Narwavilwa, náro yende[1]
- No lo entiendo, Earsoron. Todas las noches el mismo sueño.- dijo una muchacha, apareciendo en el umbral. Se apartó un mechón de cabellos rojos como el fuego y se sentó al lado de su primo - ¿Qué crees que significa?
- ¿Cuál es ese sueño que te atormenta, melda?[2] - los ojos oscuros del hombre se posaron sobre ella que, con un suspiro, empezó a relatar.
- Estoy en mi habitación, y junto a la ventana hay una cuna. Una mujer alta, vestida de negro, con el cabello largo y oscuro, me llama. Aunque no le veo la cara, sé que es mi madre, es ella. Tengo que abrazarla, tengo que llegar hasta la cama porque ella no se encuentra bien, pero no puedo andar. ¡No sé andar, Earsoron! Me coge en brazos, y yo oigo como, a lo lejos, suenan los cuernos de la ciudad. Suenan y suenan. y tu llegas y me tomas en brazos, y frente a nosotros pasa una comitiva funeraria. ¡Por Eru! Se llevan a mamá. y yo casi no la conozco. No pueden enterrarla, aún no. Grito, y lloro, y quiero hablar pero no me salen las palabras. Algo reluce en tu mano, y me ciega, y cuando cierro los ojos oigo como ella dice mi nombre, me llama. Los abro para ir con ella y estamos en su tumba, y tu coges una estrella del cielo y se la pones en la frente, y yo la llamo, y solo puedo gritar "Amme."[3] y luego se cierra todo, y. me despierto. - la chica había cerrado los ojos y, entonces, los abrió de golpe. Earsoron pudo ver que estaban anegados en lágrimas - Y siempre, siempre igual. cada noche lo mismo.
- Nar. Mi querida Narwavilwa, creo que ha llegado el momento de que te diga lo que tu madre me encomendó decirte antes de morir.
- ¿Si?
- Si. - suspiró él - Pero antes, debes pensar bien si quieres saberlo. Esas palabras contienen secretos que hoy solo yo sé, secretos que pueden desmoronar el reino entero. Piénsalo, Nar, y esta noche me dices lo que deseas. Ahora, si me permites.
Aquél hombre se levantó, los ojos velados por la tristeza. Mientras cerraba la puerta tras de sí, Nar le oyó suspirar. Ella, sin embargo, siguió de pie en el cuadro de mortecina luz de luna que entraba por el ventanal. En su mente aún vibraban los ecos del sueño, no podría volver a dormirse. Se dirigió a su habitación y se vistió aprisa. Echándose la capa al hombro corrió hacia las almenas, agradeciendo el frío de la madrugada en su rostro.
Poco a poco, Anar se acercaba al horizonte, dejando entrever ya un pequeño fulgor, mientras que Isil seguía su camino por el cielo, deslizándose de cada vez más abajo, hasta los confines del mundo. Las estrellas titilaron por última vez.
* * *
Tres hombres estaban de pie en un jardín, contemplando a la joven de cabellos fogosos que se recortaba contra el cielo de cada vez más claro. Por unos momentos, les pareció ver como ella elevaba los ojos al cielo, secándose una lágrima. Earsoron era uno de ellos, y el único que estaba seguro de qué estaba buscando Nar en esa mañana sin nubes. Algo que, sin duda, no encontraría sola.
- Es hermosa, ¿verdad? - dijo el más viejo de los allí reunidos, que debía sobrepasar en una decena de años a Earsoron. - Una verdadera hija de Elenna.
- Su madre también lo era, Úrimion, no hay que olvidarlo. - murmuró Earsoron tristemente - Una mujer noble y hermosa.
- En verdad así era. Vornen siempre destacó pero. - el viejo frunció el ceño - Siempre pareció demasiado triste.
- Yo he oído decir que murió de amor. - terció el más joven, de ojos glaucos y cabellos claros - Y también que era hechicera.
- No des crédito a todo lo que llegue a tus oídos, Verieldur, la mitad serán falacias y la otra mitad mentira. - rió Úrimion y, frente al silencio de su interlocutor, añadió - Perdónale, mi hijo aún es un crío en algunos aspectos.
- No pasa nada, yo también he oído decir estas cosas de la hermana de mi padre. Pero no es de ella de quien hemos venido a hablar, ¿verdad? - forzó una sonrisa, pero el recuerdo de Vornen no quería salir de su cabeza - Mi prima también tiene esa tristeza en el alma, y tu serás quien tendrá que curársela, Verie. La dejaré en tus manos, pero tienes que prometerme que cuidarás de ella y los hijos que te dé.
Fue entonces cuando Narwavilwa echó a correr para ir a saludar a una mujer alta y de cabellos negros como el ébano, al mismo tiempo que el Rey Meneldil llamaba a Earsoron para hablar de matrimonio y tumbas.
* * *
Tras la cena, la joven se acercó a su primo y tutor, que hablaba con su hijo, Arthoron. Tras enviar al niño a la cama y besar a su esposa, contempló a Narwavilwa. Llevaba un vestido gris oscuro, bordado en plata, y su cabellera caía en suaves ondas. Le relucían los ojos, y su primo casi podía oír como le latía el corazón en el pecho. Ambos asintieron en silencio.
Earsoron le mandó ponerse una capa, y la llevó por las oscuras calles de la ciudad. Anduvieron hasta llegar a Rath Dínen lugar en dónde Earsoron se giró hacia ella y le espetó:
- Ahora es el último momento en que puedes echarte atrás, Nar.
- No. Ni ahora ni más tarde cambiaré de opinión. - respondió ella - Pero dime. ¿vamos a ver a mi madre?
- No. Vamos a ver a tus padres. - la miró y, aún en la oscuridad que les envolvía, pudo ver como sus ojos grises se abrían desmesuradamente y su boca intentaba balbucir algo sin conseguirlo - Ahora ya no puedes desandar el camino hasta casa.
Sacó una llave de un bolsillo y abrió la pesada puerta. Empujando a la azorada muchacha frente a él, se internó en el cementerio hasta llegar a las tumbas reales. Abrió la puerta y entró en la alta sala. Un olor húmedo y rancio les golpeó los sentidos, el olor de la muerte vieja, de los huesos y su reposo. Cuando sus ojos se acostumbraron a la profunda oscuridad del interior, Nar pudo ver los tres cuerpos que ahí descansaban, cubiertos por grandes sudarios: dos blancos, uno negro.
Se acercaron a la figura más oculta, la del sudario oscuro, y el hombre retiró la tela de sobre la cabeza del cadáver. Un resplandor les cegó momentáneamente, y Narwavilwa exclamó:
- ¡La estrella que descansa sobre su frente! Tu se la ponías, en mi sueño, tras arrancarla de la cúpula de Varda.
- Yo mismo se la ceñí el día que la enterramos, Nar. - esbozó una sonrisa sesgada, que la oscuridad ocultó de los ojos de la muchacha - Pero sin embargo no la tomé del cielo nocturno. Fue un presente que tu padre le dio al mío antes de morir, y el mío a mi cuando expiró, un presente para tu madre, para que le recordara y para que tu pudieras gozar del nombre que te corresponde. Tu linaje, Nar, no es el de los Luinecollo.
- ¿Entonces? ¿Cuál es mi estirpe, primo? - murmuró ella, temblando.
- Eso tendrás que decírmelo tu cuando analices las últimas palabras de Vornen. Dijo así: - Earsoron calló unos momentos y, cuando volvió a hablar, en su mente resonaba la voz de su tía, quebradiza y frágil, en sus últimos momentos de vida - "Earsoron, onóro yondo, á kwettuva Narwavilwan sa viluvarye tenna Arieno yondo ná ataltaina, sa i erya ná i táro, i fíre imbe Sauroniva mát, nosse."[4]
- El hijo de Arien. Aquél que murió entre las manos de Sauron. el linaje del alto. - su voz se iba quebrando a medida que las palabras acudían a sus labios y, de pronto, se echó a llorar - Ear. Dime que me equivoco, dime que el hijo de Arien, de Anar, no es Anárion, aquél que encontró su fin bajo el mortal golpe del Enemigo Oscuro, hijo de Elendil el Alto, y hermano de Isildur, aquél que derrotó al mal. Dime que me equivoco.
- No, pequeña. - posó una mano en su hombro - No te equivocas. ¿Entiendes ahora todos los males que puede causar esto a Minas Anor?
- ¡Soy la hermana del Rey! Soy hija del mismo padre que Meneldil. - sollozó - ¡Eru, aika Ilúvatar! Man ná Elendil nostarinyo atar ar umanye sanya aranel? Man terhatie feanya sina muilenen, amil? [5]
- Calma, Narwavilwa, cálmate. - Earsoron la abrazó, y ella siguió sollozando quedamente. - Toma la estrella, pues te pertenece, y vámonos.
