CAPÍTULO PRIMERO
La bruja.
Lo primero que le gustó fue su olor. Sus amigas decían que todos los tíos olían a sudor o desodorante barato, que se bañaban dos veces a la semana y, en el mejor de los casos, tres. Él no. Dejaba un rastro de jazmines, como los que colman las noches de verano. Mikasa lo conocía. Era un chico del pueblo, como todos. El hijo del doctor, en gloria esté, y andaba por ahí con su chaqueta de cuello de borrego y su cigarrito en la boca. Esa noche, cuando se acercó a ella con los pulgares en los bolsillos de los vaqueros y la cruz plateada pendiendo del cuello, supo que no sería tan fácil mandarlo a paseo, pero tampoco se dejaría enredar por alguien con su reputación. Le pidió fuego, ella le dijo que no fumaba, él sonrió y la invitó a una copa. La dejó sola en la barra y volvió a su solitaria mesa, para meditar la jugada. Mikasa sabía cómo funcionaba aquello: esperaba una respuesta. Se tomó la copa y salió del bar.
No había conseguido que Annie y Sasha la acompañasen esa noche. Una estaba con el novio y la otra tenía compromisos familiares. Le sorprendía la cantidad de tiempo que conllevaba aquello. Ella se puso el suéter negro, los chinos y los tenis y decidió salir sola porque todos los viernes lo hacía. Siempre ginebra con Fanta, un par de canciones de la anticuada gramola y un poco de cháchara con quien conociese. Los primeros días de junio eran así, confusos. Había terminado el primer año de universidad y vuelto al pueblo hacía apenas unos días, junto a sus dos amigas. Era muy distinto a la ciudad y no era consciente de cuánto lo extrañaba. La ciudad no dormía, su ruido no cesaba. Era igual en invierno y en verano. No había viejas en sus sillas de anea y nadie conocía a nadie. Continuó por la calle mayor y giró por la calle de farolas parpadeantes que llevaba a su casa. Ahora le daba miedo. Ahora, que había corrido por los callejones oscuros y pestilentes de la ciudad de Trost, le parecía irreal aquella inocencia con la que caminó una vez por Shigansina. Por eso se le heló la sangre cuando vio a esos cuatro muchachos acercarse a ella.
Eran algo más jóvenes, quizá estaban terminando el instituto, pero eran ocho organismos intoxicados de hormonas y alcohol. Uno de ellos le dio un codazo a otro, el otro se rio y le guiñó un ojo y le hizo señas a los otros dos, que no paraban de mirarla. Mikasa siguió andando mientras le gritaban y le seguían los pasos. Del andar nervioso pasó a la carrera y ellos también. No, no, no. Eso no podía pasarle a ella. No podían violarla solo por haber salido a tomar una puta ginebra con Fanta. Y quizá la matarían. El faro de una moto proyectó su sombra sobre el asfalto. Se dio la vuelta; los cuatro andobas estaban quietos, expectantes, y el motorista se apeó y les gritó que se largasen. Mikasa reconoció la voz y el cuello de borrego. Al ver a Eren, aquella pandilla de indeseables desapareció y pudo aflojar el agarre de las mangas del suéter.
—Putos imbéciles —dijo Eren, enfadado, mirando hacia todos lados para cerciorarse de que se habían largado. Ni rastro de ellos; los cobardes nunca dejan rastro. Se ofreció a acercarla hasta su casa—. Estas horas no son seguras para nadie.
Mikasa aceptó, todavía con el susto en el cuerpo, pero ese olor a jazmín fue tranquilizándola. Qué haces en la moto de Eren Jaeger, le diría Annie. Ese folla con todas, eh. Todas. Si te invita a algo, es porque quiere llevarte al catre. Eso ya no importaba. Conocía a Eren de toda la vida; lo conocía de lejos, él siempre se sentaba al fondo, con sus amigos, y a veces habían hablado, cuatro o cinco veces a lo largo de quince años. Tenía los ojos verde como la selva, a veces centelleaba algo de amarillo en ellos, como los reptiles. Era alto y moreno y se le podía ver sin camiseta en la piscina pública, saltando del trampolín. Un follador, decía Annie, y de esos es preferible alejarse, a no ser que quieras una one night stand. ¿Quieres eso, chica dura?
