Capítulo II. El decreto del Ministerio de Magia

Habían pasado nueve días del incidente con el licántropo y Pablina se recuperaba satisfactoriamente de sus heridas, gracias a los cuidados de sus padres y la atención que James le había brindado desde que despertó a la mañana siguiente, puesto que fue el único de los invitados que se quedó esa noche en la casa a atender a sus choqueados amigos; y luego la noche siguiente para cuidar a la niña y la subsiguiente noche para cuidar a la familia completa, y así, por esos nueve días. No había vuelto a su país, ni tenía planes de ello, por considerar evidente que su amigo necesitaba de él mucho más que nadie en Irlanda durante ese tiempo de agonía.

Richard parecía un sonámbulo y James tenía serias dudas con respecto a si su amigo había notado que él se encontraba en su casa aún. Adelle, por otro lado, parecía más consciente del problema y alteró con un hechizo todos los calendarios de la casa para que anunciasen de antemano el siguiente ciclo de luna llena; se hizo de todos los libros que pudo encontrar sobre el tema de los licántropos y sólo tenía ojos para su hija herida. Viéndola ir y venir atiborrada de libros en sus brazos, James terminó sospechando que Adelle tampoco se percataba de su presencia de hace más de una semana. La única persona que parecía prestarle atención era Pablina, con quien ordenaba la casa y preparaba las comidas que sus padres habían olvidado hacer y que ingerían por inercia. La chica jamás se quejaba del dolor que si duda sentía en cada herida de su cuerpo y eso ganó la admiración y respeto de James. Muy pronto se hicieron amigos y pasaban gran parte del tiempo juntos, charlando, limpiando, jugando, cocinando o leyendo.

Una mañana cualquiera, la lechuza de la familia que había desaparecido por algún tiempo, llegó a la lechuzería de la casa y luego de dejar el mensaje que traía consigo, se echó a dormir, visiblemente cansada. James recibió la carta, ya que Richard recién comenzaba a tomar conciencia de donde se encontraba y Adelle estaba en la biblioteca devorando todos los libros que podía abarcar; volvió a la cocina donde la pequeña Pablina preparaba –o pretendía preparar– un pastel usando sólo una varita, y leyó en voz baja.

Richard escuchó entonces, desde la sala en la que se encontraba sentado, el grito de sorpresa de su amigo y comprendió de golpe todo lo que había pasado desde el 23 de marzo, como si hubiese recibido un hechizo directo a la cabeza, capaz de desembarazarlo del estupor en el que había estado envuelto. James entró en la sala y miró a su amigo, temblando de pies a cabeza.

-¿Qué puede asustarte a ti, James? –Preguntó Richard poniéndose de pie.

El hombre extendió la carta hacia el padre de su nueva amiga y resumió su contenido:

-Por orden del ministerio, todos los licántropos cuyos paraderos sean conocidos deben ser sacrificados.

-¿¡quéé?!

-Aquí dice que todos los- pero no alcanzó a terminar porque Richard había arrebatado la carta de sus manos a modo de silencio y leía ya su contenido. El joven palidecía a medida que terminaba su lectura y sus labios estaban cada vez más azules. Por fin, articuló:

-Por posible vinculación con Voldemort... orden necesaria... pero es imposible...

Adelle entró en ese momento a la sala y observó los rostros de los dos hombres. Sin saber el contenido la carta, corrió a la cocina y refugió con fuerza a su pequeña entre sus brazos. Jamás, mientras viviera, permitiría que le hiciesen daño al ser más precioso que existía para ellos. Richard se acercó lentamente a la mujer que, arrodillada en el suelo, mecía a su hija y abrazó a ambas con emoción. James, incómodo, se quedó de pie en el umbral de la cocina, sin saber muy bien qué hacer a continuación.

-Debemos ir al ministerio y apelar por ella –dijo Richard al fin –se trata sólo de una niña inofensiva y no se atreverán a sacrificarla.

Adelle asentía en silencio y Pablina observaba a James en el umbral, sin comprender que pasaba, pero segura de que no era algo bueno. Entonces tocaron a la puerta tres veces. James dio un respingo y observó la puerta principal que se abría lentamente "como por arte de magia" y toda la casa se llenaba de un frío mortal. Richard tardó un poco en comprender el origen del frío y ahogando un grito de horror, volvió su mirada a James, quien a su vez, le miraba alarmado.

-Dementores –susurró.

Adelle se soltó del abrazo y corrió a la puerta de entrada, cerrándola de golpe con un fuerte hechizo, incapaz de mirar al señor Dyer del ministerio de magia y a los dos Dementores que le acompañaban, ubicados ya en la terraza del frontis. Richard y James sellaron sin tardar el resto de puertas y ventanas que daban acceso a la casa y así, como estaban, se refugiaron en la habitación de Pablina; encerrados y protegidos.