La desconsolada muchacha se acercó a donde yacía el cuerpo de su madre y tomó la estrella que llevaba ceñida la calavera. Luego, antes de que Earsoron pudiera decirle nada, besó la frente de hueso y la cubrió. El hombre se estremeció al verla acercarse al esqueleto de Elendil el Alto y besar la pálida calavera, y un extraño frío se apoderó de él cuando hizo lo mismo con Anárion. Aún abrumado por el helor que le había tomado los miembros, pudo oír la voz de Narwavilwa, gélida.
- Námarie.[6]
Más tarde, se juraría que había oído los susurros de los muertos y había sentido como las almas y los huesos de los difuntos temblaban en el más allá.
* * *
Habían pasado ya muchos días, semanas, desde que visitaran la cripta. Era una mañana gris, llovía y los gritos resonaban por toda la casa. Arthoron estaba sentado tras Loteriel, su madre y esposa de Earsoron, que rezaba para que todo acabase bien. Nar y su primo discutían en el salón, ambos con el rostro enrojecido por la ira. En ese momento, el hombre se había adelantado hasta ella, tomándola por el brazo y provocando una violenta reacción en la muchacha. Su voz resentida retumbó en la habitación.
- ¡Suéltame! ¡Quítame esa mano de encima, traidor! - sus ojos quemaban como tizones encendidos - Has osado prometerme a ese. a ese pobre muchacho, sin pedirme ni tan solo una opinión, Earsoron. ¿y soy yo quién debe entrar en razón? Tengo solo quince años, sí, pero eso no quita que yo también piense. ¡y sienta! - Entonces dime, jovencita: ¿preferirías estar prometida a Meneldil, como él me pidió? ¿Lo preferirías?
- ¡Pues quizá sí! ¡Quizá sí!
- ¡Maldita seas, Narwavilwa, hija de la hermana de mi padre! ¡Comparable a la de un haradrim es tu mezquindad!
Por un momento se hizo un tenso silencio. Arthoron cerró los ojos y Loteriel elevó una plegaria silenciosa a los Cantores. Nar permaneció de pie, erguida como una reina, dos hogueras quemando en sus pupilas. Mientras Earsoron se llevaba las manos a la boca y abría desmesuradamente los ojos, la muchacha se dirigió a su habitación parsimoniosamente. Justo antes de entrar, se giró y, con voz glacial, dijo:
- Que así sea.
* * *
La noche la amparaba, y la temeridad de su conducta la protegía: cualquiera que la hubiese visto habría creído que era una visión provocada por demasiado sueño en una mente cansada. En efecto, así lo creyeron los guardias de todas y cada una de las puertas de la ciudad y todos aquellos que la vieron alejarse al galope sobre el corcel gris. Aún así, pese a la sangre fría, le dolía ese exilio que se había impuesto. En su cabeza aún resonaban las palabras de Loteriel, que había sido como una madre para ella:
- Lelya senda, melda yendenya, lelya senda ar me enyalanye.[7]
* * *
- ¡Nar!
La voz, y después el llanto, de Earsoron, se oyeron hasta en palacio. Con desespero la buscó por toda la ciudad y, por la noche, se derrumbó frente a la lumbre, sollozando. ¡Había prometido a Vornen que cuidaría de la niña! Y solo había conseguido que huyera. A la mañana siguiente, y con ayuda del Rey Meneldil, Úrimion, Verieldur y muchos otros hombres nobles que la habían pretendido por esposa, o simplemente admirado o conocido, se mandaron mensajeros a todos los pueblos, ciudades y aldeas del Reino. Muchos volvieron sin noticias de la muchacha, y otros, muy pocos, dijeron que se la había visto en Osgilliath, pero que había partido hacia el sur y nadie había sido capaz de encontrarla.
Jamás volverían a verla. Narwavilwa no iba a volver.
* * *
Cabalgaba. Hacía días que eso era lo único que hacía. Cabalgar y cabalgar, sin descanso ni para ella ni para el caballo. Desde que abandonaran Ithilien no se había llevado un solo bocado a la boca, y su corcel tan solo comía los hierbajos secos que encontraban por el camino. Desde la madrugada del día anterior que no probaban el agua. Pero ya no le importaba.
Quizá por eso, en un llano, el caballo se desplomó, y ella rodó por los suelos. Agotada y con el alma acongojada, no intentó ni erguirse. Esperó pacientemente la muerte, mientras el manto oscuro de la inconsciencia la envolvía suavemente. A pocos metros de ella, su montura agonizaba.
Y, algo más lejos, un hombre a caballo se acercaba, rumbo a Umbar.
* * *
- Soo. - tirando de las riendas, el hombre se apeó del caballo y se acercó al animal que yacía en el camino. Posó la mano en el cadáver y se dirigió a su montura - ¿Ves, Surocco? Por aquí ha pasado alguien que no sabía como cuidar su corcel. O alguien que tenía mucha prisa, pues aún está caliente el cuerpo y no veo a nadie. ¿Qué hay ahí, Surocco? - preguntó al animal al oírlo relinchar y olisquear bajo unos arbustos. Se dirigió hacía allí y se inclinó para ver mejor aquello que había bajo las ramas secas - ¡Oh! ¡Por la bendita Elenna! Aquí está el propietario del malhadado animal.
En ese momento, Nar gimió y abrió los ojos. Intentó levantarse y huir, pero se desplomó de nuevo, sin sentido otra vez. El hombre la alzó en vilo, sin dejar de contemplarla pues, aunque malherida y demacrada, seguía siendo muy hermosa. Montó a caballo, con ella ante él, y se la llevó a Umbar, a su casa.
* * *
Todo estaba oscuro cuando despertó. A su lado, oía una respiración acompasada y profunda, y olía a un candil recién consumido. Le dolía la cabeza y las costillas, y notaba que tenía un brazo entablillado. Tenía una sed atroz y necesitaba saber dónde se encontraba. Intentó moverse, pero el dolor la tomó por sorpresa y un grito se escapó de entre sus labios. En un momento, la respiración que la acompañaba cambió de ritmo, y alguien se movió en la oscuridad. Pudo oír unos pasos y una voz de hombre:
- ¿Muchacha? ¿Has despertado? - había un dejo de preocupación en esa voz profunda.
- No lo sé. - respondió Nar, casi sin aliento - ¿Porqué me duele todo tanto?
- Reventaste tu corcel y se desplomó en el camino, tirándote al suelo, supongo. - le respondió aquél a quien aún no podía ver, que parecía estar buscando algo. Una chispa iluminó por unos momentos la habitación - Te encontré tendida en el suelo, inconsciente, y no pude dejarte morir, así que te traje a Umbar conmigo.
- ¿Y tu quién eres? - parpadeó, pues el desconocido acababa de encender de nuevo el candil.
- Míritur, Númenoreano, Corsario dirían algunos, yo prefiero llamarme Hombre de Mar. - le sonrió, y Nar pudo ver como las ásperas facciones se suavizaban y se volvían hermosas - ¿Y tu?
- No lo sé. - mintió, tras unos segundos de silencio - No recuerdo casi nada. Sé que huía de algo, o de alguien. y que me llamaban un nombre muy largo. demasiado largo.
- Intenta recordarlo, o alguno que se le parezca. no puedo llamarte siempre muchacha.
- ¡Si ya lo intento.! - dijo, fingiendo un desconsuelo tan real que hasta ella misma se lo creyó - Creo que era algo así como Na. Naru. No, Narwil. no, no. ¿cómo era? Nar. sí, eso sí, pero había más. Narwilva. no. ¡No me acuerdo, Míritur, no consigo acordarme!
- Entonces. - se retiró un mechón castaño de delante los ojos grises - Te llamaré Nar. Y ahora voy a buscarte algo para beber, debes de estar sedienta.
Esa noche hablaron largo y tendido hasta que llegó el alba, y Narwavilwa, ahora llamada solo Nar, descubrió que estaba en casa de uno de los descendientes de los Hombres del Rey, seguidores de Ar-Phârazon el Dorado. No se dejó dominar por el miedo, pero: al fin y al cabo, era un hombre, y la había salvado, y era hermoso como todo hijo de Atalante.
* * *
- Eres la mujer más hermosa de todo Arda, y eres mía.
Hacía ya más de un año que estaba en Umbar, y hoy era uno de los más felices de su vida. Se había enamorado de Míritur, pese a que él la aventajara en muchos veranos, y cuándo él le pidió si quería desposarse con él, no dudo ni un instante. Y hoy, por fin, era su esposa.
Ahora, en la noche de las nupcias, el júbilo se entremezclaba con el miedo. Tan solo tenía dieciséis años, y Míritur contaba ya los treinta. Él había conocido muchos cuerpos femeninos, ella ni tan solo había visto un hombre desnudo en su vida. Miró los ojos grises, plateados, que la contemplaban, ávidos, y sintió las manos que la apretaban contra el amado pecho. Sabía que su amor era debido en gran parte a la gratitud, y tenía miedo de ser infeliz.