Eren se detuvo frente a su puerta y le preguntó si de verdad estaba bien. Ella le dijo que sí, que no había pasado a mayores, que solo eran unos niñatos hartos de ver porno, aunque eso último se lo guardó para sí. Titubeó un poco antes de invitarlo a pasar.
—Estoy sola —añadió—. Mis padres se han ido.
Eren arqueó una ceja y apagó el motor de la Yamaha negra. De fondo, se escuchaban los ladridos de un perro y las risas de alguna barbacoa.
—Juraría que me has rechazado hace un momento —Se rio y sacó un mechero—. Creo que mi estrategia ya no funciona, ¿verdad?
Mikasa se encogió de hombros y abrió la puerta. Le dijo que iba un momento al baño, que la esperase en la sala y volvería con un par de vasos y una botella de cualquier cosa, de las que guardaba su padre para ocasiones especiales. No sabía si era una ocasión especial, pero al menos era excepcional. Eren le producía curiosidad. No solo se hablaba de sus frecuentes amoríos, sino de su familia, del padre muerto en el bosque y la madre que pocas veces salía a la calle. A diferencia de los otros, Eren se había quedado en el pueblo al acabar la secundaria y eso a Mikasa le resultaba admirable. Había poco futuro en Shigansina, en sus tejados negros a dos aguas, en su plaza con los bancos cagados por las pájaros, en sus calles empedradas y las cartelas del siglo XIX.
—Lo que quería decirte en el bar —apuntó Eren, que sopesó la botella de ron— es que me gusta tu pelo. Antes lo llevabas a lo garçon.
—¿No te gustaba?
—Sí, pero menos —Sonrió y llenó el fondo de los vasos.
—No me malinterpretes —respondió ella, de brazos cruzados—. No me voy a acostar contigo y ningún piropo va a cambiar eso.
—Haces bien. Muy bien, de hecho, pero allí, en la barra del bar, pensabas que olía demasiado bien y te preguntabas si todas esas historietas son ciertas, ¿verdad? Y que quizá un polvo con Eren Jaeger estaría bien porque no tienes ningún noviecillo en la ciudad.
—¿Cómo lo sabes?
—Porque te leo la mente. ¿Quieres más ron?
—Así está bien. Bueno, Eren, lo cierto es que… No lo sé, no te conozco mucho. Ni siquiera sé por qué te he invitado. Quizá para darte las gracias.
—Claro que me conoces. Ya sabes lo que dicen por ahí sobre mí.
—Eso no es importante. Seguro que una mitad es mentira y la otra mitad es una exageración.
—Pregúntame lo que quieras.
—¿Es cierto que tu madre es bruja?
Eren abrió la boca, sorprendido, pero enseguida se echó a reír.
—Echa las cartas y quita el mal de ojo. De vez en cuando, participa en algún aquelarre y sacrifica niños. Además de eso, diría que no es bruja. Buena pregunta.
—¿Ves? Esas son las cosas que oigo de ti. Te conozco de toda la vida y, aun así, no sé quién eres.
—¿Puedo hacerte una pregunta?
—Me parece justo.
—¿Eres virgen?
—No.
—Mientes otra vez. Recuerda: te leo la mente.
—No estoy mintiendo. Solo ha sido una vez. Este año, después de una fiesta. Ni siquiera me acuerdo de su nombre y tampoco importa. ¿Qué más da si soy virgen o no?
—Pura curiosidad. Se hablaba de eso cuando estábamos en el instituto.
—¿Qué decían?
—Mikasa Ackerman es una estrecha.
—Pues que les follen —dijo, y se reclinó en el sofá para terminarse el cubalibre—. ¿Una mujer es menor mujer por ser virgen? ¿Vosotros sois más hombres por burlarse de ella?
—Pregúntaselo a ellos. Yo no era amigo de esos trogloditas.
