Y las cosas se complican para Sirius y para James...

El sacrificio a Voldemort.

James Potter salió por una oscura chimenea, cuyo fuego estaba apunto de extinguirse, absolutamente desorientado. Todo el lugar estaba en penumbras, a pesar de encontrarse al aire libre y a pesar que era de mañana; el aire que respiraba estaba impregnado de un aroma ácido y sofocante y sus ojos ardían cuando trataba de enfocarlos. Tuvo un mal presentimiento. Salió de la chimenea y quiso incorporarse para observar mejor el lugar en ruinas en el que se encontraba –compuesto por sólo dos paredes destruidas, una que tenía la chimenea por la que había salido y otra que salía por su derecha, y nada más, sin suelo y sin techo– cuando unos dedos, fuertes como tenazas, se cerraron sobre su brazo y le obligaron a tumbarse de boca al suelo nuevamente. Potter quiso gritar por ayuda, mas una mano tapó su boca, ahogando su alarido antes de que pudiese salir de su garganta. Miró a su captor, asustado, y se sorprendió de ver a Sirius Black agazapado junto a él, con sus ojos de águila clavados en el horizonte, observando con mirada de hielo un espectáculo que le había paralizado. James no se movió en absoluto, incapaz siquiera de llevar sus ojos al sitio que observaba Black. Entonces, Sirius le soltó con suavidad y le dirigió una mirada cargada de preocupación, murmurando en forma apenas audible:

-¿Por qué estás aquí?

-Vengo a buscarte–respondió James, contagiándose de la angustia de Sirius.

-¡Silencio! –Murmuró éste y con un gesto pidió a James a que le siguiera. Sólo entonces, el joven mago notó que se encontraban en un cementerio, frío, tétrico y con muchas personas. Personas vivas. Black no hablaba y se movía como un gato por los siniestros parajes, seguido por el joven Potter, hasta que llegaron a una lápida lo suficientemente grande para ocultarlos a ambos y a no mucha distancia de la chimenea en ruinas que les llevaría de vuelta a Hogwarts.

-¿Dónde estamos? –Preguntó James.

Sirius no dijo nada, pero levantó su mano e indicó hacia el frente. James siguió su dedo y el espectáculo del que fue testigo lo paralizó de espanto. En medio de una tumba, usada ahora como altar de piedra, estaba acostado el cuerpo de un pequeño niño de unos siete u ocho años, con sus ojos azules semi–abiertos, pero vacíos y sin brillo, vestido sólo con unos pantalones blancos y anchos, pero nada que protegiera su pecho totalmente desnudo. Tenía el cabello claro y lo llevaba suelto hasta los hombros. Y rodeándolo como cuervos gigantescos había trece hechiceros, vestidos totalmente de negro, encapuchados, y con sus varitas dirigidas hacia el pequeño. Sirius comentó entonces, a tan baja voz que James tuvo que hacer esfuerzo para escucharle del todo:

-Son servidores de Voldemort; James, estamos en medio de uno de sus rituales.

-¿Por qué está todo tan oscuro? –Preguntó a su vez, haciendo bocina con su mano para no hacer ruido.

-Un poderoso hechizo cubre este lugar y no deja ver el sol. –Sirius se giró y lo miró seriamente antes de continuar: –James, perdí los polvos flu reservados para regresar a casa.

-Vamos –resolvió el mago inmediatamente –tengo suficiente en mi poder, vámonos rápido.

Pero Sirius Black no se movió. Observaba atónito a uno de los hechiceros de negro que acercaba la punta de su varita, calentada al rojo vivo, al pie del niño en el altar de sacrificio.

Cuando el fuego hizo contacto con la piel del pequeño y el olor a carne quemada inundó de golpe el lugar entero, el niño despertó de su letargo y lanzó un alarido de dolor y pánico.

-¡¡NNNOOOOO!! –Bramó Sirius, poniéndose de pie de un salto y empuñando su varita –¡¡ESTÁ VIVO!!

