La ley del talión
Capítulo 17. Atormentadores fantasmas


Gracias —fue lo primero que dijo Adriana, con voz temblorosa, después de cruzar el jardín frontal y entrar en la casa.

Era un espacioso y lujoso chalet de dos plantas, reciente pero de diseño colonial. Grandes ventanales daban al jardín trasero con piscina.

—[Pero... ¿qué-? ¿Qué hacen ustedes aquí?] —Los miró a los tres antes de detenerse en Jubal—. [¿Quién es él?] —le preguntó a Darío.

Se le debía estar bajando la adrenalina porque se estremecía ligeramente. Aunque estaba haciendo un mejor trabajo en controlarlo, Isobel la entendía bien. Había sido un tiroteo muy intenso. Darío también parecía aún un poco frenético. Admiraba a Jubal que, al menos aparentemente, sólo estaba especialmente alerta.

Darío se lo presentó, diciendo su nombre y apellido, su condición de Agente Especial del FBI. Por su forma consternada de mirarlo, Isobel supo que Adriana recordaba su nombre del relato de aquella mañana, que le habían contado que aquel hombre había estado a punto de morir dos veces a manos de Vargas.

—¿Y ahora qué? —preguntó Jubal volviéndose también hacia Darío—. ¿Podría ser que decidan marcharse?

La expresión de Darío fue muy escéptica.

—Si son quien creo, lo dudo.

—Averigüémoslo —propuso Adriana con ansiedad.

Los condujo a una habitación amueblada como un despacho. Deslizó las puertas de madera de un gran aparador, descubriendo varios monitores, que se encendieron al mover ella un ratón que tenía sobre la un escritorio. Las imágenes mostraron todos los ángulos cubiertos por las cámaras del muro y otras ubicadas en el exterior de la casa, que apuntaban hacia el jardín. Algunas también vigilaban el interior.

En la entrada, los cinco hombres se agrupaban entre los dos SUV. Uno de ellos, un tipo con unas enormes patillas y un rostro atezado, se acercó a la cámara y comenzó a hablar.

—[¡Eh! ¡Los de ahí dentro!] —llegó el gritó amortiguado de alguien desde fuera del muro. Adriana hizo un click y les llego el audio del interfono de la puerta—. [Sólo queremos a Adriana Fresneda. Si la entregáis será muy lucrativo para vosotros. Os pagaremos el triple de lo que os paga ella.]

Adriana se volvió de inmediato hacia ellos, echando mano de la pistola en su cinturilla y apuntando nerviosa a los tres. Jubal y Darío desenfundaron y apuntaron por puro reflejo.

Isobel, sin embargo, levantó las manos.

—[Baja el arma, Adriana. No vamos a entregarte] —le aseguró.

El estómago se le retorció porque una vocecilla dentro de ella apuntó: no, a ellos no...

Truenos sonaron ominosos en la lejanía.

Como demostración, Darío enfundó su arma, se acercó al escritorio y activó el micro.

—[Somos tres agentes de la ley, pendejo, y hay refuerzos en camino] —dijo a modo de respuesta.

Se produjo una pausa. Adriana se relajó un poco y bajó su arma, Jubal imitó el gesto, dejando de apuntarla pero sin quitarle ojo.

—[Es mejor ser agentes de la ley vivos que miran a otro lado que agentes muertos. Si os quitáis de en medio, os perdonaremos la vida] —replicó la voz desde al otro lado del altavoz.

Darío no se dignó ni a contestar a eso.

—[Será mejor que os marchéis antes de que lleguen nuestros refuerzos.]

—[¡No os conviene enemistaros con El Patrón, hijos de la chingada!]

—¿Ha dicho El Patrón? —preguntó Jubal en voz baja.

—Sí. Darío estaba en lo cierto. Son hombres de Juárez —contestó Isobel.

Adriana curiosamente no pareció sorprendida pero sí cada vez más asustada.

—[¡No os conviene estar aquí cuando lleguen cuatro escuadrones de la Guardia Nacional, cabrones!] —replicó Darío a los de fuera, echándole arrestos.

