.

—Tienes razón —concedió—. Siempre pensé que era una estupidez ser amiga de los ex. ¿Para qué? Si ya todo acabó, pero... ¿podemos seguir en contacto? —Sus ojos a punto de desbordarse en lágrimas, miraron el gran armario situado en el lateral de la cama—. Para saber que estás bien.

—Claro que sí. Tampoco es que me pueda librar de ti o de Lily a corto plazo —dijo para distender el ambiente. Amy se rió con voz cantarina—. ¿Puedes hablar con mi hermana? Estaba disgustada por nuestra pelea.

—Por supuesto. Le diré que rogaste de rodillas para que volviera contigo, pero que me mantuve firme en mi negativa de hacerlo. —Ahora fue el turno de James de reír. Le beso la frente con dulzura—. Cariño, si no cierras la herida, nunca funcionara con nadie.

Amy desapareció en dirección a la habitación de Lily. No tardó en escuchar las risas de las dos chicas y sus voces haciendo planes para salir. Su hermana podía hacer reír hasta a un cadáver. Amy estaría bien con ella, como siempre. Antes de que se diera cuenta, James solamente sería un mal recuerdo en su memoria y la persona correcta llegaría a su vida para hacerla plenamente feliz.


6.

El apartamento de Lorcan era tal como lo imaginaba —porque sí, había jugado a imaginarlo mientras contaba los días para volver a verlo, como un niño ansioso en la mañana de Navidad—, sencillo pero acogedor.

Las paredes estaban pintadas de un verde agua armonioso, con excepción de la frontal que era de un blanco inmaculado. En esa había una ventana que filtraba la luz. En el centro de la sala que hacía de living y comedor, había un sofá-cama que llegaba hasta la pared blanca y, más adelante, se encontraba una mesa ratona con un bonsái de cerámica.

Junto a la arcada que daba paso a la cocina, se hallaba una estantería de madera repleta de objetos. Libros, bolígrafos de gel, libretas de todos los tamaños y colores, se apilaban con perfecto orden. En el estante superior había una fotografía muggle donde se veía una playa abierta con dos rocas emergiendo del agua y una orilla espumosa. Con letra negra, en el borde inferior izquierda decía: «Bahía de Holywell, Newquay».

—Es un poco pequeño.

—Es genial —dijo James. Se acercó a la ventana y se perdió en la vista que le ofrecía de la ciudad—. ¡Se puede ver la catedral!

Podía ver el contorno de Truro con sus tejados coloridos, las guirnaldas triangulares que cruzaban las calles de lado a lado y el río homónimo, tan cerca del final del Canal de la Mancha.

En aquel apartamento no había nada de magia porque ni siquiera la fotografía se movía y, sin embargo, era hechizante.

Lorcan le dijo que se pudiera cómodo en lo que iba por un par de cervezas. James le hizo caso. Se quitó los zapatos y se sentó en el sofá-cama. La superficie era mullida, suave. No puedo evitar imaginarse tumbado en ella, completamente desnudo, con Lorcan entre sus piernas, susurrándole una vez más lo precioso que era. Trató de distraerse antes que la excitación se hiciera evidente en sus pantalones.

Las botellas de cerveza chocaron en el aire antes de destaparlas.

—¿Qué se siente vivir solo? —preguntó.

—Bien —contestó Lorcan—. Me gusta tener mi propio espacio, administrar mis tiempos, pero a veces puede ser solitario. —Le dio un trago a la cerveza—. ¿Alguna vez has pensado en vivir solo?

Claro que James lo había pensado. Sobre todo cuando su hermana hurgaba en sus asuntos y asumía su actitud de «soy tu hermana menor, pero me importa una mierda porque harás lo que yo diga». Pero si se iba, ¿qué sería de su madre? ¿Qué sería de su hermana?

Él no era como Albus que se había enseguida de graduarse, cuando el dolor era más tangible. Quería ser medimago, lo entendía, pero ¿era necesario mudarse a París con Scorpius? Los Malfoy desbordaban dinero —incluso con la fortuna que el Ministerio de Magia les había confiscado luego de la guerra—, Scorpius podría haber conseguido algo en Londres. San Mungo tenía un excelente programa de pasantías para futuros sanadores.

Pero Albus no lo pensó de esa forma y ahora estaba en Francia, disfrutando de la Torre Eiffel y los manjares parisinos, mientras que Lily y él no bebían más que hiel.

—No puedo, económicamente hablando.

—Pensé que jugabas al quidditch.

—Jugaba.

—¿Estás de vacaciones o algo similar?

James desvió la mirada.

—Suspendido hasta nuevo aviso. Lo más probable es que no vuelva a jugar.

Las cejas de Lorcan se arquearon ligeramente,

—No lo sabía. ¿Salió en El profeta? Estoy un poco desactualizado con las noticias mágicas.

—No. No salió en el periódico. Sucedió a puertas cerradas. Un compañero y yo discutimos, llegamos a los golpes y a lanzarnos hechizos. El entrenador Wood nos descubrió y nos suspendió a ambos —contó. omitiendo los detalles más escabrosos del asunto—. Acordamos no hablar de lo sucedido y firmamos una baja hasta el final del verano.

Sabía que su madre y Luna eran íntimas amigas, confidentes desde los trece años, pero él no conocía su historia y eso le daba la libertad de moverse en un lienzo en blanco.

Se sintió más ligero al hablar de eso. Estaba comenzando a enfrentarse a la verdad: su bajo rendimiento y sus llegadas tardes tanto a los entrenamientos como a los partidos habían hecho temblar su posición en el equipo; la pelea, lo hizo quedar afuera definitivamente. Oliver Wood no iba a pedirle que volviera. Tenía un buscador suplente que era mejor opción que él.

James no quería pensar en eso, quería que su mente y sus pulmones se llenaran de Lorcan. Le quitó la cerveza de la mano y la apoyo con cuidado junto al bonsái. Lo besó. Apenas un roce para tentarlo. Lorcan sonrió y lo retuvo para que no se alejara.

—¿Hablaste con tu novia que ya no es tu novia?

—Lo hice. Se terminó. No hay vuelta atrás.

—Genial.

James le sujetó las muñecas por encima de la cabeza y le recorrió el pecho con dedos suaves como la promesa de la noche que pasarían juntos. Trazó la línea de su clavícula, la cicatriz de su hombro, el contorno de su oreja. Le mordió la nuez que subía y bajaba con gran rapidez, mientras su mano serpenteaba hasta los pantalones. Tiró del botón hasta que se desprendió del ojal. Lorcan levantó las caderas para ayudarlo a quitárselos.

Hundió la cabeza entre sus piernas, inspiró el olor acre de su piel y engulló su miembro sin piedad alguna. La erección le llenó la boca por completo. La saliva se le acumuló en las mejillas mientras lo succionaba.

Lorcan le jaló el pelo y gimió su nombre.

Una.

Dos.

Tres veces.

Y James sintió la imperiosa necesidad de devorarlo hasta que se derramara en su boca, en su lengua, pero Lorcan lo obligó a volver a su altura. Lo miró con ojos anhelantes, le puso las manos en la nuca y lo llevó hasta sus labios. Su sabor se fundió con el suyo. ¿Alguna vez se iba a cansar de sus besos, de su tacto, de su olor?

—No es la primera vez que haces esto —dijo Lorcan. No le respondió. Volvió a besarlo. Esta vez con más intensidad—. Tengo condones en la estantería.

James hizo acopio de todas sus fuerzas para ir a buscarlos. Se fue desnudando mientras caminaba hasta la estantería. Tomó el paquetito de colores de entre los libros. De no haber tenido la mente turbada por el deseo, se habría reído del escondite, a la vista pero camuflado. Lorcan Scamander, ante todo, era un chico práctico.

