Trost se veía completamente cambiado sin las murallas. Casi no parecía el lugar en donde tantos chicos del escuadrón 104 perdieron la vida, o al refugio al que llegaron después de haber perdido a casi toda la Legión en Shiganshina. Lo único que parecía mantenerse igual luego de todos los años era la piedra gigante que antes estaba a la entrada de la ciudad, pero ahora que los edificios se habían extendido varios kilómetros al sur, la piedra quedó tan al centro como había estado antes de que Eren la moviera.
Todo parecía ser tan simple en ese entonces. Fue la primera vez que Mikasa creyó perder a Eren para siempre, pero una vez que lo recuperó, él volvió a ser el motor en sus acciones siguientes, todo se trataba de protegerlo, de mantenerlo con vida, de mantenerlo a su lado.
¿Quién era su motor ahora? ¿Qué era lo que la motivaba a seguir con vida?
Sus amigos estaban un poco inquietos después de la presentación de esa tarde. En un punto, mientras Jean hablaba, la multitud comenzó a corear "traidores, traidores". Connie perdió la compostura lo suficiente como para responder:
—¿Traidores? ¿Traidores nosotros? —gritó con fuerza, marcando las venas de su cuello y su frente—. ¡Nos llaman traidores, pero no fuimos nosotros quienes condenamos a muerte a Dot Pixis! No traicionamos nunca al ejército. Eren puso esa piedra entre ustedes y los titanes, pero no lo hubiera logrado sin la dirección de Pixis y sin el plan de Armin. ¡Por mucho que lo deseemos las cosas no son blanco y negro! No existen los villanos, y entre más pronto entendamos eso podremos dejar de matarnos unos a otros.
Ese grito le salió de la garganta y fue lo que sacó de su estupor a Armin, quien le puso una mano al hombro y lo atrajo hacia atrás.
La gente se quedó callada a la espera de lo que iba a decir ahora Jean. Definitivamente les había ganado la atención de los espectadores, pero era fácil saber que al gobierno no le gustaría que los hubieran llamado traidores o que recordaran a la gente quién se había deshecho del comandante que salvó la ciudad con su liderazgo siete años atrás.
Algunas horas más tarde, y parte del día siguiente, Armin se encontraba en otra habitación mandando telegramas a la reina.
Connie era el más preocupado, obviamente. Había sido un arranque de ira, pero metió en problemas a todos probablemente. Si tan solo hubiera mantenido la boca cerrada. Todos le aseguraron que estaba bien, que no pasaría a mayores, pero fue Annie la que lo calmó más:
—Eres un idiota, pero alguien les tenía que decir eso. Tal vez te atreviste porque solo tú podías comprender a esos estúpidos.
A Mikasa le pareció que había sido una majadería, pero se contuvo de decir nada a la rubia porque vio que a Connie no le molestó.
La mañana siguiente a la presentación, Jean había invitado a todos al caminar al bosque, aprovechando que conocía el lugar y para tratar de disminuir la melancolía de visitar su ciudad natal sin que su familia estuviera ahí para recibirlo, pero al parecer sus amigos tenían otros planes:
—Connie y Reiner dijeron que me iban a ayudar a organizar algunos libros y tengo que vigilarlos, perdona —se excusó Pieck. Luego le dedicó una mirada a Annie y alzó las cejas. Mientras tanto Reiner y Connie se miraron, sorprendidos, pero ninguno contradijo a la mujer.
—Yo… iba a comer con Armin cuando terminara con los telegramas —dijo Annie sin perder contacto visual con Pieck.
—Pieck —gruñó Jean.
—Perdón, pero salimos mañana a Shiganshina y no puedo dejar todo como está —dijo, y luego soltó una risilla inocente—. Después de todo, no mentiste cuando dijiste que Trost era la ciudad de los libros. Lleva a Mikasa, de todos modos creo que va a disfrutar más del bosque que nosotros, ya sabes cómo me pongo con los animales.
Al final quedaron solo Mikasa, Jean e Irina en los establos, ensillando un par de caballos. Mikasa hábil y silenciosamente y Jean refunfuñando como desquiciado con su beba amarrada a la espalda, cual mochila, con el arnés de Sybille.