En la pantalla, el hombre de las patillas sacó un teléfono he hizo una llamada.

—Creo que está consultando —dijo Isobel.

Irritado, Darío miró primero la pistola de Adriana y luego la miró a ella. Algo avergonzada, Adriana hizo un gesto ostensible de guardar su pistola. Jubal enfundó la suya y los dos se acercaron a mirar las pantallas.

El de las patillas asentía, acatando órdenes.

—[Vamos, vamos. Lárguense a la rechingada] —murmuró Darío, tenso—. Fuera de aquí...

Pero cuando el tipo colgó, fue hasta el maletero del SUV beige, lo abrió y empezó a sacar y repartir más armas automáticas.

—No... no parece que se vayan, no—dijo Darío—. Creo que van a entrar.

Los cuatro se miraron alarmados. Darío sacó su móvil.

—Pediré esos refuerzos.

Los truenos se acercaban. El cielo se había puesto tan oscuro que parecía estar anocheciendo repentina y prematuramente. Adriana tuvo que encender las luces de la habitación.

Jubal se inclinó hacia Isobel.

—Voy a contactar con Maggie —le dijo con voz queda.

Ella apretó los labios contrariada pero asintió, una sola vez, con firmeza.

Mientras, Darío estaba ya hablando con la central de la GN allí en Nuevo León, informando de que se había visto envuelto en un tiroteo estando fuera de servicio y de que necesitaba apoyo inmediato.

—[No se preocupe] —intentó Isobel mientras tanto tranquilizar a Adriana, quien miraba las pantallas comprensiblemente muy agitada.

El tipo de las patillas manipulaba algo en el maletero. Un mensaje de alarma se mostró en la pantalla central: "Inhibidor de señal activado".

La llamada de Darío se quedó a mitad de la frase en la que informaba dónde se encontraban. Jubal sólo había podido llegar a mandarle a Maggie un "Estamos en problemas". El mensaje con la ubicación, no llegó a salir.

—[Nos han incomunicado] —dijo Adriana con voz ahogada.

Los cuatro echaron mano a sus armas, pero en pantalla, los hombres de Juárez no se desplegaron, sino que miraron hacia el camino.

Jubal aprovechó la pausa para pensar un momento.

—¿Hay alguna otra salida?

—Un túnel que empieza en la cocina lleva a debajo de la casita de la piscina, y luego al exterior, trescientos metros al sur —respondió Adriana en un inglés bastante bueno—. Pero ¿a dónde iríamos sin coche después de eso? Hay casi 15 millas de muy accidentado de aquí a El Pastor...

—Está bien, dejemos eso como último recurso —decidió Isobel.

—Creo que están esperando sus propios refuerzos —opinó Jubal—. Cinco contra cuatro no es un número lo suficientemente favorable.

Como para confirmar esa idea, dos vehículos entraron en el camino rural. Dos pickups. De ellos se bajaron otros siete hombres más. También armados con fusiles de asalto.

—Magnífico. Tres por cabeza. Qué considerados —bromeó Darío.

Un fuerte trueno resonó prácticamente encima de la casa, anunciando el comienzo de una lluvia torrencial mezclada con granizo. Caía con tal fuerza, que parecían estar arrojando gravilla contra las tejas y los cristales de las ventanas.

La visibilidad se volvió malísima en las imágenes. Adriana cambió algo en la configuración y los sorprendió a todos cambiando a imágenes térmicas. No en vano BaluarTec fabricaba dispositivos de seguridad.

—Uauh... Como "Depredador" —comentó Jubal.

Se apreció perfectamente que los atacantes se refugiaban en sus vehículos. Isobel suspiró aliviada y se permitió sonreírle la referencia a Jubal.

—¿Cómo estáis de munición? —dijo entonces ella comprobando su cargador.

Su muñeca se quejó y no pudo evitar una mueca, que no le pasó desaparecida a Jubal.

—Cargador y medio —informó mirándola preocupado.

—A mí me quedan tres balas —dijo Darío con vivacidad—. Mi otro cargador está en el coche. ¡Ey! No está tan mal. Una para cada uno de los que me tocan. Sólo necesito tener muy buena puntería.

