Capítulo III La huida a Irlanda
Llegaron al puerto de Liverpool diez minutos antes de que el barco zarpara y lograron abordarlo casi por casualidad, sin documentos ni pasajes. James Temple mejoró considerablemente su humor cuando el barco comenzó la travesía rumbo a su patria y acurrucó suavemente a Pablina, que se había dormido entre sus brazos, con la certeza que pronto estarían a salvo en los mágicos terrenos de Eyre.
Entró al camarote que le habían asignado y lo observó con determinación: Era un compartimento con dos angostas camas, una sobre la otra a modo de camarote, en el costado izquierdo y un pequeño velador en la derecha. Una ventanilla circular ente las camas y el velador, le mostraba el paisaje nocturno del mar en la pared enfrente a la puerta en el que aún se encontraba y una linterna de aceite que flotaba en el techo iluminaba débilmente la estancia. Aparte de eso, no había nada más en la habitación. Con un suspiro de cansancio, acostó a Pablina en la cama de abajo y él se instaló con un adormecente cansancio en la cama superior, revisando la cantidad de días que faltaba para el próximo ciclo de luna llena con calendario que Adelle le había obsequiado. Al comprobar que todo estaba en orden, se obligó a dormir un poco, renovando fuerzas para la travesía que comenzaba.
El ruido de la lluvia cayendo a cántaros despertó a James, con el presentimiento de que algo andaba mal. Salió a cubierta y descubrió con horror que una tormenta proveniente de Inglaterra se acercaba con implacable velocidad hacia el barco. Muchos magos observaban con el mismo espanto la tormenta que se acercaba apoyados en la baranda de estribor ¿Razón? No era algo climático, sino diabólico. Nadie lo comentaba en voz alta pero sabían que el origen de las altas olas, los rayos y la lluvia tenían unas mismas manos destructivas: Voldemort, Aquel que no debe ser nombrado. Faltaba muy poco para llegar al acantilado de Inishmore, Irlanda, con su imponente silueta recortada delante de ellos y las esperanzas de todos era que tocaran tierra ante que la tormenta los alcanzara a ellos.
-¿Por qué ahora? –preguntó James en voz alta a un anciano junto a él –¿por qué provoca una tormenta sobre este barco?
-Un par de traidores se ha vuelto de los nuestros y escapan de Aquel que no debe ser nombrado en este barco... y él no admite deserciones.
-¿Quiénes son? –volvió a interrogar al anciano.
-Por allá –dijo vagamente el sujeto, levantando su mano hacia babor, señalando a dos hombres de pie entre el cargamento –la idea era llevarlos a Irlanda y esconderlos allí.
-Oh, no, no ahora –apremió James, alarmándose –hundirá el barco por su culpa y nos matará a todos.
El anciano no respondió. En parte por el ensordecedor sonido de los truenos y el azote del viento y en parte porque el vivir o morir poco significaba para él. Miró como las olas golpeaban ya los casquetes del barco y tocó el hombro del joven que parecía furioso por el giro que estaba tomando su viaje.
-Sabíamos que el viaje sería peligroso antes de abordar el barco –dijo por fin el anciano –Aquel que no debe ser nombrado no deja que nadie escape de Inglaterra fácilmente; yo también soy Irlandés, pero Inglaterra es como una cárcel: es fácil entrar, pero muy difícil salir.
-No ha sido ésa mi experiencia –rezongó James –he viajado de ida y de vuelta muchas veces entre Irlanda e Inglaterra y el que no se nombra nunca atacó el barco en el que viajé.
-Has tenido suerte de no llevar a ningún traidor como compañero –prosiguió el anciano, comprendiendo la furia del muchacho –o has viajado con servidores suyos.
Se aferraban con fuerza al la baranda del borde y ambos magos buscaban cuerdas para asirse y no caer. La lluvia les hería el cuerpo como finas agujas de hielo y el viento no les dejaba moverse con facilidad.
-¡No es justo! –ladró James –este barco debe llegar a Inishmore o moriremos!
-A veces se tiene suerte –contestó impávido el anciano, cuya tranquilidad comenzaba a exasperar al muchacho –he sobrevivido ya a tres naufragios provocados por él usando el hechicho "pleihydori"
-¿llegaremos a puerto esta vez? –preguntó Temple.