—Es una bruja —se quejó amargamente Jean con la siempre dispuesta a escuchar Mikasa—. Los iba a invitar a comer e iba a ser un día bonito, no sé qué gana con arruinarme eso. Gracias por aceptar venir, Mikasa. Te prometo que no va a estar tan mal. Dios, no puedo creer que hasta los tontos de Connie y Reiner se dejaran engañar así. Dime, ¿qué gana Pieck con hacer eso?
Mikasa estaba en silencio, ajustando la última correa. Le dedicó un pensamiento a lo que exigía Jean, pero su mente volvió rápidamente a darle vueltas a aquello que Annie le había dicho a Pieck ayer. No sabía si sería cierto, pero tampoco estaba segura de por qué le molestaba.
Pasaron por las calles de Trost, con Jean siempre señalando los lugares que conocía y hablándole un poco sobre ellos o murmurando cuando encontraba algo cambiado.
La verdad no se parecía en nada a la ciudad que conoció siete años atrás. A Shiganshina Mikasa la había visto ser destruida y reconstruida dos veces de forma paulatina, a su alrededor, pero Trost había crecido sin su supervisión. Los edificios eran tan altos como los que habían visto en su visita a Marley. La falta de murallas daba una apariencia completamente distinta. Libre. Incluso a las casas y negocios con estructuras viejas.
Jean daba giros bruscos de vez en cuando, y Mikasa no entendió el patrón hasta que reconoció una de las calles. Ahí donde, según le había contado él mismo, Armin vio por última vez a Hannah Diamant tratando de resucitar a Franz. Jean dio otra vuelta y terminaron yendo por una ruta más larga.
—¿Qué haces? —preguntó Mikasa por fin.
—Ya te dije, tengo que ir a la panadería —dijo él como si fuera lo más obvio del mundo—. Encargué tal vez demasiados bocadillos, pero espero que te gusten lo suficiente para que te quedes con algunos.
—No, pero ¿por qué das esos rodeos?
—Yo… No sé. Siempre me muevo así cuando vengo.
Mikasa ya no le dijo nada más, pero Jean rodeó otra calle una última vez antes de llegar a la panadería.
El bosque era lindo. No muy diferente a aquel en el que ella había crecido.
Mikasa bajó primero de su caballo y recibió a Irina para que Jean pudiera bajar del suyo de un salto. Ella cuidó a la pequeña y la paseó alrededor del pequeño claro al que habían llegado mientras el hombre extendía una sábana y ponía al centro la comida que trajo.
De veras era una chiquilla linda. No era que hubiera estado con muchos bebés en toda su vida. Si a caso llegó a ver a la princesita de Historia un par de veces, pero le gustaba estar con Irina y saber que la pequeña se sentía cómoda con ella. Los ojillos, aún demasiado grandes para su cara, se volvían más curiosos cada día que pasaba. Cuando vio cómo se quedaba asombrada observando cómo las hojas de los árboles se movían suavemente con el aire se preguntó si el mundo sería suficientemente gentil con ella como para que pudiera conservar esa curiosidad.
Sin duda el mundo era tan cruel como siempre. Sin duda había demasiados problemas que arreglar y los seguiría habiendo mientras todavía quedara un ser humano vivo sobre la tierra, pero se permitió preguntarse cuánto le duraría a esa niña la curiosidad honesta e inocente, libre de miedo o siquiera de precaución. Esperó que fuera durante un tiempo largo, toda su vida de ser posible y con esa fantasía en mente sintió un dejo de envidia por esa curiosidad infantil perdida hace tantos años, antes de haber tenido oportunidad de dejar la infancia atrás.
Cuando tuvo todo preparado, después de unos minutos, Jean las llamó:
—¡Chicas! El almuerzo está listo.
El almuerzo consistía en una cantidad ridícula de galletas y pastelitos, suficientes para saciar el hambre de las siete u ocho personas que Jean había esperado en un principio. También algunas moras y, en un recipiente, una crema blanca bastante sólida y una cucharita de madera.
—¿Eso es…?
—Adelante, lo traje para ti —la invitó él—. Si esperas más probablemente se derrita.
Jean le extendió los brazos para recibir a Irina de regreso y Mikasa ni tarda ni perezosa entregó a la pequeña y luego extendió la mano y se metió a la boca una cucharada de aquel manjar. El helado se derritió entre su lengua y su paladar, dejando un sabor dulcísimo detrás. Y sin que ella quisiera o pudiera detenerlo sus ojos se llenaron de lágrimas.