Cuando regresó a la cama, Lorcan abrió las piernas con él, invitándolo a adueñarse de su cuerpo. James abrió el plástico y le puso el condón. Quería ir arriba, pero no de la forma que el otro esperaba. Quería estar sobre él, balanceándose sobre él. Colocó una pierna a cada lado y descendió lentamente sobre el miembro inhiesto. Un escozor se apoderó de su ser. Lorcan le besó los párpados, la nariz, el cuello, y le masajeó los muslos para que se acostumbrara a su intrusión, a su miembro excitado y palpitante.

James aguardó unos segundos que se le hicieron eternos; cuando su cuerpo se acopló al de Lorcan como si fueran dos piezas destinadas a encajar, inició el vaivén de caderas. Lorcan acompañó el ritmo que él marcó. Dedos anclados en sus caderas, mucha saliva y gemidos entrecortados. Una mano estaba posada en el cuello varonil; la otra, contra el cristal empañado de la ventana.

—Eres el primero —juró contra su boca.


7.

Junio le dio paso a julio y julio recibió a agosto con los brazos abiertos. Las hojas de los árboles estaban abandonando su color verdoso para teñirse de hermosos tonos marrones, anaranjados y rojizos. Pronto el otoño gobernaría el mundo y, con la llegada de éste, tendría que tomar una decisión.

Su madre quería saber que iba a hacer con su vida en caso de que Oliver Wood no lo convocara para el próximo campeonato y James no podía seguir evitándola. Gracias a los entrenamientos en Holyhead, en Gales, y a los paseos nocturnos de él por Truro, apenas coincidían en la casa. Cuando llegaba al Valle de Godric, pasada la medianoche, su madre ya estaba en la cama, leyendo alguna revista, pronta para ser vencida por el sueño. James siempre le daba el beso de las buenas noches antes de subir a su habitación; a cambio, ella le preparaba el desayuno. Era un acuerdo tácito y silencioso de cariño mutuo.

Pero era cuestión de tiempo para que tuvieran la charla.

Y James Sirius Potter supo que sería ese día cuando no vio el café y las tostadas en la mesita junto a la cama.

El aroma a pan recién horneado salía de la cocina, flotaba por las escaleras y golpeaba la puerta de su habitación. Le rugió el estómago. Bostezó, se puso de pie y bajó por las escaleras. Su madre estaba de espaldas, con el pelo rojo cayéndole en cascada por la espalda, separando el pan en rebanadas para untar con mermelada.

—Intenté que quedara como el de la abuela.

—Huele delicioso.

Le gustaba cuando su madre cocinaba. Era un mimo que pocas veces se daba. Tenía un gran libro donde la abuela Molly había recopilado las recetas ancestrales de los Prewett y los Weasley. Era su mayor tesoro y, sin embargo, no había dudado en regalárselo a su madre en un aniversario de boda.

—Tuve que raspar un poco la corteza para quitarle la parte quemada.

James devoró una rebanada.

—Está riquísimo —aseguró. Se sentó junto a la mesa de la cocina. Ésta era pequeña para cinco, pero perfecta para ellos tres—. ¿Lily está durmiendo? No escucho sus ronquidos.

—Puse un hechizo silenciador —dijo con una sonrisa cómplice.

Ella colocó un cuenco con mantequilla de maní, otro con mermelada y un tercero con manzana verde cortada en cubitos. Había preparado pan, café y zumo de naranja. Era un desayuno con todas las letras. James no sabía por dónde empezar, así que decidió ir sin rodeos:

—Sé que quieres hablar, mamá.

—¿Tanto se nota?

—¿Por qué otra razón faltarías a un entrenamiento en la víspera del campeonato?

—Tienes razón. En septiembre empieza la temporada de quidditch y quiero saber qué vas a hacer. ¿Volverás a jugar?

—No depende de mí. El entrenador Wood dijo que escribiría a finales del verano, pero no creo que lo haga.

—Conozco a Oliver. Si él te puso en el equipo en primer lugar fue porque vio potencial en él...

—Vio, mama. En tiempo pasado. Era un buen jugador antes que sucediera lo de...

—Lo sé —interrumpió Ginny—. ¿Has entrenado? —El silencio de James fue respuesta suficiente. Claro que no había entrenado. Primero había estado ocupado discutiendo con Amy por cualquier nimiedad y fumando cigarrillos para lidiar con eso; luego, Lorcan Scamander había eclipsado su vida por completo—.. Ayer llegaste muy tarde. Eran más de las doce.

—Pensé que estabas dormida.

—No puedo dormir hasta que Lily y tú llegan —confesó—. Cuando eres madres. no vuelves a dormir tranquila cuando tus hijos salen de noche. ¿Por qué no me dijiste que habías terminado con Amy? Pensé que era con ella que te veías. Si no fuera por Lily, no me hubiera enterado.

—Terminamos a principios de junio. Discutimos, se marchó y yo no la busqué.

Si bien James tomaba las precauciones necesarias para que su madre no escuchara los gritos y los reproches, su madre tenía un sexto sentido que le hacía percibir cuando las cosas no iban bien con sus hijos. Ella más que nadie sabía que James tenía sus defectos, era sangre de su sangre, fruto de sus entrañas, y lo conocía como la palma de su mano, pero la realidad era que Amy nunca le había gustado. ¿Cuántas veces le oyó decir que esa chica no era para él? La toleraba más cuando era solamente amiga de Lily. Para no acrecentar el recelo de su madre con ella, James omitió el hecho de que Amy lo había golpeado.

—¿Por qué discutieron esta vez?

—Amy encontró una botella de vodka entre mi ropa. —James bajó la mirada, incapaz de enfrentarse a ella y al atisbo de decepción que podría reflejarse en sus ojos—. No volví a tomar. Lo juro. Está intacta. Te prometí que no volvería a hacerlo y no lo haré, pero tenerla me recuerda mi propia debilidad y que debo enfrentarme a ella.

Su madre le tomó la mano por encima de la mesa.

—¿Y Amy no lo entendió?

—No me dio tiempo a explicarle. Me dijo que era patético y se fue. No volvimos a hablar hasta que vino y le dije cara a cara que no podíamos estar juntos. —James se sintió más aliviado al hablar con la verdad. Poco a poco, se estaba quitando peso de los hombros—. Lo nuestro no estaba funcionamiento. Ya estaba dañado desde hace tiempo. Luego de que pasamos la etapa del enamoramiento, no hacíamos más que ver los defectos del otro.

Eligió cuidadosamente sus palabras para no herirla. No quería recordarle —más de lo necesario, al menos— lo que había sucedido.

—¿Y ahora con quién estás saliendo?

James se sonrojó.

—No es oficial. Y no creo que vaya a serlo. Nos estamos viendo, pasamos el rato y después cada cual a su vida.

—¿Estás bien con eso? —Él asintió—. Lo único que me importa es que seas feliz. Si Oliver no te escribe, podrías probarte en otro equipo. Quizás como cazador o golpeador. La posición de buscador es la de mayor responsabilidad. No quiero decir que no puedas con esa presión...

—Lo sé.

—Y si no vuelves a jugar quidditch, tampoco es el fin del mundo. Podemos ver otras opciones. Juntos —enfatizó. Quería que supiera que contaba con todo su apoyo—. Podríamos montar una tienda o una revista deportiva.

—Eres la mejor. Lo sabes, ¿verdad? Incluso después de que lo arruiné todo.

—No fue tu culpa, James. Nada de lo que pasó fue tu culpa.

—Si yo lo hubiera manejado de otra forma... —No fue capaz de completar la frase—. No tienes que renunciar a tus sueños por mí, mama. Aún te quedan años para seguir jugando y, cuando llegue el momento de retirarte, lo más probable es que te conviertas en entrenadora de las Arpías. Yo encontraré qué hacer con mi vida, de una forma u otra.

Ella asintió y le apretó la mano con cariño.