-¿Por qué nos escondemos? –Preguntó Pablina a sus padres. Nadie le respondió.

-No está bien huir del peligro –volvió a decir, citando literalmente las enseñanzas de su familia. Nadie le respondió a eso tampoco, así que la chica optó por observar en silencio.

-No duraremos mucho así –dijo James, mirado hacia la puerta y empuñando instintivamente su varita.

-Hay que sacar a Pablina de la casa–acotó Richard, acercándose a las ventanas con la niña en brazos, buscando alguna otra vía de escape.

-Hay una manera... –murmuró James, girándose hacia Adelle –pero es difícil.

-Como sea –respondió ésta con fiereza –no dejaré que sacrifiquen a mi hija.

-Puedo llevar a Pablina al puerto de Liverpool donde esta noche zarpa un barco rumbo a Irlanda; ustedes entretengan a representante del ministerio y a los Dementores, mientras yo pongo la mayor cantidad de kilómetros entre ellos y la niña. Nos veremos en Irlanda, que no suele cazar licántropos por ley, cuando les envíe una lechuza con nuestra ubicación o por lo menos el punto que nos servirá de encuentro.

Adelle miraba al hombre que hablaba de llevarse a su hija, sin comprender lo que acababa de oír. Richard, que por fin había despertado de su letargo de días, observaba intensamente a Pablina, seguro de que era la única manera de salvarla. James continuó:

-Es posible que el ministerio les retenga un tiempo por obstrucción a la justicia (aunque a mi parecer, esto es todo menos "justicia"), pero este decreto fue promulgado apresuradamente y no dudo que pronto se den cuenta de su error. En cuando tengan la posibilidad de dejar esta isla o cuando el decreto se suprima, lo que ocurra primero, nos reuniremos en mi país.

-Deberá llevar algún equipaje –acotó Richard, tomando capas, vestidos y demases que encontró en la habitación –y... que lleve esto también –dijo sacando del costado de la túnica su propia varita, entregándosela a James –entrégasela cuando toquen tierra firme.

El hombre recibió la varita titubeando, mirando a la niña y sus padres alternativamente.

–No está bien –dijo por fin –esto parece una despedida y el regalo me parece tu herencia, es de mal augurio despedirse así, ya que será sólo por poco tiempo. Si demoran en llegar a Irlanda, volveremos por ustedes.

-¿Señor Potter? –Llamó una voz masculina desde la sala principal de la casa. Los tres se miraron sorprendidos y miraron hacia la puerta. El señor Dyer y sin duda los Dementores, ya se encontraban dentro de su hogar y sólo debían subir las escaleras para llegar a la habitación en la que se encontraban.

Adelle, impacientándose, sacó del ropero un pequeño bolso de cuero oscuro y echó dentro de él todas las pertenencias de Pablina que Richard había buscado. Cuando preparó la valija, sin hablar se acercó a su pequeña que seguía en los brazos de su padre y la besó varias veces, abrazándola y acariciando sus cabellos. Sólo entonces James se percató que la mujer temblaba de dolor y que luchaba contra las lágrimas.

-Mamá –dijo tímidamente la pequeña –no llores, nos veremos muy pronto en el país de mi amigo, muy pronto.

James sintió una punzada en el corazón al escuchar hablar así a la pequeña, pues, a pesar de su aliento y esperanza, parecían ser efectivamente las palabras de alguien que no volverá a ver a su familia. Pero en sus facciones, James no pestañeó, ni movió siquiera una ceja.

-¿Señor Potter, está usted arriba? –Volvió a preguntar Dyer, agregando con esas palabras, una congelante ansiedad al dolor que sentía la familia por separarse.

-Adiós, mi dulzura –sollozó Adelle –nos veremos otra vez en Irlanda.

-Así será, mi amor –dijo entonces Richard, abrazando a su hija –nos veremos muy pronto otra vez, en verde país de James. Cuida de mi amigo mientras estés con él ¿vale?

Pablina rió, a sabiendas que no podría proteger a alguien tan fuerte como él, y por la idea de conocer Irlanda, país del que James siempre hablaba con grata nostalgia.

-Pensaba darte esto el día de tu cumpleaños –continuó Richard –pero lo olvidé. Toma, te será útil algún día, hasta que volvamos a vernos.

Acompañó sus palabras con la entrega de un pequeño obsequio, que guardó en el bolso de viaje de su pequeña.

-¡Quiero verlo ahora! –Pidió Pablina, con ojos brillantes.

-Lo verás en el barco, cuando vayan rumbo a Irlanda ¿prometes esperar hasta entonces?

-Lo prometo –respondió con inusitada seriedad su hija –te lo prometo, padre.