—Mikasa, ¿estás bien?
Ella no respondió hasta que no se secó la cara con la mano y se comió otro bocado de helado, sonriendo de la forma más amplia que se había sentido hacerlo en bastante tiempo. La voz no se le quebró:
—Solo lo comí una vez, aquel primer día en el continente. No puedo creer que pasara tanto tiempo sin volverlo a probar, me acuerdo que estaba muy emocionada porque habían más sabores —se metió otra cucharada en la boca y se sintió sonreír de nuevo al sentir el frío y el sabor.
—Fue un buen día, la verdad. Y yo te ofrecí helado después de eso en varias ocasiones.
—No me sentía feliz como para comerlo entonces. Nunca estuvimos todos juntos después de ese día.
—¿Y ahora estás feliz?
Mikasa bajó la mirada y lagrimeó de nuevo, pero comió más helado y Jean pudo ver cómo sus ojos se iluminaron con cada bocado. Él solo sonrió para sí y bajó el rostro para mirar a su pequeña.
Mikasa comió en silencio y Jean mordisqueó una de las galletas que compró (y que probablemente iba a seguir comiendo el resto de su vida si nadie le ayudaba con ellas). El único sonido era Irina balbuceando energéticamente y Jean respondiéndole de vez en cuando. Poco después de que Mikasa dejara su recipiente vacío sobre la sábana la pequeña se puso inquieta y empezó a berrear.
—Ya, ya, peque, vamos a ver —la consoló Jean en voz baja mientras Mikasa lo observaba con atención.
Se colocó a la pequeña boca abajo en uno de los muslos y de su mochila sacó una lata pequeña, más pequeña que su mano, y luego metió la mano otra vez, revolviendo el contenido de la mochila con movimientos cada vez más bruscos.
—¿Qué pasa? —Preguntó por fin Mikasa.
—Tengo un gancho con el que perforo las latas, no lo encuentro —gruñó, molesto—. Y la bebé tiene hambre…
—¿Le vas a dar frijoles?
—No, leche de cabra evaporada —respondió Jean frunciendo el ceño.
—Toma —ofreció Mikasa, extendiéndole su cuchillo destripador.
Jean lo tomó unos segundos, pero luego miró la hoja afilada y la suave piel de su bebé y lo devolvió junto con la lata de leche.
—Yo… —comenzó, pero Mikasa perforó la tapa con un movimiento rápido, entendiendo el mensaje.
Jean vertió parte de la leche en un vaso y luego terminó de llenarlo con agua. Volteó a la pequeña y le ofreció sorbitos.
—Te ves mucho más tranquilo que cuando recién llegó. Y ella se ve cómoda contigo.
—Ya nos acostumbramos el uno al otro, parece. Siento que fui egoísta al traerla, la tengo moviéndose de un lado al otro y la mantengo de leche evaporada, pero no te imaginas cuánto la extrañé los días que estuve en reposo y ustedes me hicieron favor de cuidarla. —Jean acarició el suave cabello de la beba y sonrió para sí.
—Sí, fue egoísta. Tu madre ofreció cuidarla y no creo que le hubiera faltado nada con ella y tu prima ahí —sentenció Mikasa con simpleza y la expresión de Jean se ensombreció un poco—. Pero eso solo muestra que ya la consideras tu hija. Creo que se necesita ese egoísmo para ser padre.
—¿Ah? ¿De qué…? —Exigió Jean con la voz descompuesta, luego carraspeó—. ¿Tú no quieres tener hijos?
Mikasa se quedó en silencio, pensativa por un momento y mirando más allá de donde estaba Jean esperando la respuesta.
—Podría. Sí consideré seriamente lo que dijiste sobre recibir niños de Historia en mi granja y… no sé, no he considerado mucho mi futuro. —Bajó la mirada y se alcanzó la bufanda para acariciarla delicadamente, sintiéndose apenada de pronto—. Pero creo que sí, sería lindo. Estoy segura de que por lo menos tengo la clase de egoísmo necesaria.
—No podría verte nunca como egoísta, Mikasa, eres maravillosa. Especialmente con los niños.