—Y hazme el favor de ir a ver a Luna, que hace tiempo que no vas a su casa.

—Lo haré.

Una vez que se despojaron del peso de la conversación, disfrutaron de compartir el desayuno juntos como hacía años que no sucedía.


8.

Se apareció en las afueras de la casa de la familia Scamander.

Contra el cielo plomizo que pronto descargaría su furia sobre la tierra, la residencia parecía aún más oscura. Originalmente tenía forma cilíndrica, pero con el paso de los años la habían modificado, agregándole habitaciones a los laterales, como la familia Weasley con la Madriguera. En la zona sur de la colina, se encontraba la estructura de un invernadero que, gracias a un hechizo de extensión, era el hospital de Lysander para las criaturas mágicas que rescataba.

Llamó dos veces a la puerta antes de que la tía Luna se la abriera. Tenía el pelo rubio platinado recogido en un moño descuidado, pendientes de rábanos colgaban de sus orejas, las mejillas teñidas con un leve rubor y vestía una túnica rosada con detalles dorados. Parecía más un pijama que una túnica, pero ahí radicaba el encanto de Luna Scamander: no tenía miedo a ser ella misma.

—Eres igual a tu madre —dijo sonriéndole—, usando la aparición en vez de la chimenea.

—Me parece menos intrusivo. ¿Cómo estás, tía Luna?

—Sin dormir por los escarbatos. Resulta que Willow no era un él sino un ella y estaba embarazada.

Lo invitó a pasar.

La sala de estar tenía forma irregular, cuyas paredes estaban cubiertas de capas de pintura superpuestas de diferentes colores, y estaba llena de cachivaches de acero y porcelana. Cuando era pequeño, a James le encantaba tocar todos los objetos y estudiarlo con meticulosidad, especialmente un juego de pocillos que más tarde pasaron a ser de su propiedad.

—Los bebés son demandantes, ¿no es así? —preguntó para seguir la conversación.

—Completamente. No tenemos casi ningún objeto de plata, oro o brillante, pero los escarbatos ya han desarrollado su instinto y me preocupa que puedan ir a las casas vecinas para saciar su búsqueda. —Un sonoro ruido se escuchó proveniente de la cocina—. Ponte cómodo, querido. Iré a buscar un poco de pudding antes que Ivy acabe con todo.

James no sabía quién o qué era Ivy, pero tampoco quería saberlo. El sonido de ollas, platos y vasos era advertencia suficiente.

La sala tenía tres aberturas. La primera llevaba a la cocina —por la cual Luna se había perdido— y era la más pequeña. La segunda, a un largo pasillo que moría en la escalera que conducía al sótano donde se escribía e imprimía El quisquilloso. Y la tercera llevaba a una escalera que se retorcía hasta el segundo piso. Allí se encontraban las habitaciones.

Luna volvió con el pudding de chocolate. Era el postre favorito de su tía desde siempre y, gracias a ella, también era el de James y sus hermanos.

—Mamá me dijo que viniera a verte. ¿Es por algo en especial o...?

—¿Tu madrina necesita una excusa para querer verte? —Ella se sentó a su lado y le acomodó el mechón castaño que le caía sobre la frente—. ¿Cuándo fue la última vez que viniste a quedarte a dormir? ¿Acaso hice algo que te desagradó?

—No. Claro que no. —James sonrió para remarcar sus palabras. No era nada personal con ella, se había ido alejando gradualmente de todo y de todos—. Pero aquí estoy, ¿no? ¿Quieres que te ayude con los escarbatos?

A James no le llamaba la atención las criaturas mágicas, pero sabía que era una buena forma de compensar su ausencia. Para su buena fortuna, ella declinó la oferta.

—No te preocupes, querido. A esta hora están durmiendo y no quiero perturbarlos.

Ella le contó que Lysander había encontrado a Willow luego de la primera lluvia de verano. Las aguas inundaron su madriguera y le hicieron salir a la superficie. Willow resultó estar embarazada. Si bien los escarbatos tenían un promedio de entre seis a ocho crías por camada, Willow había tenido diez esponjosos bebés. Todavía estaban eligiendo los nombres, así que los distinguían por los colores de los pelajes.

El gris claro, por ejemplo, era el más inquieto y se adueñaba de cualquier cosa que brillara. Y durante la noche instigaba a sus hermanos a abandonar la madriguera de ropa apilada para recorrer la casa.

También estaba el hecho de que Raen estaba celoso de los bebés y tenían que tomar precauciones. Mencionó que una vez había atacado a Lorcan al confundirlo con Lysander, sin saber que James ya conocía la historia y que besaba la cicatriz cada vez que lo desnudaba.

—¿Y cómo vas con El Quisquilloso?

Luna Scamander era admirable, tanto por su estilo tan particular que mostraba tan orgullo al mundo y por administrarse tan bien el tiempo. Dividía su trabajo e intereses de forma óptima. Era magizoologa, ayudaba a su hijo con las criaturas rescatadas y se encargaba de editar la revista fundada por su padre.

El Quisquilloso aportaba con visión diferente a la oficial del Ministerio de Magia. Después de la guerra, cuando la confianza en las autoridades estaba disminuida por completo, fue cuando sus lectores se quintuplicaron. La tirada mensual se convirtió en semanal.

—Muy bien, querido. En la nueva sección donde los lectores mandan sus sugerencias y opiniones, muchos han pedido que se hable de quidditch y me preguntaba...

—Si puedo ayudarte con eso —completó James.

Luna era mucho más disimulada que su madre a la hora de dejar ver sus intenciones. Dejaba caer los comentarios de forma casual, casi sin darle importancia, usando el mismo tono con el que hablaría de sus nargles.

—Si podías pedírselo a tu madre. Ya se lo insinué, pero no entendió la indirecta —dijo Luna. James se sintió ridículo. Solamente pudo reírse mentalmente de sí mismo—. ¿Te estás postulando para el puesto, querido?

—No sé nada sobre redacción, tía Luna. Pude pasar las clases porque Rose me corregía las tareas. Y tampoco soy experto en el deporte.

—No estoy buscando a un experto sino a alguien que viva, que sienta el quidditch. —Luna le dio una última cucharada a su pudding—. Por eso pensé en tu madre.

James Sirius le dijo que hablaría con ella.

Unos minutos después, descubrió que Ivy era un kneazle que se paseaba por la casa como si le perteneciera. Su pelaje moteado ondulaba con cada movimiento y sus orejas se movían en cuanto percibían la mínima onda de sonido. El kneazle caminó hasta él, lo olisqueó y se frotó contra su pierna. Al ver que agradaba a Ivy, lo subió a su regazo. Lo acarició hasta que empezó a ronronear.

Por la ventana oval que daba al frente de la casa vio el sendero resplandeciente por la llovizna que caía. El automóvil surgió de la curva bordeada por árboles. Era un Ford Escort, quinta generación y sabía a quién pertenecía.

Miró la chimenea de la sala. Había polvos flú. Podía desaparecer por ella en cuestión de segundos. Pero, ¿cómo explicaría su repentina partida sin levantar sospechas? Tampoco era opción la aparición porque, de hacerlo, los cimientos endebles de la casa temblarían, delatándolo igual que la chimenea. Además, tenía a Ivy sobre sus piernas y no tenía intención de dejarlo ir.

El auto se estacionó junto a la colina y el sonido del motor murió. Un paso. Dos pasos. Y llamaron a la puerta.

La tía Luna brincó del sillón y corrió a abrir.

—Hola, mamá —saludó Lorcan—. No tengo mucho tiempo. Pasé a dejar las Lágrimas de Selkie que Lysander me pidió.

En la mano llevaba un frasquito con un líquido opalescente.

—Gracias, hijo. Seraphina tiene conjuntivitis y las lágrimas son lo único que alivian su dolor.