Adriana no logró reprimir jadear una corta risa y Jubal se rio entre dientes. Isobel puso cara de benevolente paciencia.

—Yo estoy casi en las mismas —dijo con fatalidad.

—Creo que puedo ayudar con eso —intervino Adriana.

Les indicó un armero detrás suyo, en el rincón del despacho. Mientras Adriana lo abría, Jubal observó preocupado que Isobel acunaba su mano izquierda.

—¿Estás bien? —le preguntó en voz baja.

—Sí, no es nad- —se interrumpió al ver la mirada socarrona de Jubal y la inclinación de cabeza que le recordaba su promesa de hacía sólo un rato—. De acuerdo. Me he torcido la muñeca antes al caer.

Jubal asintió y le cogió la mano con delicadeza para examinársela. Probó algunos movimientos con cuidado.

—No parece rota. Lástima que mi kit de primeros auxilios esté en mi mochila, en el coche. Buscaremos algo con que vendarla.

—¿Qué hay de tu hombro? —interrogó ella.

—Oh, está bi- —la ceja levantada de Isobel hizo a Jubal claudicar—. No me vendría mal algo para el dolor.

Ante su sinceridad, la mirada de Isobel se suavizó con un principio de sonrisa enternecida, ejerciendo sobre él una atracción irresistible que lo dejó sin aliento. Jubal suspiró.

—Señorita Fresneda —comenzó a decir todavía contemplando embobado el rostro de Isobel.

—Por favor —replicó ella con cierta timidez—, me habéis salvado la vida. Llámame Adriana, por favor...

Volviéndose hacia ella, Jubal le hizo un gesto de reconocimiento con la cabeza.

—Está bien. Adriana. ¿No tendrías una venda?

—¿Y un analgésico? —añadió Isobel.

Los dos cruzaron sendas miradas significativas.

·~·~·

En el armero, Adriana tenía algunos cargadores extras compatibles con sus armas, balas de sobra para rellenarlos, otra pistola de repuesto y... dos -muy ilegales para un civil- fusiles FX-05.

—¿Armas automáticas en casa? ¿En serio? —dijo Darío sorprendido.

Adriana se giró hacia él.

—[Si tu hermana estuviera casada con el capo del cartel de Durango, tú también las tendrías] —replicó con irritación.

Él levantó las manos en un gesto defensivo y expresión divertida.

—[En estas circunstancias, yo no pienso quejarme.]

Sus miradas se prolongaron unos segundos de más. Darío empezó a sonreír de medio lado. Adriana se apartó con exagerada displicencia. Isobel pudo reconocer el gesto. Al parecer la señorita Fresneda era menos inmune a su amigo de lo que había parecido al principio.

—Bien, veamos. Primero tienen que entrar —intentó Isobel centrarlos a todos, ella incluida.

—Escalarán el muro o derribaran la puerta —dijo Darío.

—Ajá. Tarde o temprano entrarán. Pero una vez dentro, nuestro objetivo es llevarlos por donde queremos que vayan —expuso Isobel.

Mientras hablaban, Jubal que ya se había tomado el analgésico, le vendaba la muñeca a Isobel con manos extremadamente cuidadosas. Le estaba provocando cierta agitación y no porque le hiciera daño. Ella intentaba disimularlo pero, a juzgar por la expresión divertida de Darío, sin demasiado éxito.

El resplandor de los rayos y el retumbar de los truenos continuaba en el exterior.

Un plan empezó a cobrar forma: intentar que los atacantes entraran en la casa, de modo que ellos, mediante diversas distracciones, pudieran utilizar el túnel que iba hasta la casa de la piscina para luego llegar a la furgoneta y salir escopetados de allí. Si en el proceso, podían reducir el número de sus enemigos, mejor. Porque, seguramente, los perseguirían.

Tras terminar de vendarle la mano a Isobel, Jubal estaba admirando el brillo desafiante de los ojos de Isobel mientras lo discutían, cuando vio que ella miraba más allá de él y se le quedaba la cara blanca como el papel.

