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Capítulo 2: El palacio realTras varios días de marcha la compañía había capturado a otros diez guerreros y volvía de nuevo a palacio. Al llegar, los soldados escoltaron a los presos hacia las catacumbas, en donde se unirían con sus compañeros capturados. Él se sintió aliviado aunque sólo fuera por haber dejado el desierto a un lado.
Las catacumbas eran deprimentes. La humedad manaba por las paredes a chorros. El olor a podredumbre impregnaba el ambiente y hasta que uno se acostumbraba, era realmente nauseabundo. Él esperaba que en breve se pudiera justificar y salir de aquel lugar. Preventivamente fue encerrado con los demás presos. Sus compañeros parecían bastante violentos. En todo momento no pararon de golpear las rejas del lugar sin cesar.
Tras unas horas, la princesa regresó de palacio con un par de personas más. La primera eran una mujer morena, de piel más bien bronceada, que lucía un traje amarillo y negro muy elegante. También Kitana vestía ahora de modo más formal y acorde con una princesa. La tercera figura era un hombre muy alto que vestía de un modo que no encajaba en modo alguno con el de las damas. Unos andrajos grises cubrían otros algo más blancos, a modo de vagabundo. Llevaba unos pantalones abombados como los de él, pero en un color más claro. Rematando la vestimenta, un sombrero de paja chino. Los largos cabellos grises del hombre asomaban por debajo del sombrero. Cuando los tres llegaron ante su celda pudo ver el rostro severo de aquel personaje. Lo más interesante es que él creía conocerle.
- Éste es – dijo Kitana señalándole.
- Acércate aquí – le indicó el hombre del sombrero.
Aunque el hombre del sombrero parecía muy alto, junto a él no lo era tanto. Sobretodo porque su volumen no era ni por asomo comparable al del preso.
- No recuerdas nada, ¿verdad?
- En absoluto, señor.
- ¿Y bien, Lord Raiden? – dijo la otra mujer.
- No miente. En realidad no recuerda mucho. – dijo el mendigo clavando sus blancos ojos en él – Antes de que le encontrarais se había despertado entre dos rocas. Y antes de aquello no hay nada.
- ¿Cómo sabe usted todo eso? – preguntó él.
- Puedo leer en tu alma. Sé que no mientes. – diciendo esto le dedicó una sonrisa – Podéis sacarle si queréis.
- Está bien. Soldado, abre el calabozo – ordenó Kitana al guardia.
Él salió de la celda y fue escoltado hacia unos nuevos aposentos. La otra mujer no paraba de mirarle con escepticismo.
- Estoy contento de que se haya aclarado este error. – dijo él a la princesa.
- Le facilitarán ropa limpia y una habitación para esta noche. Mañana hablaremos de nuevo. – respondió ella secamente.
Le dejaron en manos de un guardia que le indicó donde se encontraba su habitación. Pensó antes de nada en tomar un baño muy caliente. Dirigiéndose al baño, observó que había un espejo. Comenzó a quitarse el turbante lentamente. Examinó su rostro en el espejo con cautela. Tenía muchas cicatrices y heridas en él aún abiertas. Intentó curarlas lo mejor que pudo, y luego se metió en la bañera. Tras tomar un baño se cambió de ropa aunque volvió a ponerse el turbante. Estimó oportuno que su rostro no fuese reconocido por los habitantes de palacio, al menos, mientras él mismo no se reconociera.
A la mañana siguiente fue llevado ante la princesa y la reina. La reina era una mujer muy hermosa también. Vaciló por un segundo. Él ya había estado aquí. Ya conocía a la princesa y a la reina. Pero no sabía de qué. ¿Eran amigas o enemigas? Decidió no arriesgarse por el momento.
- Me alegro de conocerte amigo mío. – dijo la reina – Soy Sindel, reina de Edenia, y esta es mi hija la princesa Kitana.
La otra mujer morena estaba de pie al lado de ellas y le miraba muy fijamente.
- Esta es Tanya. Es la hija del embajador y se encarga de los asuntos con otros reinos.
La mujer asintió en forma de saludo.
- Mi hija quiere hacerte una proposición, extranjero. – dijo Sindel.
- Es cierto, madre. La proposición es simple. Necesitamos guerreros para nuestras patrullas por el desierto y me gustaría que formaras parte de ellas, extranjero. ¿qué respondes?