Era verdad. A Eren se le solía ver en compañía de Armin Arlet, un muchachito rubio, de gesto amable. Se les podía ver en el césped, Armin leyendo a Rilke o a cualquier otro y Eren durmiendo con los brazos tras la cabeza. Armin era el novio de Annie y ahora mismo estarían en el único restaurante del pueblo. Cuando empezaron a salir, Eren paseaba solo, fumando, acodándose en las barandas, o sentado en la entrada del bosque, como si los custodiara. No se juntaba con los capullos del equipo de fútbol, pero le tenían respeto y lo invitaban a salir, invitaciones que él rechazaba. Mikasa pensó que lo respetaban por su fama de seductor. Ese atributo es celebrado por ellos.
—Les alegrará saber que preferiría ser monja antes que acostarme con uno de ellos —sentenció.
—Estoy de acuerdo.
Eren se echó hacia atrás. Sus hombros se rozaban. Él la miraba. Eran casi las once de la noche.
—Has acertado en lo que has dicho —dijo ella—. ¿Qué perfume usas?
—Ninguno.
—Es imposible. Ese olor no es natural.
—De veras, es mío —insistió él—. Olfatéame todo lo que quieras.
Mikasa respondió a su atrevimiento y se inclinó sobre él, acercando la nariz a su cuello, y respiró aquella esencia que la había perseguido desde que puso un pie en el bar y lo vio allí parado, en un distraído contraposto, lanzándole miradas de soslayo. Eren giró la cabeza y sintió su aliento en la nariz, después en la boca, y entonces pensó que el cuerpo de aquel hombre la llamaba, que la esencia de jazmín era una trampa y ella había caído. Pensó que era el tipo más hermoso que había visto nunca, como si lo viera con unos ojos distintos a los de siempre, como si lo apreciara al fin.
—Esos hijos de puta —se enfureció él—. Tendría que haberles dado una paliza.
Mikasa se apoyó en él y tocó la chaqueta. Eren le pasó el brazo por los hombros. Toda la casa olía a jazmines en una noche fresca de verano. Agradeció a sus amigas el haberla convencido de pasar las vacaciones en el pueblo y rechazar la invitación a las playas del sur. Lo había dejado pasar para agradecerle por lo de antes y ahora no quería que se fuese. Despedía calor y su mano subía y bajaba por su brazo, entre apretón y caricia. Y de repente tuvo la sensación de que lo conocía de toda la vida, de que habían cruzado miradas más de una vez, como quien no quiere la cosa, y hasta se habían intercambiado alguna sonrisa. Eren se quitó la chaqueta y la dejó a un lado; la cruz de plata descansaba sobre la camiseta verde militar. Mikasa la tocó: era pequeña, podía esconderse en un puño. Eren levantó la cadenita y la sostuvo sobre sus ojos. Luego la escondió tras la camiseta y no dijo nada. Mikasa tampoco le preguntó y se olvidó de aquello cuando él dijo:
—Déjame darte un beso antes de que me vaya.
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Eren salió a correr por el pueblo y luego fue al parque, como era costumbre. Se tocó los pies sin doblar las piernas y dio unos saltos antes de agarrarse a la barra y levantar todo el peso de su cuerpo. Estaba en una forma física envidiable y contaba los latidos de su corazón porque los oía. Sesenta y siete por minuto, sesenta y dos por minuto. Hizo un rápido movimiento y quedó por encima de la barra, con los pies hacia el cielo y la cabeza hacia la tierra batida. Cerró los ojos y meditó un rato, sin percatarse del par de muchachos que lo miraban desde la acera, asombrados. Estaba mirando hacia su interior y se dio cuenta de que la luna llena le alteraba y esa noche no sería tranquila. Algunas eran infernales y le dejaban pocos recuerdos.
Volvió al suelo y se miró las manos con temor de ver las uñas un poco más largas o el vello algo más espeso. Se tocó la cara, las orejas, el cuello. Todo normal. Siempre era igual con el plenilunio y su influencia.
