49. VER TRANSFORMARSE EL MUNDO
Estos Tejedores de Luz, y no es coincidencia, incluían a muchos que se dedicaban a las artes; es decir: escritores, artistas, músicos, pintores, escultores. Considerando la naturaleza general de la orden, las historias de sus extrañas y diversas habilidades mnemónicas pueden haber sido embellecidas.
De Palabras radiantes, capítulo 21, página 10
Después de dejar su carruaje en el establo del Mercado Exterior, Lexa se dirigió a unas escaleras excavadas en la piedra de una colina. Las subió, y luego salió vacilante a una terraza que habían tallado en la ladera. Ojos claros con ropas a la moda charlaban mientras bebían vino en las numerosas mesas de hierro del patio. Se encontraban a suficiente altura para poder contemplar los campamentos de guerra. Estaban encarados hacia el este, hacia el Origen. Qué disposición tan extraña: la hacía sentirse desprotegida. Lexa estaba acostumbrada a balcones, jardines y patios al socaire de las tormentas. Cierto, no era probable que nadie estuviera allí fuera cuando se esperara una alta tormenta, pero le parecía un poco raro. Un maestro de sirvientes vestido de blanco y negro llegó e hizo una reverencia, llamándola «brillante Wood» sin necesidad de presentación. Tendría que acostumbrarse a eso: en Alezkar era una novedad, y fácilmente reconocible. Dejó que el sirviente la guiara entre las mesas, tras despedir a sus guardias, y ellos se encaminaron hacia la derecha, a una sala más grande abierta en la piedra. Tenía techo y paredes, así que podía quedar completamente aislada, y un grupo de guardias esperaba allí las órdenes de sus amos. Lexa atrajo las miradas de los otros clientes. Bueno. Había ido allí para trastocar su mundo. Cuanto más hablaran de ella, más posibilidades tendría de convencerlos, cuando llegara el momento, de que le hicieran caso en lo concerniente a los parshmenios. Estaban por todas partes en el campamento, incluso allí, en esa lujosa taberna. Divisó a tres en un rincón, pasando botellas de vino de los anaqueles de las paredes a unas cajas y moviéndose a un ritmo moroso pero implacable. Unos cuantos escalones más la llevaron a la balaustrada de mármol situada justo en el borde de la terraza. Allí Clarke tenía reservada una mesa desde donde se podía ver el este sin obstáculos. Dos miembros de la guardia de la casa Bellamy permanecían de pie junto a la pared poco más allá; al parecer, Clarke era lo bastante importante para no tener que esperar con los demás. Clarke estaba repasando un libro tamaño folio. Lexa había visto algunas fichas con mapas de batallas, otros con diseños de armaduras o dibujos arquitectónicos. Le hizo gracia ver los glifos de esta, con letra de mujer debajo para aclarar los puntos más difíciles.
Modas de Liafor y Azir.
Clarke estaba tan guapa como siempre. Tal vez más, ya que obviamente se sentía más relajada. Lexa no permitiría que ofuscara su mente. Esta reunión tenía un propósito: una alianza con la casa Griffin para ayudar a sus hermanos y conseguir recursos para denunciar a los Portadores del Vacío y descubrir Urithiru. No podía permitirse parecer débil. Tenía que controlar la situación, no podía actuar como una aduladora, y no podía…
Clarke la vio y cerró el libro. Se levantó, sonriendo.
Oh, tormentas. Esa sonrisa…
—Brillante Lexa —dijo ella, extendiendo una mano—. ¿Te vas adaptando al campamento de Sebarial?
—Sí —contestó ella, sonriéndole. Aquella mata de pelo despeinado la hacía querer alargar la mano y pasarle los dedos por encima. «Nuestros hijos tendrían el pelo más raro del mundo —pensó—. Sus mechones alezi dorados y negros, los míos rojos, y…».
¿De verdad estaba pensando en sus hijos? ¿Ya? Niña tonta.
—Sí —continuó, tratando de centrarse un poco—. Ha sido muy amable conmigo.
—Probablemente porque sois familia —dijo Clarke, ayudándola a sentarse y acercando luego su silla. Lo hizo ella misma, en vez de permitir que el maestro de sirvientes lo hiciera. Lexa no habría esperado ese gesto de alguien de tan alta cuna—. Sebarial solo hace lo que considera que es forzoso.
—Creo que podría sorprenderte —dijo Lexa.
—Oh, ya lo ha hecho en varias ocasiones.
—¿De veras? ¿Cuándo?
—Bueno —dijo Clarke, sentándose—, una vez hizo un, ejem, ruido muy fuerte e inadecuado en un encuentro con el rey… —Clarke sonrió, encogiéndose de hombros como avergonzada, pero no se ruborizó como habría hecho Lexa en una situación similar—. ¿Eso cuenta?
—No estoy segura. Sabiendo lo que sé del tío Sebarial, dudo de que una cosa así sea particularmente sorprendente en él. Más bien es de esperar.
Clarke se echó a reír, echando atrás la cabeza.
—Sí, supongo que tienes razón. Desde luego.
