A veces Jean envidiaba la capacidad que tenía ese maldito enano para tener a todo el mundo de las pelotas cuando se lo proponía. Armin era capaz de empujar una situación a un punto de no retorno, Jean era bueno con la estabilidad. Jean tomaba las riendas cuando las situaciones se les salían de las manos, pero normalmente era Armin el que terminaba usando esas pausas para resolver los problemas. Claro que el poder de Armin venía con sus propios problemas, como la necesidad de literalmente crear un teatro de su plan actual.

El comandante de la policía de Yalkell estaba sobre el escenario y metido en lo que seguramente era la peor situación (no relacionada con titanes) de su vida. Sostenía la caja con las medallas y estaba petrificado. Armin le había puesto la soga al cuello, y cualquiera que fuera la decisión del pobre hombre los beneficiaba a ellos. Si tomaba la decisión más sensata y guardaba las medallas para discutirlo en privado con los mandos del ejército daría lo mismo que si se las negaban: la gente veía que les robaban un honor debidamente ganado. Si, por el otro lado, el hombre devolvía las medallas entonces admitiría públicamente que el miembro de más alto rango en la ciudad reconocía a los héroes de Shiganshina todavía como héroes.

El pobre soldado volteó frenéticamente hacia el lado del escenario, en donde estaban sus acompañantes y carraspeó. La espera pareció interminable, con todos los ojos fijos en los dos comandantes y sin nadie que hiciera ningún sonido, sin ver la hora para que la decisión fuera tomada.

El hombre dudó una vez más antes de devolver a la caja y murmurar entredientes:

—No, son suyas.

Estaba pálido como un muerto, con justa razón. Por lo menos los embajadores eran lo suficientemente sensatos para no colocarse las medallas ahí mismo. El evento terminó como de costumbre y Jean alcanzó a ver al pobre comandante local, una vez que creyó estar fuera de la vista de todo el mundo, arrodillándose y cubriéndose la cara con las manos.

Jean sabía que el hombre no corría peligro real, pero le daba lástima aún así. Quién sabe de qué serían capaces sus jefes después de lo que acababa de hacer, aún si esta podía haber sido la decisión que tornara menos violentos a los civiles, pero si todo iba de acuerdo al plan no lo averiguarían.

Los embajadores no se relajaron hasta que no estuvieron solos al fin en la sala de reuniones de la casa de gobierno de la ciudad. Los ocho (Irina en brazos de su padre) entraron en calma, pero en cuanto Pieck cerró la puerta hubo un mudo estallido en el que Reiner tomó con fuerza a Connie y Jean de los hombros, haciéndolos tambalear. Una punzada de dolor le recorrió el costado a Jean y le dedicó una mirada asesina al grandulón, pero este solo puso los ojos en blanco.

Armin, por su parte, levantó a Annie del suelo con alegría y le plantó un casto beso en los labios. A Annie se le vio ruborizada pero contenta, y hasta Pieck se acercó para darle unas palmaditas en la espalda a Connie, con una amplia sonrisa.

Solo Mikasa quedó aparte del grupo, taciturna. Tenía la mirada gacha y los ojos vidriosos, además de la espalda encorvada y los hombros hacia el frente. Estaba pensativa, y muy probablemente eran los discursos de hace rato lo que invadía su mente. En ese momento, Jean se sintió culpable porque nunca se había molestado en estar al pendiente de ella después de esas situaciones en las que ella debía abrirse y compartir sus recuerdos más dolorosos.

Jean pensó un momento y luego carraspeó. Como esperaba, llamó la atención de Pieck con ese gesto. Cuando encontró los ojos de la pequeña mujer, apuntó con los suyos a Mikasa. Para su alegría, Pieck entendió y se acercó hacia la otra morena, a quien le acarició el brazo y le dedicó palabras de aliento:

—Lo hiciste muy bien, eres muy valiente. —Y un apretón en el antebrazo—. No hay manera de que llegáramos hasta aquí sin ti.

En eso Pieck tenía toda la razón, era Mikasa la que cargaba en sus hombros tanto la opinión positiva de la gente como las misiones peligrosas que habían llevado a cabo en Stohess. Poco a poco, Mikasa pareció más interesada en la pequeña celebración en la que participaban sus amigos y menos en las escenas de terror que habían estado recorriendo su mente. Y qué bueno, Jean compartía a penas una fracción de los recuerdos de su amiga, pero eran recuerdos por los que daría cualquier cosa para olvidar.

Quizá lo de las medallas no crearía un impacto tan grande como esperaban, pero habían dedicado mucho tiempo y esfuerzo al acto que había culminado hoy. Los dos viajes a Stohess, la herida de Jean, las tres semanas de espera para poder entregar las medallas, los cuidados bajo los que estuvieron. Por fin había terminado este plan y, con apenas el peso de una pluma menos sobre la espalda, todos se sentían de cierta forma más libres que ayer.