¡Han entrado!, pensó frenético y se giró desenfundando su pistola.

El aire había abandonado los pulmones de Isobel como si hubiera recibido un puño en el diafragma.

Allí, en la penumbra del pasillo, pálida y ojerosa, un relámpago había revelado a Sofía, envuelta en una vaporosa túnica. El pequeño Carlos se asomaba desde detrás, agarrado a su falda. A Isobel se le habían aparecido los dos en sueños antes, y a menudo últimamente, pero nunca los había visto despierta. Su mente perdió agarre en la realidad y empezó a caer en un vacío infinito.

No llegó a percatarse de que Jubal, con la boca abierta, bajaba el arma, atónito.

—Adriana —llamó Sofía, su voz sonó un poco ronca, pero normal, no como si llegara desde el otro lado de la muerte.

La aludida, que estaba rellenando un cargador de balas, volvió la cabeza bruscamente.

—¡Sofía! —jadeó Adriana, pero no sorprendida, sino aterrada—. [¡Te dije que os encerrarais en tu habitación!]

Sofía se acercó y a Isobel le flaquearon las rodillas. Demostrando buenos reflejos, Jubal corrió junto a ella y la sostuvo a tiempo antes de que cayera, rodeándole la cintura con el brazo y apoyándola contra él. Isobel se agarró instintivamente.

—[Ha habido tiros, Adriana] —protestó Sofía, asustada—. [No sabía qué estaba pasando...]

—[¡Razones de más para no salir!] —hubo un tinte de histeria en aquella exclamación.

Miró de reojo a Jubal y a Isobel, aprensivamente.

—Estáis vivos... —fue todo lo que logró decir Isobel, perdida en los enormes ojos oscuros de Carlos.

Vivos. Allí mismo. La posibilidad existía, por supuesto. Jubal había estado argumentando por ella todo el día, pero se percató de que la idea no había calado dentro de ella de verdad hasta entonces.

—Lo siento. Lo siento mucho —le murmuró Adriana con los ojos enrojecidos llenos de culpa.

Sus muertes ya no pesaban sobre ella e Isobel tomó aire. Fue como si no hubiera podido respirar desde hacía un año entero. Entre eso y la exultante sonrisa en el rostro de Jubal, casi le hicieron estallar el pecho. Tras un par de cálidos segundos más de los necesarios para asegurarse de que sus piernas la sostenían de nuevo, él la soltó y se apartó respetuosamente. Aunque, en realidad, ella habría preferido que no lo hiciera.

—La furgoneta —dijo entonces Darío.

Jubal lo miró sin comprender..

—¿Qué?

—La furgoneta —repitió Darío—. Por eso no volviste en la moto —se dirigió a Adriana—. Querías sacarlos de aquí.

—Juárez estaba tras la pista. Este sitio ya no era seguro. Un año. No, más de un año —se lamentó ella sacudiendo la cabeza con frustración— los he mantenido ocultos. A salvo de Juárez. A salvo de- —miró a Sofía y se interrumpió.

—Pero, ¿cómo supiste que Juárez iba a por ellos? —preguntó Jubal.

—Miguel Rojas me avisó a mí —respondió Sofía también en un inglés correcto pero con mucho acento—. Adora a Carlos. Sabía que en ausencia de Antonio, y después de haberlo obligado a matar a Félix, El Patrón iría también a por su otro hijo. Miguel no quería que le pasara nada a Carlos... Pobre Miguel —murmuró Sofía.

Jubal no pudo evitar que le resultara extraño entender ese peculiar sentimiento de conmiseración por aquel asesino, porque después de todo El Patrón había obligado a Miguel a matar mientras que por otro lado les había salvado la vida a Sofía y al niño.

—Creía que los tenía a salvo —continuó Adriana, y la mirada de Sofía se lleno de una plomiza resignación. Aquel año de confinamiento sin duda tenía que haber sido difícil para ellos—. Pero hace unos cuatro días, Ambrós llamó.

—El chófer... —recordó Jubal.

Cerrando los ojos, Adriana asintió.