Parecía tan confiada… No de un modo particularmente presuntuoso, no como el padre de Lexa. De hecho, se le ocurrió que la actitud de su padre no se debía a la confianza, sino todo lo contrario. Clarke parecía muy cómoda con su situación y con los que le rodeaban. Cuando llamó a una maestra-sierva para que le trajera una lista de vinos, sonrió a la mujer, aunque era ojos oscuros. Esa sonrisa era motivo suficiente para causar rubor incluso en una maestra-sierva.
¿Y se suponía que Lexa tenía que conseguir que esta mujer la cortejara? ¡Tormentas! Se había sentido mucho más capaz cuando intentó engañar al líder de los Sangre Espectral. «Actúa de manera refinada —se dijo—. Clarke se relaciona con la élite, y ha tenido relaciones con las damas más sofisticadas del mundo. Esperará eso de ti».
—Bueno —dijo ella, repasando la lista de vinos, descritos por glifos—, se supone que vamos a casarnos.
—Yo aligeraría esa expresión, brillante señora —dijo Lexa, escogiendo cuidadosamente las palabras—. No se supone que estemos obligados a casarnos. Tu prima Anya tan solo quiso que consideráramos una unión, y tu tía pareció estar de acuerdo.
—El Todopoderoso salve a la persona a quien las mujeres de su familia planifiquen el futuro —dijo Clarke con un suspiro—. Bueno, por lo visto está muy bien que Anya vaya por el mundo sin esposo, en cambio yo cumplo veintitrés años sin esposa y soy una especie de amenaza.
—Bueno, quería casarme a mí también —señaló Lexa.
—¿Qué crees que deberíamos pedir?
—Tormentas —murmuró ella—. ¿Todo eso son tipos distintos de vino?
—Sí —dijo Clarke. Se inclinó hacia ella como para conspirar—. Sinceramente, no presto mucha atención. Aden conoce la diferencia entre ellos… te la contará con pelos y señales si se lo permites. Yo siempre pido algo que suene importante, pero en realidad escojo según el color. —Hizo una mueca—. Técnicamente, estamos en guerra. No podré tomar nada demasiado embriagador, por si acaso. Es un poco tonto, ya que no habrá ninguna carga en las mesetas hoy.
—¿Estás segura? Creí que eran aleatorias.
—Sí, pero no le toca a mi campamento. De todas formas, casi nunca se producen demasiado cerca de una alta tormenta. —Se echó hacia atrás, observando el menú, antes de señalar uno de los vinos y hacerle un guiño a la camarera.
Lexa sintió frío.
—Espera. ¿Una alta tormenta?
—Sí —dijo Clarke, comprobando el reloj de la esquina. Sebarial había mencionado que cada vez eran más frecuentes por allí—. Debe producirse de un momento a otro. ¿No lo sabías?
Ella farfulló, mirando hacia el oeste, a través del paisaje resquebrajado. «¡Compórtate de manera refinada! —pensó—. ¡Elegante!». En cambio, una parte primigenia de sí misma quiso echar a correr en busca de un agujero y esconderse. De repente imaginó que notaba físicamente la bajada de la presión, como si el aire mismo intentara escapar. ¿No era eso la tormenta que empezaba? No, no era nada. Entornó los ojos de todas formas.
—No he mirado la lista de tormentas que lleva Sebarial —se obligó a decir. Con toda sinceridad: conociéndolo, lo más probable era que estuviera desfasada—. He estado ocupada.
—Oh —dijo Clarke—. Me extrañaba que no preguntaras por este lugar. Di por hecho que ya habías oído hablar de él.
Ese lugar. El balcón abierto, encarado al este. Los ojos claros que bebían vino le parecieron de pronto expectantes, con cierto aire de nerviosismo. La segunda sala (la grande para los guardaespaldas que había visto, la de las puertas recias) tenía mucho más sentido.
—¿Hemos venido a mirar? —susurró Lexa.
—Es la nueva moda —dijo Clarke—. Al parecer tenemos que esperar aquí hasta que tengamos la tormenta casi encima, y luego hay que salir corriendo a refugiarse en la otra sala. Hace semanas que quiero venir, y acabo de convencer a mis cuidadores de que estaría a salvo aquí. —Dijo las últimas palabras con cierta amargura—. Pero podemos pasar a la sala segura enseguida, si quieres.
—No —dijo Lexa, obligándose a retirar los dedos del borde de la mesa—. Estoy bien.
—Estás pálida.
—Es natural.
—¿Y eso es porque eres veden?
—Porque siempre estoy al borde del pánico, últimamente. Oh, ¿ese es tu vino?
«Elegancia», volvió a recordarse, procurando no mirar hacia el este.
La camarera les trajo dos copas de brillante vino azul. Clarke cogió la suya y la estudió. La olió, tomó un sorbo, asintió satisfecha y despidió a la camarera con una sonrisa. Se quedó mirando el trasero de la mujer mientras se retiraba. Lexa la miró alzando una ceja, pero Clarke no pareció considerar que hubiera hecho nada malo. Miró de nuevo a Lexa y se inclinó hacia delante.
—Sé que se supone que hay que agitar un poco el vino y saborearlo y esas cosas —susurró—, pero nadie me ha explicado qué tengo que buscar.
—¿Bichos flotando en el líquido, tal vez?