A continuación Armin abrió la caja y le pasó a cada quien su medalla. Jean tomó la gema en sus manos y le dio vueltas. Estaba rayada y todavía estaba sucia después de aquella primera noche aliado con el ejército de Marley. No le parecía extraño que los Jaegeristas la encontraran cerca del muelle, donde la dejó antes de escapar con sus compañeros, pero era curioso que se tomaran la molestia de ponerla con las otras y aún así no se molestaran en sacudirle un poco la tierra. Daba lo mismo, seguro tendría tiempo de hacerlo más adelante.

—¿Vamos a tener que usarlas todo el tiempo? —preguntó Connie.

—Si quieres, pero de preferencia úsenlas para las presentaciones —respondió Armin, concentrado en su propia medalla que descansaba en la palma de su mano—. Yo no tengo ganas de usarla. Lo único que me hace sentir libre aquí en Paradis es que no me crean un héroe, pero tenemos que recordarle a la gente qué hemos hecho por ellos.

Los cuatro terminaron guardándose la medalla en el bolsillo del pantalón. Ninguno se sentía dispuesto a portarla por lo pronto.

Por la noche, Pieck trajo la noticia de la desaparición del comandante de la policía de la ciudad. Aparentemente, volvió a casa temprano después de la presentación y no encontró a su familia. Su esposa y sus cuatro niños habían desaparecido. Los buscó como loco toda la tarde, pero hacía dos horas que nadie tenía noticias de él.

Fue una buena noticia para los embajadores. No había sido una forma amable de llevárselos, pero ahora estaban en el lugar seguro proporcionado por Historia. La familia estaba reunida por fin y se sabían todos a salvo. Jean no podía ni imaginar cómo habían sido esas horas para el pobre hombre, antes de haber sido abducido también por la gente de la reina.

Cuando Pieck volvió de la calle con las noticias, Armin, Jean (e Irina), Reiner y Mikasa ni siquiera la dejaron ponerse cómoda y la siguieron a su habitación para que les contara lo que había escuchado en la ciudad cuando salió de incógnito.

—La gente está furiosa —les dijo mientras se removía bien el maquillaje del ojo derecho. El cabello recogido la hacía verse como una persona completamente distinta mientras se miraba en su espejo. La pintura en la cara le daba una apariencia curiosa: el ojo derecho tenía su aspecto adormilado y ojeroso de siempre, mientras que el que seguía maquillado tenía una forma completamente distinta y se veía despierto. A Jean le parecían bonitos perezosos, como eran naturalmente, pero quizá era solo que esos los conocía más—. Por un lado están los que creen que Armin acorraló al comandante.

—No están errados —dijo Jean y Pieck levantó una ceja, molesta ante la interrupción.

—Les parece un abuso de nuestra parte, pero están furiosos porque desapareció el tipo junto con su familia tan descaradamente. Le están echando la culpa al ejército, como pensamos. —Cuando tuvo limpios ambos ojos bajó el paño a la boca y con un simple movimiento los labios rojos se convirtieron en los delgados y pálidos con los que estaban todos familiarizados—. También están los cavernícolas que lo consideran justo porque para ellos devolver las medallas fue un acto de traición. Empieza a haber riñas entre los que dicen que está en peligro su libertad de expresión y los que quieren que se castigue a los que traicionen sus ideales nacionalistas aunque sea con el pensamiento. Son una molestia.

—Pero se logró lo que queríamos, ¿no? —dijo Reiner, tendido a sus anchas en el piso—. La gente está dividida y el gobierno está a un empujón de perder el equilibrio.

—Otra vez —murmuró Mikasa, que estaba sentada con los pies en la cama de Pieck y recargando el mentón en las rodillas. Era absurdo lo tierna que se veía.

—Correcto —concedió Armin—. Lo preocupante son los jaegeristas. A ellos no hay forma de hacerlos cambiar de opinión, son fanáticos.

—Pero no son la mayoría —respondió Pieck—. Hay mucha gente que se les enfrenta.

—Con lo violentos que son uno solo me parece demasiado —suspiró Jean—. Pero supongo que siempre habrá fanáticos con los cuales lidiar, en cualquier gobierno.

Pieck terminó por despedirlos pasado un rato, alegando que estaba cansada y ya quería desvestirse para dormir.

A la mañana siguiente el suplente del comandante de la policía desayunó con ellos. Era un muchacho de unos veinte años. Detrás de sus lentes estaba esa mirada dura que Jean había visto adquirir con el tiempo a cada uno de sus amigos.

Don Herrmann había sido uno de los cadetes de Keith Shadis que se unieron a los jaegeristas antes de la última batalla de Shiganshina. Ahora era uno de los hombres de Historia. Parecía ser que un buen número de los muchachos de Shadis de esa generación lo eran.

No era esa la idea que tenía de conquistar ciudades, pero era una de las formas menos violentas de hacerlo que se había topado.

Partieron al oeste justo después, al distrito de Ande.

Era una ciudad pequeña, así que no esperaban demasiado caos.

La casa de gobierno era igual a todas las demás que habían visitando en estructura, pero la decoración era más rústica y en el jardín central, en vez de un árbol había un jardín con plantas pequeñas.

También, había un espejo en las habitaciones de huéspedes, espejo en el que Jean se miraba antes de vestirse.