Lorcan le besó la mejilla con dulzura y sus brazos rodearon el cuerpo menudo de su madre. Poor encima de su hombro, su mirada se encontró con la de James. Él tragó saliva con dificultad.

—James —el nombre le vibró en la lengua—, ¿qué haces aquí?

—¿Por qué tan sorprendido, hijo? —preguntó Luna. Se giró para ver a James—. ¿Ustedes ya se habían visto?

Lorcan abrió la boca para contestar, pero James lo interrumpió:

—En el cumpleaños de Lily.

—Pero eso fue a principios de junio —reflexionó Luna.

En realidad, se habían visto dos días atrás en su apartamento. James quería probar el nuevo restaurante de comida japonesa que habían abierto en Truro, pero Lorcan quería comerlo a él y James no pudo negarse. Dejó que lo tumbara sobre la mesa, con las piernas flexionadas, expuesto, abierto para él. Lorcan sabía qué hacer. Su lengua inquisitiva sabía dónde presionar para hacer que acabara con un sonido ronco y lastimero.

El sexo con él era increíble. Comprendía que James quería experimentar, averiguar cuáles eran sus puntos más sensibles, que era la primera vez que se entregaba a otro hombre.

Pero nunca habían hablado de ponerle un título a su relación o compartir con el mundo lo que sentían por el otro.

La expresión de Lorcan se contrajo en una mueca entre desconcierto y decepción al ver que James no corregía sus dichos.

—Tengo que irme. Un gusto, James —mordió la última palabra.

«Mierda.»

Hizo a un lado a Ivy y se puse de pie. Se fue tras Lorcan tan rápido como pudo.

Si la tía Luna percibió la tensión entre ellos, no dijo nada al respecto. Estaba más preocupada porque el maullido del kneazle no despertara a los bebés de Willow.

La puerta se cerró a sus espaldas. James se apuró a descender por la escalera de la entrada para llegar al auto antes de que Lorcan lo pusiera en marcha. La puerta del copiloto estaba sin seguro, así que fue fácil introducirse en el vehículo.

En el escaso trayecto de dos metros que había recorrido desde la casa al coche, un terreno blando y resbaladizo, las gotas se anidaron en el puente de su nariz.

—¿Qué acaba de pasar ahí adentro? —preguntó Lorcan. Los dedos estaban aferrados al volante; la mirada, clavada en él—. ¿Te da vergüenza que mi madre sepa que estamos saliendo?

—No es eso. Simplemente, no quiero decírselo.

—¿Por qué? No estamos haciendo nada malo. —James permaneció en silencio. Sintió el impulso de fumar, pero Lorcan no era Amy, no lo dejaría ir solamente porque quemara tabaco—. ¿Somos exclusivos? —preguntó.

—¡Claro que sí! —exclamó—. ¿Piensas que estoy con otro? —«Yo no soy él. Yo no hago eso.»

—No lo sé. Tu comportamiento me hace pensar que no soy más que un sucio secreto para ti.

—¿Cómo puedes decir eso?

—Entonces, ¿por qué lo siento así? Hemos tenido sexo en cada rincón de mi apartamento, pero yo no conozco tu habitación; hemos empeñado los vidrios de mi automóvil al costado de cualquier carretera, pero no me dejas llevarte hasta tu casa, siempre usas la aparición para irte.

No podían estar teniendo su primera discusión, ¿tan poco había durado la bruma del enamoramiento? James necesitaba que ésta lo siguiera envolviendo, adormeciendo sus sentidos, que no se desvaneciera.

Se inclinó en su dirección y lo besó. Por más enfado que Lorcan sintiera, no se resistió al contacto de sus labios. Sus pulgares le acariciaron las mejillas lampiñas y le mordió el labio inferior.

—Mi madre no lo sabe y no quiero que nadie lo sepa antes que ella. Se lo diré, ¿vale? Solo te pido tiempo.

Lorcan asintió.

Giró la llave y puso en marcha el vehículo. Condujo por el sendero hacia el oeste, donde los árboles se volvían más abundantes y se tragarían la silueta del automóvil. No importaba la dirección. Los dos sabían que, en cuanto estacionara, volverían a empañar los cristales con el vaho de sus respiraciones erráticas y lo único que se escucharía serían los sonidos húmedos de sus cuerpos volviéndose uno.


9.

Se aparecieron en la mansión de los Nott a las ocho en punto.

Lily llevaba un vestido verde esmeralda que contrastaba con el rojo de su pelo y unos pendientes a juego que la tía Fleur le había regalado en las últimas navidades; él, por otro lado, apenas lucía decente al lado de su hermana. Ella le arregló el pelo con los dedos y le alisó la camisa.

Mientras emprendían la marcha, se obligó a sonreír. En realidad, James Sirius Potter preferiría estar en cualquier otra parte, menos allí, pero su hermana no le había dejado otra opción.

«¿Qué te pasa? No has salido de la habitación durante tres días. ¿Ya se acabaron los paseos nocturnos?»

«Déjame en paz, Lily.»

«¿Sabes qué fecha es hoy? Claro que no. ¿Cómo vas a saberlo? El año pasado estabas rodando por la escalera después de haberte bebido todo el gabinete de licores.»

«Si ya sabes lo que sucedió, ¿por qué ser tan críptica?»

«Hoy es el aniversario de los padres de Amy.»

«¿Y?»

«No podemos dejarla sola.»

«No estoy de ánimos como para una celebración.»

«No te equivoques, James. Eso no será una celebración sino una carnicería. Y Amy será el plato principal. No eres el único presionado para encajar en el molde de su familia, ¿sabes?»

Como cada quince de septiembre, Theodore Nott y su esposa celebraban su aniversario de casados con una cena llena de formalidades.

Durante los dos años de relación con Amy, James había asistido en una sola ocasión. Vestido con una túnica de gala y el pelo peinado hacia atrás, era el sueño de las primas Rinaldi. Recordaba la sonrisa de Amy, deslumbrante y regia al mismo tiempo, al ver que su traje combinaba con el color de su vestido. Esa noche, lo tomó del brazo y lo hizo recorrer todo el salón comedor, presentándolo —y presumiéndolo— con su familia y amigos. Esa noche brindaron por los casados y también por ellos —con excepción de Theodore Nott que no levantó su copa—, y hasta se habló de compromiso.

Y ahora se encontraba una vez más en esa casa que le provocaba escalofríos, pero en circunstancias muy diferentes.

La propiedad estaba rodeada por un bosque de árboles retorcidos y troncos negros. Una verja de hierro separaba la mansión del territorio inhóspito, lleno de bestias salvajes. No era posible llegar a pie; tampoco en escoba, por lo que había una zona especial del jardín delimitada para las apariciones.

Avanzaron por un césped verde y corto y sortearon los setos recortados que parecían gigantes surgiendo de la oscuridad. Una arcada triple conectaba el exterior con el salón principal y, a través de ella, la luz de los candelabros flotantes se filtraba y hacía resplandecer el cristal de las ventanas.

—No te alejes de mí —le susurró Lily—. Las primas de Amy son unas arpías vestidas de seda. Ahora que saben que tú y ella no están juntos, se lanzarán a por las sobras.

—Estás hablando de tu hermano.

Lily se encogió de hombros sin darle importancia.

Al entrar en el salón de paredes y suelo de mármol, a James le dio la sensación de encontrarse en una tumba. No ayudaba que los invitados estuvieran, en su mayoría, de blanco.

También percibió que los comensales eran pocos. La familia Nott no granjeaba amistades con facilidad. Consecuencias de la guerra; consecuencias de la Marca Tenebrosa. Nadie quería relacionarse con ellos.

El señor Nott se había librado de la cadena perpetua por los pelos. De él se contaban historias espantosas, capaz de helarle la sangre a cualquiera. Cada vez que James las escuchaba, reafirmaba su suposición de que él le había enseñado a Amy todo lo que sabía de magia avanzada, incluyendo la legeremancia.