—No, mi nuevo catador los habría localizado. —Sonrió, pero Lexa advirtió que probablemente no estaba bromeando. Un hombre delgado que no vestía uniforme se había acercado a charlar con los guardaespaldas. Probablemente era el catador.
Lexa probó su vino. Estaba bueno: ligeramente dulce y aromático. No es que pudiera dedicar mucha atención al sabor, con aquella tormenta…
«Basta», se dijo, dirigiendo una sonrisa a Clarke. Tenía que asegurarse de que la cita fuera una buena experiencia para ella. «Haz que hable de sí misma». Era un consejo que recordaba de los libros.
—Las incursiones en las mesetas —dijo Lexa—. ¿Cómo se sabe cuándo empezar una, por cierto?
—¿Hum? Oh, tenemos oteadores —respondió Clarke, acomodándose en su asiento—. Hombres que vigilan desde lo alto de torres con esos enormes catalejos. Inspeccionan todas las mesetas a las que podemos llegar en un tiempo razonable, buscando crisálidas.
—He oído que has capturado bastantes.
—Bueno, probablemente no debería hablar de ello. A mi padre no le gusta que siga siendo una competición. —La miró con aire expectante.
—Pero sin duda puedes hablar de lo que pasaba antes —dijo Lexa, como si estuviera cumpliendo el papel que se esperaba de ella.
—Supongo —respondió Clarke—. Hubo una carga hace unos meses en la que me apoderé de las crisálidas prácticamente yo sola. Verás, mi padre y yo solemos saltar los abismos los primeros y despejar el camino para los puentes.
—¿No es peligroso? —preguntó Lexa, mirándola diligente con los ojos muy abiertos.
—Sí, pero somos portadores de esquirlada. Tenemos la fuerza y el poder que nos otorga el Todopoderoso. Es una gran responsabilidad, y nuestro deber es usarla para proteger a nuestros hombres. Salvamos cientos de vidas cruzando primero. Eso nos permite dirigir al ejército por nosotros mismos.
Hizo una pausa.
—Qué valiente —dijo Lexa, con lo que esperaba que fuese una voz susurrante y llena de adoración.
—Bueno, es lo correcto. Pero es peligroso. Ese día salté, pero mi padre y yo quedamos muy separados por los parshendi. Él se vio obligado a saltar hacia atrás, y al aterrizar recibió un golpe en la pierna que le resquebrajó la greba, la pieza de armadura de la pierna. Era peligroso que volviera a saltar. Me quedé sola mientras él esperaba que tendieran el puente.
Hizo de nuevo una pausa. Probablemente Lexa debía preguntar qué sucedió a continuación.
—¿Y si necesitas hacer de vientre? —preguntó en cambio.
—Bueno, me puse de espaldas al abismo y me defendí con la espada, con intención de… Espera. ¿Qué has dicho?
—Hacer de vientre —repitió Lexa—. Estás ahí en el campo de batalla, envuelto en metal como un cangrejo en su caparazón. ¿Qué haces si sientes la llamada de la naturaleza?
—Yo… esto… —Clarke la miró con el ceño fruncido—. No es algo que me haya preguntado antes ninguna mujer.
—¡Viva la originalidad! —exclamó Lexa, aunque se ruborizó al decirlo. A Anya no le habría hecho la menor gracia. ¿No podía Lexa contener la lengua durante una sola conversación? Había conseguido que ella hablara de algo que le gustaba; todo estaba saliendo muy bien. Y ahora esto.
—Bueno —respondió Clarke lentamente—, toda batalla tiene sus cambios de ritmo, y los hombres rotan para entrar y salir de las líneas de batalla. Por cada cinco minutos que estás combatiendo, a menudo tienes otros tantos de descanso. Cuando un portador de esquirlada se retira, los hombres inspeccionan su armadura en busca de grietas, le dan algo de comer o de beber, y le ayudan con… lo que acabas de mencionar. No es algo que sea un buen tema de conversación, brillante. En realidad preferimos no hablar del tema.
—Eso es exactamente lo que lo convierte en un buen tema de conversación —replicó ella—. Puedo encontrar datos sobre las guerras y los portadores y las gloriosas matanzas en los registros oficiales. Sin embargo, los detalles escabrosos… nadie los menciona.
—Bueno, sí que es escabroso —dijo Clarke con una mueca, tomando un sorbo—. En realidad no puedes… No puedo creer que esté diciendo esto… En fin, que no puedes limpiarte tú misma cuando tienes puesta la armadura esquirlada, así que alguien tiene que ocuparse de ello. Hace que me sienta como un bebé. Luego, a veces, no tienes tiempo…
—¿Y?
Clarke la estudió, entornando los ojos.
—¿Qué? —preguntó ella.
—Estoy intentando decidir si eres en realidad Sagaz disfrazado con una peluca. Es el tipo de cosa que me haría.
—No voy a hacerte nada —replicó ella—. Solo es curiosidad. —Y, sinceramente, así era. Había pensado en este asunto. Quizá más de lo debido.
—Bueno —prosiguió Clarke—, por si quieres saberlo, un viejo adagio en el campo de batalla dice que es mejor estar avergonzada que muerta. No puedes permitir que nada aparte tu atención de la lucha.
