Sin memoria Por Lord Shao Kahn

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Capítulo 1: El desierto olvidado

Poco a poco se fue despertando de su sueño. Al principio sintió oleadas de calor que abrasaban su cuerpo, pero al estar soñoliento no le dio mucha importancia. Al girarse un poco sintió como tropezaba con una pared de roca. A la vez notaba como la arena se pegaba a su cuerpo sudado por las altas temperaturas. Extrañado por la situación abrió poco a poco los ojos. Lo primero que observó fue una gran roca ante él. Al volverse descubrió otra gran roca de tamaño similar. Miró hacia arriba y vio que estaba a cielo abierto. El viento soplaba fuertemente y traía con él oleadas de un calor insufrible. Examinó su cuerpo y vio que tenía el torso al descubierto. Era un torso musculoso, que ahora estaba lleno de arena. Observó que llevaba puestos unos pantalones negros, abombados y holgados que acababan en unas botas de cuero. Notaba una especie de trapo en la cabeza. Lo palpó un poco a la vez que se incorporaba. Era una tela muy suave. Tirando un poco de él observó que era negro. Un turbante negro.

Apoyándose entre las rocas con dificultad, fue saliendo como pudo hacia el exterior. Intentó hacer memoria, pero no sabía cómo había llegado allí. No recordaba nada de lo ocurrido. Es más; no recordaba nada en absoluto. Se detuvo por un momento y se dio cuenta de que no recordaba quién era en realidad. Se apoyó sobre la pared de roca e intentó forzar su memoria. Nada. No recordaba nada.

Tras intentarlo durante varios minutos, decidió que lo más importante ahora era saber dónde se encontraba y tratar de localizar a alguien que le pudiera ayudar. Cuando salió de entre las rocas se dio cuenta de que sus sospechas sobre aquel lugar eran realidad.

Cuando se asomó entre las dos rocas, el sol abrasador le cegó. O mejor dicho los dos soles. Las dos estrellas brillaban con gran intensidad sobre las ondulantes arenas del desierto. Los vientos venían cargados de arena, que flotaba por el aire en grandes cantidades. Decidió no quitarse el turbante por ahora, pues le ayudaría a cruzar el desierto sin acusar de tal manera la ira del viento y la justicia de los dos astros.

La superficie externa de la roca ardía como una brasa. Impulsándose con sus fuertes brazos salió por completo al exterior. Bajó poco a poco por la roca hasta llegar a la arena y caminó unos pasos. ¿Hacia dónde debería dirigirse ahora? Decidió seguir al más alto de los dos astros. El segundo se encontraba algo más bajo y a la derecha del que ahora dominaba el cielo. El calor era insufrible. Comenzó a caminar en aquella dirección.

Tras largo tiempo caminando por la arena ya había perdido el rastro de las rocas desde donde había partido. El sol iba descendiendo hacia su derecha y él se dio cuenta de que debía seguir recto aunque se desviase de la estrella, pues de otro modo acabaría dando vueltas en redondo. Durante todo este tiempo estuvo pensando en su pasado, aunque nada le venía a la cabeza. Un vacío absoluto.

Al atardecer creyó discernir en el horizonte algo que se le acercaba por el oeste. No le importaba quien fuera, si le ayudaba a salir de aquel desierto, así que corrió hacia aquella dirección. Poco a poco fue viendo cómo aquella mancha inicial en el horizonte tomaba primero forma de grupo y más tarde, de hombres a caballo. Un tiempo más tarde, ya tenía a la tropa encima. Lo primero en lo que se fijó era en que portaban armas con ellos. Los caballos eran negros como la noche en su totalidad. Los jinetes llevaban armaduras ligeras y turbantes oscuros en la cabeza. Encabezando el grupo, una figura embutida en una armadura brillante, con remates vistosos y un turbante de seda azul.

Toda la compañía se detuvo ante él. Al principio, al ver que lucían oscuros turbantes, fuesen quien fuesen, pensó que estarían de su parte. Entonces, avanzó confiado hacia ellos. Pero cuando se acercó más, descubrió que llevaban gente atada a los caballos con cuerdas. Los desgraciados iban atados en hilera caminando por las arenas tras los caballos que les marcaban el ritmo. Parecía un pelotón de esclavos. Y lo más importante: aquellos desgraciados iban vestidos igual que él.

Retrocedió poco a poco. A su vez, la figura de la brillante armadura descendió del caballo. Esta persona era esbelta y ágil, a juzgar por la habilidad con la que bajó de su montura. Avanzó poco a poco hacia él. Era algo más baja que él y, por supuesto, menos voluminosa. Él, al retroceder, tropezó con una piedra y cayó de espaldas a la arena. La figura, que seguía avanzando hacia el, sacó una especie de arma metálica de una funda de su bota, y, habiéndose acercado lo suficiente, le golpeó con todas sus fuerzas en el rostro. Él se quedó en el suelo, llevándose las manos a la cara para protegerse. Sus manos se mancharon de sangre. Su nariz asomaba por encima del turbante y estaba sangrando. La figura le observó durante unos segundos y luego dijo:

- Ahora vosotros sentiréis el terror. ¡Levántate ahora mismo! – la voz parecía femenina - ¡soldados!, ¡apresadle!

- Un momento – masculló él – yo no he hecho nada.

Los soldados descendieron de los caballos portando lanzas. La figura se desprendió de su turbante azul. Una larga melena negra, que llevaba bajo el turbante y arrollada al cuello se soltó bajando hasta los muslos. Estaba recogida en varias trenzas pequeñas. Cuando él observó el rostro que había permanecido oculto bajo la seda azul, descubrió a una hermosa mujer de ojos algo rasgados aunque grandes y oscuros como la noche. Su nariz era ligeramente respingona y su boca se dibujaba perfecta bajo ella. Era una mujer joven y muy bella. Y él por un momento creyó conocerla. Pero no recordó de qué.

- ¿No has hecho nada? Vienes vestido como ellos y tienes todavía en tu cuerpo marcas de batalla.¿Por qué habría de creerte?

- He perdido la memoria. No se quién soy ni cómo he venido a parar aquí. No se quienes sois ni qué buscáis, pero lo cierto es que creo reconocer tu rostro, que, a decir verdad me parece muy hermoso y dulce.

Ella se quedó algo turbada y mirándole a los ojos. De repente, una figura apareció tras ella y le asió por el cuello, levantándole.

- Trata con respeto a la princesa, rufián. – dijo abofeteándole.

- ¡Deténgase, comandante! – dijo ella, cogiéndole del brazo antes de que le golpeara de nuevo – Atadle con los demás. De vuelta a palacio sabremos si dice la verdad.

Le levantaron y le ataron con los demás presos. El grupo comenzó la marcha nuevamente. Los demás presos comenzaron a hablar entre ellos. Él se dirigió al que tenía delante.

- ¿Quiénes sois y por qué os cogieron?

- Pareces ido. Somos los últimos supervivientes de los escuadrones de exterminio. La traidora princesa Kitana y los suyos han organizado batidas por todo el Mundo Exterior para capturarnos. Pero cuando nuestro señor vuelva acabará con todos ellos.

- ¿Nuestro señor...?

- ¡Callaos malditos! – interrumpió un soldado – Si no lo hacéis no llegaréis vivos a palacio.

Los presos guardaron silencio. Él intentó hacer memoria. La princesa Kitana. Los escuadrones de exterminio. Todo le parecía familiar. Pero aún no había nada claro.

Kontinuará...