—Me pidió más dinero. Se había topado con Juárez y quería salir del país. Puse en marcha de inmediato el plan para mandar a Sofía y Carlos lejos de aquí. Supongo que lograron atraparlo, después de todo...

—¿Y cuándo pensabas decírnoslo? —preguntó Darío exasperado—. ¿Cómo íbamos a sacarlos si ni sabíamos que estaban aquí?

—¡No lo sé! Pronto. Antes de que entraran los de Juárez. —Adriana sacudió la cabeza—. He sido demasiado lenta. Demasiado lenta —miró a su hermana y al pequeño con ojos llenos de lágrimas—. [Debí haberos sacado de México antes, Sofía. Ayer. Antes de ayer. No, hace meses. Pero no quería] —se arrodilló junto a Carlos y Sofía la imitó— [no volver a veros nunca más...]

Se abrazó a ellos.

—[No, Adriana] —negó Sofía—. [Yo pude haberme marchado. Pero no quise dejarte.]

Los tres sollozaron suavemente.

—No vamos a dejar que os hagan daño —declaró Isobel con una voz firme y llena de coraje—. Tenemos un plan. Sigámoslo. Os juro, y creo que hablo por los tres, que haremos todo lo que esté en nuestra mano para poneros a salvo.

—Por supuesto —confirmó Darío con tono grave.

Jubal se acercó y le acarició la cabeza a Carlos, seguramente, pensó Isobel, acordándose de sus hijos, que tal vez no volvería a ver...

—Todo va a salir bien —dijo Jubal.

Su mano pareció tener un paternal efecto tranquilizador sobre el niño, que se limpió la cara con los puños de las mangas y dejó de llorar con un tembloroso suspiro.

—Vamos. Tenemos que prepararnos —logró decir Isobel a pesar del nudo en su garganta—. No creo que nos quede mucho tiempo.

Poniéndose en pie, Adriana miró a Isobel a la cara con ojos llenos de miedo y valor a partes iguales. Y asintió.

·~·~·

Mientras Sofía y Carlos iban a vestirse con algo más adecuado y a recoger algunas cosas, terminaron de montar barricadas, colocaron por la casa los dispositivos de distracción y dejaron preparadas todas las armas en la mesa de la cocina.

Y entonces se sentaron en el despacho frente a las pantallas, a esperar. Afuera seguía lloviendo a mares, aunque había dejado de granizar.

El silencio era enervante.

—Casi estoy esperando que nos toquen "A degüello"... —murmuró Darío.

Adriana rio por lo bajo su humor negro, pero más que nada para liberar tensión.

—¿Eso que es? —preguntó Jubal.

—Un toque militar de corneta —explicó ella—. Literalmente significa "cortar la garganta" y tradicionalmente se utilizaba para ordenar atacar sin cuartel, pero es famoso sobre todo porque el ejército mexicano tocó durante todo el asedio al fuerte de El Álamo.

Carlos, abrazado a su madre, miró a los adultos con creciente inquietud. Parecía que entendía inglés demasiado bien. Sofía le frotó el brazo, mientras reprendía con la mirada a Darío y Adriana. Los dos tuvieron la decencia de parecer arrepentidos.

—Tranquilo, es sólo una broma. Estaremos a salvo antes de que te des cuenta —le aseguró Jubal al niño con una cálida sonrisa, y Carlos respiró un poco más tranquilo.

Sin embargo, Isobel se quedó realmente seria. Al cabo de unos minutos, se puso en pie y se acercó a Jubal.

—Por favor, ¿puedes venir? —le dijo discretamente— Quiero hablar contigo un momento.

Isobel salió del despacho al salón adyacente. Él la siguió, un poco preocupado. Se apartaron a un sitio donde los otros no los oyeran.

—Esto... Pinta muy mal, Jubal —comenzó Isobel.

—No digas eso. Vamos a salir de ésta. Ya verás —intentó animarla él.

—Si los de Juárez se dan cuenta de que Sofía y Carlos están aquí efectivamente no tendrán piedad con nadie.

Estaba asustada. Era comprensible. Jubal también lo estaba.