—Así que…
—Así que, sí, yo, Clarke Griffin, prima del rey, heredera del principado Griffin, me lo he hecho dentro de la armadura. Tres veces, todas a propósito. —Apuró el resto del vino—. Eres una mujer muy extraña.
—Permíteme recordarte —dijo Lexa— que fuiste tú quien inició hoy la conversación con una broma sobre las flatulencias de Sebarial.
—Supongo que tienes razón. —Clarke sonrió—. Esto no está saliendo exactamente como se suponía, ¿no?
—¿Es malo?
—No —contestó Clarke, y su sonrisa aumentó—. En realidad, es refrescante. ¿Sabes cuántas veces he contado la historia de cómo salvé la carga en la meseta?
—Estoy segura de que fuiste muy valiente.
—Bastante.
—Aunque probablemente no tan valiente como los pobres hombres que tuvieron que limpiar tu armadura.
Clarke soltó una carcajada. Por primera vez pareció algo genuino, una emoción que no estaba previamente escrita y preparada. Dio un puñetazo sobre la mesa y pidió más vino, secándose una lágrima de los ojos. La sonrisa que le dirigió amenazó con provocar en ella otro arrebato de rubor.
«Espera —pensó Lexa—, ¿ha funcionado?». Se suponía que tenía que parecer femenina y delicada, no andar preguntando cómo defecaban los caballeros cuando estaban en plena batalla.
—Muy bien —dijo Clarke, cogiendo la copa de vino. Esta vez ni siquiera miró a la camarera—. ¿Qué otros secretos escabrosos quieres conocer? Me has pillado. Hay montones de detalles que los relatos y las historias oficiales no mencionan.
—Las crisálidas —dijo Lexa, ansiosa—. ¿Qué aspecto tienen?
—¿Eso es lo que quieres saber? —dijo Clarke, rascándose la cabeza—. Pensaba que querrías saber cómo roza la armadura…
Lexa sacó su zurrón, colocó una hoja de papel sobre la mesa y empezó a dibujar.
—Por lo que he podido determinar, nadie ha hecho un estudio a conciencia acerca de los abismoides. Hay algunos dibujos de criaturas muertas, pero nada más, y la anatomía es fatal.
»Deben de tener un ciclo vital interesante. Acechan estos abismos, pero dudo de que vivan aquí. No hay suficiente alimento para mantener a criaturas de su tamaño. Eso significa que han de seguir algún tipo de pauta migratoria. Vienen aquí a pupar. ¿Has visto alguna vez a un abismoide joven? ¿Antes de que forme la crisálida?
—No —dijo Clarke, acercando su silla a la mesa—. A menudo sucede de noche, y no los localizamos hasta la mañana. Son difíciles de ver ahí fuera, por su color de roca. Eso me hace pensar que los parshendi deben de estar vigilándonos. Acabamos combatiendo por las mesetas continuamente. Puede que nos localicen cuando nos ponemos en movimiento, luego usan la dirección para calcular dónde encontrar las crisálidas. Partimos con ventaja, pero ellos se mueven más rápido por las Llanuras, así que llegamos casi al mismo tiempo…
Guardó silencio y ladeó la cabeza para ver mejor el dibujo.
—¡Tormentas! Está muy bien, Lexa.
—Gracias.
—No, quiero decir que está realmente muy bien.
Ella había hecho un boceto rápido de varios tipos de crisálidas que había visto en libros, al lado de un hombre, para que sirviera de referencia de tamaño. No era muy bueno: lo había hecho a toda prisa. Sin embargo, Clarke parecía verdaderamente impresionada.
—La forma y la textura de las crisálidas —dijo Lexa— podrían ayudar a catalogar a los abismoides en una familia de animales similares.
—Se parece más a este —dijo Clarke, acercándose más y señalando uno de los bocetos—. Cuando he tocado alguno, son duros como una roca. Es difícil abrirlos sin una hoja esquirlada. Los hombres pueden golpearlos durante una eternidad con los martillos para lograrlo.
—Hum —dijo Lexa, tomando nota—. ¿Estás segura?
—Sí. Ese aspecto tienen. ¿Por qué?
—Esto es la crisálida de un yu-nerig —dijo Lexa—. Un conchagrande de los mares de Marabethia. Me han dicho que allí arrojan a los criminales para que los devoren.
—Uf.
—Podría ser un falso positivo, una coincidencia. Los yu-nerig son una especie acuática. Solo salen a tierra a pupar. Asumir una relación con los abismoides es demasiado atrevido…
—Claro —dijo Clarke, tomando un sorbo de vino—. Si tú lo dices…
—Probablemente sea importante.
—Para investigar. Sí, lo sé. Tía Echo siempre está hablando de ese tipo de cosas.
—Esto podría tener más importancia práctica —aseguró Lexa—. ¿Cuántos matan en total cada mes tus ejércitos y los parshendi?
Clarke se encogió de hombros.
—Uno cada tres días o así, supongo. A veces más, a veces menos. Pongamos… ¿quince al mes?
—¿Ves el problema?