—Vamos a felicitar al señor y la señora Nott.

«¿Qué otra opción tengo?»

Theodore Nott era un hombre pálido, delgado, con ojeras pronunciadas. Era más un fantasma que un ser humano. Exceptuando por los ojos. Su mirada reflejaba el más antiguo de los sentimientos: odio. James nunca le había agradado; ahora que Amy y él ya no eran novios, menos aún.

La señora Nott, por otro lado, era una italiana de belleza dura que hablaba un inglés muy precario. Pasaba más tiempo en la Toscana que en Inglaterra y rara vez llevaba a Amy consigo.

Cuando James los miraba, no veía una pareja afectuosa o feliz. Parecían un matrimonio de conveniencia, de sos que celebraban los sangre pura antes. Se dijo a sí mismo que no debía juzgar sin saber, pues sus padres eran afectuosos el uno con el otro y, sin embargo, su padre se divertía en horas de trabajo. Quizás, a su modo, Theodore Nott y su esposa se amaran de verdad.

—Felicidades —dijo Lily. Besó las dos mejillas de Gina Nott y estrechó la mano del hombre—. Todo está muy elegante, como siempre.

Theodore Nott asintió, sin mirar a James. Ni siquiera fingió cordialidad.

Se alejaron en dirección a la escalera de mármol. A sus pies, sonaba un viejo gramófono con alguna canción típica italiana que James no supo identificar. Nadie estaba bailando. Los invitados estaban más concentrados en sus copas de líquido ambarino que se rellenaban una vez que terminaba.

Amy descendió por la larga escalera con un porte regio. Mientras que su madre vestía de blanco y dorado, enjoyada de pies a cabeza, ella llevaba un atuendo rosa pastel con el pelo trenzado como si fuera una corona. Una delgada gargantilla de plata le adornaba el cuello.

—Gracias por venir —susurró contra el oído de Lily cuando la saludó—. Te ves guapo, James. Aunque se nota que no dormiste bien a noche. —Le acomodó el cuello de la camisa—. ¿Va todo bien?

James asintió.

Aunque habían terminado, Amy le escribía cada tanto para saber cómo estaba. Su preocupación era sincera. No mencionaba la posibilidad de volver y tampoco preguntaba si estaba saliendo con otra persona.

—Iré por una copa —dijo Lily.

—¿Bailamos? —preguntó Amy.

—No sé cómo se baila este tipo de música —repuso James.

—Yo tampoco.

Antes de darse cuenta, Amy tenía sus dedos envuelta firmemente alrededor de su muñeca y lo arrastraba hacia el centro del salón. Pronto, todas las miradas estaban posadas en ellos.

James tragó saliva con dificultad. «Solo una canción», se dijo. Sostuvo la mano de Amy y colocó la otra en su cintura. La tela del vestido se escurrió entre sus dedos, suave como el agua. Describieron un círculo en el salón, sus pies se movieron al ritmo que marcaba el gramófono y, antes de dar cuenta, bailaban como si fueran un solo ser.

Las paredes se fundieron con los invitados y sus copas, y los candelabros y las joyas que brillaban bajo su resplandor. Solamente eran ellos dos.

—¿Volverás al equipo?

—No. Ya lo he decidido. Independientemente de lo que diga el entrenador Wood, no volveré a jugar. Quiero estar un año sobrio, entrenar, recuperar el ritmo y después haré las pruebas para ser golpeador.

—¿Golpeador? —preguntó extrañada.

—Ya quedó demostrado que no sé lidiar con la presión. Quizás una posición de menos responsabilidad sea lo mejor.

—Me parece un buen razonamiento. Es bueno verte centrado.

Amy se mordió el labio inferior. James la conocía tan bien que sabía que moría de ganas de preguntarle a qué se debía, pero no lo hizo porque él se mantenía firme en su posición de no volver.

Su amor e interés estaba en Lorcan Scamander, aunque hubieran discutido la última vez que se vieron. Y, aunque se habían entregado uno al otro en su auto, lo cierto era que Lorcan no le había escrito ni una sola vez durante los tres días siguientes. James se preguntaba la razón, pero, en el fondo, también la sabía. Lorcan estaba molesto, enfadado, por el desplante en la casa de su madre, pero era lo suficientemente orgulloso como para no retomar el tema.

¿Sería posible que a Lorcan ya no le bastaran las tardes que pasaban juntos caminando por Truro y las noches encerrados en su apartamento? ¿Necesitaba que le entregara más de sí? ¿Y sí no le gustaba lo que era, igual que había sucedido con Amy?

La chica colocó los brazos alrededor de su cuello y se balanceó suavemente, marcando una nueva cadencia. James la siguió como pudo, pero sus ojos estaban fijos en sus ojos y en los mechones que escapaban del peinado, en sus facciones afiladas y en su boca llena.

Ella se humedeció los labios. «Quiere que la besé», comprendió. ¿Por qué habían llegado al punto de casi odiarse? ¿Por qué las cosas habían tenido que terminar tan mal, igual que con él?

Se inclinó en su dirección y le besó la frente.

—No es lo que esperaba —susurró Amy—, pero me agrada. Eres dulce, James. —Se sonrieron mutuamente—. Ahí está la señora Scamander y uno de sus hijos. No sé diferenciarlo.

James se volteó con el corazón acelerado, los latidos le llenaron los oídos, y contuvo la respiración al ver que, de pie en la arcada del salón, se encontraban Luna y Lorcan vestidos de gala.

—Lorcan —respondió James—. Ese es Lorcan.


10.

Lorcan Scamander desapareció antes que pudiera darle una explicación.

Caminó entre los invitados —que, por fortuna, volvieron a hablar de cosas superficiales como vacaciones en la playa y propiedades en el exterior— y se abrió paso hacia el jardín. Recorrió el sendero flaqueado por los setos recortados, siguiendo los pasos del chico. Las zancadas de Lorcan fueron barridas por el viento de la noche. Nunca lo había visto caminar tan rápido.

Se internó en la zona de los manzanos y entonces James lo comprendió. Lorcan, el chico que prefería ponerse al volante de su automóvil para ir a cualquier parte, iba a usar la aparición para escapar de él.

«No es lo que crees —pensó James, como si pudiera trasmitirle el pensamiento. Sabía que la escena daba lugar a una interpretación errónea—. Debe haber pensado que la mentí, que sigo con Amy.»

—¡Lorcan! —gritó. La oscuridad se tragó su nombre—. Déjame explicarte, por favor.

El chico iba a desaparecer ante sus ojos con un suave chasquido, así que tomó una decisión desesperada para una situación desesperada.

Acortó los metros que los separaban, dando paso largo y dio un salto. Se aferró a su tobillo en el instante exacto que el cuerpo de Lorcan se descomponía, con césped y polvo llenándole la boca.

James Sirius Potter era consciente de lo peligrosa que era una aparición conjunta involuntaria. Podía perder el conocimiento en el trayecto o una de sus extremidades podía quedar atrás, en el jardín de los Nott. Y no tenía díctamo consigo. Pero tenía que hablar con Lorcan.

Cerró los ojos y sintió que su cuerpo era aplastado por una fuerza sobre humana, que un titiritero jalaba de sus brazos y piernas hasta separarlas del tronco. Se sintió mareado, con ganas de vomitar, y que todo giraba a su alrededor.

Cuando los abrió, descubrió que se encontraba en una playa. El cielo forrado de estrellas se derramaba sobre las aguas en calma; dos rocas sobresalían de la superficie y parecían flotar en su dirección.

Se puso de pie y caminó contra la fuerza del agua; Lorcan estaba sentado en la orilla, tan mojado como él.

—No quería que me siguieras.

—Tenía que hacerlo —respondió James. Miró derredor—. Ya sé dónde estamos. Esta es la playa de la fotografía, ¿verdad?

Lorcan movió la cabeza.

