CAPÍTULO UNDÉCIMO

El monstruo

Al de la mano cortada lo arrojaron fuera del pueblo con su miembro colgando de la cintura. Floch, que así se llamaba, anduvo por los bosques y las montañas; cuando el hambre le superó, se comió aquello que le cortaron y ofreció los huesos a un antiquísimo patrón. Se refugió en una cueva, meditó durante días hasta sentir el temblor de la llamada. El Árbol Negro estaba en la puerta, infame y oneroso profeta, y por la grieta de su tronco se adivinaba una negrura corpórea, no la ausencia de la luz: era auténtica oscuridad, pura y tangible.

Se maravilló al descubrir que ya no era un hombre, sino una bestia. Aquello que le quitaron retornó a él en forma de zarpa, y con esta los atormentaría. Entró a la grieta y fue recibido en los infiernos; acabó con la hueste demoníaca que protegía aquel grimorio prohibido del cruzado Ludwig Prinn. Lo memorizó, aprendió a alargar su vida y descubrió la manera de perpetuarla en otro cuerpo cuando el suyo no resistiera la podredumbre de los años. El Urushdaur, la gran enseñanza de Nyarlathotep.

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Historia besaba los pies de la Virgen cada mañana. Lo hacía antes de desayunar, antes de cualquier otra cosa, antes de que el mismo Willy abriera los ojos. Le había dicho que no dormía, que, habiendo perdido esa deliciosa capacidad, aprendió a dejar ir los pensamientos. La veía postrada ante al altar, arrepentida por lo que había hecho, sorprendida por la frialdad con la que pasó junto al cuerpo de su padre. Ya no quiero ser Historia Reiss, decía, quiero morir. ¡Ni siquiera tuvo valor para apretar el gatillo! ¡Que Dios la perdonase! ¿Cristo había muerto por alguien como ella, por una parricida? Tu padre no está muerto, le dijo Willy. Sus murciélagos no mentían.

—Si no quieres ser Historia, serás Christa —propuso Willy—. Christa, la servidora de Cristo.

—Christa —repitió, como haciéndolo suyo—. Christa Lenz.

Ella lo llamaba el Príncipe de las Tinieblas. Caminaba en la penumbra de algunas noches por el predio. Si el Drácula novelesco tenía un castillo entre las brumas, Willy Tyburn tenía una cabaña de tablas viejas, una silla coja y una lámpara de parafina con la que velaba sus terribles sueños. Una de aquellas noches, cuando los aullidos sonaban cercanos e insoportables, él salió a enfrentar al lobo negro que rondaba la cabaña. Historia no había visto nunca un animal así, con una expresión más propia de las hienas que de los lobos. Un potentísimo trueno la hizo caer de rodillas en el umbral; al levantar la mirada de nuevo, vio la figura de Willy entre una espesísima cortina de lluvia; luego sabría que aquella tormenta desbordó la acequia del pueblo e inundó la plaza. El hombre volvió el rostro hacia ella. Los colmillos eran largos; los ojos, rojos como la sangre. El lobo se abalanzó sobre él e Historia no vio más que una luz blanquecina. La despertó el gorgoteo del agua que se filtraba por la gotera.

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A las doce y media, su hora del almuerzo, Erwin visitó a los Reiss y descubrió el jardín arruinado por el diluvio. Úrsula iba dando voces tras las empleadas y Rod, que observaba la cancha de tenis desde su silla de ruedas, se empeñó en rememorar a su amante. Alma Lenz fue un problema y parió un problema del que no debió hacerse cargo. Después de todo, la responsabilidad era de ella. Algo así es natural, dijo, los bastardos son naturales en los reyes, en los ricos, en los artistas; son semillas que se caen del saco, y ningún hombre es responsable de los cardos que crecen a los lados de los caminos. A él, en cambio, le llegó a parecer que aquella hijita rubia, aquella niña nacida del pecado, era más hija suya que cualquiera de los otros, procreados con mucha menos pasión. Era la hija del más bello de sus caprichos, pero está escrito que los espurios sean eso, espurios, le dijo, y que sean mezquinos y poco fiables. Erwin le preguntó si las habladurías eran ciertas, si había pegado a Historia al descubrir que esta era lesbiana, y Rod se encendió un largo puro.