—Yo… —Clarke negó con la cabeza—. No. Lo siento. No se me da bien cualquier cosa que no sea apuñalar al adversario.
Ella le sonrió.
—Tonterías. Has demostrado saber elegir el vino.
—Fue más bien al azar.
—Y está delicioso —dijo Lexa—. La prueba empírica del acierto de tu metodología. Probablemente no ves el problema porque no tienes los datos adecuados. Los conchasgrandes, en general, se reproducen y crecen muy lentamente. Esto se debe a que la mayoría de los ecosistemas solo pueden mantener una población pequeña de superdepredadores de este tamaño.
—He oído algo de eso antes.
Lexa la miró alzando una ceja. Se había acercado mucho a ella para mirar sus dibujos. Usaba una colonia suave, un leve aroma a bosque. «Oh, vaya…».
—Muy bien, muy bien —dijo Clarke, riéndose mientras inspeccionaba los dibujos—. No soy tan obtusa como quiero dar a entender. Comprendo lo que quieres decir. ¿De verdad crees que podríamos matar tantos como para que supusiera un problema? Quiero decir que la gente lleva generaciones realizando cacerías de conchasgrandes, y las bestias siguen existiendo.
—No las estáis cazando, Clarke. Las estáis cosechando. Estáis destruyendo sistemáticamente su población de crías. ¿Han pupado menos últimamente?
—Sí —dijo ella, aunque parecía reacia—. Pensamos que podría ser cosa de la estación.
—Es posible. O también puede ocurrir que después de cinco años de cosecha, la población empiece a menguar. Los animales como los abismoides no suelen tener depredadores. Perder de repente ciento cincuenta o más miembros en un año podría ser catastrófico para su población.
Clarke frunció el ceño.
—Las gemas corazón que conseguimos alimentan a la gente de los campamentos de guerra. Sin un aporte constante de piedras nuevas de tamaño razonable, los moldeadores de almas acabarían por recurrir a las que tenemos, y entonces no podríamos mantener a los ejércitos.
—No estoy diciendo que acabéis con las cacerías —dijo Lexa, ruborizándose. Probablemente no tendría que estar hablando de esto. Urithiru y los parshmenios, ese era el problema inmediato. Con todo, necesitaba ganarse la confianza de Clarke. Si podía proporcionar ayuda útil en lo referido a los abismoides, tal vez le haría caso cuando lo abordara con algo aún más revolucionario.
—Lo único que digo es que merece la pena tenerlo en consideración —continuó—. ¿Y si pudierais empezar a criar abismoides, cultivando a los jóvenes en hornadas como se hace con los chulls? ¿Y si en vez de cazar tres por semana pudierais criar y cosechar cientos?
—Sería útil —concedió Clarke, pensativa—. ¿Qué haría falta para hacerlo posible?
—Bueno, no estaba diciendo… Quiero decir… —Se detuvo—. Tengo que ir a las Llanuras Quebradas —declaró con más firmeza—. Si voy a tratar de deducir cómo criarlos, tendré que ver una de esas crisálidas antes de que las abran. Probablemente, a un abismoide adulto también… y lo ideal sería una cría capturada para estudiarla.
—Solo una pequeña lista de imposibilidades.
—Bueno, tú me lo has preguntado.
—Puede que consiga llevarte a las Llanuras —dijo Clarke—. Mi padre le prometió a Anya que le enseñaría un abismoide muerto, así que creo que planeaba llevarla después de una cacería. Sin embargo, ver una crisálida… rara vez aparecen cerca del campamento. Tendría que llevarte peligrosamente cerca de territorio parshendi.
—Estoy segura de que eres plenamente capaz de protegerme.
Clarke la miró, expectante.
—¿Qué? —preguntó Lexa.
—Estoy esperando el final del chiste.
—No, en serio —insistió Lexa—. Contigo allí, estoy segura de que los parshendi no se atreverían a acercarse.
Clarke sonrió.
—Quiero decir que solo con el pestazo…
—Sospecho que nunca voy a poder olvidar el haberte contado eso.
—Nunca —reconoció Lexa—. Fuiste sincera, detallada y cautivadora. No son el tipo de cosas que me permita olvidar en una mujer.
Su sonrisa se amplió. Tormentas, aquellos ojos…
«Cuidado —se dijo Lexa—. ¡Cuidado! Kabsal te cautivó fácilmente. No lo repitas».
—Veré qué puedo hacer —prometió Clarke—. Puede que los parshendi no sean un problema en el futuro cercano.
—¿De veras?
Clarke asintió.
—No es de dominio general, aunque se lo hemos contado a los altos príncipes. Mi padre va a reunirse con algunos de los líderes parshendi mañana. Podría acabar iniciando negociaciones de paz.
—¡Eso es fantástico!
—Sí —dijo Clarke—. No tengo muchas esperanzas. La asesina… bueno, ya veremos qué pasa mañana, aunque tendré que hacer esto entre los demás trabajos que me ha encomendado mi padre.
—Los duelos —dijo Lexa, inclinándose hacia delante—. ¿Qué está pasando aquí, Clarke?
Ella pareció vacilante.