Decidió volver a su casa cuando el cansancio de la fiebre apareció. A eso de las cinco, estaba ardiendo, y el molde blanquecido de la luna ni siquiera manchaba el cielo despejado. Se lavó la cara con agua fría y, a la par que el primer escalofrío, su madre apareció detrás de él y lo hizo meterse en la cama. Dejó la ventana abierta, la ventana que daba hacia el bosque. Carla lo miró con preocupación y se sentó a su lado para sostenerle la mano. Eso lo calmaba. A veces pensaba en la poca fortuna de su madre. Su marido, muerto; su hijo, un monstruo. Como era medio bruja, trazó un símbolo en su frente y murmuró algún rezo. A los pocos minutos, Eren se reincorporó. Estaba pálido, pero ya no transpiraba y podía mantener los ojos abiertos.
—Va a suceder. Llevan toda la semana aullando. Me están llamando —dedujo con espantosa certidumbre—. Me están llamando para la caza.
—Lo sé —asintió su madre—. No podemos hacer nada, hijo. Te he puesto el sello para que no salgas del bosque.
De allí llegaban los aullidos, largos y agudos, desde los bosques y las sierras. El espacio que lo contenía cuando se daba esta situación, cada vez menos habitual. Recordaba la primera vez. Su padre todavía estaba vivo y, como era un hombre de ciencia, no vio nada extraño en su hiperactividad y su fuerza. Su madre sí lo notó, pero al doctor Jaeger le parecían supersticiones absurdas. A él y a todo el mundo. Eren recordaba aquella noche en el bosque. Su padre lo había llevado de acampada para estrechar vínculos: un hombre, un chico y la naturaleza. Tenía diez años. Solo se acordaba del saco de dormir, de un dolor de cabeza y de un largo sueño. Cuando despertó, estaba tirado a la orilla de un río, desnudo. Unos senderistas lo encontraron allí tirado y no pudo ver el estropicio alrededor de la hoguera donde había asado malvaviscos con su padre, al que encontraron muerto. Todo lleno de sangre, supo años después. Él se despertó con las manos ensangrentadas —se las lavó en el río, nadie llegó a verlas así— y a su padre lo habían matado a zarpazos y a mordiscos. Un oso, determinaron. Un oso había dado con el campamento y mató a Grisha Jaeger, que ganó tiempo para que su hijo saliera corriendo. El chico no recuerda nada porque está conmocionado, sentenció el especialista. De lo que no pudo deshacerse fue del sabor a sangre de la boca. Fueron tiempos duros y empeoraron aún más cuando su madre le dijo la verdad. Carla lo ayudó a asumirlo. No es culpa tuya, le repetía. Es culpa de esa mujer, lo he visto en las cartas. Ella te hizo eso para dañar a tu padre, para dañarme a mí. Lo superaremos juntos. Con los años, Eren había aprendido a dejar la ventana abierta en las noches de luna llena. La noche, en general, hacía mella en él. Todas las lunas le afectaban. En las tardes de cuarto creciente, se contagiaba de una extraña energía, primigenia, sexual. La luna nueva le bajaba el ánimo y le provocaba melancolía. Eso no suponía ningún problema. La luna llena lo era. Lo que sucedía con aquello es que uno sabía cuándo empezaba, pero no podía determinar cuánto duraría. Podían ser días.
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No sabía nada de Eren desde que cenó con él y de eso hacía ya una semana. Se escribían y telefoneaban diariamente después de la noche de los gamberros, el ron y el beso denegado porque «buen intento, pero tendrás que hacerlo mejor». Eso llevó a la cena y esa cena, pensó Mikasa, fue suficiente para que Eren perdiera interés en ella y demostrara que solo gustaba de mujeres fáciles. Ella era orgullosa, tozuda, y, por más que se muriera por verle la cara, no lo iba a buscar más.
Se lo contó todo a Annie y esta le dijo que no conocía mucho a Eren. Solo era el «amigo de mi novio». No obstante, se quedó pensativa porque tampoco lo había visto, ni en el bar ni en casa de Armin, que atribuía aquella desaparición a un posible viaje de ocio a la ciudad.
—Viaje de ocio —repitió Annie, riéndose. Era rubia y ese verano se había hecho un piercing en la nariz aguileña—. Los hombres se protegen entre ellos, amiga. Seguro que Eren ha ido a ver a alguna. ¿Has ido a su casa? Tal vez su madre sepa algo.