Mikasa levantó los ojos hacia su amigo, que llevaba un rubor en las mejillas como el que solía verle cuando eran adolescentes y él le hacía cumplidos. A diferencia de aquellas veces, ella se sintió enrojecer también y bajó la mirada una vez más, ahora hacia las galletas que descansaban sobre la manta, y tomó una.
—¿De dónde sacaste la sábana?
—La tomé de mi habitación, no pensé que… —La mirada de Mikasa se desvió unos instantes y Jean suspiró con una sonrisa—. No tienes que empezar una conversación si no te interesa, no te preocupes. Ya no me incomoda tu silencio. ¿Querías saber por qué no paso por ciertas calles de por aquí? —Ella asintió, mirándolo fijamente—. Lo descubriste antes que yo, pero lo que evito son los sitios en donde reconocí compañeros muertos cuando nos enviaron a limpiar después de la batalla de Trost. Nunca fue mi intención quedarme en esta ciudad olvidada por dios, pero creo que es más que obvio que aunque quisiera no podría vivir aquí.
—¿Te quedarías con tus padres cuando puedas asentarte?
—No, no, para nada. Amo a mi mamá, pero no hay forma de que pueda vivir con ella siendo un adulto. La verdad tampoco he pensado mucho en el futuro, pero con Irina aquí creo que debería hacerlo un poco más. Tengo que pensar en qué lugar quiero que crezca.
—¿Tienes alguna idea?
—Paradis es el sitio más estable, por difícil de creer que sea. Supongo que sería aquí, pero todavía no sé en dónde.
—¿Qué tienen de malo otros sitios? —preguntó Mikasa con verdadera curiosidad. Armin apenas y le había contado al respecto, cuando recién llegaron y ella no tenía muchas ganas de escuchar sobre cosas que no involucraran a Eren o a sus amigos. Pero había tanto que no conocía sobre lo que los había mantenido ocupados mientras estuvieron lejos de ella todo ese tiempo.
—No hay recursos, y los que hay son una pesadilla para repartirlos. La tierra no es fértil como antes porque en muchas zonas está todo muerto y es una pesadilla obtener comida. La gente roba y mata por un pedazo de pan y mucho de ese conocimiento sobre el mundo exterior que ansiábamos tener está perdido para siempre.
—¿Ahí es donde abogan por la paz? —preguntó la mujer.
—Sí —dijo Jean con una sonricita cínica. Hizo una pausa para colocarse a la ya dormida Irina en el regazo, retirándole el vaso de leche—. Tratamos de que todo el mundo tenga acceso a comida, agua y techo e intentamos convencerlos de que no se maten entre sí. Es mucho hablar con la gente con dinero y poder que todavía queda, mucha política.
—¿Como la reina de Prusania?
Jean se atragantó con la mora negra que se había llevado a la boca segundos antes y se derramó encima la leche que su hija no bebió. Mikasa casi se sintió culpable. Una vez que el joven tosió con cuidado para no despertar a la bebé y escupió la fruta al suelo pudo decir con voz ronca:
—No hay forma de que llegaran hasta acá los rumores… no a un pueblo en las afueras de Shiganshina —carraspeó—, y no pasó nada entre la reina prusa y yo.
—¿Como cuando dices que no le hiciste nada a Pieck?
—¡No le hice nada a Pieck! —Estalló, y la pequeña durmiente se removió, así que la voz de Jean cambió de gritos a un grave gruñido—. No le hice nada y no pasó nada con esa mujer tampoco, ¿por qué te importa tanto, te dan celos o algo?
—Claro que no —respondió Mikasa rápidamente y se llevó una galleta a la boca rápidamente, sintiendo el rostro caliente.
Y no eran celos, por cierto. Había experimentado los celos antes y no era igual. Solo le intrigaba esa mujer desde que Annie la mencionó y habló sobre cómo Jean casi se quedó ahí con ella. A decir verdad le enojaba la posibilidad de que sus amigos no hubieran vuelto por completo. Los necesitaba a todos, a los tres, de vuelta, ¿qué hubiera sido de ella si los vicios de Jean lo hubieran mantenido lejos de este viaje y lejos de ella? Inaceptable, no tenía derecho, además, ¿qué sería de Irina? ¿Estaría ahora mismo disfrutando de una cantidad estúpida de galletas y de lo lindo del clima si a Jean se le hubiera ocurrido jugar a la casita con aquella mujer?