—Sea lo que sea que está pasando en los campamentos ahora mismo —dijo ella, hablando en voz baja—, Anya no estaba al corriente. Me siento muy ignorante en asuntos de política, Clarke. Tu padre y el alto príncipe Sadeas tuvieron una disputa, según he deducido. El rey ha cambiado la naturaleza de las cargas en las mesetas, y todo el mundo habla de tus duelos. Pero por lo que he podido comprender, nunca has dejado de librar duelos.
—Es diferente —respondió ella—. Ahora me bato para ganar.
—¿Y antes no?
—No, antes lo hacía para castigar. —Echó un vistazo alrededor antes de mirarla a los ojos—. Comenzó cuando mi padre empezó a tener visiones…
Continuó hablando. Contó una historia sorprendente, con muchos más detalles de lo que ella esperaba. Una historia de traición y esperanza. Visiones del pasado. Un Alezkar unificado, preparado para capear una tormenta inminente. Lexa no sabía qué pensar de todo aquello, aunque imaginaba que Clarke se lo estaba contando porque conocía los rumores que corrían en el campamento. Ella estaba enterada de los ataques de Bellamy, naturalmente, y tenía una ligera idea de lo que había hecho Sadeas. Cuando Clarke mencionó que su padre quería que los Caballeros Radiantes regresaran, Lexa sintió un escalofrío. Miró en derredor, buscando a Patrón, que sin duda estaría cerca, pero no logró localizarlo. El meollo de la historia, al menos según Clarke, era la traición de Sadeas. Los ojos de la joven princesa se ensombrecieron, su rostro enrojeció, mientras contaba cómo fueron abandonados en las Llanuras, rodeados de enemigos. Pareció avergonzada cuando contó que los había salvado una cuadrilla de hombres de los puentes.
«Se está sincerando conmigo», pensó Lexa, sintiendo un escalofrío. Posó la mano libre en su brazo mientras hablaba, un gesto inocente que pareció impulsarla a seguir mientras explicaba en voz baja el plan de Bellamy. No estaba segura de que debiera compartir todo esto con ella. Apenas se conocían. Pero hablar del tema pareció quitarle un peso de encima, y se relajó más.
—Supongo que eso es todo —concluyó Clarke—. Tengo que ganarles las hojas esquirladas a todos los demás, arrebatarles su ventaja, avergonzarlos. Pero no sé si servirá de gran cosa.
—¿Por qué no? —preguntó Lexa.
—Los que acceden a batirse conmigo en duelo no tienen suficiente rango —dijo ella, cerrando el puño—. Si gano demasiado, los verdaderos objetivos, los altos príncipes, me tendrán miedo y se negarán a enfrentarse a mí. Necesito objetivos de perfil superior. No, lo que necesito es batirme con Sadeas. Aplastar ese rostro sonriente contra las piedras y recuperar la espada de mi padre. Pero es demasiado sibilino. Nunca conseguiremos que acceda.
Lexa deseó desesperadamente hacer algo, lo que fuera, para ayudar. Sintió que se derretía ante la intensa preocupación de aquellos ojos, ante la pasión que los inflamaba.
«Recuerda a Kabsal…»., pensó de nuevo.
—¡Vaya! —exclamó—. Te he inquietado. No se me da muy bien esto de los cortejos.
—Podrías haberme engañado… —dijo Clarke, posando la mano sobre su brazo.
Lexa disimuló otro arrebato de rubor bajando la cabeza y rebuscando en su zurrón.
—Tienes que saber en qué estaba trabajando tu prima antes de morir.
—¿Otro volumen en la biografía de su padre?
—No —respondió Lexa, sacando una hoja de papel—. Clarke, Anya pensaba que los Portadores del Vacío iban a regresar.
—¿Qué? —dijo ella, frunciendo el ceño—. Ni siquiera creía en el Poderoso. ¿Por qué iba a creer en los Portadores del Vacío?
—Tenía pruebas —contestó Lexa, señalando el papel con un dedo—. Me temo que casi todo el material se perdió en el océano, pero conservo algunas notas suyas, y… Clarke, ¿crees que costaría mucho convencer a los altos príncipes para que se deshicieran de los parshmenios?
—¿Deshacerse de qué?
—¿Sería muy difícil que todo el mundo dejara de utilizar a los parshmenios como esclavos? Expulsarlos, o… —Tormentas. No quería iniciar un genocidio, ¿no? Pero eran los Portadores del Vacío —… o liberarlos o algo. Sacarlos de los campamentos de guerra.
—¿Que si sería muy difícil? —repitió Clarke—. De entrada, yo diría que imposible. O, para ser más exacta, completamente imposible. ¿Por qué habríamos de hacer una cosa así?
—Anya pensaba que podían estar relacionados con los Portadores del Vacío y su regreso.
Clarke sacudió la cabeza, divertida.
—Lexa, apenas podemos conseguir que los altos príncipes libren esta guerra adecuadamente. Si mi padre o el rey exigieran que todo el mundo se deshiciera de sus parshmenios… ¡Tormentas! El reino se rompería en un segundo.
Así que Anya tenía también razón en eso. No le extrañaba. A Lexa le interesaba ver hasta qué punto se oponía Clarke a la idea. Clarke tomó un gran sorbo de vino, completamente anonadada. Hora de dar marcha atrás, entonces. La cita había salido bastante bien: Lexa no quería acabarla con una nota amarga.