-No, es tarde ya para eso.
-¿¡Y entonces?!
-Si no morimos ahogados, nos estrellaremos con el acantilado, porque el puerto aún está lejano.
-¿Y acaso a usted no le importa? –preguntó James, admirado de tanto desinterés.
-Me da igual.
-Pablina –recordó entonces James y dando la espalda al acantilado que ya no daba la bienvenida sino que esperaba amenazador al barco, cruzó el puente, descendió al camarote y recogió en vilo a la niña que despertó sobresaltada.
-¿Qué pasa? –dijo tímidamente Pablina, al ver la rigidez en el rostro de su amigo y la brusquedad de sus gestos. Pero él no contestó, como parecía ser su costumbre, sino que luego de tropezarse varias veces y ser zarandeado de un lado a otro gracias al vaivén del barco, salió con la niña a cubierta, protegiéndola de la lluvia y del viento con su capucha. James miró hacia todas partes, pero no encontró indicios del anciano ni de los dos traidores.
-¿¡Por qué no pudieron quedarse en un solo lado y morir como servidores de el que no se nombra?!
-¿Qué dices?
-Nada...
La tormenta les había alcanzado por completo y amenazaba con destruir la endeble embarcación. Todos los tripulantes del barco estaban ya en cubierta y, al igual que James, observaban con impotencia la sombra negra del acantilado de Inishmore, a la que no llegarían. Pablina nunca había estado en medio de una tormenta y le impactaba el tamaño de las olas, con su espumar negro semejantes a garras de agua y el estruendo que provocaban al chocar con el barco. Recordó a sus padres y quiso estar con ellos como nuca antes; sabía que debía separase de su familia por alguna falta que había cometido, pero no entendía qué podía ser tan grave, ni porqué James parecía tan alarmado. El resto de los magos gritaba histérico y se apretujaba cerca la entrada a los camarotes; mientras que otros saltaban al vacío que era el mar y se perdían entre las olas oscuras. Pablina sentía una horrible angustia cuando les veía saltar y se preguntaba porqué nadie les ayudaba. De pronto, un rayo de gran magnitud cayó como una espada sobre la embarcación y luego de un horrible estruendo, partió el casquete en dos. Entonces reinó el pánico.
-¡¡ABANDONEN EL BARCO!! –gritó uno de los marineros, usando un hechizo parlante, para hacerse oír entre la confusión. Pablina no perdía detalle de cuanto pasaba en el momento, a pesar de que James la abrazaba todo el tiempo y constantemente interrumpía su campo visual.
-¡Nos hundimos! –gritaba una mujer desesperada, tomando una enorme maleta verde y dirigiéndose a la baranda -¡Nos hundimos! –volvió a gritar y desapareció entre la gente que pasaba junto a ella. La niña nunca supo si había saltado o no. Entonces su amigo le dirigió la palabra:
-Pablina –empezó, con un tono tranquilo –debemos saltar del barco o nos hundiremos con él.
-....
-¿Entiendes lo que eso significa?
-Sí...
-¿Tienes miedo?
-No. Es que no sé nadar y no quiero ahogarme.
James le miró un segundo algo sorprendido y sonrió indulgente, con una bondad calmante que Pablina comenzaba a extrañar. Dijo luego con su profunda voz cargada de emoción:
-No dejaré que mueras; llegarás a salvo a la orilla.
-¿Cómo?
-Con un hechizo.
Y así, sin decirse más, James saltó con la pequeña al mar en furia y se hundió entre las olas, al igual que muchos otros magos. Bajo el agua, todo era una negra confusión: No se veía nada, no se podía respirar, el ardor quemaba ojos y boca, y el mugir marino desorientaba hasta al oído más experto. Muchos objetos –o tal vez personas –chocaron varias veces contra ellos y no podían prever el próximo impacto. Cuando salieron a superficie, el espectáculo no hizo más que empeorar: Las negras olas –que sólo podían verse bajo la luz de los relámpagos –eran del porte de edificios y del barco ya no quedaban sino trozos. El cielo estaba cubierto por nubes oscuras arrastradas por el viento entre tonos púrpuras, verdes y negros; el cielo azul prusiano, que se vislumbraba entre las nubes, destellaba de cuando en cuando, partido por rayos y relámpagos. Los cuerpos de los magos, que se esparcían por todo el lugar, parecían piezas de ajedrez moviéndose sin voluntad por entre las aguas. Los gritos de desesperación y espanto añadían el toque preciso para hacer de ese naufragio la peor de las pesadillas.