Los trece hechiceros encapuchados se giraron lentamente, sintiéndose seguros de tener el control, y contemplaron al joven que había gritado. Sirius estaba mortalmente pálido y observaba el altar, recién percatándose de lo que había hecho, con los ojos desorbitados. Vislumbró fugazmente a James, que se había puesto de pie a su lado y miró al mozalbete que se había hecho un ovillo y se tomaba el pie herido con ambas manos, llorando y gimiendo de dolor. Entonces, Black lanzó un aullido de rabia y decisión y se abalanzó contra los mortífagos que lentamente levantaban sus varitas hacia él.

-¡SIRIUS! –Llamó James, sacando su propia varita y apuntando hacia los trece magos, indeciso aún por un solo blanco -¡SIRIUS!

Él no escuchó los gritos de su amigo. Con un inesperado y violento salto, Sirius Black atravesó la barrera de los magos y, de pie sobre el altar, tomó entre sus brazos al niño que había perdido el conocimiento. Tan rápidamente como había llegado, Black saltó al encuentro de Potter, que había lanzado un hechizo de paralización sobre varios de los sujetos, y huyó en veloz carrera del peligro. Los trece brujos comenzaron a reír, ajenos al embrujo de James, con carcajadas que parecían lamentos de fantasmas y caminaron sin prisa, pero sin pausa, hacia los dos jóvenes que escapaban a toda velocidad rumbo a la chimenea, con el chiquillo en brazos de uno de ellos.

-¡Corre, James! –Gritó mientras abrazaba al mocoso con fuerza –¡ya casi llegamos!

Pero entonces, ambos jóvenes se quedaron de inmóviles, como sorprendidos en el aire por un rayo fulminante, incapaces de seguir avanzando. Una fuerza superior a ellos les había atrapado y lentamente giraba sus cuerpos, dejándoles de frente a sus enemigos, que tenían dirigidas sus varitas contra ellos. James Potter se sacudió, pataleó, lanzó puñetazos al aire y gritó de furia, pero fue en vano: no podía romper la fuerza que le detenía en ese lugar ni volverse a la seguridad de la chimenea; no podía escapar de ahí. Los ojos de Sirius se habían vuelto de hielo y observaban con una indescriptible mirada a los trece brujos encapuchados que se acercaban lentamente hacia ellos, riendo con sus horripilantes gemidos fantasmagóricos.

El cielo oscuro se tiñó de rojo y el frío en el cementerio se intensificó, así como el miedo en los dos alumnos, sujetos en pleno camino de su huida.

-Es el fin –dijo Sirius con voz seca.

-Cállate –le interrumpió James, no muy seguro de saber porqué.

-Es culpa mía... –volvió a decir Sirius, haciendo un esfuerzo por girar su cabeza y mirar a James, por última vez –lo siento...

-¡No, cállate! –Silenció nuevamente James, incapaz de sostener la mirada de Sirius y desesperado ante la idea de morir en esas circunstancias.

El pequeño infante volvió en sí y observó con sus cansados ojos verdes a los dos magos que perderían sus vidas por tratar de salvar la suya. Dirigió su vista hacia los trece hechiceros y, asustado, abrazó a Sirius con fuerza. Él joven no quedó ajeno al abrazo del pequeño y lamentó no poder hacer nada por salvar a la criatura y sobre todo, lamentó el sacrificio de su mejor amigo, debido la estúpida ocurrencia de pasear por sitios desconocidos. James lo había ido a buscar y él le regalaba a cambio una muerte segura.

Uno de los mortífagos se adelantó al resto y levantó su varita a una altura cercana al pecho de los dos jóvenes, a pocos metros de ambos, y gritó con voz ácida, una sola vez:

- ¡ AVADA KEDAVRA !

Un poderoso rayo de luz verde atravesó la frialdad del cementerio y se dirigió veloz hacia los dos inmóviles amigos. James cerró los ojos y lanzó un grito de impotencia, mientras Sirius apretaba los dientes y abrazaba con fuerza al pequeño que refugiaba el rostro en su pecho.