—Sí.

—Eso es muy grave, Rod. ¿Por qué?

—Mi padre lo habría hecho conmigo —Se encogió de hombros; su gesto estaba vacío—. Esos son mis valores, alcalde. Somos nuestros valores. Somos nuestros padres. Tampoco tú puedes escapar del tuyo.

—Mi padre jamás me habría levantado la mano, jamás le habría molestado algo así. Dime la verdad, Rod.

—¿Qué verdad, alcalde?

—¿Tu hija intentó matarte?

—Eso solo lo sabe ella. No quiero volver a verla. Me gustaría que no la encontraseis nunca.

—Puede estar muerta. ¿No te preocupa? ¿Tu padre no se habría preocupado por ti?

—Mi padre, señor alcalde, era un reverendo hijo de puta.

Erwin no podía hacer nada al respecto. Las semanas transcurrían sin que Historia apareciese; la policía y los voluntarios no encontraban nada, pues nadie vivía en los bosques y los que vivían allí, escribió su padre, «no se dejan ver ni encontrar». Se acercaba el plenilunio: fue en una noche de luna llena cuando le arrancaron el brazo. Su padre había escrito mucho sobre la importancia de la luna en distintas culturas. Había pasado por alto todo aquello durante años; ahora le resultaba fascinante. Apenas tenía certezas, pero era incapaz de separarse de los libros y manuscritos. Su padre adoraba la región y había vertido ríos de tinta acerca de esta. Contaba incluso con las genealogías de algunas familias del pueblo, algunas de las cuales gozaban de una antigüedad rastreable hasta los primeros años del siglo XVI. Según Robert Smith, las familias más antiguas —los Leonhart, los Braus, los Wouters y los Dupont—contaban al menos con tres benandanti en su árbol genealógico. ¡Qué tipo tan increíble fue su padre! Si estaba loco, ¡solo Dios sabía! Pero pensaba en él cuando la luna asomaba por la ventana, lo sentía cerca, como si lograse entenderlo después de una vida entera.

Para el 10 de agosto, todos daban por hecho que la chiquilla de Rod se había largado a otra parte o a otro mundo. Erwin intentó hablar con Ymir, que se recluía en la casa del padre Nick y tocaba el tambor hasta altas horas de la noche. No quiso verlo, pero le dedicó unas palabras antes de cerrarle la puerta en la cara: «Tú también tienes la culpa, manco». Nick le dijo que su sobrina llevaba el asunto como podía. Claro, Erwin la entendía, él también fue joven y tuvo algún amor. No obstante, entendía el mensaje. Era benevolente con los Reiss, quizá demasiado permisivo. Al patriarca le rendía pleitesía, lo llamaba para que confirmase o matizase algunos proyectos; y al hijo tenista, Abel, lo eximía de multas cuando rebasaba el límite de velocidad. Sabía muy bien cómo eran los Reiss, sabía que Úrsula tenía predisposición a la bebida y a las trifulcas, lo sabía, pero no imaginaba que llegarían a este punto. Su pueblo enloquecía.

El 12 de agosto, plenilunio, fue incapaz de dormir. Le picaba el brazo fantasma, lo notaba ahí, junto a su cuerpo, sobre el colchón. Si se concentraba, podía cerrar los dedos y agarrar la sábana. El sol emergió en torno a las siete, cuando el sueño acumulado sobre sus párpados los hacía ceder, pero el picor era tal que le resultaba imposible dejarse ir. Necesitaba una medicación, algo, lo que fuese, no podía depender de una caja con espejos, no podía…

El condenado brazo estaba ahí. Erwin lo miró, lo movió, lo rascó hasta hacerse sangre, hasta manchar la cama. Ahí estaba su brazo. Rascó y rascó, no podía parar de hacerlo. La piel se desprendía; se estaba arrancando su propio brazo a trozos. Arrancó la piel, arrancó el músculo, arrancó venas y arterias. Tenía que repelarlo. Llegó a los huesos y ahogó un grito: ahí estaban esos espantosos grabados.