Pero no. No lo sería, lo sabía. Lo que la hacía dudar de tal manera era el pánico a lo que sobrevendría en la habitación. Y se acercaban sin tregua a la puerta tras la que estaba la cama de las sábanas blancas. Él le decía palabras dulces, ardientes, palabras que le llegaban al alma, pero al mismo tiempo la mantenían reacia.
Al final, sus manos se posaron sobre el colchón mullido. Sintió como las manos de su esposo le quitaban el vestido y pronto sintió una piel caliente contra la suya. Tras besos y suaves caricias, cuando la mano del hombre iba a abrirse camino entre sus muslos, susurró:
- Tengo miedo.
Míratan soltó una carcajada comprensiva y la arrulló contra su pecho, meciéndola como a un niño.
* * *
La vida le parecía un sueño. Los días se sucedían sin prisas, cada uno más límpido que el anterior, y el verano del sur la envolvía por completo. Sus ojos parecían ser de mithril puro, tal era el brillo de su felicidad. Ya no era una niña demacrada que había llegado, medio muerta, en brazos de un desconocido, sino una joven y bella mujer casada con un hombre de porte noble y orgulloso. Todos la conocían ya en el puerto, y otros muchos la envidiaban, en un principio. Pero pasaron los meses y aquella moza de piel pálida y cautivadora sonrisa se ganó el amor de todo aquél que hablara con ella. Hasta había quien aseguraba que se trataba de una princesa perdida.
A veces, aún se acordaba de aquella infancia llena de lujos que había llevado en Minas Anor, y echaba de menos al pequeño Arthoron y a Loteriel. y a Earsoron. Pero ganaba en ella el orgullo: jamás pediría perdón.
Cuando llegó el dorado otoño y, con él, la sospecha de que una nueva vida podía estar gestándose en su vientre, Nar se sintió aún más eufórica. Y no menor fue el regocijo del afortunado padre, Míritur, que, cuando lo supieron ya con certeza, invitó a todo aquél que conocía a una fiesta de tal envergadura que se hablaría de ella durante muchos años. Y así fue pasando el tiempo, y Nar cumplió los dieciocho, y su vientre seguía creciendo, y también su esperanza en el mañana. Así fue como, una noche de principio de primavera, los dolores del parto llegaron hasta la sorprendida muchacha.
- ¿Todos los partos duelen tanto, Kal? - le preguntaba una enfurruñada jovencita a la comadrona, entre contracción y contracción. - Esto es insoportable.
- No lo creo, pequeña - reía Kal - Por lo poco que gritas no debe dolerte mucho. - Bueno, digamos que por ahora e s el peor dolor de mi vida. - sonrió Nar, dándole la razón, pero aún molesta por lo poco oportunamente que le había llegado el dar a luz - Ahí va otro espasmo de esos.
- Contracciones, se llaman contracciones. - suspiró la partera, dejándola por imposible.
Así transcurrió toda la noche y, poco antes del alba, pudo oírse el poderoso berrido de un recién nacido, acompañado por exclamaciones de sorpresa de la comadrona y otras de júbilo de los padres. Cuando Anar salió por el horizonte, Míritur estaba frente a la puerta, sosteniendo a una niña. Los rayos del Sol arrancaron brillantes reflejos de cobre de los suaves cabellos aún húmedos de la hija de Narwavilwa Vornenien ar Anarionien.
- Te llamarás Giledhel. -le dijo su padre, contemplando esos ojos plateados, el pecho henchido por el orgullo.
* * *
Esa mañana la pequeña cumplía cinco años y, pese a que el segundo embarazo de Nar hacía unas semanas que se estaba complicando, Míritur llevó a Giledhel a dar un paseo con el barco de velas negras y la serpiente por estandarte.
En un principio, Gil estaba aferrada a las piernas de su padre, pues tantos rostros barbudos le causaban pavor, y no estaba acostumbrada al zarandear del barco. Poco a poco, sin embargo, se fue acostumbrando, y pronto estaba corriendo por cubierta, riendo sin parar, señalando las gaviotas que volaban a ras del barco. Cuando Míritur se asomó por la borda, en la parte de popa, y vio los grises lomos de los delfines, la llamó enseguida. La niña estaba arrobada, y su padre rebosaba alegría al verla tan feliz. Mientras ella escuchaba fascinada, y los demás marineros sonreían, incrédulos ante el inusual espectáculo de su patrón sentado en el suelo hablando en susurros con un niño, Míritur le contó historias de náufragos que habían sido salvados de ahogarse por esos animales tan bellos y gráciles, de doncellas que se habían convertido en uno de ellos para seguir al amor que había desaparecido en el mar. Los marinos también estaban encantados con la pequeña, y le dedicaron toda una serie de atenciones que no solían. Pese a ser hombres recios y poco dados a las muestras de afecto, la mirada sincera de la niña, su sonrisa y sus cabellos flamígeros les impedían cualquier palabra u ademán hosco. En esos momentos, ella era la reina del barco.
De pronto, la pequeña se llevó la mano a la boca y su rostro se contrajo en un rictus de terror. Un gemido se escapó de entre sus labios finos, antes de echarse a sollozar aferrada al pecho de su padre:
- ¡Mamá.!
Míritur la miró a los ojos, llenos de lágrimas, y una corazonada le dijo que no era añoranza lo que había movido a Giledhel a actuar de esa manera tan brusca. La abrazó y, poniéndose de pié, se puso a gritar a sus hombres:
- ¡Virad, marineros! ¡Volvemos a puerto! Timonel, invierte el rumbo, desplegad las velas, todo el peso a la bodega. - besó la frente de la niña - ¡Si llegamos a Umbar antes de que el Sol alcance su cenit, seréis recompensados! ¡A toda vela, marineros!
Durante unos segundos, solo se oyeron los sollozos de la niña.
* * *
En Umbar, eran otros los sollozos que se oían. Sollozos de dolor, desgarradores, de agonía. Sollozos desesperados de alguien que quiere aferrarse a la vida, pero no sabe por dónde agarrarla.
Nar estaba tumbada en su lecho, con las manos sobre el abultado vientre. Un vientre más abultado de lo normal, sin duda. Además, sabía que estaba dando a luz antes de tiempo, demasiado antes de tiempo. Desde hacía algo así como un mes, el niño que llevaba dentro se estaba moviendo demasiado, hasta el punto de que pareciese tener más de dos piernas y dos brazos, y habían vuelto las insoportables náuseas, y perdidas de sangre. Tomó aire, intentando aguantar una nueva acometida de dolor. Un grito quebrado desgarró el aire, al tiempo que la puerta se abría y entraba Kal, con una joven ayudante, Kira. La comadrona se arrodilló al lado de la cama y tomó una de las manos frías y húmedas de Nar. Con franqueza, le dijo:
- Esto pinta mal, chica. - se giró hacia su compañera - Tráeme un barreño lleno de agua fría, Nar tiene fiebre. Y también paños limpios, y hierbas para dejar de sangrar. Algo me dice que este va a ser un parto muy difícil.
- Kal. - la mujer se giró hacia la parturienta, que la miraba con unos ojos relucientes por las altas temperaturas que martirizaban su cuerpo - No quiero morir.
- No morirás, pequeña. - dijo, no sin albergar dudas - No mientras yo siga conservando los conocimientos que me pasó la vieja Dacmia. No vas a morir, aún eres muy joven, bella y fuerte para abandonar a tu hija y a tu marido.
- No creas. - suspiró, pero una fuerte contracción la hizo callar unos minutos - No sería la primera mujer que muere de parto.
- Vamos, ahora cierra los ojos y no pienses más.
En ese momento, entró Kira, seguida por Míritur y la pequeña. El Sol estaba alcanzando el punto del mediodía.
* * *
El dolor se alargó interminables horas, hasta la caída de la noche. Al fin, justo cuando los últimos rayos de Anar refulgían entre las aguas del puerto, nació un niño, al que llamaron Anartur. Era pequeño y frágil, de tez pálida y cabellos oscuros como su padre. Poco más tarde, entre órdenes de la partera y más sollozos de la joven madre, otro niño vio la luz, justo cuando la refulgente Earendil empezaba su camino por el crepúsculo. Le llamaron Elentur. Con otro grito de Kal, y mientras la angustia de Míritur y sus dudas sobre la supervivencia de su esposa crecían y se hacían de cada vez más grotescas y detestables, otro infante llegó a esta faz del mundo. Un niño al que llamaron Isiltur, pues la Luna asomaba su arco por horizonte al mismo tiempo que él sacaba la frente azulada del cuerpo de su madre.