—Era lo que decía Anya, pero en realidad preferiría que la brillante dama Echo juzgara lo importante que era esa sugerencia. Ella conocía a su hija y los estudios de esta mejor que nadie.
Clarke asintió.
—Entonces ve a verla.
Lexa tamborileó con los dedos el papel.
—Lo he intentado. No está muy dispuesta a colaborar.
—A veces la tía Echo puede ser abrumadora.
—No es eso —dijo Lexa, mirando las palabras de la carta. Era una respuesta que había recibido después de solicitar reunirse con la mujer para discutir el trabajo de su hija—. No quiere reunirse conmigo. Apenas parece reconocer que existo.
Clarke suspiró.
—No quiere creerlo. Lo de Anya, quiero decir. Así que para ella representas la verdad, en cierto modo. Dale tiempo. Necesita superar la pena.
—No estoy segura de que sea algo que pueda esperar, Clarke.
—Hablaré con ella. ¿Qué te parece?
—Maravilloso —dijo Lexa—. Digno de ti.
Clarke sonrió.
—No es nada. Quiero decir, si vamos a casi-más-o-menos-talvez casarnos, deberíamos cuidar de los intereses del otro. —Hizo una pausa—. Pero no menciones ese asunto de los parshmenios a nadie más. No es algo que vaya a sentar bien.
Ella asintió con aire ausente y luego advirtió que se había quedado mirándola. Iba a besar aquellos labios algún día. Se permitió imaginarlo. Y, por los ojos de Ceniza…, Clarke tenía un aire muy amistoso. No esperaba una cosa así en una persona de tan alta cuna. En realidad nunca había conocido a nadie de su rango antes de ir a las Llanuras Quebradas, pero todas las personas que conocía cerca de su nivel se habían mostrado estirados e incluso furiosos.
Clarke no. Tormentas, estar con ella era una de las cosas a las que podría acostumbrarse mucho, mucho.
La gente comenzó a agitarse en el patio. Al principio Lexa no les hizo caso, pero luego muchos empezaron a levantarse de sus asientos para mirar hacia el este.
La alta tormenta. Claro.
Lexa sintió una punzada de alarma cuando volvió la vista hacia el Origen de las Tormentas. El viento arreció, hojas y otros restos revolotearon por el patio. Allá abajo, en el Mercado Externo, los comerciantes habían recogido las cosas, plegado las tiendas, retirado los toldos y cerrado las ventanas. Todos los campamentos de guerra se preparaban. Lexa guardó sus pertenencias en el zurrón, luego se puso en pie, se acercó al borde de la terraza y apoyó los dedos de la mano libre sobre la barandilla de piedra. Clarke la siguió. Tras ellas, la gente susurraba y se congregaba. Lexa oyó el hierro rechinando contra la piedra: los parshmenios habían empezado a retirar las mesas y sillas, guardándolas para protegerlas y abrir un camino para que los ojos claros se retiraran a lugar seguro. El horizonte había pasado de rojo claro a rojo oscuro, como un hombre que se ruboriza de ira. Lexa se aferró a la barandilla, contemplando cómo el mundo entero se transformaba. Las enredaderas se retiraron, los rocabrotes se cerraron. La hierba se escondió en sus agujeros. Lo sabían, de algún modo. Todos lo sabían. El aire se volvió gélido y húmedo, y los vientos previos a la tormenta la asaltaron, revolviéndole el pelo. Bajo ellos, al norte, los campamentos de guerra habían apilado las basuras y todo tipo de material sobrante para que se los llevara la tormenta. Era una práctica prohibida en la mayoría de las zonas civilizadas, donde los residuos podían llegar a la ciudad siguiente.
Pero allí no había ninguna otra ciudad.
El horizonte se oscureció aún más. Unas cuantas personas huyeron del balcón a la seguridad de la habitación trasera, vencidas por los nervios, pero la mayoría se quedó, en silencio. Los vientospren zigzagueaban en las alturas como diminutos ríos de luz. Lexa cogió a Clarke del brazo y miró hacia el este. Transcurrieron varios minutos hasta que por fin la vio.
La muralla de la tormenta.
Una enorme cortina de agua y residuos que volaba ante la tormenta. En algunos lugares destellaba con luces, revelando movimiento y sombras interiores. Como el esqueleto de una mano cuando la luz iluminaba la carne, había algo dentro de esta muralla de destrucción. La mayor parte de la gente huyó del balcón, aunque la muralla de la tormenta aún quedaba lejos. En unos instantes solo quedaron unos pocos, Lexa y Clarke entre ellos. Ella observó, transfigurada, mientras la tormenta se acercaba. Tardó más de lo que esperaba. Se movía a velocidad increíble, pero era tan grande que habían podido localizarla desde muy lejos. Consumió las Llanuras Quebradas, meseta a meseta, y no tardó en alzarse sobre los campamentos de guerra con un rugido.
—Deberíamos retirarnos —dijo por fin Clarke. Ella apenas la oyó.
Vida. Algo vivía dentro de esa tormenta, algo que ninguna artista había plasmado jamás, que ninguna erudita había descrito nunca.