—Es la Bahía de Holywell, en Newquay.

—Es preciosa —dijo y se sentó a su lado.

—Nunca me dijiste que tu novia era Amelia-Sophia Nott.

—Yo le digo Amy. Y no es mi novia. —El sonido de su voz se mezclaba con el rumor del agua—. Sé que nos viste bailando, pero no es lo que crees.

—Se veía muy real para mí.

Lo que más descolocaba a James no era que Lorcan estuviera enfadado o decepcionado porque estaba acostumbrado a que las personas se sintieran defraudadas, sino que no gritara o maldijera o lo golpeara. Lorcan era tan opuesto a Amy, se cerraba sobre sí mismo y mantenía la calma la mayor parte del tiempo.

—Te juro que no lo es. Solamente fue un baile. ¿Por qué te mentiría?

—¡No lo sé, James! —exclamó—. ¿Cómo saber si me estás mintiendo o no? No sé nada sobre ti. Yo te he contado toda mi vida. Te he mostrado mis sitios favoritos, mi música preferida y te dije la razón por la que no vivo en el mundo mágico. Pero tú no confías en mí. Si no fuera porque lo mencioné explícitamente, jamás me habrías dicho que estabas suspendido del equipo.

—Iba a decírtelo.

—¿Cuándo?

—En algún momento.

Lorcan bufó.

Se puso de pie y avanzó torpemente por la orilla. Sus huellas quedaron grabadas brevemente en la arena húmeda.

—No quería contarme mi historia, ¿vale? —gritó James. No le importaba que fuera de noche, que estuvieran a mitad de la playa. Tenía tanta rabia guardada en su interior—. ¡Me daba miedo que te fueras justo como estás haciendo ahora! ¡Mi vida es un puto desastre, pero desde que estás en ella no es tan mierda! —«Listo. Ya lo dije», pensó.

Lorcan detuvo la marcha y se volteó para verlo.

—¿Y cómo quieres que lo sepa sino me cuentas nada?

—Es difícil poner en palabras todo lo que ha pasado en estos dos últimos años…

Amy lo sabía porque lo había visto en sus pensamientos, pero Lorcan no era un legeremante y tampoco aceptaría introducirse en sus recuerdos.

—¿Quieres que te entienda, James? —Acortó la distancia entre ellos. Estaban tan cerca que podía sentir su respiración, un vaho cálido, sobre sus labios—. Habla conmigo, entonces. Cuéntamelo tu historia. Quiero saber todo de ti.

Y James así lo hizo.

En la Bahía de Holywell, se abrió en canal y desangró sobre Lorcan todos los recuerdos dolorosos que cargaba consigo.


11. Era una tarde de junio, con un clima muy similar al del día que se reencontró con Lorcan Scamander.

Iban a ir al Caldero Chorreante por un Whisky de Malta. Técnicamente no debían estar bebiendo porque estaban en pretemporada, pero la señora Abbott —la dueña del lugar, antigua compañera de sus padres y actual esposa del profesor Longbottom— hacía la vista gorda y se los servía en jarras de zumo para que lo tomaran en el fondo del pub.

Pero ese día a Fred no le apetecía. Decía que, teniendo en cuenta el calor de esa tarde, el Callejón Diagon estaría abarrotado de personas buscando la heladería Fortescue. Y Fred odiaba las multitudes. Le daban pánico. Se le cerraba la garganta, las manos le temblaban y podía llegar a desmayarse.

Por eso se habían quedado en la habitación de James, tomando té helado en los vasos alargados que su madre usaba en ocasiones especiales. Fred le puso hielo hasta arriba y una hoja de menta para aromatizar.

Jugaron cinco partidas de naipes explosivos —tres de las cuales ganó James; Fred era mejor en el ajedrez mágico, pero no tenían un tablero a mano— y cuando se aburrieron, se tumbaron en la cama con los almohadones del Puddlemere United. Los dos con camisetas largas, ropa interior y calcetines de colores dispares.

Por la ventana abierta se colaban las ramas del tejo que crecía junto a la casa y el viento hacía que las hojas formaran montoncitos como si estuvieran en otoño. A Fred le gustaba que su habitación fuera tan única, tan especial, y a James le complacía que él se sintiera a gusto allí, con él.

Fred era su primo favorito. No solamente porque compartían el mismo sentido del humor sino que los dos sabían lo que era cargar con el nombre de un ser querido que había fallecido en trágicas circunstancias.

«Es difícil llenar el recuerdo de quien no está», le dijo Fred cuando le confesó que le pesaba llamarse James Sirius, como su abuelo y el padrino de su padre.

Fred también decía que cada vez que su padre lo veía, no lo miraba a él, su hijo, fruto de su semilla, sino al hermano perdido en la guerra. Tampoco ayudaba que Fred fuera pelirrojo a más no poder, pálido, esbelto y lleno de pecas.

James, por otro lado, no se parecía en nada a su abuelo paterno. Tenía el cabello caoba con reflejos rojizos, ojos avellana que no necesitaban gafas —a diferencia de Albus que sí había heredado la miopía de los Potter— y labios llenos.

Fred apoyó la cabeza sobre su brazo para mirarlo directamente a los ojos.

—El otro día vi a Amelia con tu hermana. Le crecieron las tetas. Lástima que vaya a Slytherin.

James sonrió de medio lado.

—El problema no es que vaya a Slytherin sino que no sale con nadie que sea mayor que ella. No tienes oportunidad con ella.

—Puedo arriesgarme de todas formas. No le tengo miedo al rechazo —aseguró Fred. Sus hombros se encogieron levemente—. ¿Qué piensas de Meredith Grey?

James apenas conocía a Meredith. Ravenclaw, amiga inseparable de Fred, gran candidata a convertirse en capitana del equipo de quidditch. Su pelo natural era rubio, pero cada año se lo pintaba de un color diferente. Eso le parecía divertido de ella.

—Me da igual. ¿Ahora también te gusta? —interrogó. Su primo era bastante enamoradizo. Perdía la cabeza y el corazón por chicas que olvidaba al mes siguiente—. ¿Por qué estamos hablando de chicas?

—Porque nunca hablamos de chicas. Y se supone que nos contamos todo, ¿no?

No entendía por qué estaban hablando de eso, en ese momento que era su momento. Estaban tumbados en la cama, disfrutando del sonido del viento colándose por la ventana, aprovechando que ni sus padres ni sus hermanos estaban en la casa.

—¿Alguna vez has pensando en estar con un chico? —preguntó James en un ataque de necesitar saber. ¿Y sí no era solo a él que le surgían esas inquietudes? ¿Qué mejor que hablarlo con su primo?— Ya sabes… Por curiosidad.

Fred no contestó. Se humedeció los labios. Sus pupilas dilatadas brillaron en la inmensidad de las sábanas blancas.

James se inclinó lentamente sobre él. Su mano derecha se posó en la mejilla de su primo mientras que la izquierda soportaba el peso de su cuerpo. Unió su boca con la suya en una caricia íntima, dubitativa. Pensó que lo apartaría, pero Fred le colocó la palma detrás de la oreja y lo atrajo más hacia él.

—James —gimió contra sus labios.

—Lo compartimos todo. ¿Por qué no compartir esto también?

La mano de James tiró de su camiseta hasta hacerla a un lado. Fred se incorporó para que pudiera quitársela. Su cuerpo quedó al descubierto, bronceado, esculpido.

A James se le hizo agua la boca y las cosquillas se le instalaron en el estómago.

—James —suspiró.

—¿Me detengo?

—Ni lo sueñes.

Trazó el recorrido desde su clavícula hasta el ombligo. Tiró de su ropa interior sin dejar de observarlo. Párpados lánguidos, reguero de pecas y boca húmeda. Una descarga eléctrica le recorrió el cuerpo cuando le tocó la entrepierna, erguida orgullosamente en su dirección.