Nar soltó otro grito ahogado y cayó entre un charco de sangre caliente, respirando ajetreadamente y perdiendo el mundo de vista. Míritur se mordió el labio, conteniendo las lágrimas, y Giledhel esbozó una sonrisa bañada de llanto.
* * *
Los Nelde Onóni[8] tenían ya veinte años, y su hermana veinticinco. Esa mañana estaban todos muy ajetreados preparando las mochilas para el primer viaje que harían a Osgilliath. Pese al odio de Míritur a los Fieles, Giledhel se había empeñado en conocer las tierras de Endor y sus habitantes, y ver todos los lugares de leyenda con sus propios ojos. Nar se había mostrado muy callada al respecto, y sólo había pronunciado una frase que su marido, a duras penas habría podido interpretar:
- Kwetuvatye mára erye autuva, úkwetuvatye mára erye autuva. Túre uma etyenna or Giledhel, ume inyenna. Nai vantarye ama coireryo oron ar tula orto. Nai se metya i rinde.[9]
Así que, aún a desgana, consintió que partiera, con la condición de que debía estar de regreso al cabo de cinco años. Si no, la darían por muerta y no la consideraría hija suya. Algo que no se esperaba el Númenoreano era que los trillizos quisieran acompañarla. Esta vez, Nar no dijo nada, y Míritur sucumbió a la presión a la que los jóvenes le sometieron. Dio su consentimiento, y ellos partieron. La despedida fue breve y sin demasiadas emociones manifiestas: tan sólo Giledhel y su madre se abrazaron. Lo único que Nar le dijo, fue esto:
- Sabes quién eres y sabes quién soy. Eres una Fiel de nacimiento, Gil. Ahora, ve y busca a Earsoron mi primo o su hijo, y diles que estoy bien. Tienes la estrella que dará veracidad a tus palabras, hija. Diles que. que aún pienso en ellos, esté dónde esté. Námarie.
* * *
Pasaban los días, los meses, los años, y ninguno de sus cuatro hijos volvía. Al final, poco antes de que se cumplieran los cinco años de su partida, Anartur, Isiltur y Elentur volvieron, solos. Iban vestidos con ricos ropajes, y su piel estaba curtida por el Sol y el camino. Nar contempló a sus hijos, los que más le habían costado, aquellos por quienes casi había dado la vida al traerlos al mundo. Eran altos como cualquier hijo de la bendita Númenor, y tenían los ojos grises como el cielo en el albor de una tormenta. Sus facciones eran duras, marcadas, pero hermosas, y sus cabellos. Sus cabellos eran de un color castaño oscuro, como los de su padre. De niños todos los confundían, tan sólo ella era capaz de llamarlos por su nombre. Ahora, mientras su padre les pedía quién era quién, sonriendo y abrazándolos, ella supo que aquél cuyos cabellos eran cortos y despeinados y llevaba la barba bién recortada entorno al mentón, era Anartur, el siempre arrojado y tenaz; supo que quién se los ceñía a la frente con un hilo de plata y los llevaba por sobre los hombros, era Elentur, paciente pero peligroso y de ira terrible; y que el que llevaba la melena larga, flotante, recogida con una cinta de cuero a la altura de la nuca, ese que llevaba una cabeza colgada de la silla del caballo, era Isiltur, el más rápido y ágil de todos. Lo que no supo fue de quién era esa cabeza de hombre, cuyos cabellos oscuros estaban ensangrentados. No pudo verle el rostro, ni sus hijos le permitieron verlo.
Entraron en la casa, dejando cuerpo y caballos en el establo. Esa noche hablaron lago y tendido, y Nar oyó cosas que nunca hubiese deseado tener que oír.
* * *
- ¿Qué? ¡¿Decís que matasteis a aquél que en Minas Anor os recibió en su casa como a hijos?! - gritó la mujer, sin poder creerlo - Pero. ¿porqué?
- El maldito hombre ese y su hijo no nos dejaron llevarnos a Giledhel. - dijo Elentur, escupiendo en el suelo.
- Luego marcharon con Arphenrhaw y nuestra hermana camino a Osgilliath, en plena noche, y les dimos caza. - Anartur - Queríamos matarlos a todos.
- Pero nuestra hermana se interpuso entre ellos y nosotros. - terció Isiltur - Se puso frente a Arthoron y Thoronion, el pequeño, y nos dijo que si pretendíamos matarles antes tendríamos que matarla a ella.
- Entonces ¿quién es ese que habéis traído hasta aquí? - preguntó Míritur, visiblemente intrigado, como el niño a quién le están contando un apasionante cuento, sin darse cuenta de que Nar iba palideciendo - Porque es alguno de esos malditos "Fieles", como se llaman ellos, ¿no?
- Sí, el más viejo. - Elentur se echó a reír - Se enfrentó a nosotros con el otro, el rubio ese.
- .Arphenrhaw. - dijo Isiltur, serio.
- Si, él. Arphen, como lo llamaba Gil, - Anartur hizo una mueca de desprecio - se retiró a tiempo, aún sin quererlo, y marchó con los otros y Giledhel, que nos amenazó con darnos muerte ella misma si osábamos seguirla.
- ¡Ja! Y nos dejaron al viejo barbudo, que tanto apreciaba a tu hija, mamá. - prosiguió Elentur.
- Y también tu hermana, no lo olvides, Elen. - lo interrumpió su hermano Isiltur.
- ¿Y ahora eso qué más da? - se carcajeó Anartur - Gil se fue, y nosotros matamos a ese Fiel, y gravamos a puñaladas su nombre en su pecho antes de dejarlo frente a las puertas de Osgilliath. El Reyezuelo Meneldil, hijo de Anárion el Chafado por una Piedra, seguramente quedó muy afectado al verle.
- Hijos. - Nar les miró, pálida como un cadáver - ¿Cuáles eran sus nombres? - ¿Los de quién? - preguntaron Elen y Anar al mismo tiempo.
- Los de todos. - dijo Isil con voz ronca - Aquél cuya testa colgaba de la silla, madre, era Earsoron, y los nombres de los que huyeron con mi hermana eran Arthoron, Thoronion, Arphenrhaw y las esposas de Earsoron y Arthoron, Loteriel y Glorwingen.
- Estas empezando a hablar como uno de esos necios, Isil. - Anartur le dirigió una mirada dura y llena de reproche.
- ¡Necio es lo que hay que ser para no ver el dolor que asoma a los ojos de vuestra madre! - les espetó el aludido, airado - ¿Les conocías, amme? - No lo sé. - sollozó ella, levantándose y dirigiéndose a su habitación.
* * *
Si que lo sabía, y bien. Sus propios hijos. ¡sus propios hijos habían matado a aquél hombre que había sido un padre para ella! El llanto se apoderó de ella, sacudiéndole los hombros. Debía de hacer horas y horas que lloraba. Se apoyó en el alféizar de la ventana y dejó que la brisa de la noche le despeinara los largos cabellos. Por alguna extraña razón, el resplandor de la última flor de Telperion apagaba todas las estrellas, y el pálido Tilion iluminaba una figura de larga cabellera que se acercaba en silencio. La figura de Isil llegó hasta la ventana, y tomó una de las manos de su madre.
- Amme. - se mordió el labio. Si sus hermanos le descubrían le rebanarían la cabeza a él, y tampoco quería arriesgar a su madre a la ira de Elen y Anar. Aún así, tomó aire y, al ver que Nar le miraba, prosiguió - Gil me dijo que te llevara un mensaje. Dijo que. que había visto a tus padres y les había besado la frente, y que la Casa de Tarsoron seguía siendo grande, y que Meneldil te enviaba todo el amor que te profesó durante quince años. ¿Amme?
- ¿Qué, ónya?[10] - le temblaban los labios.
- Lo recuerdas todo, ¿verdad?
- Sí.
- Ven, ven conmigo, madre.
Secándose los ojos, Nar se apoyó en los hombros de su hijo menor y saltó fuera. Cogida de la mano de Isil, llegaron a los establos, y el joven descolgó el macabro trofeo de su silla. Con reverencia lo puso en manos de su madre, quien contempló durante largos momentos el rostro pálido y desfigurado en una mueca de horror, los labios finos, casi ocultos entre la oscura y tupida barba. Vio los ojos profundos, de color castaño, inyectados en sangre e ira, velados por la muerte. Acarició los cabellos largos y enredados, la sangre seca separándolos en mugrientos mechones, sonrió al ver el débil color plateado de las sienes. Luego, lo apretó contra el pecho y echó a correr. Isil la miró alejarse y, cuando casi la había perdido de vista, se lanzó a la carrera tras ella.