—No voy a ir a su casa. No conozco a su madre.
Sasha, que había aprendido a tragarse la comida antes de hablar, se limpió la boca y dijo:
—Quizá le haya sucedido algo. No sé, quizá tiene un familiar enfermo.
—¿El gofre está bueno? —le preguntó Mikasa.
—Riquísimo.
—Me alegro. Es una nueva receta.
—El caso —retomó Annie— es que siempre debes pensar en lo peor. Sigue siendo increíble que te hicieras carantoñas con Eren Jaeger en este mismo sofá.
—No nos hicimos carantoñas. No exageres.
—Deberías ir a buscarlo —añadió Sasha.
—No.
Pero fue, pese a su orgullo. Eren vivía en una casa grande, de madera, con el tejado rojo y un amplio porche. Era la última casa, la que estaba a un paso del bosque. Parecía que nadie vivía allí, pero los frutales estaban siempre arreglados, había luces tras las ventanas y ropa colgada al sol. Le daba miedo desde que era niña. Eran tonterías causadas por la lectura de novelas de terror, pero la casa estaba tan alejada que ni siquiera parecía parte del pueblo. Se llegaba a ella a través de un camino de tierra, que recorrió con su bicicleta. Imaginaba un sendero en la parte de atrás, uno de que llevase hacia lo profundo de la arboleda, y entonces no pudo evitar que todas aquellas historias sobre la madre de Eren le viniesen a la mente. La gente de pueblo habla mucho y sabe poco, pensaba, pero sí que había algo allí que no podía explicar.
Fuese como fuese, decidió que las brujas no existen y pedaleó hasta la entrada, apoyó la bici en los escalones y tocó la aldaba. A lo mejor debería marcharse, a lo mejor estaba haciendo la tonta, y, de haber estado ahí un minuto más, se habría marchado y no sabría nada de aquella familia, pero la mujer abrió la puerta. Supo que era la madre de Eren porque se parecían mucho: la forma de la cara, la fuerza de la mirada, la postura del cuerpo, dejando caer el peso sobre una pierna. Era Carla Jaeger. Le dijo que estaba buscando a Eren y la mujer, que debía rondar los cincuenta, pareció reconocerla.
—Eres esa chica de la que me habló. Mikasa, ¿verdad? Tiene razón el tarugo de mi hijo: eres muy guapa —dijo, ya con los hombros relajados y una sonrisita fácil bailándole en los labios—. Percibo algo en ti. Me gusta. Pasa y prueba mi té verde.
Dijo que sí y todo el miedo desapareció cuando cruzó el umbral. Era una casa común y corriente, sin rincones oscuros, sin largos pasillos, sin puertas tenebrosas. Por la escalera bajó un gato gordo, cuya barriga se bamboleaba; era romano, de pelaje marrón y negro. Se le acercó y rozó su pierna, ronroneando.
—Ese es Bribón. Le gustan los extraños —dijo Carla—. Si le tocas la cabeza, se tirará al suelo para que le acaricies la panza.
El gato las siguió hasta la cocina y saltó sobre el alféizar de la ventana; se quedó ahí posado, como una estatua, mientras la mujer llenaba dos tazas y comentaba que su hijo no estaba en el pueblo.
—Está en la ciudad, visitando a sus abuelos. Nunca atiende el móvil cuando lo hace, así que no te preocupes. Es bueno que alguien venga a buscarlo de vez en cuando. Ya sabes que nadie suele venir por aquí.
Mikasa asintió y le pidió limón para echar unas gotitas en el té.
—Es que ya sabe cómo son en este pueblo. Dicen que usted es una bruja.
—Oh, lo sé, y me encantaría volar en la escoba. ¿Sabes por qué dicen todo eso de mí?
—No lo sé.
—Porque no tienen ni idea. No reconocerían a una bruja de verdad si la vieran. A mi hijo le encantaría verte aquí. Ninguna otra se ha atrevido a venir y mi hijo nunca me ha hablado de otra, solo de ti.
Como no esperaba esa respuesta, se quedó en silencio y notó que la cara se le calentaba.