Pablina, anquilosada de pies a cabeza, se aferraba con fuerza al cuerpo de su protector y éste hacia lo imposible por mantenerse a flote. Las rocas de Inishmore estaban aún a bastante distancia y la violencia del oleaje hacía peligrosa cualquier maniobra de aproximación, pero si no intentaban algo, morirían ahogados.
-¡Pleihydori! –articuló James, tragando agua salada al abrir la boca –¡Pleihydori! –volvió a decir, esta vez con más fuerza. Un haz dorado pareció entonces de la varita que llevaba empuñada con fiereza en su mano izquierda y soltó a Pablina del abrazo. Las olas les separaron en cuestión de segundos.
-¡JAMES! –gritó Pablina al verse desprotegida y separada de su amigo. Extendió sus brazos hacia él, trató de patalear, pero el agua se cerró sobre su cabeza y todo se volvió negro otra vez. Pensando que su pecho explotaría si no respiraba, Pablina cerró los ojos y se sacudió tratando de alcanzar la superficie que tan lejana le parecía. Entonces, a través de sus ojos cerrados, notó como un resplandor dorado la rodeaba desde la cabeza y la hacía emerger. Abrió los ojos al sentir el golpe de la lluvia en su persona, la fuerza del viento y el rugido de las olas, y miró hacia todas partes: James Temple estaba a algunos metros de ella, empuñando la varita en su dirección y gritando a todo pulmón:
-¡¡PLEIHYDORI!!
Entonces comprendió que la luz dorada que la rodeaba provenía de la varita de James y que se mantenía a flote gracias a ese hechizo. Aturdida y desorientada, Pablina se largó a llorar agradeciendo que la lluvia confundiría sus lágrimas con agua. Desvió la vista de su amigo y miró el acantilado al que se acercaba con velocidad; ya no faltaba tanto para llegar a la orilla y ponerse a salvo ¿Por qué James no la seguía? Distinguió otros resplandores dorados cerca de ella –que sugerían a viva voz que James no era el único que conocía del hechizo –y trató de identificar en que consistía ése resplandor que la envolvía de los pies hasta la cintura: Tenía la consistencia de una ola, aprisionadora y envolvente, hecha totalmente de luz que simulaba una canoa pequeña. Al mismo tiempo era cálida, dando la sensación de ser un abrigo seco y limpio en el cual refugiarse a gusto, aunque no por eso dejó de llorar.
La tormenta estaba amainando, las olas volvían a la normalidad y la lluvia había cesado; no distinguía ya el resto de los magos envueltos en su propio hechizo, pero no le importó porque las rocas estaban cerca de ella y podría llegar si el hechizo le acompañaba. Fue entonces cuando el haz de luz desapareció, luego de titilar por unos instantes, dejándola sin protección en medio del mar. Volvió a sentir el agua en sus pies y el frío que había olvidado en sus extremidades volvió a morderla implacable; quiso gritar, pedir ayuda, pero antes de poder hacerse oír, su cuerpo se hundió en el agua otra vez y desapareció por completo. Bajo las olas, en medio del mar, la niña se sintió perdida y tragó enormes cantidades de agua salada que le herían cuando pasaba por su boca y nariz, antes de perder el sentido con un último y horrible estremecimiento.