Para cuando llegó dónde estaba su madre, ésta ya había llegado a las afueras del puerto y, con un palo, estaba cavando un agujero. Isil la observó oculto por las sombras, y tembló, pues sentía los sentimientos de su madre hiriéndole el alma y la piel. Vio como Nar besaba la frente grisácea del muerto, y depositaba el cráneo en el agujero que había conseguido cavar. Lo cubrió con cuidado, con ternura, e imploró en silencio a los Ainur y a Eru que lo acogieran allá dónde descansaban las almas de los mortales. Entonces, pálida y fría, se giró hacia donde estaba su hijo, y le dijo, cerrando los ojos:
- Me llamo Narwavilwa Vornenien, y mi madre era de la Casa de Tarsoron, y murió cuando yo no contaba el año. Viví con mi primo y su esposa, quienes me dieron el amor de los padres que no tuve, pues mi padre murió en manos de Sauron, y ahora solo yo y tu hermana sabemos quien era, pero ni la muerte podrá arrebatarme su nombre de los labios, Isil. aunque tu merezcas saber de quién eres descendiente. ¿Sabes, Isiltur? Este hombre a quién habéis dado muerte, era mi primo. Era el padre que yo amé.
Una lágrima se deslizó por sus mejillas, y se llevó la mano al corazón. Su hijo, en un ataque de extraña compasión, desenvainó un puñal con incrustaciones de ithildin, que ahora refulgían bajo la luz de la Luna, y le ofreció el mango a su madre. Ésta lo tomó con la mano temblorosa, y le sonrió.
- Corre, hijo de Elenna. - serena, dirigió la afilada punta del puñal a su escote, justo encima del corazón - Nai Eru varya ar varyuva ten, melda ónya, i umatye saura. Nai Eru varyuva len.[11]
E Isil echó a correr hacia la casa que se entreveía en la lejanía. Supo con una hiriente certeza que su madre se desplomaba metros por detrás de él y que no podía hacer nada: el desconsuelo era demasiado grande. Deseó ardientemente poder olvidar todo lo que había sucedido, y volver a empezar. Pero el ayer es traidor, y nunca vuelve. Y lo único que él podía hacer era seguir corriendo y llegar al portal, soltar la funda del cuchillo en la mesa de la entrada y meterse en la cama, tal como hizo.
Luego, bañado por la luz blanca que entraba por la ventana, intentó no llorar.
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1-Narwavilwa, hija del fuego
2-querida
3-Mamá.
4-Earsoron, hijo de hermano, dile en un futuro a Narwavilwa que vuele hacia dónde el hijo de Arien está enterrado, que ella es del mismo linaje del Alto, aquél que murió entre las manos de Sauron.
5-¡Eru, cruel Ilúvatar! ¿Porqué es Elendil el padre de mi padre y yo no soy una princesa por ley? ¿Porqué has roto mi alma en pedazos con este secreto, madre?
6-Adiós
7-Ve en paz, hija mía querida, ve en paz y recuérdanos
8-Tres Gemelos
9-Digas bien o digas mal, ella se irá. No tienes poder sobre Giledhel, ni tampoco yo. Ojalá suba la montaña de su vida y llegue a la cima. Quizá se cierre el círculo.
10- Hijo mío
11-Que Eru te proteja ahora y en el futuro, mi amado hijo, tu que no eres corrupto. Que Eru te proteja en el mañana.
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Narwavilwa: Fuego Revoloteante
Earsoron: Águila del Mar
Eru: El Único, dios supremo
Vornen: Agua Fiel
Anar: el Sol
Isil: la Luna
Elenna: Hacia la estrella. Númenor, la isla perdida.
Úrimion: Nacido en Agosto
Verieldur: Servidor del Valor.
Meneldil: Amante de los Cielos
Arthoron: Águila Noble
Rath Dínen: la Calle del Silencio
Varda: Diosa "menor", creadora de las estrellas
Luinecollo: Manto Azul
Arien: "ángel" femenino que conduce el barco del Sol.
Anárion: Hijo del Sol. Hijo menor del rey Elendil el Alto.
Elendil: Amante de los Elfos, o Amante de las Estrellas.
Isildur: Sirviente de la Luna, hijo mayo de Elendil.
Ilúvatar: Padre de Todo, Eru.
Minas Anor: Torre del Sol, ciudad de Gondor.
Loteriel: Doncella Enguirnaldada con Flores
Haradrim: habitante de Harad, región al sur de Gondor.
Los Cantores: Dioses "menores" hijos de Eru, que crearon el Mundo.
Osgilliath: Fortaleza de las Hueste de Estrellas, capital de Gondor.
Ithilien: Región de más al sur de Gondor.
Umbar: puerto de Harad, donde habitan los famosos Corsarios, o Númenoreanos Negros.
Surocco: Corcel de Viento
Míritur: Señor de las Joyas
Ar-Phârazon el Dorado: último Rey de Númenor, que provocó su hundimiento.
Atalante: Sepultada, caída. Númenor.
Arda: El mundo conocido.
Mithril: Metal precioso diez veces más valioso del oro, y muy poco abundante.
Giledhel: Elfo de Luz
Anartur: Señor del Sol
Elentur: Señor de las Estrellas
Isiltur: Señor de la Luna
Endor: la Tierra Media
Arphenrhaw: Noble León
Thoronion: Hijo del Águila
Glorwingen: La del Rocío Resplandeciente
Telperion: Árbol santo, plateado, que producía Luz y fue asesinado.
Tilion: "Ángel" conductor de la Luna
Ithildin: Brillo de luna. Metal que solo refleja la luz de la luna y las estrellas.
- No lo entiendo, Earsoron. Todas las noches el mismo sueño.- dijo una muchacha, apareciendo en el umbral. Se apartó un mechón de cabellos rojos como el fuego y se sentó al lado de su primo - ¿Qué crees que significa?
- ¿Cuál es ese sueño que te atormenta, melda?[2] - los ojos oscuros del hombre se posaron sobre ella que, con un suspiro, empezó a relatar.
- Estoy en mi habitación, y junto a la ventana hay una cuna. Una mujer alta, vestida de negro, con el cabello largo y oscuro, me llama. Aunque no le veo la cara, sé que es mi madre, es ella. Tengo que abrazarla, tengo que llegar hasta la cama porque ella no se encuentra bien, pero no puedo andar. ¡No sé andar, Earsoron! Me coge en brazos, y yo oigo como, a lo lejos, suenan los cuernos de la ciudad. Suenan y suenan. y tu llegas y me tomas en brazos, y frente a nosotros pasa una comitiva funeraria. ¡Por Eru! Se llevan a mamá. y yo casi no la conozco. No pueden enterrarla, aún no. Grito, y lloro, y quiero hablar pero no me salen las palabras. Algo reluce en tu mano, y me ciega, y cuando cierro los ojos oigo como ella dice mi nombre, me llama. Los abro para ir con ella y estamos en su tumba, y tu coges una estrella del cielo y se la pones en la frente, y yo la llamo, y solo puedo gritar "Amme."[3] y luego se cierra todo, y. me despierto. - la chica había cerrado los ojos y, entonces, los abrió de golpe. Earsoron pudo ver que estaban anegados en lágrimas - Y siempre, siempre igual. cada noche lo mismo.
- Nar. Mi querida Narwavilwa, creo que ha llegado el momento de que te diga lo que tu madre me encomendó decirte antes de morir.
- ¿Si?
- Si. - suspiró él - Pero antes, debes pensar bien si quieres saberlo. Esas palabras contienen secretos que hoy solo yo sé, secretos que pueden desmoronar el reino entero. Piénsalo, Nar, y esta noche me dices lo que deseas. Ahora, si me permites.
Aquél hombre se levantó, los ojos velados por la tristeza. Mientras cerraba la puerta tras de sí, Nar le oyó suspirar. Ella, sin embargo, siguió de pie en el cuadro de mortecina luz de luna que entraba por el ventanal. En su mente aún vibraban los ecos del sueño, no podría volver a dormirse. Se dirigió a su habitación y se vistió aprisa. Echándose la capa al hombro corrió hacia las almenas, agradeciendo el frío de la madrugada en su rostro.
Poco a poco, Anar se acercaba al horizonte, dejando entrever ya un pequeño fulgor, mientras que Isil seguía su camino por el cielo, deslizándose de cada vez más abajo, hasta los confines del mundo. Las estrellas titilaron por última vez.
* * *
Tres hombres estaban de pie en un jardín, contemplando a la joven de cabellos fogosos que se recortaba contra el cielo de cada vez más claro. Por unos momentos, les pareció ver como ella elevaba los ojos al cielo, secándose una lágrima. Earsoron era uno de ellos, y el único que estaba seguro de qué estaba buscando Nar en esa mañana sin nubes. Algo que, sin duda, no encontraría sola.
- Es hermosa, ¿verdad? - dijo el más viejo de los allí reunidos, que debía sobrepasar en una decena de años a Earsoron. - Una verdadera hija de Elenna.