Le acarició el vello rojizo que le cubría los muslos. Si se inclinaba sobre su pene erecto, ¿dejaría que lo tomara con la boca? ¿Lo tocaría si se lo pedía?

Lo deseaba tanto.

Era su primo y, sin embargo, se sentía tan correcto. El roce de su piel contra la suya, la mano de Fred ahuecando su mejilla, sus ojos posados en él y nadie más que él.

Pero la burbuja de su fantasía se reventó cuando escucharon el sonido de la chimenea.

Fred se incorporó con premura. Buscó la camiseta que yacía olvidada en un rincón de la habitación y los pantalones que descansaban cerca del alféizar de la ventana. La delgada tela no pudo ocultar su evidente excitación; sus ojos, en cambio, reflejaban puro terror.

—Pensé que estaríamos solos.

—Yo también lo pensé —contestó.

James ni se inmutó por la presencia inesperada en su casa. Salió de la habitación y se asomó por la barandilla de la escalera. Desde su posición podía ver el contorno recortado de la chimenea de piedra y las llamas que lentamente iban muriendo en ella.

Primero le llegó el estallido de risas; después, la imagen nítida de su padre besando a otra mujer que no era su madre. La mujer reía e intentaba apartarlo sin éxito alguno —en un falso amague por respetar la casa de su familia—, luego aceptó la mano que él estiraba en su dirección y se internaron en el despacho del piso inferior.

James se sintió mareado. De repente, el mundo a su alrededor estaba girando y el suelo temblaba. O quizás eran sus piernas a punto de fallarle. Un sabor amargo le trepó por la garganta e hizo que terminara de rodillas sobre la alfombra egipcia de su madre.

La cabeza de su primo apareció por encima de su hombro.

—James… —Era la tercera vez que Fred pronunciaba su nombre, pero esa vez, a diferencia de las dos anteriores, no había deseo o goce, sino preocupación y lástima en su estado más puro—. James… —volvió a insistir al ver que no respondía.

Él se puso de pie torpemente y se abalanzó sobre su primo. La espalda de Fred impactó contra la pared y un cuadro cayó al suelo como consecuencia. James le colocó el codo en la tráquea y presionó con fuerza.

—Si le dices a alguien lo que acabas de ver, te mataré.

Fred lo alejó con un empujón y descendió por los peldaños de las escaleras con gran rapidez. Por el rabillo del ojo, James vio que su primo se limpiaba las lágrimas con el dorso de la mano a medida que avanzaba.

No lo detuvo. Tampoco se disculpó.

Estaba más preocupado en sostener un mundo que se estaba derrumbando en sus manos.


12.

El primer golpe lo recibió mucho antes de que comenzara la pelea.

Se encontraba en la sede del Puddlemere United. El entrenamiento se había terminado antes de tiempo por la lluvia que los hizo ponerse a cubierto. Otro entrenador los habría hecho practicar pese a las inclemencias del clima, pero Oliver Wood sabía que de nada servía arriesgarse a que el equipo cogiera una pulmonía y ni pudieran disputar el siguiente partido.

El entrenador Wood los mandó a los vestuarios a cambiarse, pero le pidió a James que lo acompañara a su despacho.

Éste era una habitación cuadrada con paredes revestidas de madera y estanterías a juego. Había vitrinas con los trofeos que el equipo había ganado desde su fundación y también fotografías de los jugadores más renombrados.

James se sentó en el sillón de cuero negro, sin ponerse cómodo del todo-, el entrenador Wood se apoyó contra el escritorio. El flequillo castaño le caía sobre los ojos y estaba cruzado de brazos. No había diferencia entre el Oliver Wood que tenía enfrente y el de la fotografía que atajaba una quaffle.

—Tenemos que hablar de tu rendimiento, James —comenzó diciendo—. No has atrapado la snitch en los últimos nueve partidos y, si bien no hemos perdido gracias a la diferencia de puntos, no puedo seguir ignorando esta estadística.

James sabía lo que susurraban sus compañeros dentro y fuera de los vestuarios. «Está en el equipo por ser el hijo de Harry Potter» y «si el entrenador no fuera amigo de sus padres, ya estaría afuera».

Cuando se enfrentó a ellos, ninguno fue capaz de repetir esos dichos en su cara. Ni siquiera cuando los llamó «malditos cobardes» y azotó la puerta de la taquilla.

Que él no rindiera lo suficiente, significaba que el resto debía esforzarse el doble para lograr una diferencia considerable de puntos. Y por eso lo odiaban, por tener que superar su propia decadencia.

—Lo entiendo. —¿Qué más podía decir?

—¿Va todo bien? —le preguntó—. No solamente soy tu entrenador, James. Puedes confiar en mí. Si hay algo que pueda hacer para ayudarte…

«Nadie puede ayudarme.»

La única persona capaz de remedir la situación era la misma que la había empezado en primer lugar. Su padre solamente tenía un deber: hacer a un lado a su amante, compensar sus ausencias y mantener a la familia unida.

Pero no. Al verse descubierto, se había marchado a Grimmauld Place como si fuera un mártir, como si siguiera siendo el maldito niño que vivió.

Su madre no le rogó que se quedara —James no se lo hubiera permitido—, pero cuando él juntó sus pertenencias, las colocó en un viejo baúl de Hogwarts y se fue, Ginny lloró como si fuera una niña. Albus fue detrás de su padre; James se quedó con ella. Lily, por suerte, estaba cursando su último año de colegio, a cientos kilómetros del desastre.

Su madre se derrumbó y James se derrumbó con ella.

Durante meses se había sentado a cenar, fingiendo que no sabía nada sobre la aventura de su padre, jugando a ser la familia perfecta, para que todo explotara sin que pudiera evitarlo.

—¿Estoy fuera del equipo?

Oliver Wood lo miró apenado.

—No voy a sacarte, James. No de momento. Seguirás siendo el buscador titular hasta que termine la temporada; luego pasarás a ser buscador suplente.

—No lo entiendo —balbuceó el chico—. No hay otro buscador en el equipo. No en esta liga.

—Ya tengo un candidato en mente —respondió—. Sé que el divorcio de tus padres ha sido complicado...

«No tiene idea», contestó en su mente.

Las semanas que siguieron a la partida de su padre fueron un calvario. Su madre tuvo que pedir una baja indefinida en el equipo porque no salía de la habitación, ni siquiera para almorzar o cenar.

Para Albus era más fácil darle su espacio, marcharse por ahí con Scorpius Malfoy, pero James no estaba dispuesto a dejar que su madre fuera consumida por la pena. Le escribió a la abuela Molly y ella se encargó de que se recompusiera. Tuvieron una conversación que duró horas; cuando acabaron, Ginny se duchó, bajó a merendar y les preguntó qué querían cenar.

Poco a poco, su madre fue resurgiendo de las cenizas y, mientras ella lo hacía, James se desmoronaba a la misma velocidad. Y la única forma que tenía de mantenerse a flote era ahogando la frustración en la bebida.

Los siguientes meses se resumieron en: le costaba mantenerse sobrio, le daba vergüenza a su novia —pasaban peleando y siempre estaban al borde de la ruptura— y llegaba tarde a los entrenamientos, le costaba mantener el equilibrio en la escoba y no tenía el talento de sus inicios.

Y esa cadena de efectos colaterales del engaño de su padre lo habían llevado a ese momento, a ese despacho, a perderlo todo.

—¿Algo más, entrenador?

Él negó con la cabeza.

—Puedes marcharte, James.

Salió del despacho sin decir una sola palabra más.

Mientras caminaba por el largo pasillo que llevaba a los vestuarios, se fue topando con sus compañeros bañados y cambiados. Él ni siquiera había llegado a ponerse el uniforme, por lo que solo tenía que ir a la taquilla a buscar sus pertenencias.

Y fue en ese camino que se topó de frente con su primo Fred.

