Su agresiva invasión de mi espacio personal me había tenido acongojado durante meses y, de repente, había desaparecido.

La conocía, era capaz de conseguir cualquier cosa que se propusiese y, si se proponía hacerme flaquear, estaba perdido. Pero, por mucho que me asustase la idea, nada podía hacer que dejase de desear que lo invadiese nuevamente. La echaba de menos.

Seguíamos compartiendo algo de tiempo aquí y allá, hablando de nuestras cosas y riéndonos juntos, pero hacía casi un año que no sentía su aliento en mis labios y… Dios, cuánto lo añoraba.

Pese a todo, no intenté cambiar nada. La distancia era incómoda y, los mínimos acercamientos, tan excitantes que sentía que tenía que salir de allí corriendo, pero podía aguantar así. Al menos, cada día, la veía sonreír.

Sin embargo, llegó su decimoséptimo cumpleaños y, la poca paz espiritual que me quedaba, desapareció con el beso que aquel escultural muchacho posó en su mano mientras coqueteaba con ella.

No estaba preparado. No quería ver cómo otros hombres la seducían, ni cómo se olvidaba de mí y los elegía a ellos. Yo era el que la había rechazado, pero me dolía el alma al pensar en perderla. Sin embargo, aquello no era más que lo que tenía que pasar. Tarde o temprano iba a encontrar a alguien que la hiciese feliz; ésa era la idea desde el principio y, a mí, sólo me quedaba agachar la cabeza y mirar cómo se me escapaba entre los dedos.

Pero, lo que me dijese la lógica, no parecía alcanzar a mi corazón, y, cada vez que sexyman le dedicaba una sonrisa, me sentía más y más pequeñito. No podía compararme con él; no podía compararme con ninguno de ellos. Eran todos jóvenes, guapos, fuertes, altos… yo, a su lado, parecía un niño malnutrido con el pelo plagado de canas. Si podía tener a alguien como ellos, no podía imaginar un universo en el que me eligiese a mí.

Aquella noche, a petición de Mirabel, Casita preparó habitaciones provisionales para todos ellos en los soportales del patio interior.

La fiesta continuó hasta altas horas de la noche y, para cuando todos nos retiramos, a mí ya no me quedaban energías más que para tirarme al suelo de mi habitación, mirar al techo y suspirar. Aquel día, tumbarme en mi cama, no era una opción.

—¿Qué hay tan interesante en el techo?

—¡Mirabel! ¿Es que no sabes llamar a la puerta?

—Algo me decía que no me habrías abierto.

Probablemente tuviese razón; no podía protestar.

—¿Qué quieres?

—¿Estás bien?

—¿Yo? Eh… ¿por qué no iba a estarlo? Hoy han vuelto mis tres sobrinas, hemos estado todo el día de fiesta…

—Tú no parecías muy festivo, la verdad.

—Yo… ya sabes que no me siento muy cómodo tratando con la gente y hoy había mucha gente nueva y esa tal Ana no para de hablar ni para respirar y… en fin, nada nuevo.

—Ya… Es agradable, ¿verdad?

—¿Quién?

—¡Ana! ¿De quién estábamos hablando?

—Ah, sí. Se nota que es buena chica.

—Es verdad que habla por los codos, pero me gusta su energía. Y, la relación que tiene con Cristóbal… ¿Has visto cómo se miran? ¿Y como se toman el pelo constantemente? ¿Y cómo se cuidan y se protegen el uno al otro?

—Sí, es envidiable.

—Sí, sí que lo es.

Mirabel me observó en silencio, respirando profundamente y casi sin pestañear. Su pecho se elevaba con cada bocanada de aire y las gafas se le resbalaban poco a poco hacia la punta de la nariz. ¿Cómo podía ser? ¿Cómo podía parecer más atractiva con cada día que pasaba? Ya no era una niña de quince años, pero, igualmente, aún no era considerada una mujer. ¿Por qué tenía que ser tan evidente a mis ojos que sí que lo era?

—¿Tío Bruno? ¿Puedo entrar?

La voz de Dolores nos hizo entrar en pánico.

—¡¿Qué hacemos?! ¡¿Qué hacemos?! ¡¿Qué hacemos?! —preguntó susurrando Mirabel mientras corría acelerada de una punta a otra de la habitación—. ¡Si se entera de que estoy aquí, se lo contará a todo el mundo!

—¿Dolores? No lo creo —contesté riendo.

—¡¿De verdad?! Y, qué me dices de cuando…

—¿Tío Bruno? ¿Estás dormido?

—Mirabel, tengo que abrir. Lo siento por pedirte algo así, pero, realmente así será más fácil. ¿Podrías esconderte?

—De acuerdo, ¿dónde? ¿Debajo de la cama? ¿En el armario? ¡¿Por qué no tienes armario?!

—¿Tío?

—Tras el reloj de arena. Cruza y espérame ahí.

—Oh, claro… No había pensado en la parte extra…

—¡Vamos!

—¡Voy!

Mirabel saltó por el agujero sin el más mínimo cuidado y, cuando dejé de oír gruñidos y escupitajos, abrí la puerta.

—Dolores, perdona, estaba acostado y…

—Estás vestido.

—Ah, sí, estaba muy cansado para cambiarme.

—Y la cama está hecha. Oh, guau, ¿ésa es tu cama?

Oh, genial.

—De algún modo… te pega. ¡Hm!

—¿Necesitabas algo, Dolores?