- Su madre también lo era, Úrimion, no hay que olvidarlo. - murmuró Earsoron tristemente - Una mujer noble y hermosa.
- En verdad así era. Vornen siempre destacó pero. - el viejo frunció el ceño - Siempre pareció demasiado triste.
- Yo he oído decir que murió de amor. - terció el más joven, de ojos glaucos y cabellos claros - Y también que era hechicera.
- No des crédito a todo lo que llegue a tus oídos, Verieldur, la mitad serán falacias y la otra mitad mentira. - rió Úrimion y, frente al silencio de su interlocutor, añadió - Perdónale, mi hijo aún es un crío en algunos aspectos.
- No pasa nada, yo también he oído decir estas cosas de la hermana de mi padre. Pero no es de ella de quien hemos venido a hablar, ¿verdad? - forzó una sonrisa, pero el recuerdo de Vornen no quería salir de su cabeza - Mi prima también tiene esa tristeza en el alma, y tu serás quien tendrá que curársela, Verie. La dejaré en tus manos, pero tienes que prometerme que cuidarás de ella y los hijos que te dé.
Fue entonces cuando Narwavilwa echó a correr para ir a saludar a una mujer alta y de cabellos negros como el ébano, al mismo tiempo que el Rey Meneldil llamaba a Earsoron para hablar de matrimonio y tumbas.
* * *
Tras la cena, la joven se acercó a su primo y tutor, que hablaba con su hijo, Arthoron. Tras enviar al niño a la cama y besar a su esposa, contempló a Narwavilwa. Llevaba un vestido gris oscuro, bordado en plata, y su cabellera caía en suaves ondas. Le relucían los ojos, y su primo casi podía oír como le latía el corazón en el pecho. Ambos asintieron en silencio.
Earsoron le mandó ponerse una capa, y la llevó por las oscuras calles de la ciudad. Anduvieron hasta llegar a Rath Dínen lugar en dónde Earsoron se giró hacia ella y le espetó:
- Ahora es el último momento en que puedes echarte atrás, Nar.
- No. Ni ahora ni más tarde cambiaré de opinión. - respondió ella - Pero dime. ¿vamos a ver a mi madre?
- No. Vamos a ver a tus padres. - la miró y, aún en la oscuridad que les envolvía, pudo ver como sus ojos grises se abrían desmesuradamente y su boca intentaba balbucir algo sin conseguirlo - Ahora ya no puedes desandar el camino hasta casa.
Sacó una llave de un bolsillo y abrió la pesada puerta. Empujando a la azorada muchacha frente a él, se internó en el cementerio hasta llegar a las tumbas reales. Abrió la puerta y entró en la alta sala. Un olor húmedo y rancio les golpeó los sentidos, el olor de la muerte vieja, de los huesos y su reposo. Cuando sus ojos se acostumbraron a la profunda oscuridad del interior, Nar pudo ver los tres cuerpos que ahí descansaban, cubiertos por grandes sudarios: dos blancos, uno negro.
Se acercaron a la figura más oculta, la del sudario oscuro, y el hombre retiró la tela de sobre la cabeza del cadáver. Un resplandor les cegó momentáneamente, y Narwavilwa exclamó:
- ¡La estrella que descansa sobre su frente! Tu se la ponías, en mi sueño, tras arrancarla de la cúpula de Varda.
- Yo mismo se la ceñí el día que la enterramos, Nar. - esbozó una sonrisa sesgada, que la oscuridad ocultó de los ojos de la muchacha - Pero sin embargo no la tomé del cielo nocturno. Fue un presente que tu padre le dio al mío antes de morir, y el mío a mi cuando expiró, un presente para tu madre, para que le recordara y para que tu pudieras gozar del nombre que te corresponde. Tu linaje, Nar, no es el de los Luinecollo.
- ¿Entonces? ¿Cuál es mi estirpe, primo? - murmuró ella, temblando.
- Eso tendrás que decírmelo tu cuando analices las últimas palabras de Vornen. Dijo así: - Earsoron calló unos momentos y, cuando volvió a hablar, en su mente resonaba la voz de su tía, quebradiza y frágil, en sus últimos momentos de vida - "Earsoron, onóro yondo, á kwettuva Narwavilwan sa viluvarye tenna Arieno yondo ná ataltaina, sa i erya ná i táro, i fíre imbe Sauroniva mát, nosse."[4]
- El hijo de Arien. Aquél que murió entre las manos de Sauron. el linaje del alto. - su voz se iba quebrando a medida que las palabras acudían a sus labios y, de pronto, se echó a llorar - Ear. Dime que me equivoco, dime que el hijo de Arien, de Anar, no es Anárion, aquél que encontró su fin bajo el mortal golpe del Enemigo Oscuro, hijo de Elendil el Alto, y hermano de Isildur, aquél que derrotó al mal. Dime que me equivoco.
- No, pequeña. - posó una mano en su hombro - No te equivocas. ¿Entiendes ahora todos los males que puede causar esto a Minas Anor?
- ¡Soy la hermana del Rey! Soy hija del mismo padre que Meneldil. - sollozó - ¡Eru, aika Ilúvatar! Man ná Elendil nostarinyo atar ar umanye sanya aranel? Man terhatie feanya sina muilenen, amil? [5]
- Calma, Narwavilwa, cálmate. - Earsoron la abrazó, y ella siguió sollozando quedamente. - Toma la estrella, pues te pertenece, y vámonos.
La desconsolada muchacha se acercó a donde yacía el cuerpo de su madre y tomó la estrella que llevaba ceñida la calavera. Luego, antes de que Earsoron pudiera decirle nada, besó la frente de hueso y la cubrió. El hombre se estremeció al verla acercarse al esqueleto de Elendil el Alto y besar la pálida calavera, y un extraño frío se apoderó de él cuando hizo lo mismo con Anárion. Aún abrumado por el helor que le había tomado los miembros, pudo oír la voz de Narwavilwa, gélida.
- Námarie.[6]
Más tarde, se juraría que había oído los susurros de los muertos y había sentido como las almas y los huesos de los difuntos temblaban en el más allá.
* * *
Habían pasado ya muchos días, semanas, desde que visitaran la cripta. Era una mañana gris, llovía y los gritos resonaban por toda la casa. Arthoron estaba sentado tras Loteriel, su madre y esposa de Earsoron, que rezaba para que todo acabase bien. Nar y su primo discutían en el salón, ambos con el rostro enrojecido por la ira. En ese momento, el hombre se había adelantado hasta ella, tomándola por el brazo y provocando una violenta reacción en la muchacha. Su voz resentida retumbó en la habitación.
- ¡Suéltame! ¡Quítame esa mano de encima, traidor! - sus ojos quemaban como tizones encendidos - Has osado prometerme a ese. a ese pobre muchacho, sin pedirme ni tan solo una opinión, Earsoron. ¿y soy yo quién debe entrar en razón? Tengo solo quince años, sí, pero eso no quita que yo también piense. ¡y sienta! - Entonces dime, jovencita: ¿preferirías estar prometida a Meneldil, como él me pidió? ¿Lo preferirías?
- ¡Pues quizá sí! ¡Quizá sí!
- ¡Maldita seas, Narwavilwa, hija de la hermana de mi padre! ¡Comparable a la de un haradrim es tu mezquindad!
Por un momento se hizo un tenso silencio. Arthoron cerró los ojos y Loteriel elevó una plegaria silenciosa a los Cantores. Nar permaneció de pie, erguida como una reina, dos hogueras quemando en sus pupilas. Mientras Earsoron se llevaba las manos a la boca y abría desmesuradamente los ojos, la muchacha se dirigió a su habitación parsimoniosamente. Justo antes de entrar, se giró y, con voz glacial, dijo:
- Que así sea.
* * *
La noche la amparaba, y la temeridad de su conducta la protegía: cualquiera que la hubiese visto habría creído que era una visión provocada por demasiado sueño en una mente cansada. En efecto, así lo creyeron los guardias de todas y cada una de las puertas de la ciudad y todos aquellos que la vieron alejarse al galope sobre el corcel gris. Aún así, pese a la sangre fría, le dolía ese exilio que se había impuesto. En su cabeza aún resonaban las palabras de Loteriel, que había sido como una madre para ella:
- Lelya senda, melda yendenya, lelya senda ar me enyalanye.[7]
* * *
- ¡Nar!
La voz, y después el llanto, de Earsoron, se oyeron hasta en palacio. Con desespero la buscó por toda la ciudad y, por la noche, se derrumbó frente a la lumbre, sollozando. ¡Había prometido a Vornen que cuidaría de la niña! Y solo había conseguido que huyera. A la mañana siguiente, y con ayuda del Rey Meneldil, Úrimion, Verieldur y muchos otros hombres nobles que la habían pretendido por esposa, o simplemente admirado o conocido, se mandaron mensajeros a todos los pueblos, ciudades y aldeas del Reino. Muchos volvieron sin noticias de la muchacha, y otros, muy pocos, dijeron que se la había visto en Osgilliath, pero que había partido hacia el sur y nadie había sido capaz de encontrarla.