- Su petición me halaga, princesa y accedo de buen grado.
- Estupendo. Pero antes de nada, ¿te importaría mostrarme tu rostro, extranjero?
- No puedo, mi señora. Comprenda que ahora mismo no recuerdo nada de mi pasado, y no se si me encuentro en terreno hostil o amistoso, así que preferiría guardar mi rostro por el momento, si no os importa.
- No me importa, extranjero. Mientras Lord Raiden diga que no sois peligroso, yo confiaré en él. Podéis ir.
Desde entonces pasó a formar parte activa de las patrullas del desierto. A cambio recibía alojamiento, comida y dinero para sus gastos. Así pasaron unos meses.
Entonces ocurrió lo inesperado. Edenia era, desde el último torneo, centro de refugio de todos los reinos que habían sufrido hasta entonces el yugo opresor de Kahn. Portales eran abiertos desde los distantes reinos para ofrecer refugio a sus habitantes en Edenia.
Pero algo ocurrió. Cuando Tanya abrió un portal para recibir a los refugiados de un lejano reino, como venía haciendo desde hacía tiempo, se dio cuenta de que el reino no era otro que el reino de los muertos, El infierno, o Netherealm. Al conectar un portal con Edenia, garantizaba la salida de él al que durante siglos había estado confinado allí, Shinnok, señor del Netherealm. Él había sido una vez un dios soberano, pero Raiden, le había enviado allí por sus intentos de esclavizar a la Tierra. Cuando Tanya quiso cerrarlo era demasiado tarde. Los ejércitos de Shinnok y su hechicero Quan-Chi avanzaban arrasando el palacio y más tarde Edenia a su paso. Liberaron a los miembros de los escuadrones que estaban cautivos para que lucharan en la siguiente batalla a su lado. Shinnok planeaba mandar un ataque desde Edenia hacia los cielos, lugar de residencia de los dioses, sus antiguos camaradas.
La invasión duró poco. Los guerreros de Edenia fueron rápidamente aniquilados por los demonios de Shinnok. Nuestro protagonista, dado que llevaba todavía el turbante, fue tomado por uno de los exterminadores presos y se le ofreció unirse a sus fuerzas o morir bajo su espada. Él aceptó y se unió a los ejércitos. Una vez más, su memoria le jugaba una mala pasada al no ser capaz de concretar por qué aquel extraño dios del Infierno le era tan familiar.
Aunque había varios generales, destacaba un hombre llamado Reiko. Era alto, moreno aunque en su cabello se discernían algunas canas, vestía un uniforme morado y negro y llevaba una especie de tatuaje o pintura de guerra extraña en su rostro. Sus ojos eran completamente blancos, como los de un dios o un espectro. Nuestro protagonista no lograba discernir a cual de los dos pertenecía este personaje.
Reiko era el general en jefe de los ejércitos de Shinnok, y a la vez mandaba la compañía a la que pertenecía nuestro hombre. Esta estaba compuesta por seres de lo más extraño, de toda variedad de razas y clases. Reiko les trataba como escoria. Les golpeaba y humillaba continuamente. Al hombre del turbante esto le enfurecía notablemente, haciendo que sus cambios de humor le dominaran de manera extraña. Comenzaba a recordar fragmentos poco a poco y notaba en el una intensa presencia que aún no podía explicar.
Cuando el ataque era inminente, las tropas de Reiko estaban entrenando una mañana bajo los soles del desierto. Reiko pasaba revista uno por uno a los soldados. Cuando llegó a la altura del hombre del turbante se detuvo. Le miró a los ojos directamente.
- Quítate el turbante, soldado. Quiero ver tu rostro.
- Lo siento señor. No puedo hacerlo. – respondió él con tranquilidad.
La rodilla del general se incrustó súbitamente en su estómago. Gimiendo, él cayó al suelo de rodillas y con las manos rodeando su vientre.
- Ahora quítate el turbante y muéstrame tu rostro o acabaré contigo de un solo golpe.
Él levantó lentamente la cabeza y con ojos llenos de odio le dijo:
- Mi rostro será lo último que veas en tu vida, necio.
De su interior había salido una voz de ultratumba. No era él. Había algo dentro de él que clamaba por salir. Reiko, asustado, retrocedió un paso.
- Me encargaré de ti más adelante. – dijo el general y continuó su inspección.
Kontinuará...