No tuvo forma de esquivarlo. Encontrarse fue como ver a un fantasma del pasado, cuya presencia era asfixiante y abrumadora.

—¿Qué haces aquí? —preguntó. «En mi equipo, en mi vida.»

Después de que todo hubiera terminado tan rápido como comenzó, se habían mantenido estratégicamente alejados. No acudían a ninguna reunión familiar si sabían que el otro lo haría.

—¿Wood no te lo dijo? Soy el nuevo buscador. —Y sonrió.

Tuvo la maldita osadía de sonreír mientras lo decía.

James Sirius Potter se la borró de un puñetazo.

—Te dije que, si le decías a alguien, te mataría —gritó y lo empotró contra la pared más cercana. Volvió a golpearlo, esta vez en la nariz. La sangre corrió hasta su boca—. ¡Te odio! ¡Te odio!

—No sé de qué me hablas —murmuró, sujetándose la nariz.

Fred era más corpulento que él, pero a James lo movía la rabia en su estado más puro. Estaba golpeando a su primo, pero también a su padre por haber engañado a su madre y a sí mismo por no poder lidiar con ello.

—Tendrías que haberte quedado en Irlanda, hijo de puta. ¡Arruinaste el matrimonio de mis padres! —Otro golpe más. Sangre, sangre y más sangre. James veía rojo—. ¡Se lo dijiste, puto traidor!

Su primo sonrió irónico.

—¿Yo soy el traidor? ¡Tú fuiste tras Amelia!

Dijo algo más, pero James no lo escuchó. Los oídos le zumbaban. Tenía los nudillos amoratados. No sabía dónde terminaba la sangre de su primo y dónde comenzaba la suya. Tiritas de piel le colgaban de los dedos.

En algún momento, Fred sacó su varita y lanzó una maldición. Un dolor profundo le atravesó el brazo, filoso como un cuchillo. James gritó y se sujetó el codo como acto reflejo, pero la herida se abrió aún más sin que pudiera evitarlo.

Fred se liberó de su agarre y se alejó torpemente; James fue tras él, dejando un reguero carmesí a su paso.

Un rezagado del vestuario avisó al entrenador de la pelea que estaba teniendo lugar. Alguien conjuró un «desmaius» a lo lejos; luego, todo se volvió negro.


13.

Cuando James Sirius Potter terminó el relato, se dio cuenta que estaba llorando por primera vez desde que había descubierto que su padre le era infiel a su madre.

Las lágrimas rodaban por sus mejillas y morían en sus labios; las estrellas se multiplicaron al igual que las rocas que emergían el mar. Se pasó el dorso de la mano por los ojos y ahogó un hipido.

La última vez que había llorado tenía siete años. Estaba en la Madriguera, se cayó de su escoba para niños y se partió el labio inferior. La boca se le llenó de sangre, tierra y frustración. Su padre salió de la casa apenas escuchó su gritó de auxilio. Lo ayudó a levantarse, le besó la frente y le cerró la herida con su varita. Cuando James le dijo que no quería volver a volar, le respondió: «a lo largo de la vida vas a caerte muchas veces y no siempre será de una escoba. Lo importante es levantarse.»

Ahora, con veinticuatro años —casi veinticinco— sabía cuánta razón tenía. Le hubiera gustado que no lo arruinara todo, que no los hubiera abandonado igual que a su madre. Una disculpa no habría bastado, pero era un comienzo.

—¿Qué pasó luego? —preguntó Lorcan con voz trémula.

James se aclaró la garganta para continuar.

—Aunque éramos mayores de edad, el entrenador Wood avisó a nuestros padres. El tío George y mi madre fueron a la seda del Puddlemere United, sin saber muy bien con qué iban a encontrarse. Oliver les dijo que Fred y yo habíamos peleado, pero no esperaban encontrarse con los dos cubiertos de sangre; Fred con la nariz partida y yo con el brazo cortado.

»Mientras el sanador nos curaba las heridas, ellos se encerraron con el entrenador Wood en su despacho y hablaron durante veinte minutos que fueron eternos. Cuando salieron, nos dijeron que estábamos suspendidos los dos. Yo por iniciar la pelea; Fred por haberme lanzado una maldición. Como su contratación todavía no se había anunciado de forma oficial, se pospuso. No fue necesario buscar una excusa para mí con lo mal que estaba jugando.

»El entrenador Wood le dijo a mi madre que llegaba tarde a los entrenamientos, que mi rendimiento no era el mismo y que sospechaba que estaba bajo los efectos de alguna sustancia. En mi taquilla encontraron una botella de vodka; en la mochila, una petaca similar. «Al menos no son hongos alucinógenos», bromeó el tío George, pero a mi madre no le hizo gracia.

»Al llegar a casa, peinó cada rincón en busca de alcohol. Lily le contó todos mis escondites. Las dos tiraron todo por el desagüe. Mi madre amenazó con escribirle a mi padre si me volvía a emborracharme. Es cierto que no quiero verlo, pero no fue por eso que dejé de hacerlo. No quiero que mi madre vuelva a pensar que estoy así por su culpa.

Lorcan boqueó un par de veces, sin saber muy bien qué decir; James lo comprendía, él tampoco sabría qué decir.

—Mi madre me contó que se habían divorciado, pero nunca mencionó las circunstancias de su separación.

—La tía Luna es una buena amiga —dijo y se apresuró a corregir—: Es más que eso. Es parte de nuestra familia. Aunque no siempre está en el país, nunca deja de escribirle a mamá. Y ella sonríe cada vez que lee sus cartas. A veces me gustaría tener amigos así de incondicionales. —Los dedos se hundieron en la arena y dibujaron remolinos—. Supongo que por eso me aferré tanto a ti. No quería perderte. Pensaba que, si me conocías en realidad, ya no te gustara.

—Compartir nuestras cargas hacen que sean más ligeras. —Sin duda, era el hijo de Luna. Poseía su inocencia y optimismo—. Todos estamos un poco rotos por dentro. No hay que avergonzarse de ello. —Sus dedos buscaron los de James en la arena—. Esta playa es mi lugar seguro. Aquí fue el último lugar que visité con mi abuelo Xeno antes que muriera.

«Por eso tiene una fotografía de este lugar en su casa», reflexionó. Lorcan Scamander no había llevado nada consigo —exceptuando la varita— que le recordara a casa en el mundo muggle, pero tenía inmortalizado a su abuelo en esa postal veraniega.

—Gracias por compartirlo conmigo —susurró. Las lágrimas nuevamente acudieron a sus ojos—. Mierda. Ya estoy llorando otra vez.

Lorcan recostó la cabeza en su hombro.

—Me gustas más ahora que conozco al verdadero James —susurró—. No voy a irme a ningún lado. Te quiero. ¿Lo sabes, ¿verdad?

«Lo sé. Quizás lo he sabido desde que estacionaste tu auto aquella semana de junio y aceptaste compartir un cigarro.»

—Yo también te quiero, Lorcan —aseguró. Le tocó la cara suavemente. Adoraba deslizar la yema de los dedos por su piel, sujetarle la barbilla y atraerlo hacia él. Y así lo hizo—. Quiero pasar las tardes lluviosas en tu apartamento y quiero pasear por las calles de Truro. Y también que me lleves a casa y que te quedes a dormir. Y que desayunemos con mi madre y con Lily, aunque sea un poco intensa, pero eso ya lo sabes.

Los dos rieron y rodaron por la arena hasta la orilla. El agua les mojó el pelo y la espalda, pero a ninguno de los dos le importó. Sus trajes estaban echados a perder de cualquier forma. Se quedaron tumbados mirando las estrellas; la luna era un ojo blanco en el cielo negro de la noche.

En ese instante, James Sirius Potter comprendió que ya no era la bruma del enamoramiento la que lo envolvía sino la del amor, que era tan real y verdadera como la primera.