—Tenemos un plan. Y va a funcionar —afirmó él, aferrándose a su optimismo como a un salvavidas.

El miedo le atenazaba a Isobel el pecho. Era como verlo morir en sus pesadillas pero cien veces peor. Se tapó un momento la cara con una mano, y entonces lo miró directamente a los ojos.

—Lo siento... Lo siento mucho. Lo último que quería era que te pasara algo. O a nadie. Y ahora...

No pudo terminar la frase pero las palabras quedaron en el aire: Seguramente moriremos todos.

La sensación de fatalidad casi aplastó a Jubal. Ni siquiera había podido hablar antes con Abby y Tyler... Y a pesar de todo, que Isobel al fin estuviera superando sus murallas para desahogarse con él, de algún modo, le restó peso.

Mientras tanto, ella bajó la cabeza, sintiéndose más atormentada que nunca.

—No deberías estar aquí. ¿Por qué viniste? —se lamentó Isobel—. No merezco lo que has hecho por mí, que arriesgues la vida por mí...

—¿Qué? —Aquello cogió a Jubal totalmente por sorpresa—. ¿Cómo que no lo mereces? ¿Por qué dices eso?

Conteniendo lo mejor que pudo las lágrimas, Isobel alzó los ojos. Dudó una vez más si plantearle aquella cuestión, pero no podía seguir guardándoselo más. No después de lo que había acordado con él aquella misma tarde. No con el enemigo literalmente a las puertas.

—Jubal, mis errores fueron la causa de la muerte de Rina. Y ahora vas a morir tú también. No deberías ayudarme, no deberías confiar en mí. Deberías... odiarme —declaró llanamente y a bocajarro.

La consternación de Jubal por Isobel se multiplicó exponencialmente. Le parecía inexplicable que fuera tan despiadada consigo misma. Y, sin embargo, su Rina interior lo empujó a considerarlo. No la odiaba, por supuesto, pero debería estar... ¿enfadado con ella?

Meses atrás, tuvo que reconocer que durante un tiempo, sí, lo estuvo. Pero sólo porque se sentía desolado y tenía que dirigir su ira hacia alguien.

Entonces Jess murió, Maggie estuvo a punto, y un desequilibrado intentó matar a Isobel en su propia casa. Todo cambió. En aquel entonces Jubal se dio cuenta de lo injusto que estaba siendo, de lo estúpido que era tratar así a las personas que le importaban tanto, y volvió a volcarse en cuidar de su equipo, de sus hijos. Y también de Isobel. Lo que ella le permitió, claro, que no fue mucho. Sólo cosas tontas, como organizarle una fiesta de cumpleaños...

—No —dijo negando despacio con la cabeza—. No digas eso.

—¿Por qué? Es la verdad —insistió Isobel apretándose un puño contra el pecho, más consciente que nunca de aquel puñal que llevaba clavado dentro.

—Isobel —dijo Jubal suavemente—, tú no eres más responsable que yo de la muerte de Rina. Si yo me hubiera colocado la bufanda de otro modo, ella estaría viva. —Todavía le hacia daño reconocer eso—. Si la bala hubiera impactado una pulgada más a la derecha, también. Éramos piezas en una cascada de dominó. Tú sólo fuiste una pieza más-

—¡Deja de quitarle importancia, maldita sea! —lo cortó Isobel, exclamando exasperada pero sin alzar la voz. No le estaba dando otra alternativa que decirlo totalmente a las claras—. ¡Rina era la mujer a la que amabas y está muerta por mi culpa!

Oh-, creyó comprender Jubal. Así que era eso todo el tiempo... Todo ese afecto que había percibido por parte de Isobel se trataba sólo de... culpa. El corazón de Jubal cayó en picado, haciéndole consciente de repente de lo mucho que lo habían elevado sus insensatas esperanzas. La caída fue brutal. El impacto lo había dejado sin habla. Incluso Rina se quedó inusitadamente silenciosa.

Jubal tragó saliva e hizo a un lado todo aquel dolor para intentar aliviar el de Isobel, que no era menos profundo, pero no pudo dejar de sentir una tristeza abrumadora.