-Toma James –dijo Adelle al el joven que se colgaba el bolso de cuero al hombro–es un calendario de luna llena; te avisará con anticipación la llegada de cada ciclo, en caso que la abolición del decreto tome más tiempo de lo deseado, o no podamos partir con prontitud.

-¡Aquí estoy Dyer! –Bramó Richard, entregando a Pablina en los brazos de su amigo -¡Bajo enseguida! Espere en la sala, por favor.

Luego miró largamente a James a los ojos y éste sostuvo la mirada, sonriendo con confianza.

-Nos volveremos a ver en mi país, o en éste si el decreto se suprime pronto –habló como si se tratara de un hecho concreto y alivió en parte la inquietud de los padres.

-¿Señor Potter? –Urgió Dyer desde la sala.

-Gracias por todo, amigo –balbuceó Richard y le abrazó como a un hermano –Nos reuniremos en Irlanda.

El abrazo de los dos amigos conmovió aún más a Adelle, que tocó con timidez el hombro de James; éste la abrazó a ella también y Pablina, que se encontraba al medio entre sus padres y su amigo, sintió una maravillosa embriaguez, segura de estar en el mejor lugar del mundo.

-¿Señor Potter... ?

-Adiós... –gorjeó Pablina, con una triste sonrisa.

-Debo irme –dijo entonces el irlandés. Abrió la ventana y cuidó que nada se interpusiera entre ellos y su escoba, que había dejado cerca de la lechuzería. Después, echó una última ojeada al matrimonio y saltó al primer piso, desapareciendo junto a Pablina. Para Richard y para Adelle, toda esperanza se fugó junto a ellos. De la sala volvió a escucharse la voz de Dyer:

-¿Señor Potter?

-¡Ya va! –Gruñó Richard y bajó rápidamente las escaleras –¡Ya va!

En el sillón principal de la sala, donde habían recostado a Pablina la noche del incidente, se encontraba ahora Charles Dyer, representante del ministerio, y de pie en el umbral de la puerta de entrada esperaban como carroñeros de esperanza, los dos Dementores.

-¿Por qué razón tarjo a dos de esos sujetos a mi casa? –Preguntó Richard en un frío tono de voz, poco habitual en su modo de tratar a desconocidos. Charles Dyer no contestó, sino que desafío la frialdad de Richard con su propio silencio.

El representante del ministerio no era alguien fácil de impresionar; cercano ya a los 50 años, trabajaba en el ministerio desde hacía tiempo y era un sujeto impasible y preciso en el cumplimiento de la ley. Había sido enviado para recoger a una licogineca de la casa de los Potter y sacrificarla por posible vinculación con Aquel que no debe ser Nombrado. Le fue otorgada la compañía de dos Guardias de Azkaban, previendo la reacción de los Potter, en caso de que éstos opusieran resistencia a la captura. Personalmente simpatizaba con los padres de la criatura, pero entendía perfectamente el peligro que un licántropo o una licogineca representan en una sociedad de magos y la muggle. Por fin, y casi por cortesía, dijo a Richard:

-Estos guardias están aquí para ayudarme a cumplir con mi misión.

-¿Y cuál es? –replicó Richard, con más frialdad que antes.

-Llevarme a su hija, desde luego, obedeciendo el nuevo decreto.

Adelle ahogó un quejido y se sentó sin fuerzas en uno de los sofás. Richard estaba pálido, pero se mantenía de pie, mirando con creciente furia al impasible funcionario.

-¿Pretende usted creer que entregaremos dócilmente a nuestra hija a su sacrificio, en nombre de la ley?

Dyer se movió en su asiento, incómodo ¿Estaba siendo amenazado? Richard no parecía un sujeto peligroso, con su cabello castaño llevado muy corto y sus serenos ojos verdes mirándolo con más súplica que rabia. Sin embargo, los padres son una raza peligrosa cuando sus hijos están en peligro y la ley no significa mucho para ellos si representa un peligro para su prole.

-Señor Potter, es por el bien de todos que esta medida debe ejercerse y Ud. Lo sabe.

-¡Es ridículo! –Exclamó Richard, haciendo esfuerzos por controlarse -¡Es imposible pensar que una niña de 4 años tenga algún vínculo con Voldemort!

Charles Dyer sintió escalofríos al oír ese nombre y por un segundo perdió la compostura, pero lo disimuló bien, rehaciéndose enseguida y mirando con desconfianza hacia la joven pareja que tenía enfrente de él ¿por qué le nombraban con tanta desenvoltura? No admitiría delante de ellos que él mismo había dudado del criterio al juzgar necesario eliminar a una criatura de cuatro años, que por un fatídico accidente se había vuelto una licogineca, pero ahora, mientras hablaba con los padres, sentía que había algo más allí, oculto para el sólo ve en lo evidente.