Fue entonces cuando despertó. El espacio que ocupaba su brazo volvía a ser la nada.

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Se acercaba. El recuerdo de la última vez era peor que cualquier otro; el olor a carne quemada inundaba su nariz y podía ver las formas informes de los infiernos cuando cerraba los ojos. Aun así, quería explorar lo que había allende, ver a través de esa bestia que no controlaba. Solo abrazando la brutalidad podría entenderla. El otro lado era horrible, pero fascinante. ¿Qué había más allá de los campos de empalados? ¿Qué había más allá del río de lava en el que extraños seres empleaban cabezas como anzuelos para la pesca? ¿Qué podía pescarse en un río así? Él hablaba de infierno y de Diablo porque no conocía otros términos para referirse a un pozo de sufrimiento y al que impera en este. Infierno y Diablo eran, en realidad, el intento de aproximarse a algo desde la inocente óptica de sus cristianas creencias, al igual que sucedía con las fuentes.

Tenía que internarse en los bosques sin el sello que lo protegía de los otros y de los infiernos, aunque a su madre le pareciera una idea terrible. Mira cómo volviste la última vez, le recordó, ¡apaleado y medio muerto! Y luego se echó a llorar y le pidió que no lo hiciera, que era algo estúpido e innecesario. No quiso escucharla más. Lo mismo sucedió con Mikasa.

—No tienes por qué hacerlo —insistió—. Esto todavía me resulta extraño, pero sé que tu madre lo ha controlado durante años. ¿Por qué haces esto ahora, Eren?

—Es parte de lo que soy. Lo he odiado toda mi vida y aún lo hago. Sin embargo, eso también soy yo. Ya no puedo dormirme cuando él está despierto, eso no soluciona nada. Si los demonios quieren llevarme, que me lleven.

—Cállate, deja de decir esas cosas.

—Es la verdad, Mikasa. Si no te gusta, solo puedes hacer una cosa.

—Vete a la mierda, Eren Jaeger. Tú y el otro, ese que también es parte de ti.

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A pesar de todo, a pesar de su enfado con él, de que le pareciese una temeridad —lo había visto cubierto de heridas en su jardín—, a pesar de que se habían despedido con un portazo, si es que a eso puede llamársele despedida, imperaba en ella un terrible desasosiego. Los dedos, que ya estaban casi curados, le dolían desde la discusión. Era un mal presentimiento y, pese a ello, tranquilizó a Carla. Seguro que vuelve enseguida, le dijo, como la última vez.

Para el 14, aún no había regresado. Mikasa no durmió en aquellas noches; se escabullía a altas horas, cuando los ronquidos de Kenny confirmaban que no había nadie despierto. Paseaba en bicicleta. Pedaleaba hasta fatigarse, hasta necesitar el Ventolin. Lo verdaderamente fatigoso era el murmullo de la cabeza y el corazón, que, a fin de cuentas, son lo mismo. Lo que le gustaría haber dicho era «¡Te quiero! ¡No tienes que hacerlo solo, encontraremos una manera!», pero lo mandó a la mierda. Los lobos aullaban y pensaba en él, en entrar al bosque, en buscarlo. Iba a hacerlo. Si no aparecía pronto, lo iría a buscar.

¡Lo echaba tanto de menos! Fue a ver a Armin. Él también estaba preocupado. Es un verano terrible, le dijo. Fue sincero: a veces le gustaría no saber nada. Adoraba a Eren, lo consideraba su hermano, pero todo aquello le producía un miedo terrible.

