Pasaron ocho meses desde que Jimothy llegó a este nuevo mundo y fue capturado. En las primeras semanas, los ponis lo torturaron, golpearon y lo hambrearon hasta que lograron romper su espíritu y convertirlo en un buen sirviente. Durante cien días trabajó en las plantaciones de palta de distintas familias de la oligarquía pony. Trabajaba doce horas todos los días y en negro, lo único que le daba algo de consuelo era la sombra de los árboles que lo protegían del sol. Después de poco más de tres meses por fin había sido ascendido y enviado a la casa de una de las familias palteras para servirles personalmente, pero luego de haber roto accidentalmente una taza de té, fue degradado y enviado a trabajar en las plantaciones de aguacate, donde pasaría cinco meses hasta una noche donde todo cambiaría.

Jimothy descansaba en un frío salón en una casona con los demás humanos que trabajaban en las plantaciones. No lograba consiliar el sueño a pesar de estar reventado, estuvo horas dando vueltas en el duro colchón hasta que por fin sus párpados empezaban a pesarle, cuado de repente, un barullo lo sobresaltón. En el salón había ventanas, pero eran muy altas para poder ver que pasaba, pero se podía escuchar claramente gritos, golpes y ruidos metálicos, incluso uno que otro disparo de los rudimentarios arcabuces pony.

—¡Jimothy, Cornelio, ayudenme a llegar arriba! —Dijo Romualdo, un petiso simpático que llevaba capturado el mismo tiempo que Jimothy. Entre los dos lo ayudaron a trepar hasta una ventana sin mayor dificultad y lo sostuvieron ahí por un tiempo.

—¿Puedes ver algo? —dijo Cornelio, gruñendo por el esfuerzo. Él era un gordo grandote y uno de los más veteranos de la plantación.

—Hay fuego en graneros y almacenes, los ponis galopan por todos lados, pero no logro ver mucho más ¿el fuego será intencional?

—Escuché disparos —comentó Jimothy— tal vez alguien escapó y encendió el fuego.

—Lo dudo —dijo Cornelio pensativo— tendríamos a la mitad del destacamento de guardias encima nuestro, ya lo he vivido. Creo que es algo de afuera.

—¿Hay saqueadores en Ecuestria?

—Nunca he oído de nada parecido. Juraría que tantos guardias son para mantener a los humanos a raya. Romualdo, ¿puedes ver algo más? Me estoy cansando.

—Está bien bájame, está demasiado oscuro de todas formas.

Pasaron los minutos y escuchaban atentos intentando entender qué pasaba afuera. Algunos trepaban de nuevo a las ventanas para intentar ver algo, sin mucho éxito. El ajetreo seguía, incluso más intenso, pero los gritos se alejaban y algunos disparos hacían eco en la oscuridad.

De repente se escucharon fuertes golpes en la casona, ruidos metálicos, gruñidos y gritos en los pasillos cercanos. Finalmente golpes secos y rasguidos sonaban al otro lado de la puerta, que terminó abriéndose de golpe, y un tipo extraño estaba parado al otro lado.

—Aquí hay otro grupo, y de los grandes— gritó por el pasillo. Vestía una capucha verde y una pechera de cuero, llevaba un arco en la espalda, un carcaj lleno de flechas y una espada colgando de su cinturón, con un martillo en una mano y un candado roto en la otra.

—Felicidades damas y caballeros, están siendo rescatados, me temo que no hay tiempo para presentaciones, así que por favor sigan a mis camaradas que los guiarán a un lugar seguro.

Los cautivos estaban en silencio, dubitativos, sin saber cómo reaccionar, mirando perplejos a este tipo que no se veía para nada como ellos, era fuerte y gallardo, con una voz que retumbaba en toda la casa y los estremecía.

—¡Rápido que no hay tiempo, corran si no quieren quedarse el resto de sus vidas en este cuchitril! —Gritó todavía más fuerte, haciendo saltar del susto a todos, pero finalmente logrando que se pongan en marcha.

Corrieron por un pasillo oscuro, al final los esperaba otros dos humanos que vestían igual, que les hicieron señas para que los sigan, guiándolos fuera de la casona, donde había varios humanos más. La luna estaba tapada por nubes, los incendios, un tanto distantes, eran la única luz apenas suficiente para poder ubicarse en la oscuridad, y las luces de las ventanas de la mansión de los ponies se veía a lo lejos, a unas cien brazadas en la cima de una colina. En fila corrieron junto a los encapuchados directo a un maizal hacia el norte. Recorrieron cientos de metros sin descanso en las sombras, hasta que finalmente salieron a un pastizal y se detuvieron a tomar un respiro.

Todos jadeaban intensamente, algunos se dejaban caer al suelo. Les tomaría unos minutos en darse cuenta de lo que estaba pasando, estaban afuera, lejos de la finca, sin cadenas ni guardias. A medida que les caía la ficha empezaron a llorar, a abrazarse, a reír y saltar.

—Entiendo como se sienten, estuve en su lugar hace tiempo —dijo saliendo del maizal, el humano que les abrió la puerta— pero todavía no estamos a salvo, tenemos que seguir camino un trecho más, hasta que estemos en la seguridad del bosque.

Tomaron un corto respiro y emprendieron la huída nuevamente, corriendo por un pastizal durante unos cinco kilómetros a la débil luz de la luna que se asomaba entre las nubes brevemente de vez en cuando. Por fin llegaron a una arboleda y se adentraron unos cien metros más hasta llegar a un pequeño claro. Los recién liberados respiraban pesadamente y sus corazones golpeaban con fuerza sus pechos, sus rostros ardían y el sudor se metía en sus ojos. Pero por fin estaban a salvo, eran libres, varios después de años cautivos, no podían apreciarlo todavía, la adrenalina todavía corría por su sangre.

—Disfruten lo que puedan, se lo merecen —dijo tras unos momentos el primero de los arqueros— esta noche no la olvidarán más. La comida que les hemos preparado no es muy glamurosa, pero les vendrá bien, y sabrá mejor de lo que parece. Partiremos en la mañana temprano antes del amanecer y contestaré sus preguntas cuando sea el momento adecuado. Nosotros vigilaremos el bosque mientras se recuperan y descansan. Los ponis le temen a la noche, aunque no siempre los detiene. Por cierto, una rápida presentación, yo soy Adriano, y estos hombres son mis cazadores.

Los arqueros sacaron provisiones escondidas entre los árboles y les acercaron cantimploras con agua y bolsas de arpillera llenas de frutas, pan, queso y galletas. Los antes esclavos se reunieron en un gran círculo y comieron y bebieron mientras hablaban como no lo hicieron nunca. Casi nadie sabía nada del otro, nunca comentaron nada de sus vidas antes de llegar a ese mundo, salvo con sus amigos más cercanos. Esa comida tan simple, esa noche era un manjar.

Durmieron profundamente, el pasto se sentía muy suave, habían comido muy bien y por fin eran libres.