Entonces ocurrió lo extraordinario.

Remus Lupin, en pijamas y envuelto en una bata color púrpura, con su cabeza aún vendada parcialmente, cansado y sudoroso como si acabara de correr una maratón, había abierto el paraguas azul a modo de escudo, entre el rayo mortal y sus dos amigos justo cuando el hombre comenzaba a gritar el hechizo prohibido, interponiéndose valientemente entre ellos. El paraguas se hizo polvo al contacto con el hechizo y, al igual que un prisma alcanzado por luz blanca, despidió una gigantesca lluvia de colores por el lugar, salvando a James, a Sirius y al mozalbete de una muerte segura. Ninguno de los dos amigos le había visto llegar y observaban la espalda de Remus, con el paraguas desintegrándose en sus manos, sin dar crédito a sus ojos. Los trece brujos estaban de piedra y miraban anonadados el espectáculo de la lluvia de colores, sin entender lo que sucedía. Remus, aprovechando la confusión del momento, guió en carrera a sus compañeros –libres al fin del hechizo que les había dominado –hacia la chimenea mientras arrojaba en ella, a toda velocidad y de un solo manotazo, una impresionante cantidad de polvos flu.

Aunque no lo habían planeado, los tres jóvenes gritaron al unísono mientras se abalanzaban de un salto hacia el fuego apunto de desaparecer:

-¡A la enfermería de Hogwarts! –Y la oscura chimenea tragó sus figuras, sacándolos para siempre de ese lugar maldito.

El aterrizaje en el frío –pero seguro –piso de la enfermería no lo habían considerado en absoluto y los jóvenes dieron de bruces en él, golpeándose con violencia en sus rostros; excepto Sirius, quien cayó de espaldas tratando de proteger al niño que no había soltado en ningún minuto. Madam Pomfrey contemplaba la escena con la boca abierta, a medio camino de una taza de té. Cuando Sirius llamó histérico por ayuda, la mujer soltó la taza –que se hizo trizas al chocar con el escritorio de su oficina –y corrió a atender a los personajes en el piso.

Cuando observó al pequeño que el joven Black llevaba en brazos dio un grito de sorpresa y trató de separarlo del muchacho, tomándolo suavemente. El infante alzó entonces sus ojos purpúreos, y con una mirada de reproche se aferró al cuello de Sirius, para no ser separado de él. Madam Pomfrey pareció confundida y el mago a quien el niño abrazaba sólo atinó a sonreírle, mientras correspondía al abrazo del pequeño y se ponía lentamente de pie. James ayudó a Remus y éste, agotado por el esfuerzo del rescate, se dejó caer pesadamente en una de las camas de la enfermería. La mujer y el joven Potter ayudaron a Lupin con las frazadas y las almohadas, y al cabo de un rato estaba perfectamente acostado y repuesto. Sirius seguía sosteniendo al pequeño en brazos, pero se había sentado con él al borde de una de las camas, porque estaba agotado. El pequeño sonreía dulcemente y observaba con detención a los tres jóvenes que estaban con él ahora, ya que Madam Pomfrey había abandonado sorpresivamente la estancia y les había dejado solos.

-¿Quién eres, niño? –Preguntó Sirius a su protegido en brazos.

El pequeño no respondió, pero cerró sus ojos y apoyó su cabeza en el pecho de Black para descansar y dormir. Sirius suspiró resignado, miró a sus amigos y comentó:

-Necesita vendaje para sus heridas, su pie aún está delicado.

-Ninguno de nuestros remedios puede hacer algo por él –dijo una voz senil desde el umbral de la enfermería.

Los tres muchachos se voltearon y descubrieron a Dumbledore en la entrada, con un hermoso pony blanco junto a él y Madam Pomfrey a sus espaldas. El caballito se acercó al pequeño y lamió su pie herido. Sirius Black observó admirado cómo el niño abría lentamente sus ojos dorados para contemplar al animal que lamía sus heridas y una sonrisa jubilosa iluminó su pequeña faz mientras acariciaba las crines del pony, antes de montar en él de un salto.