—Sé que tú no tienes miedo a nada —dijo Armin—. Eren me contó lo que hiciste por Sasha. ¡Es increíble! Es un idiota. Si fuiste capaz de eso, ¿acaso cree que te quedarás aquí de brazos cruzados?

—Pero no puedo hacer nada, Armin.

—Te equivocas. Eres la única que puede hacer algo por él. Ya lo has hecho. Gracias a ti sabe que no es un monstruo. No quiere que se repita lo de su padre. Quiere dominarlo.

—No puede dominarlo.

—¿Tú crees?

—La propia Carla lo dice.

—Eren me dijo una vez que la dureza del pedernal solo la conoce quien lo golpea.

—Tengo miedo —admitió Mikasa—. Mucho miedo de que le pase algo. He visto al otro, Armin. Lo vi cuando intentó llevarse a Sasha. Yo no sabía nada, no entendía nada. Acababa de descubrir que mi novio era un hombre lobo. Pensaba que ya lo había visto todo, pero estaba equivocada. He visto demasiadas cosas este verano. Me he partido los dedos haciendo algo que no alcanzo a comprender. He aprendido que existe una realidad oculta y por encima de nosotros. Hay criaturas como el del bosque, hay libros que nunca se deberían leer. Tengo miedo porque Eren es parte de todo eso, porque no puedo acompañarlo y creo que esa oscuridad se lo llevará algún día.

Esa oscuridad estaba dentro de él. Una oscuridad que devora.

—Pensó en suicidarse —soltó Armin—. Hace un año. Estaba cansado de todo. Me dijo que había arruinado la vida de su madre, que tendría que haber muerto en el bosque cuando era un niño. No puede vivir fuera del pueblo, no puede salir de aquí para hacer su vida, para conocer la ciudad, para ir a la universidad de manera regular. Le dije que aquella sería su mayor estupidez. Creía que iba a hacerlo, pero no lo hizo. Me pregunto por qué. Creí que mi mejor amigo iba a matarse y no podía hacer nada al respecto.

—Eren nunca se mataría.

—Eso creo, pero estaba muy deprimido. No lo he vuelto a ver así desde entonces, por fortuna. Siempre ha tenido la capacidad de recomponerse en soledad. Me gustaría saber qué pasa por esa cabeza suya.

—Nunca me ha dicho que intentó suicidarse.

—No le digas que te lo he dicho yo. Es bastante reservado con algunos temas.

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Puede que nunca llegues a leer esta carta y deseo que así sea, pero me veo obligado a escribirla. Es 10 de agosto y ya lo noto. No puedo describir la sensación, no creo que haya palabras capaces de hacerlo. Estoy empezando a dejar de ser yo, estoy empezando a ser la bestia. Solo leerás esto si no vuelvo, esas fueron las instrucciones que di a Armin: si me muero, dale la carta. Puede que estés confundida y estás en tu derecho de parar aquí porque estas son las palabras de un muerto, no hay nada más allá de ellas, pero necesito escribirlas, necesito decírtelo una vez más. Necesito que sepas lo mucho que significas para mí. No deberías estas leyendo esto, no querría que leyeras esto. Yo nunca querría decirte adiós. Digo lo que siento, siento lo que digo. Soy muy feliz, soy tan feliz que no puedo parar de llorar.

Esta no es una carta de suicidio. Es mucho peor. Es una carta de incertidumbre. Hoy, mientras nos peleábamos, yo pensaba: «¡La quiero con locura!». Amantium irae amoris integratio est.

(…)

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En silencio, Carla subió a la habitación de su hijo, vela en mano, y lo observó largamente. Retrocedió unos pasos al comprobar que tenía los ojos abiertos y fijos, como los muertos, y la llama se apagó.