Jamás volverían a verla. Narwavilwa no iba a volver.
* * *
Cabalgaba. Hacía días que eso era lo único que hacía. Cabalgar y cabalgar, sin descanso ni para ella ni para el caballo. Desde que abandonaran Ithilien no se había llevado un solo bocado a la boca, y su corcel tan solo comía los hierbajos secos que encontraban por el camino. Desde la madrugada del día anterior que no probaban el agua. Pero ya no le importaba.
Quizá por eso, en un llano, el caballo se desplomó, y ella rodó por los suelos. Agotada y con el alma acongojada, no intentó ni erguirse. Esperó pacientemente la muerte, mientras el manto oscuro de la inconsciencia la envolvía suavemente. A pocos metros de ella, su montura agonizaba.
Y, algo más lejos, un hombre a caballo se acercaba, rumbo a Umbar.
* * *
- Soo. - tirando de las riendas, el hombre se apeó del caballo y se acercó al animal que yacía en el camino. Posó la mano en el cadáver y se dirigió a su montura - ¿Ves, Surocco? Por aquí ha pasado alguien que no sabía como cuidar su corcel. O alguien que tenía mucha prisa, pues aún está caliente el cuerpo y no veo a nadie. ¿Qué hay ahí, Surocco? - preguntó al animal al oírlo relinchar y olisquear bajo unos arbustos. Se dirigió hacía allí y se inclinó para ver mejor aquello que había bajo las ramas secas - ¡Oh! ¡Por la bendita Elenna! Aquí está el propietario del malhadado animal.
En ese momento, Nar gimió y abrió los ojos. Intentó levantarse y huir, pero se desplomó de nuevo, sin sentido otra vez. El hombre la alzó en vilo, sin dejar de contemplarla pues, aunque malherida y demacrada, seguía siendo muy hermosa. Montó a caballo, con ella ante él, y se la llevó a Umbar, a su casa.
* * *
Todo estaba oscuro cuando despertó. A su lado, oía una respiración acompasada y profunda, y olía a un candil recién consumido. Le dolía la cabeza y las costillas, y notaba que tenía un brazo entablillado. Tenía una sed atroz y necesitaba saber dónde se encontraba. Intentó moverse, pero el dolor la tomó por sorpresa y un grito se escapó de entre sus labios. En un momento, la respiración que la acompañaba cambió de ritmo, y alguien se movió en la oscuridad. Pudo oír unos pasos y una voz de hombre:
- ¿Muchacha? ¿Has despertado? - había un dejo de preocupación en esa voz profunda.
- No lo sé. - respondió Nar, casi sin aliento - ¿Porqué me duele todo tanto?
- Reventaste tu corcel y se desplomó en el camino, tirándote al suelo, supongo. - le respondió aquél a quien aún no podía ver, que parecía estar buscando algo. Una chispa iluminó por unos momentos la habitación - Te encontré tendida en el suelo, inconsciente, y no pude dejarte morir, así que te traje a Umbar conmigo.
- ¿Y tu quién eres? - parpadeó, pues el desconocido acababa de encender de nuevo el candil.
- Míritur, Númenoreano, Corsario dirían algunos, yo prefiero llamarme Hombre de Mar. - le sonrió, y Nar pudo ver como las ásperas facciones se suavizaban y se volvían hermosas - ¿Y tu?
- No lo sé. - mintió, tras unos segundos de silencio - No recuerdo casi nada. Sé que huía de algo, o de alguien. y que me llamaban un nombre muy largo. demasiado largo.
- Intenta recordarlo, o alguno que se le parezca. no puedo llamarte siempre muchacha.
- ¡Si ya lo intento.! - dijo, fingiendo un desconsuelo tan real que hasta ella misma se lo creyó - Creo que era algo así como Na. Naru. No, Narwil. no, no. ¿cómo era? Nar. sí, eso sí, pero había más. Narwilva. no. ¡No me acuerdo, Míritur, no consigo acordarme!
- Entonces. - se retiró un mechón castaño de delante los ojos grises - Te llamaré Nar. Y ahora voy a buscarte algo para beber, debes de estar sedienta.
Esa noche hablaron largo y tendido hasta que llegó el alba, y Narwavilwa, ahora llamada solo Nar, descubrió que estaba en casa de uno de los descendientes de los Hombres del Rey, seguidores de Ar-Phârazon el Dorado. No se dejó dominar por el miedo, pero: al fin y al cabo, era un hombre, y la había salvado, y era hermoso como todo hijo de Atalante.
* * *
- Eres la mujer más hermosa de todo Arda, y eres mía.
Hacía ya más de un año que estaba en Umbar, y hoy era uno de los más felices de su vida. Se había enamorado de Míritur, pese a que él la aventajara en muchos veranos, y cuándo él le pidió si quería desposarse con él, no dudo ni un instante. Y hoy, por fin, era su esposa.
Ahora, en la noche de las nupcias, el júbilo se entremezclaba con el miedo. Tan solo tenía dieciséis años, y Míritur contaba ya los treinta. Él había conocido muchos cuerpos femeninos, ella ni tan solo había visto un hombre desnudo en su vida. Miró los ojos grises, plateados, que la contemplaban, ávidos, y sintió las manos que la apretaban contra el amado pecho. Sabía que su amor era debido en gran parte a la gratitud, y tenía miedo de ser infeliz.
Pero no. No lo sería, lo sabía. Lo que la hacía dudar de tal manera era el pánico a lo que sobrevendría en la habitación. Y se acercaban sin tregua a la puerta tras la que estaba la cama de las sábanas blancas. Él le decía palabras dulces, ardientes, palabras que le llegaban al alma, pero al mismo tiempo la mantenían reacia.
Al final, sus manos se posaron sobre el colchón mullido. Sintió como las manos de su esposo le quitaban el vestido y pronto sintió una piel caliente contra la suya. Tras besos y suaves caricias, cuando la mano del hombre iba a abrirse camino entre sus muslos, susurró:
- Tengo miedo.
Míratan soltó una carcajada comprensiva y la arrulló contra su pecho, meciéndola como a un niño.
* * *
La vida le parecía un sueño. Los días se sucedían sin prisas, cada uno más límpido que el anterior, y el verano del sur la envolvía por completo. Sus ojos parecían ser de mithril puro, tal era el brillo de su felicidad. Ya no era una niña demacrada que había llegado, medio muerta, en brazos de un desconocido, sino una joven y bella mujer casada con un hombre de porte noble y orgulloso. Todos la conocían ya en el puerto, y otros muchos la envidiaban, en un principio. Pero pasaron los meses y aquella moza de piel pálida y cautivadora sonrisa se ganó el amor de todo aquél que hablara con ella. Hasta había quien aseguraba que se trataba de una princesa perdida.
A veces, aún se acordaba de aquella infancia llena de lujos que había llevado en Minas Anor, y echaba de menos al pequeño Arthoron y a Loteriel. y a Earsoron. Pero ganaba en ella el orgullo: jamás pediría perdón.
Cuando llegó el dorado otoño y, con él, la sospecha de que una nueva vida podía estar gestándose en su vientre, Nar se sintió aún más eufórica. Y no menor fue el regocijo del afortunado padre, Míritur, que, cuando lo supieron ya con certeza, invitó a todo aquél que conocía a una fiesta de tal envergadura que se hablaría de ella durante muchos años. Y así fue pasando el tiempo, y Nar cumplió los dieciocho, y su vientre seguía creciendo, y también su esperanza en el mañana. Así fue como, una noche de principio de primavera, los dolores del parto llegaron hasta la sorprendida muchacha.
- ¿Todos los partos duelen tanto, Kal? - le preguntaba una enfurruñada jovencita a la comadrona, entre contracción y contracción. - Esto es insoportable.
- No lo creo, pequeña - reía Kal - Por lo poco que gritas no debe dolerte mucho. - Bueno, digamos que por ahora e s el peor dolor de mi vida. - sonrió Nar, dándole la razón, pero aún molesta por lo poco oportunamente que le había llegado el dar a luz - Ahí va otro espasmo de esos.
- Contracciones, se llaman contracciones. - suspiró la partera, dejándola por imposible.
Así transcurrió toda la noche y, poco antes del alba, pudo oírse el poderoso berrido de un recién nacido, acompañado por exclamaciones de sorpresa de la comadrona y otras de júbilo de los padres. Cuando Anar salió por el horizonte, Míritur estaba frente a la puerta, sosteniendo a una niña. Los rayos del Sol arrancaron brillantes reflejos de cobre de los suaves cabellos aún húmedos de la hija de Narwavilwa Vornenien ar Anarionien.