—¡Lexa! —Clarke empezó a tirar de ella hacia la sala protegida. Ella se agarró a la barandilla con la mano libre, permaneciendo en el sitio, apretando el zurrón contra su pecho con la mano segura. Aquel zumbido era Patrón.
Nunca había estado tan cerca de una alta tormenta. Aunque había permanecido solo a centímetros de una, separada por un postigo, no había estado tan cerca como en ese momento. Viendo aquella oscuridad descender sobre los campamentos…
«Tengo que dibujar».
—¡Lexa! —exclamó Clarke, soltándola de la barandilla—. ¡Cerrarán las puertas si no nos vamos ya!
Con un sobresalto, ella advirtió que todos los demás se habían marchado del balcón. Permitió que Clarke se la llevara y se unió a ella en la carrera por cruzar el patio vacío. Llegaron a la habitación lateral, repleta de ojos claros agazapados que observaban llenos de terror. Los guardias de Clarke entraron justo después que ella y varios parshmenios cerraron las gruesas puertas. La barra encajó en su sitio, bloqueando el cielo, dejándolos con la luz de las esferas de las paredes. Lexa contó. Sintió la llegada de la alta tormenta. Algo más allá de los golpes en la puerta y el distante sonido del trueno.
—Seis segundos —dijo.
—¿Qué? —preguntó Clarke. Su voz sonaba apagada, y todos los demás en la habitación hablaban en susurros.
—Han pasado seis segundos desde que los criados cerraron las puertas y la llegada de la tormenta. Podríamos haber pasado ese tiempo ahí fuera.
Clarke la miró con expresión de incredulidad.
—Cuando te diste cuenta de lo que estábamos haciendo en ese balcón, parecías aterrorizada.
—Lo estaba.
—¿Y ahora deseas haberte quedado hasta el último momento antes de que la tormenta nos alcanzara?
—Yo… Sí —contestó ella, ruborizándose.
—La verdad, me desconciertas. —Clarke la miró—. No te pareces a nadie que haya conocido.
—Es mi aire de mística femenina.
Clarke alzó una ceja.
—Es un término que utilizamos cuando nos sentimos particularmente erráticas —explicó Lexa—. Se considera educado no comentar que lo sabes. Y ahora… ¿esperamos aquí dentro?
—¿En esta madriguera? —preguntó Clarke, divertida—. Somos ojos claros, no ganado. —Hizo un gesto hacia un lado, donde varios criados habían abierto las puertas que conducían a otros lugares excavados más profundamente en la montaña—. Dos salas de estar. Una para los hombres, otra para las mujeres.
Lexa asintió. A veces durante una alta tormenta, hombres y mujeres se retiraban a charlar en habitaciones separadas. Parecía que esa taberna seguía tal tradición. Probablemente tendrían comida para picar. Lexa se dirigió a la sala indicada, pero Clarke le puso una mano en el brazo para que se detuviera.
—Me encargaré de llevarte a las Llanuras Quebradas —declaró—. Amaram ha dicho que quiere explorar más de lo que puede hacer durante las cargas en las mesetas. Creo que mi padre y él van a cenar para hablar sobre el tema mañana por la noche, y les preguntaré si puedo llevarte. También hablaré con mi tía Echo. Tal vez podamos discutir qué he conseguido en el banquete de la próxima semana.
—¿Hay un banquete la próxima semana?
—Siempre hay un banquete la próxima semana —dijo Clarke—. Solo tenemos que descubrir quién lo ofrece. Ya te lo indicaré.
Ella sonrió y entonces se separaron. «Falta demasiado para la próxima semana —pensó Lexa—. Tendré que encontrar un modo que no sea demasiado embarazoso para encontrarme con ella».
¿De verdad le había prometido ayuda para criar abismoides?
Como si necesitara algo más en lo que ocupar su tiempo. Con todo, se sintió bien por cómo había ido el día mientras entraba en la sala de estar de las mujeres, al tiempo que sus guardias ocupaban su lugar en la sala de espera adecuada. Lexa recorrió la sala de las mujeres, que estaba bien iluminada con gemas reunidas en cuencos: piedras talladas, pero no en forma de esfera. Una muestra cara.
Pensó que, si sus maestras pudieran verla, ambas se sentirían decepcionadas por su conversación con Clarke. Indra habría querido que manipulara más a la princesa; Anya habría recomendado que Lexa se mostrara más elegante y que hubiera moderado su lengua. De todas formas, parecía que le gustaba a Clarke. Eso la hizo querer aplaudir. Las expresiones de las mujeres que la rodeaban sofocaron esa emoción. Algunas le dieron la espalda, otras fruncieron los labios y la miraron con escepticismo de arriba abajo. Cortejar a la soltera más codiciada del reino no iba a hacerla más popular, sobre todo siendo una extranjera. Eso no la molestó. No anhelaba la aceptación de estas mujeres: solo necesitaba encontrar Urithiru y los secretos que contenía. Ganarse la confianza de Clarke era un gran paso en esa dirección. Decidió recompensarse atiborrándose de dulces y pensando en su plan para colarse en la casa del brillante señor Amaram.