Iba a cogerla por los hombros, pero se retuvo. No se sintió con derecho a tocarla. En vez de eso, la miró a los ojos.

—No. Eso no es cierto —afirmó con determinación—. Vargas fue el culpable de la muerte de Rina. Porque fue él el que tomó la decisión. Nadie más lo hizo. Sólo él.

La sensación de vértigo de Isobel fue indescriptible. Como si algo la hubiera lanzado por los aires. No se había dado cuenta hasta ese mismo momento de lo mucho que había necesitado que Jubal le dijera eso. Pero el alivio no tardó en tornarse en desesperación.

—No- No quiero que mueras tú también. No deberías estar aquí- —repitió.

—Tal vez —la interrumpió Jubal—. Pero no me arrepiento. Mientras tú estuvieras aquí, yo no querría estar en ningún otro lugar más que aquí... contigo —le aseguró con una resignada convicción y una ansiosa calidez en los ojos que dejó a Isobel completamente desarmada.

No pudo hacer nada por contenerse. De repente, le cogió a Jubal la cara con las manos y lo besó impetuosamente en los labios. Los de él respondieron de inmediato ante la súbita, tan secretamente anhelada sensación, pero el resto de su cuerpo no logró reaccionar antes de que ella lo soltara y se apartara bruscamente.

—Lo- lo siento. Lo siento. Yo no... —balbuceó Isobel mirándolo con los ojos muy abiertos, sin poder creer lo que acababa de hacer.

—¿Qué? ¿Que lo sientes...? —preguntó Jubal desconcertado y sin aliento. Ella seguía retrocediendo, profundamente abochornada. A Jubal lo desgarró cada centímetro—. Ven aquí —jadeó.

Y dio una zancada hacia Isobel a la vez que la agarraba por la cintura y la atraía hacia él. Capturó su boca con una ansia irrefrenable. Isobel se quedó estupefacta. Sólo durante un instante. Y entonces devolvió el beso y el abrazo, aferrándose a su cuello, entrelazando los dedos en su pelo y pegándose a él como si le fuera la vida en ello. Jubal la estrechó con fuerza contra él.

Al principio, había más miedo a soltar al otro -a perderlo- que deseo en aquel abrazo desesperado, pero no tardó en empezar a prenderse algo abrasador entre los dos. Isobel lo invitó y Jubal profundizó el beso sin dudarlo ni un momento.

Darío se asomó por el hueco de la puerta del despacho.

—¿¡En serio!? ¿¡Ahora!? —exclamó, claramente molesto.

Isobel y Jubal se separaron con un respingo. Detrás de Darío se acercó Adriana con una expresión intrigada.

—No, no. Si lo pillo —dijo Darío con ironía—. Yo estaría encantado de hacérmelo con Isobel. O contigo ya que estamos —añadió mirando a Adriana con descaro. Ella le frunció el ceño, aunque se ruborizó, no obstante—. Pero no lo encuentro del todo el momento más adecuado, ¿me explico? —protestó entonces, bastante exasperado.

Terriblemente tensos, Jubal e Isobel no contestaron. Estaban muy ocupados en intentar no mirarse y en procesar lo que acababa de pasar.

Sin previo aviso, las luces se apagaron, dejándolos en la penumbra provocada por la tormenta.

—Han cortado la electricidad —dijo Adriana.

—Sí, aún no ha dejado completamente de llover, pero se preparan para entrar —declaró Isobel, a quien le pareció muy inquietante que el cartel de Juárez copiara los procedimientos del FBI.

Los cuatro se apresuraron a regresar al despacho.

—Pero las cámaras... —observó Jubal viendo que las imágenes seguían apareciendo en pantalla.

—Tengo un SAI y un generador de emergencia para los sistemas esenciales —explicó driana.

—¿En serio? Chido... —aprobó Darío.

Isobel suspiró aliviada. Sin las cámaras su plan habría sido bastante más difícil de ejecutar.

—Y además, ellos no lo saben —apuntó con entusiasmo—. Eso nos da una gran venta-

Una fuerte explosión la interrumpió a mitad de palabra.

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