Adelle temblaba, sin saber si el frío que llegaba hasta ella provenía de los Dementores o del temor que capturasen a James y a Pablina antes de que llegasen al puerto de Liverpool. Miraba a su esposo admirándose de la frialdad con que se desenvolvía ante el funcionario y ante los Dementores que no parecían impresionarlo en absoluto. Nadie hubiese pensado viéndolo ahora, que había sido casi un zombie después del incidente del cumpleaños y que con suerte lograban arrancarle una palabra en días.

-Es sólo una niña, no hará daño a nadie –dijo Adelle, hablando casi en son de súplica –podremos cuidarla para que no se meta en problemas durante la luna llena.

-Señora, es fácil entender su disconformidad con respecto al contenido del decreto...

-¿¡disconformidad?! –Rugió Richard, ya sin poder controlar su furia –¡van a matar a mi hija y tú hablas de "disconformidad"!

-Señor Potter, es necesario comprender que un licántropo es un elemento peligroso en la sociedad, sin tomar en cuenta la amenaza de Aquel que no debe ser nombrado. Su hija representa un peligro ahora que es licogineca para otras personas.

-Ella jamás le haría daño a nadie –susurró el padre de Pablina.

-Lo sé –respondió inmediatamente Dyer –como persona jamás lo haría, pero como licógine, es capaz de cualquier cosa.

-¿pero por qué sacrificarla? Es un lobo sólo durante los ciclos de luna llena, el resto de los días es mi hija de cuatro años.

-Son órdenes del ministerio de magia y deben cumplirse. Es preferible eliminar a los que sabemos son irremediablemente peligrosos, a dejarlos vagar por ahí a que hagan de las suyas como si no los conociésemos. Si les llegase a atacar, todos ustedes serían un peligro. Ya es difícil capturar a los criminales no–licántropos y no podemos desaprovechar la oportunidad de volver esta endeble sociedad, en un sitio más seguro.

Adelle y Richard miraban al sujeto que trataba a su hija como a un virus peligroso con asombro y desprecio. Ahora, toda esperanza reposaba en James y su huida a Irlanda, hasta que el decreto se aboliera.

-¿dónde está la niña? –preguntó Dyer

-¿Así que ahora es una niña? –ironizó Richard, haciendo tiempo –hace poco era un peligro para la sociedad.

-Sabe a lo que me refiero –dijo tajante el representante del ministerio, poniéndose de pie– tráigala por favor.

-Jamás entregaré a mi hija para que sea asesinada –exclamó Richard, dándose cuenta que su tiempo se había acabado –si quiere llevársela, búsquela usted mismo... y mantenga a los Dementores fuera de mi casa.

Perplejo, Charles Dyer dudó. Luego, sin demostrar su perturbación, caminó por la casa buscando a la criatura por el patio, el linde del bosque, el primero y finalmente el segundo piso, mientras el matrimonio permanecía en la sala tomado de la mano; al darse cuenta que Pablina no estaba por ningún lado, el funcionario se enfureció y exigió a los padres que confesaran dónde la habían escondido. Por respuesta sólo obtuvo una hermética sonrisa de sarcasmo.

Dyer, sintiéndose burlado, mandó a que los dos guardias de Azkaban apresaran al matrimonio. Richard se opuso, atribuyéndose por completo la idea de la fuga, a que su esposa fuese encarcelada con él. Charles Dyer había sido advertido de esta otra posible reacción de los padres y optó por lo más sano, es decir, arrestar sólo al hombre de la casa. Adelle quiso protestar, pero Richard la llevó al ventanal que comunicaba con el patio –un lugar apartado de los tres ya odiados sujetos –y con dulces, pero enérgicas palabras, obligó a su mujer a permanecer en casa, esperando todo el tiempo que fuese necesario en ella ya que sólo así tendrían noticias de James y podrían preparar el equipaje para cuando abolieran el estúpido decreto. Adelle lloró, desecha de perder en un mismo día a su amado y a su hija, pero obedeció a Richard y se despidió de él con un dulce beso de amor en el umbral del ventanal. No miró a los Dementores cuando éstos pasaron por su lado y fue incapaz de despedirse del funcionario cuando éste cortésmente le dijo adiós, ya que para ella, ese sujeto no era más que un monstruo que buscaba a su hija y arrestaba a su esposo bajo el único cargo de ser un padre desesperado.

Mientras tanto, James Temple y Pablina Potter huían a toda velocidad rumbo al puerto, montados hábilmente en la escoba del sujeto, que había sido capitán de Quidditch en su época de estudiante. No hablaron durante la travesía, vadeando pueblos y casas asiladas mientras la noche, que desplegaba su oscuridad lentamente sobre ellos, los protegía de miradas extrañas y delatadoras.

Continuará...