—De hecho, quería hacerte una pregunta.

—Dime.

—Lo sabías, ¿verdad?

—¿El qué?

—Que Mariano no era el hombre de la profecía.

—Ah… eso…

—¡¿Por qué no me lo dijiste?! ¡Me habrías ahorrado un noviazgo fracasado y el dolor de conocer al auténtico hombre de mis sueños!

—Eh… Dolores, escucha. Sé que esto es difícil, pero… primero, no puedes huir de tu futuro: habría acabado pasando igualmente; y, segundo, a ti Mariano te gustaba tanto como para pensar que era él pese a que nunca llegó a estar comprometido con Isabela. ¿No crees que tenías derecho a aprender de tus propias experiencias en lugar de rechazar tus sentimientos porque yo te hubiese dicho que el hombre del que realmente te ibas a enamorar era Cristóbal?

—Así que, de verdad va a estar fuera de mi alcance, ¿no?

—Eso parece, sí.

—O sea, que no me queda más que hacerme a la idea de que moriré sola y miserable.

—O, quizás, encuentres a una persona que no sea tu hombre soñado y que, sin embargo, se convierta en esa persona especial con la que quieres compartir tu vida aunque no sea perfecta.

—¿Crees que eso puede pasar?

—Creo que es una posibilidad. No deberías cerrarte a vivir. Llegará el día en que superes lo de Cristóbal y, quién sabe lo que puede pasar entonces.

—Supongo que tienes razón… Lo siento, tío. Suficiente tienes con lo tuyo como para tener que responder también por las vidas de los demás.

—¡Hmmmm! ¡Qué sueño! —contesté exagerando el tono esperando que Dolores no dijese nada que hiciese referencia a mi relación con Mirabel—. Hora de dormir. Hale, corre a la cama y descansa, sobrina —dije dándole pequeños empujoncitos hasta sacarla por la puerta—. Buenas noches.

Cerré la puerta desesperado por lograr que Dolores se alejara de allí, tomé aire y me deslicé por la rampa de arena en busca de Mirabel.

—¡¿Está enamorada de Cristóbal?!

—Eh… Eso parece. Tiene buen gusto, ¿verdad?

—¡Ésa no es la cuestión!

—¿Podrías, por favor, no decir nada al respecto? Esta conversación parecía más bien confidencial.

—Claro que no diré nada, pero… uf… pobrecita. Tiene que estar pasándolo muy mal.

—Mirabel… ¿qué tal si dejamos de hablar de Dolores?

—Oh, vale, pero… ¿por qué?

—Tú… tú sabes que puede que nos esté oyendo, ¿verdad?

—Ohhhhhhhhhh, claro, si no está dentro de su habitación, lo oye tod…

Dos años, había tardado dos años en darse cuenta.

—¡Ella lo sabe! ¡Lo sabe, ¿verdad?!

—No estoy seguro, pero supongo que si no todo… al menos debe de tener pistas de que hay algo.

—Y… ¿hay algo?

—¡No me hagas esto, Mirabel…!

Mirabel arrugó el morro un instante y después se puso a jugar con la arena pasándola de una mano a otra.

—Bruno…

—¿Sí?

—¿Por qué crees que no lo ha contado?

—Bueno, Dolores es buena guardando secretos. Siempre supo que yo no me había ido y no dijo ni una palabra. Creo que no quiere hacernos daño; sólo eso.

—Pero… cuando se enteró de que había encontrado tu profecía…

—Sí, supongo que aquella vez había más en juego para ella.

—¿En juego?

—¿Qué pasó cuando se descubrió el pastel?

—Ohhhhh… ¡Mariano! ¡Fue para evitar la pedida de mano! ¡¿Me la jugó por ese baboso?!

—Ella creía que estaba enamorada de él…

—Me va a oír.

—Oh… Probablemente, ya lo esté haciendo.

—Cierto… Bueno, supongo que puedo dejarlo pasar; al fin y al cabo, ella ha tenido que aguantarle durante meses a razón de aquello, y, gracias a que todo salió a la luz, pude hablar con Isabela y… bueno, y liarla y eso.

—Y traer un nuevo orden y sanar a la familia.

Mirabel se tumbó en la montaña de arena e inclinó la cabeza como dándole vueltas a algo.

—Bruno…

—Dime.

—¿Te puedo pedir un regalo de cumpleaños?

—Supongo… Otra cosa es que te lo pueda dar.

—¿Besarías mi mano?

—¡¿Qué?!

—Quiero… es tu beso el que quiero ahí.

Así que era eso. Eugenio aún no me había borrado de su corazón.

Agaché los hombros en resignación y me arrodillé ante ella. Entonces, tomé su mano como el tesoro que es y besé la suave piel de su dorso tomándome unos segundos para memorizar su tacto. Normalmente, me habría negado a ese tipo de petición, pero, esta vez, sonaba a despedida.

Al levantar los labios de su mano, miré a sus ojos y sentí una punzada en el pecho.

—¿Por qué lloras, Mirabel? ¿Por qué todos tus cumpleaños acaban en llanto?

—Será porque así te quedas a dormir conmigo…

Mirabel tiró de mí hasta hacerme caer a su lado en la arena y se acurrucó entre mi ruana.

—Estoy cansada de esperar.

—No hay nada a lo que esperar.

—Lo sé.

Aquella noche, el silencio se adueñó de nosotros y sólo el sueño le tomó el relevo. No la podía hacer esperar: la vida había venido a por ella.