James se había desprendido del abrazo porque "pleihydori" es de uso singular y sólo puede salvar a una persona. Comprendiendo que el viaje había terminado para él, James dirigió el hechizo mientras pudo a Pablina, mientras luchaba por mantenerse a flote en medio de las olas. Al fin, cuando la tormenta amainó y la lluvia cesó por completo, sus fuerzas le abandonaron y comenzó a hundirse lentamente con el haz dorado titilando inseguro en el extremo de su brazo. Ya no distinguía a su pequeña amiga, pero estaba seguro de que no había alcanzado las rocas del acantilado aún, puesto que el hechizo desaparece por sí sólo cuando ya no se tiene necesidad de él. Entonces, la idea de que ambos muriesen en ese lugar le volvió loco de desesperación y pataleó con más fuerza para mantenerse a flote, puesto que tenderse aún resultaba difícil, debido a la oscilación de la marea. Tenía que haber alguien que le ayudase en algún punto entre él y la niña: Pensó en el anciano, en los traidores y en todo el resto de la tripulación pero sólo distinguió olas oscuras ¿Es que acaso se ahogó todo el mundo? ¿Es que acaso no quedaba nadie en ese océano para ayudarle?
Nunca había sido creyente y no conocía de religión; pero ahí, entre las olas y en medio de su propia agonía, deseó con todas sus fuerzas que existiese un más allá adonde ir a parar después de muerto y en donde habite una fuerza superior que le ayudara en ese momento. Un dios o algo así. No podía ofrecer nada a cambio de esa ayuda porque había perdido su vida –lo único que le quedaba por ofrecer – y no sabía de sacrificios mágicos. Entonces recordó las palabras de sus padres y las enseñanzas de los druidas de su escuela y con sus últimas fuerzas gritó a todo pulmón entre las olas:
-¡Ogmiós, por favor! Yo soy hijo de Eyre y allá, entre las olas, se va una valiosa niña extranjera. Tiene el corazón y la bravía de uno de los nuestros ¡La dejo en tus brazos! ¡Ogmiós!
Después de esas palabras, la varita se soltó de su mano y el haz de luz desapareció por completo dejando nuevamente todo en penumbras. James Temple había dado su último suspiro. Sus ojos se cerraron cansados y su cuerpo se hundió en las aguas, para no volver a salir.
El cielo del este teñía con sus primeras pinceladas rojizas al día que empezaba a nacer y nada en el cielo daba señales de haber presenciado la noche anterior una maligna tormenta. En la orilla del acantilado de Inishmore, en la parte más alta desde donde puede verse todo el mar, justo delante de las ruinas, estaba de pie un hombre de increíble belleza. Vestía una túnica blanca, de bordes dorados y un cinturón de plata le ceñía el talle con sencillez. Tenía el cabello rubio recogido en una trenza y sus ojos eran azules como el mar en calma. El sujeto era Ogmiós, dios celta de la magia. En sus fuertes brazos llevaba dormida a Pablina Potter, tesoro que había rescatado de la furia del mar gracias a las súplicas de uno de los suyos. La niña descansaba inconsciente, con la cabeza apoyada en su regazo, sin saber que James Temple había muerto por salvarla, sin saber que había sido apadrinada por un dios celta; sin saber que no volvería a ver a sus padres y sin saber que comenzaría una nueva vida en la tierra de Irlanda en cuanto abriera los ojos...
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El decreto inglés sobre el sacrificio de licántropos sería abolido, lógicamente, a los pocos meses de haber sido dictado, producto de la enorme cantidad de súplicas, reclamos y violentas protestas hechas por la decena de padres que corrían la misma suerte de los Potter. Cada una de esas familias se las arreglaría como pudiese para proteger a sus hijos, de ellos mismos, durante el ciclo de luna llena.
Con respecto a la familia Potter: Richard, liberado ya de prisión, y Adelle se sumieron en la más honda de las depresiones al enterarse del naufragio del barco en el que su hija y su amigo viajaban; no tuvieron dudas sobre el deceso de James Temple –la lechuza de la familia encontró su varita flotando cerca de las costas de Inglaterra –ni de la muerte de su pequeña, puesto que nadie reportó a una niña de cuatro años entre los pocos sobrevivientes de la embarcación que logró llegar a tierra firme.
Nueve años después de la huida de su hija a Irlanda, Richard y Adelle concebirían un hermoso niño de cabellos negros a quien honrarían con el nombre de "James". Poco a poco su triste pasado renacería con la vida del pequeño y su ilusión de padres brillaría otra vez con él. Este segundo hijo sería el padre del famoso Harry Potter, celebrado personaje y conocido como "el niño que vivió", debido a su participación en la caída de Voldemort; "pero esto es parte de otra historia y debe ser contado en otra ocasión".
Continuará...