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Carla le dijo que estaba raro, que no quería comer y pasaba horas mirándose las manos. Hablaba, sí, y sabía quién era y dónde estaba, pero parecía perdido.

Tiene razón, pensó Mikasa. Está raro. Se acercó a Eren; estaba sentado en el banco del jardín. El rostro pajizo, la barba llena de huecos, los hombros caídos. Le tocó la cara y lo oyó soltar un jadeo.

—¿Qué te pasa, Eren?

—Nada —Y sus ojos se perdieron de nuevo—. No me pasa nada. ¿Notas algo extraño en mí?

Mikasa dejó de tocarlo. Algo le provocó un espantoso rechazo.

—Sí. Pareces…

—Sé lo que parezco —Empezó a reírse—. ¿Te doy asco, Mikasa?

—Creo que necesitas descansar.

—Estoy descansando. —Eren estiró las piernas y respiró hondo—. Al fin, después de tanto tiempo, logro descansar.

—¿Quieres que me vaya?

—No, quédate aquí. Siéntate a mi lado. He estado tan solo… Bésame.

Los labios de él estaban secos y cubiertos de costras. Mikasa se levantó con brusquedad y corrió hacia el interior de la casa. Había algo repulsivo. ¡Dios mío! ¿En qué estaba pensando? El pobre volvía de cargar su cruz, volvía destrozado. Qué injusta era. Eren solo necesitaba tiempo para recuperarse.

Carla lo obligó a meterse en la bañera y preparó té.

—Jamás lo he visto así —reconoció—. No sé qué le ha pasado.

—Tampoco ha querido hablar conmigo —Se rascó la nariz— y, bueno… No importa.

—Adelante, hija. Di lo que tengas que decir.

—No huele a jazmines.

Justo entonces llamaron a la puerta. Era Erwin Smith, que traía un gesto espantoso, que acudía a casa como un niño de rodillas rascadas y sangrantes. Me pica tanto, decía, ¡me pica como si estuviera ahí! Hubo que calmarlo y «rascarle» con la caja de espejos. Llevaba días así, pero no quería rendirse con facilidad. Si seguía engañando a su cerebro, jamás aceptaría la pérdida. Dijo también que aquel comezón había aumentado esa misma mañana al recibir una llamada del comisario Hannes: el pastor Nick quería denunciar la desaparición de su sobrina, que se había escapado por la ventana durante la noche y temía que hiciese una locura. Podría denunciar en cuanto transcurriesen las horas pertinentes, pero estaba claro que Ymir se había ido con Historia.

—Que se acabe ya —suplicó—. No me presentaré a las próximas elecciones. Que otro desgraciado se encargue de la alcaldía. El pueblo se ha vuelto loco.

—No te aturulles, Erwin —riñó Carla—. Lo primero es lo primero y el alcalde sigues siendo tú.

—Ya han identificado los huesos. Tenemos los nombres y las fechas. Esto no es nuevo, Carla. Esto siempre ha pasado. ¿Qué es, Carla? Dime qué es. Te lo ruego.

—Es un monstruo.

Eren soltó una carcajada y todos callaron. Se apartó las greñas húmedas de la cara.

—Oh, alcalde, deja de engañarte. Tú lo conoces íntimamente. Te arrancó el brazo y a punto estuvo de arrancarte la vida, pero fuiste rápido, más rápido que los otros. Toca el muñón. ¿No lo sientes? Esa cicatriz, la marca de sus fauces, también está en ti.

—Erwin —intervino Carla—, será mejor que vuelvas en otro momento.

—Ten cuidado —Eren apretó el hombro de Erwin y este se apartó con rapidez—. Le gusta terminar lo que empieza.

—¿Qué demonios estás diciendo? —El alcalde apretó la mandíbula—. ¿Intentas asustarme?

—Vives asustado desde esa noche, Erwin.

Mikasa no dejó que terminase de hablar. Lo agarró del brazo y lo llevó hasta la habitación. Eren resopló entre risas y le dijo que no era para tanto, que conocía bien a Smith y sabía hasta dónde podía llegar.