Le estaba tomando un tiempo acostumbrarse a la marca irregular en su costado. Tenía tres años sin ninguna marca en su cuerpo. Todas las cicatrices de batalla que había acumulado hasta los diecinueve años desaparecieron de su cuerpo cuando se transformó en titán. La mancha con diferentes de rosa, rojo y morado definitivamente llamaba la atención, así como la forma irregular en la que había quedado la piel cuando empezó a sanar.

Palpó la herida suavemente, sintiendo la hendidura que parecía ser permanente ahí donde la bala le había robado un pedazo de carne, y se preguntó si alguna vez el tacto dejaría de sentirse extraño en ese lugar. Tan poco sensible al contacto, pero tan sensible a la temperatura. El color parecía resaltar contra su piel demasiado pálida.

Debería broncearme un poco cuando termine de sanar, luego se palpó la creciente barriga resultado de la disminución en su actividad física y de haber perdido el metabolismo de adolescente, y unas abdominales no me vendrían mal ya entrados en gastos.

Irina soltó un gritito desde la cama, donde Jean la había dejado de alistarse. Ya no chillaba como si se fuera a morir cuando no la tenía en brazos, pero ahora que balbuceaba cada vez más hacía ruido con tal de llamar la atención de la gente a su alrededor.

El hombre se colocó rápidamente la camisa para girar y atender a la pequeña.

Y era tan linda. No entendía el parecido que le encontraban con él sus amigos: tenía los ojos enormes, a diferencia de él, y abundante cabello oscuro. Incluso era sorprendente lo agradable que se había vuelto desde que podía dormir más de seis horas seguidas. Todo un ángel.

Irina gritó con emoción y soltó una risita cuando su padre se acercó a ella. Se había puesto boca abajo y, recargada sobre sus coditos, movió frenéticamente las piernas a la espera de ser levantada.

—¿Qué pasa, Irina? —preguntó Jean con voz alegre y la levantó hacia él, provocándole a la pequeña otra carcajada—, ¿que quiere mi bebé?

Era difícil no hablar como bebé cuando se dirigía a ella, considerando que era tan tierna cuando respondía a las palabras con balbuceos, pero Annie le aconsejó hablarle correctamente para que la pequeña hablara bien pronto. No estaba seguro de cuánto sabía Annie sobre bebés, considerando que ni siquiera disimulaba evitar interactuar con Irina a toda costa, pero tenía lógica y no podía esperar a que la pequeña pudiera comunicarse con palabras y no con berridos. Aunque, considerando la relación de él con sus propios padres, era difícil definir cuándo le llegaría esa etapa a su hija.

Nunca se había imaginado la lata que era criar a un bebé. O al menos no había imaginado que le iba a tocar a él enfrentarse a la crianza, siempre se pensó con hijos, pero también una esposa que se los cuidara mientras él llevaba el pan.

Como estaban las cosas había querido darse por vencido en más de una ocasión. No había forma de agradecer el apoyo que Armin, Pieck y Mikasa le habían dado para echarle un ojo a Irina de vez en cuando. Connie y Reiner se animaban a ayudarlo, pero normalmente tenía que preocuparse por que no fueran a dejar caer a la niña, o a hacer que su primera palabra fuera una grosería.

Dejó a la pequeña en la cama una vez más, dándole ahora su peine para poder terminar de arreglarse. Irina hizo un puchero cuando su papá la soltó, pero Jean no dejó de hablarle, esperando que aguantara por lo menos a que terminara de colocarse el saco y la medalla.

—Mi niña linda —le decía—. Mi niña bonita no llora, no llora porque papá está aquí, no tiene por qué llorar mi Irina.

Se ajustó la medalla al cuello y se contempló. Se veía guapo, hasta orgulloso. Le dio un escalofrío. No era nuevo para él fingir orgullo. Lo había fingido la primera vez que portó esta medalla, después de sobrevivir a la mayoría de la légion de reconocimiento y no hacer nada mientras veía a Bertholdt morir. También después de la invasión a Liberio, cuando Sasha estaba a unos metros, envuelta en mantas manchadas de sangre. O cuando Floch se hizo del poder militar y Jean tuvo que apuntar un arma a la cabeza de Onyankopoon.

Hoy le tocaría fingir orgullo otra vez. Fingir que de verdad quería el honor que le traía la medalla, pero con la sangre en las manos y el peso del mundo destruido sobre la espalda.

Irina chilló una vez más. Ahí estaba algo (alguien) de lo que podía sentirse orgulloso, por fin. Nada lo iba a hacer decir que estuvo bien acostarse con la primera pelinegra que encontró cuando Reiner y Connie lo llevaron a ese bar después de que Pieck terminara con él, pero mentiría si no dijera que había sido uno de sus mejores errores.

La presentación fue bien en Pueblo Quieto, lo que significaba que quedaban solo dos más: Trost y Shiganshina. Ciudades grandes con opiniones más divididas (y opinantes más ruidosos). Pero era todo. Dos presentaciones y volvería a su trabajo de viajar por las regiones aplastadas del mundo y tratar de apaciguar a la multitud de damnificados.