A pesar de su corta edad, el niño era un buen jinete y se dirigió a la ventana más cercana que encontró abierta, antes de volverse a Sirius y sonreírle por última vez. El joven mago sintió una aguja de hielo en el pecho ante esa simple sonrisa, a sabiendas que no volvería a verla jamás y a sabiendas que era el adiós de aquel extraño niño, de quien se había hecho amigo. Se puso de pie, solemnemente, mientras sonreía con tristeza hacia su pequeña figura.

-Adiós –le dijo Black, levantando su mano a modo de despedida.

El niño levantó entonces su puño por sobre la cabeza y sonrió mostrando sus dientes, con una renovada actitud de confianza. Luego giró su pequeño corcel y desapareció de un salto por la ventana abierta. Black se asomó para verle partir y le sorprendió ver que no había nadie en los entornos del colegio. El pequeño jinete había desaparecido.

-No era uno de nosotros –respondió Dumbledore a la pregunta que Sirius no había formulado en voz alta –pertenece a los Otros, y debe volver con los suyos para sanar sus heridas –El anciano hizo una pausa antes de continuar: –Serán amigos por toda la eternidad, Sirius, tú y ese pequeño jinete, aunque jamás volverán a verse. No mientras vivas, por lo menos.

-Lo sé –dijo lentamente Black, con una sonrisa tranquila, mirando aún por la ventana –lo sé, señor.

-Bien hecho, muchachos –se despidió entonces el director –le diré a la profesora MacGonagall que borre su castigo, señor Black. No todos los días se rescata a un jinete de los Otros de las garras de Voldemort. Fue algo extraordinario. –El anciano sonrió enigmáticamente y salió por la puerta principal sin hacer ningún otro comentario.

Madam Pomfrey disimuló su escalofrío al escuchar el nombre de Aquel que no debe nombrarse y despidió a Dumbledore con una sonrisa. Luego, al comprobar que los tres magos se encontraban estables, partió a la cocina por otra taza de té, dejando nuevamente solos a los tres amigos en enfermería.

-¿Los Otros? –Preguntó Remus a Sirius, sin comprender las palabras del anciano.

-Es uno de los espíritus que protegen Irlanda, proviene de la raza conocida como los Tuatha de Dannan.

-Ah.... –Dijo Lupin, no muy seguro de haber comprendido las palabras de Sirius, pero cambió el tema algo desilusionado –qué lástima que el paraguas azul se haya desintegrado, no era tan buen escudo después de todo...

-No era un escudo –recordó de golpe James, poniéndose de pie de un salto –¿cómo fue que pudo bloquear un hechizo, en teoría, ineludible?

-No lo sé –reconoció Black, intrigado –y ahora nunca lo sabremos. Pero los elfos de la cocina estaban equivocados, ustedes dieron con mi paradero inmediatamente después de entrar por esa chimenea.

James asintió, mas Remus lo miró atónito antes de replicar:

-¿Inmediatamente? Hombre, me paseé por unos quince lugares antes de dar con el cementerio y de hecho, no te había visto sino cuando gritaste. En verdad, no fue tan fácil para mí. –James Potter levantó la vista cuando Remus continuó:

-¿El paraguas azul no era un escudo? ¿Para qué servía?

-¡ALTO! –Dijo entonces para detener las cavilaciones de sus amigos –¡Tú deberías estar dormido, Remus!

-¿Qué? –Preguntó Lupin.

-¡Es cierto! –Recordó Sirius, sacando la varita y apuntando nuevamente a su amigo –Peter debe estar aquí para cuando te entreguemos tu regalo.

-¿Cuál? –Ironizó Remus –¿el paraguas?