El hombre pareció vacilar y carraspeó antes de responder.
—Bueno, lo que digas —dijo él—. Pero de verdad no hubo nada de nada. Eso fue hace como dos años, antes de que estuviera con Pieck. Nos hicimos amigos, lo cual es lógico considerando lo agradable que soy y la maravillosa primera impresión que suelo dar a las personas. —Esto casi le saca una risita a Mikasa y sirvió para relajar a Jean—. Andra es un amor de persona. Es unos ocho años mayor que nosotros y está trabajando duro (supongo que todos lo estamos) para mantener bien a su gente. Hay presión para casarla, porque siempre urgen herederos y porque el poder lo tiene completamente ella, pero no creo que lo consigan por un tiempo.
»Yo entro ahí porque alguna vez dijo que mis ojos son de fuego —Jean se ruborizó un poco y Mikasa sintió una punzada de fastidio—. No es que me lo parezca a mí, pero supongo que le parecieron lindos. Sus consejeros se agarraron de ahí para extender rumores sobre nosotros y presionarla, supongo, pero ni yo estuve interesado de esa forma en ella ni ella demostró estarlo conmigo tampoco. Nunca he sido amante de ninguna reina.
Mikasa bajó la cabeza, enrojeciendo ahora porque de pronto se sentía tonta. Tenía desde que escuchó a Annie hablando con Pieck sobre eso reprochando a Jean su conducta, la posibilidad de quedarse en un país lejano y no venir a verla, ¿por qué?
—Deberías prestar más atención cuando te cuentan chismes. Estoy dispuesto a responder con honestidad lo que me preguntes sin demasiados detalles, ya sabes, un caballero no tiene memoria, pero no a que me acuses como lo hacen Annie o Pieck —reprochó Jean con calma—. Sé que yo mismo me he encargado de echar mi reputación a la basura, que tengo cola que me pisen. Lo sé, y lo único bueno que saqué de eso es ella, —apuntó a Irina con el mentón—, pero sigo siendo yo y te aprecio, y no necesito que me celes. Mi tiempo de casanova terminó cuando regresé a Paradis.
La mujer se removió, incómoda y después de unos segundos levantó la mirada a ver ese rostro largo y angular. Pasó de los finos labios, a la nariz recta y a los ojos almendrados y de color cálido. Tenían fuego, pero contenido. Eran una fogata, una noche fría debajo de una manta gruesa. Eran el calor de un abrazo, no de llamas abrasadoras.
—¿Ojos de fuego?
—¡Se le ocurrió a Andra! Nunca nadie me había dicho nada parecido y ahora así me conocen en todos los sitios a los que voy…
—Creo que voy a empezar a conocerte así también yo —respondió Mikasa, juguetona.
—¡No! Ni se te ocurra.
A su regreso a la casa de gobierno por la tarde, fue Pieck quien recibió a Jean dentro de su cuarto.
—Y… —se anunció la mujer alargando el sonido— ¿cómo les fue? Tardaron más de lo que hubiera pensado.
—Caminamos un poco —respondió Jean, desganado, luego se recostó en su cama, colocando en su pecho a su beba.
—¿Qué tienes?
—¿Por qué le dijiste sobre Andra? Es más, si le ibas a decir, ¿por qué no le dijiste que lo que hay entre ella y yo solo son rumores y te guardaste esa información? ¿Qué ganas con eso?
Pieck se mantuvo en silencio unos momentos, luego habló lentamente:
—¿Qué pasó?
Ahora fue el turno de Jean de guardar silencio. Si las cosas se hubieran dado con Pieck hubiera sido lindo. Se entendían y conocían el uno al otro increíblemente bien. No consideraba que lo hubiera dejado como algo malo a estas alturas, pero definitivamente hacían una buena pareja.
—Se puso celosa —dijo Jean por fin a través de una sonrisa que Pieck no pudo ver, pero sí escuchó—. No vuelvas a presionarla así.
Pieck soltó una risa y se acercó a la puerta.
—No sé de qué hablas.
—Como digas, bruja. Prueba las galletas que traje, por cierto. Como me arruinaste las invitaciones son demasiadas.