—¿Has visto su cara? —comentó mientras revisaba su estantería—. Se ha cagado.

—El alcalde no está bien, Eren. No era el mejor momento para…

—Las mujeres tendéis a sobredimensionar las cosas. Y luego os preguntáis por qué el mundo es cosa de hombres. —Tomó un libro; «Juicio contra una prostituta», de Demóstenes—. Está lleno de notas.

—Estabas leyéndolo antes de irte.

Eren dejó el tomo y se acercó a ella. La besó, esta vez sí. Le tocó el cuello Tenía las manos frías. La hizo caer sobre la cama y la sostuvo por las muñecas. Mikasa trató de zafarse.

—No tengo ganas y tu madre está abajo.

—Entonces te amordazaré para que no grites.

—Eren, déjame. He dicho que no.

Pero no se quitó de encima, sino que intentó separarle las piernas. Mikasa le dio un rodillazo y corrió escaleras abajo. Carla y Erwin, que aún continuaba allí, la vieron salir por la puerta como una flecha mientras Bribón, que estaba tumbado en el alféizar, enseñaba sus finos colmillos a Eren, que bajaba con serenidad.

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—¡Ymir!

Esa voz. Se giró y se sintió viva de nuevo. El pelo rubio ondeando al viento. La mirada zarca y titilante. Era ella, era Historia. Era ella, renacida como una Venus a orillas de ninguna parte. Ymir la abrazó con fuerza, le palpó la cara y los brazos para cerciorarse de que era real. Lo era.

—Ymir —repitió—. Estoy aquí.

—¿Qué ha pasado?

—Te lo contaré todo, pero debemos irnos.

Ymir echó un vistazo en derredor. La estación de servicio estaba vacía. Solo se avistaban las luces de los camiones en la autovía. Eran las dos y media de la mañana. Ahí estaban, junto a los surtidores de la gasolinera, en la carretera comarcal que unía Shigansina y Dauper, en mitad de una noche como cualquier otra. Ahí estaba la cabina telefónica desde la que Historia la llamó.

—Sabía que vendrías.

—Iría al fin del mundo por ti —contestó Ymir—. Dime qué ha pasado, Historia.

Esta sacudió la cabeza.

—No, Ymir. No me llames así. Te lo contaré todo, pero no me llames así. Ese nombre solo me ha traído dolor. —Su mirada se tornó dura—. Quiero que sepas que lo hice. Empujé a mi padre por las escaleras.

—Tu hermana le contó lo nuestro.

Historia asintió.

—Y mi padre empezó a pegarme. Aun así, no tengo excusa. Lo empujé por accidente, pero deseé con todas mis fuerzas que estuviera muerto. Bajé las escaleras con la esperanza de que hubiese muerto. Soy horrible, Ymir.

—Tu padre es horrible. Tu familia es horrible. ¡Que se vayan al Diablo!

—Cogí la pistola de mi padre y fui al bosque para suicidarme, pero no pude. A partir de ahí… —Historia buscó las palabras adecuadas—. No sé cómo explicarlo. He estado bien. No he estado sola.

—¿Con quién has estado? La policía y los voluntarios todavía te están buscando.

—Es difícil de creer —señaló Historia— e incluso yo tengo mis dudas.

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Extracto del diario personal de Ilse Langnar. 16 de agosto.

«Han encontrado una pistola en el bosque. Es una Glock 34. En primera instancia, Rod Reiss la reconoció como suya; la investigación pertinente así lo confirma. Faltaba una bala. La policía no da crédito. He hablado con el comisario Hannes: habían peinado varias veces la zona en la que apareció el arma sin detectarla. Rod Reiss ha admitido que notó la ausencia de la pistola cuando regresó a casa del hospital. No he podido hablar con ninguno de los Reiss y tampoco con el alcalde. El comisario considera que la joven Historia Reiss huyó con la pistola. Puesto que falta una bala, es posible que usase la pistola. El comisario no es optimista respecto al tema, pero aún no hay cuerpo. Por lo menos, no el de Historia Reiss…».