-¡KAZEIDO! –Gritaron James y Sirius al unísono, haciendo que su licántropo amigo se durmiera enseguida, otra vez. Luego se miraron un segundo mientras guardaban sus varitas, y abandonaron rápidamente la enfermería. Eran las 11:50 hrs.

-Tenemos que ir a la cocina, Sirius –ordenó James a su amigo una vez que estuvieron en el pasillo.

-¿Para qué? No creo que quieras volver a esa chimenea.

-Hay que avisarle a los elfos que todo está bien, deben estar vueltos locos por nuestro retraso.

Sirius Black sonrió recordando al elfo que había tomado su forma por protegerlo y, agradecido, se desvió del camino que lleva a la sala común de Gryffindor junto a James, para partir nuevamente rumbo a la cocina de Hogwarts.

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¡¡SOOORRPREESSAAA!! –

Gritaron tres fuertes voces en enfermería, despertando a Remus de su nada natural sueño, y rompiendo el silencio del mediodía en ese frío día de domingo. Remus se incorporó, confundido por la extraña actitud de James y de Sirius, quienes sonreían felices ante él como si no lo hubiesen visto despierto sino hasta ese entonces, y se sentó en su cama, mirándolos con un rictus de desagrado en el rostro. Peter Pettigrew estaba con ellos y sonreía feliz de verle; pero Remus seguía sin entender.

-Trajimos un regalo para ti –Dijo Peter al herido –esperamos que te guste.

Peter y Sirius sonreían expectantes a la reacción de su amigo, mientras Remus, serio y arqueando una ceja, contemplaba a James Potter acercarse a él sonriente y llevando entre sus manos a un gran e impresionante... caldero rosado.

-¿Un caldero? –Preguntó Peter de soslayo a Sirius, que estaba junto a él –¿no era acaso un paraguas?

-¿Ah, sí? –Preguntó con inocente curiosidad Sirius –¿estás seguro?

-Sííí –afirmó Peter, algo confundido –estaba seguro de que era un paraguas azul...

-Yo no recuerdo que haya sido un paraguas –mintió Sirius, sonando muy poco convincente –pero ya sabes que tengo mala memoria.

-Sí bueno, es posible que me haya equivocado –comentó Peter, intrigado –no creo que el paraguas se convirtiera en un caldero durante la noche, ¿cierto?

-Cierto –corroboró Sirius, aliviado al ver que todo había salido bien –muy cierto...

-Gracias, está muy... lindo –agradeció Remus, mirando a James sin sonreír –justo lo que necesitaba.

-¡Vamos pues, hay que usarlo! –Animó Sirius, percatándose de la frialdad en el comentario de Remus; y saltando hacia el caldero lo tomó entre sus manos, disimulando su inquietud:

–¡usémoslo!

-¡Sí! –Apoyó Peter, acercándose a Lupin –¡para celebrar que Remus haya despertado y que Sirius por fin vuelva a clases!

-¿Volver a clases? –Preguntó Remus, aún molesto por haberle obligado a dormir.

-Este sentimental no se movió de tu lado ni un segundo –informó Peter, señalando a Sirius,–ni siquiera había dejado enfermería desde que te trajeron acá.

Remus recordó entonces la conversación que Madam Pomfrey había tenido con Black la noche en que había despertado y el enojo se fundió en su pecho, como se derrite el hielo al contacto con el calor. Miró a Sirius sonriente y él le devolvió una sonrisa radiante, feliz de ver que ya no estaba molesto. Entonces Remus preguntó a James, con resignada curiosidad:

-Y bien, ¿para qué sirve este caldero?

-¿Cómo qué para qué? –Se extrañó visiblemente el muchacho –¡pues para hacerse un buen té de hierbas, claro! –Y sacando de su varita cuatro tazas, platillos y cucharas, sirvió té para todos. Té que salía de un caldero rosado común y corriente.

Remus Lupin rió divertido mientras tomaba su taza y junto a James, Peter y Sirius, comenzaron de inmediato a planear su nueva travesura, que realizarían lo más lejos posible de la chimenea de la cocina.

Fin.