—Volvió todo emocionado —continuó la mujer—. Juro que nunca lo había visto así. Mi hijo es un muchacho especial, aunque imagino que eso ya lo sabes. Solo tiene un amigo, el bueno de Armin. Las chicas lo adoran, pero a él nunca le ha gustado mucho ninguna. Al menos, nunca ha invitado a cenar a una, nunca se ha arreglado el pelo más de la cuenta por una. Seguro que también percibe algo especial en ti.
—Yo no tengo nada especial, señora Jaeger.
—Claro que sí, pero todavía eres muy joven. ¿Qué estudias?
—Medicina. Quiero trabajar en el centro de salud del pueblo.
—Mi marido lo hacía. Era el pediatra. Es posible que lo hayas conocido.
—Sí, lo recuerdo. Solo lo visité una vez porque no se me quitaba el resfriado y me afectaba peor que a los demás. Él me diagnosticó el asma.
—Es una bonita vocación. Me hubiese gustado que mi hijo fuese médico, pero una nunca puede elegir esas cosas.
En la cena, Eren le dijo que estudiaba literatura, que cursaba la carrera a distancia y solo iba a la ciudad para hacer exámenes. Cuando Mikasa le preguntó por qué, se encogió de hombros y le dijo que no quería irse del pueblo y dejar sola a su madre, pero ahora que la conocía, que la tenía delante y bebía de su té, Carla Jaeger no le parecía una mujer que necesitase ayuda o que encajase mal las ausencias del unigénito. Le provocaba una extraña serenidad y parecía que la casa nunca le había dado miedo, como si la bruja nunca hubiese intentado zamparse a Hansel y Gretel.
Mikasa terminó la taza y miró la hora. Casi las cinco de la tarde. Decidió volver por si sus padres regresaban de improviso, o eso se decía todos los días, pero lo único que recibía eran mensajes y llamadas desde Tokio, cada vez más esporádicas. Se levantó y la señora la acompañó hasta la puerta. Hizo un comentario sobre la bicicleta, le aconsejó que engrasara la cadena de vez en cuando y que tuviera cuidado en los cruces.
—Vuelve cuando quieras —le gritó cuando se alejaba, y Mikasa asintió y agitó la mano con sinceridad, pensando en buscar a Eren dentro de unos días o cuando diese señales de vida y quisiera verla, si es que quería. Estaba acostumbrada a lo contrario.
Pedaleó por todo el pueblo y pasó frente al instituto. Las porterías de la pista de fútbol seguían sin redes y los adolescentes seguían saltando la verja para jugar. Llegó a lo suyo, metió la bici en el zaguán y se llevó el inhalador a la boca: no era por el esfuerzo, no, sino por el calor, que le hacía mal. Casi nunca tenía ataques, pero el último había sido tan fuerte que se visualizó en la caja, con las manos en el regazo y la mortaja puesta. Fue en Navidad y, por fortuna, sus padres y su hermano estaban presentes. Al principio, le decían que aquello no era nada, que se le pasaría. Luego, al ver que no podía ni respirar, cundió el pánico y la ambulancia tardó diez minutos que parecieron años mientras estaba tirada en el sofá, intentando capturar el aire inútilmente, con un machete enterrado en el pecho y el ventilador a su lado. Esa era su peor historia con el asma, la que había tocado una tecla oculta en su cabeza: antes de aquello, vivía con la inquietud de morirse asfixiada, engarrotada y azul. Sin embargo, tras sentirse tan cerca de su temida muerte, no le pareció tan temible y decidió que el asma era una cosa menor, que no iba a pasar la vida calentándose la cabeza por ello. Después de todo, había gente en aprietos mucho peores. En Navidad, cuando la hicieron sentarse en una salita de espera —¡Se va a morir si no le hacen caso!, gritaba su madre—, miró a su alrededor y vio caras macilentas, vendas, miembros faltantes, niños atados a bombonas de oxígeno, cabezas calvas, ancianos encogidos en sus sillas de ruedas. Demasiada muerte, pensó. Ella estaba demasiado viva y daba gracias por ello.