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Si Armin no la hubiese detenido, solo Dios sabe lo que Annie habría hecho. A su juicio, aquello merecía una reacción inmediata y no entendía por qué Mikasa no había actuado ya y lo contaba con tanta tranquilidad, como si nada.

—Ha intentado violarte —sentenció rotunda, y luego se giró hacia su novio—. Me da igual que sea tu amigo, tu hermano o que os la maméis en vuestros ratos libres, Armin. Eren ha intentado forzarla y eso no tiene perdón.

—Annie, por favor —pidió Armin—, déjala hablar. Sabes que soy el primero en condenar esas cosas, pero deja que Mikasa termine de hablar.

—¿Qué tengo que escuchar exactamente? No quiero escuchar más. Ya oí a Sasha contar que su tío la violó cuando era pequeña. No quiero escuchar más. —Volvió a sentarse y ocultó el rostro entre sus manos. Armin le sobaba la espalda—. Solo quiero que este verano se acabe.

—Ese no es Eren —dijo Mikasa—, os juro que no es él.

—¿Y entonces quién es? Estás afectada, lo entiendo, pero si tiene la cara de Eren, la voz de Eren y responde al nombre de Eren, entonces es Eren.

—Ann, créeme, las cosas no son tan sencillas. —Armin suspiró—. Y mucho menos con él.

—Annie, tienes que creerme. Algo le sucede.

—Se acabó. —La susodicha los miró de hito en hito—. ¿Dónde demonios ha estado Eren en los últimos días? Desaparece, vuelve de la nada y hace esto. ¿Y pretendes que me crea que ha visitado a su tía? Por favor. También se esfumó hace un mes y volvió todo magullado. Tú misma lo curaste. Y su madre es bruja; hasta el alcalde la consulta para el asunto del bosque y quizá haya una secta. Los Jaeger son gente rara. ¿Qué coño le pasa a esa familia?

—Es complicado.

—Es sencillo. No entiendo qué está pasando en el pueblo, no sé exactamente a qué se dedica Carla Jaeger, no sé qué cojones le ha pasado a Historia y no comprendo por qué Sasha se calló durante tantos años, pero sé lo que Eren ha intentado hacer. Si no haces algo, lo haré yo.

—Annie, escúchame.

—No quiero escucharte.

—Te lo contaremos todo. —Armin, que no solía levantar la voz, habló ahora fuerte y claro, con una seriedad en el semblante impropia de él—. Debes calmarte. De lo contrario, esto no funcionará. Tendrás que creer todo lo que te digamos.

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Al salir de la farmacia, Sasha tuvo la inquietante sensación de que alguien la observaba. Miró de un lado a otro, pero la calle estaba vacía.

Quería salir más de casa, como antaño. Ella misma se había ofrecido a comprar los ansiolíticos de su madre y las anticonceptivas de su hermana. Su padre lo manejaba como podía; ellas, en cambio, no eran capaces de mirarla sin romper a llorar. Sus abuelos guardaban silencio acerca del asunto. Sasha empezaba a recuperarse. Daba paseos con su padre, se reía, respondía a las llamadas de sus amigas y, sobre todo, su apetito estaba regresando. ¡Era tan feliz comiendo! Una es capaz de olvidar todos los males delante de una buena comida.

Dobló una esquina y se topó con Eren. Ah, eres tú, dijo él, y la miró de arriba abajo. Sasha notó que la bolsita de las medicinas se escurría por sus dedos. Eren percibió su incomodidad y sonrió. Ya lo he visto antes, pensó Sasha. Esto es tan extraño… Eren continuó su camino y Sasha lo vio alejarse en dirección al domicilio de los Ackerman.