Se tumbó en el sofá y sacó un abanico. Luego, en la noche, refrescaría e incluso haría algo de frío. El verano solo se notaba en el sur del país. Cuando Annie, Sasha y ella se trasladaron al piso de estudiantes de Trost, fueron recibidas como pueblerinas y lo cierto es que tenía algo de sentido: el pueblo era un mundo completamente distinto a la ciudad. Para alguien como ella, que saboreaba el aire mejor que ninguna de sus amigas, el aire de la ciudad estaba podrido y el agua tenía un preocupante tono oscuro. Se preguntaba cómo su familia podía pasar meses enteros en Tokio, que, a su juicio, era parecido a un geriátrico.
Pasaron las horas y perdió la esperanza de que sus padres entraran por la puerta con su montón de maletas. Ni siquiera esperaba ya una llamada. Cerró los ojos y se preparó para dormir —le daba pereza subir a su cuarto—. A esas horas, Annie estaría jugando a los bolos con Armin y Sasha, que tenía una familia numerosa y unida, armaría bulla en una barbacoa. Decidió que no, que no dormiría por resignación, y decidió coger un espray de pimienta y un cuchillo y dar una vuelta por el pueblo. Salió en la bici y constató que, en efecto, hacía algo de fresco. Ella llevaba una camiseta de tirantes negra, unos pantalones bombachos color caqui y unas ojotas. Las muñecas llenas de pulseras y el pelo al viento. Cerró los ojos y se olvidó de todo el mundo.
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Carla abrió la puerta con cuidado y constató que los ruidos en el jardín de atrás, que después treparon por la fachada de la casa, eran cosa de su hijo. Parecía recién nacido, al menos en la postura: en mitad de la habitación, doblado en posición fetal, tiritando de frío. Lo ayudó a meterse en la cama y le echó un par de mantas por encima. Tenía pelo en las patillas. Se caerá solo, pensó. Igual que el resto. Fue a por un barreño, lo llenó de agua caliente, cogió unos paños y se sentó en un taburete junto a la cama. Le pasó el paño por la cara y se fijó en los ojos: el color amarillo se retiraba del iris y el verde ya asomaba. Al menos no tenía ninguna herida y los dientes eran normales. Los otros dientes eran terroríficos en una boca humana, pero solían ser los primeros en irse, en encogerse y dejar las encías sangrantes. Eren estaba consciente y respiraba bien. Cuatro días fuera eran muchos días. Tenía una marca en la frente: era casi imperceptible y se volatilizaría como la ceniza, pero una hechicera podía reconocer el sello que ella misma había impuesto. Lo llevaba desde que nació porque ella sabía que pasaría aquello, pero tenía que activarlo y cada vez le costaba más. El de dentro, el que vivía dentro de su hijo, se hacía fuerte y ella se hacía vieja. Había advertido a Grisha de que todo, pero él nunca creyó más allá de los males de ojo y el tarot. Hay una línea entre la superstición y la ciencia ficción, le decía. Ay, Grisha. Cómo te necesito. Si hubiese creído, todo sería mucho más fácil. Buscarían una solución juntos, aunque Carla sabía que no era posible, que el mal era crónico y solo se podía hacer una cosa, algo que su hijo intentaba y no lograba. Ella le pedía a Dios que lo ayudase y habían logrado que el de dentro ignorase algunos plenilunios.
—Vas a estar bien, mi niño —le repetía mientras pedía a san Judas Tadeo por él—. Ha venido esa chica. Ponte bien y podrás ir a verla. Es muy bonita y tiene algo aún más bonito dentro de su corazón.
—Mikasa. Recuerdo haberla visto por el camino de tierra. Yo estaba en lo profundo del bosque, pero la vi. La olí. —Se cubrió los ojos con la mano—. Soy un monstruo y no merece enamorarse de un monstruo.
No digas eso, le pidió. Cuando deliraba, hablaba de rendirse, de quedarse en el bosque y no volver jamás. Para los del bosque, no era un monstruo. Era el rey, el caudillo marcado. Su madre le trazó otro signo, esta vez en el pecho. Los latidos se tranquilizaron y Eren cerró los ojos. Sacó el brazo de las frazadas y lo estiró. Tenía las uñas un poco largas y sucias de sangre.