- Te llamarás Giledhel. -le dijo su padre, contemplando esos ojos plateados, el pecho henchido por el orgullo.
* * *
Esa mañana la pequeña cumplía cinco años y, pese a que el segundo embarazo de Nar hacía unas semanas que se estaba complicando, Míritur llevó a Giledhel a dar un paseo con el barco de velas negras y la serpiente por estandarte.
En un principio, Gil estaba aferrada a las piernas de su padre, pues tantos rostros barbudos le causaban pavor, y no estaba acostumbrada al zarandear del barco. Poco a poco, sin embargo, se fue acostumbrando, y pronto estaba corriendo por cubierta, riendo sin parar, señalando las gaviotas que volaban a ras del barco. Cuando Míritur se asomó por la borda, en la parte de popa, y vio los grises lomos de los delfines, la llamó enseguida. La niña estaba arrobada, y su padre rebosaba alegría al verla tan feliz. Mientras ella escuchaba fascinada, y los demás marineros sonreían, incrédulos ante el inusual espectáculo de su patrón sentado en el suelo hablando en susurros con un niño, Míritur le contó historias de náufragos que habían sido salvados de ahogarse por esos animales tan bellos y gráciles, de doncellas que se habían convertido en uno de ellos para seguir al amor que había desaparecido en el mar. Los marinos también estaban encantados con la pequeña, y le dedicaron toda una serie de atenciones que no solían. Pese a ser hombres recios y poco dados a las muestras de afecto, la mirada sincera de la niña, su sonrisa y sus cabellos flamígeros les impedían cualquier palabra u ademán hosco. En esos momentos, ella era la reina del barco.
De pronto, la pequeña se llevó la mano a la boca y su rostro se contrajo en un rictus de terror. Un gemido se escapó de entre sus labios finos, antes de echarse a sollozar aferrada al pecho de su padre:
- ¡Mamá.!
Míritur la miró a los ojos, llenos de lágrimas, y una corazonada le dijo que no era añoranza lo que había movido a Giledhel a actuar de esa manera tan brusca. La abrazó y, poniéndose de pié, se puso a gritar a sus hombres:
- ¡Virad, marineros! ¡Volvemos a puerto! Timonel, invierte el rumbo, desplegad las velas, todo el peso a la bodega. - besó la frente de la niña - ¡Si llegamos a Umbar antes de que el Sol alcance su cenit, seréis recompensados! ¡A toda vela, marineros!
Durante unos segundos, solo se oyeron los sollozos de la niña.
* * *
En Umbar, eran otros los sollozos que se oían. Sollozos de dolor, desgarradores, de agonía. Sollozos desesperados de alguien que quiere aferrarse a la vida, pero no sabe por dónde agarrarla.
Nar estaba tumbada en su lecho, con las manos sobre el abultado vientre. Un vientre más abultado de lo normal, sin duda. Además, sabía que estaba dando a luz antes de tiempo, demasiado antes de tiempo. Desde hacía algo así como un mes, el niño que llevaba dentro se estaba moviendo demasiado, hasta el punto de que pareciese tener más de dos piernas y dos brazos, y habían vuelto las insoportables náuseas, y perdidas de sangre. Tomó aire, intentando aguantar una nueva acometida de dolor. Un grito quebrado desgarró el aire, al tiempo que la puerta se abría y entraba Kal, con una joven ayudante, Kira. La comadrona se arrodilló al lado de la cama y tomó una de las manos frías y húmedas de Nar. Con franqueza, le dijo:
- Esto pinta mal, chica. - se giró hacia su compañera - Tráeme un barreño lleno de agua fría, Nar tiene fiebre. Y también paños limpios, y hierbas para dejar de sangrar. Algo me dice que este va a ser un parto muy difícil.
- Kal. - la mujer se giró hacia la parturienta, que la miraba con unos ojos relucientes por las altas temperaturas que martirizaban su cuerpo - No quiero morir.
- No morirás, pequeña. - dijo, no sin albergar dudas - No mientras yo siga conservando los conocimientos que me pasó la vieja Dacmia. No vas a morir, aún eres muy joven, bella y fuerte para abandonar a tu hija y a tu marido.
- No creas. - suspiró, pero una fuerte contracción la hizo callar unos minutos - No sería la primera mujer que muere de parto.
- Vamos, ahora cierra los ojos y no pienses más.
En ese momento, entró Kira, seguida por Míritur y la pequeña. El Sol estaba alcanzando el punto del mediodía.
* * *
El dolor se alargó interminables horas, hasta la caída de la noche. Al fin, justo cuando los últimos rayos de Anar refulgían entre las aguas del puerto, nació un niño, al que llamaron Anartur. Era pequeño y frágil, de tez pálida y cabellos oscuros como su padre. Poco más tarde, entre órdenes de la partera y más sollozos de la joven madre, otro niño vio la luz, justo cuando la refulgente Earendil empezaba su camino por el crepúsculo. Le llamaron Elentur. Con otro grito de Kal, y mientras la angustia de Míritur y sus dudas sobre la supervivencia de su esposa crecían y se hacían de cada vez más grotescas y detestables, otro infante llegó a esta faz del mundo. Un niño al que llamaron Isiltur, pues la Luna asomaba su arco por horizonte al mismo tiempo que él sacaba la frente azulada del cuerpo de su madre.
Nar soltó otro grito ahogado y cayó entre un charco de sangre caliente, respirando ajetreadamente y perdiendo el mundo de vista. Míritur se mordió el labio, conteniendo las lágrimas, y Giledhel esbozó una sonrisa bañada de llanto.
* * *
Los Nelde Onóni[8] tenían ya veinte años, y su hermana veinticinco. Esa mañana estaban todos muy ajetreados preparando las mochilas para el primer viaje que harían a Osgilliath. Pese al odio de Míritur a los Fieles, Giledhel se había empeñado en conocer las tierras de Endor y sus habitantes, y ver todos los lugares de leyenda con sus propios ojos. Nar se había mostrado muy callada al respecto, y sólo había pronunciado una frase que su marido, a duras penas habría podido interpretar:
- Kwetuvatye mára erye autuva, úkwetuvatye mára erye autuva. Túre uma etyenna or Giledhel, ume inyenna. Nai vantarye ama coireryo oron ar tula orto. Nai se metya i rinde.[9]
Así que, aún a desgana, consintió que partiera, con la condición de que debía estar de regreso al cabo de cinco años. Si no, la darían por muerta y no la consideraría hija suya. Algo que no se esperaba el Númenoreano era que los trillizos quisieran acompañarla. Esta vez, Nar no dijo nada, y Míritur sucumbió a la presión a la que los jóvenes le sometieron. Dio su consentimiento, y ellos partieron. La despedida fue breve y sin demasiadas emociones manifiestas: tan sólo Giledhel y su madre se abrazaron. Lo único que Nar le dijo, fue esto:
- Sabes quién eres y sabes quién soy. Eres una Fiel de nacimiento, Gil. Ahora, ve y busca a Earsoron mi primo o su hijo, y diles que estoy bien. Tienes la estrella que dará veracidad a tus palabras, hija. Diles que. que aún pienso en ellos, esté dónde esté. Námarie.
* * *
Pasaban los días, los meses, los años, y ninguno de sus cuatro hijos volvía. Al final, poco antes de que se cumplieran los cinco años de su partida, Anartur, Isiltur y Elentur volvieron, solos. Iban vestidos con ricos ropajes, y su piel estaba curtida por el Sol y el camino. Nar contempló a sus hijos, los que más le habían costado, aquellos por quienes casi había dado la vida al traerlos al mundo. Eran altos como cualquier hijo de la bendita Númenor, y tenían los ojos grises como el cielo en el albor de una tormenta. Sus facciones eran duras, marcadas, pero hermosas, y sus cabellos. Sus cabellos eran de un color castaño oscuro, como los de su padre. De niños todos los confundían, tan sólo ella era capaz de llamarlos por su nombre. Ahora, mientras su padre les pedía quién era quién, sonriendo y abrazándolos, ella supo que aquél cuyos cabellos eran cortos y despeinados y llevaba la barba bién recortada entorno al mentón, era Anartur, el siempre arrojado y tenaz; supo que quién se los ceñía a la frente con un hilo de plata y los llevaba por sobre los hombros, era Elentur, paciente pero peligroso y de ira terrible; y que el que llevaba la melena larga, flotante, recogida con una cinta de cuero a la altura de la nuca, ese que llevaba una cabeza colgada de la silla del caballo, era Isiltur, el más rápido y ágil de todos. Lo que no supo fue de quién era esa cabeza de hombre, cuyos cabellos oscuros estaban ensangrentados. No pudo verle el rostro, ni sus hijos le permitieron verlo.
Entraron en la casa, dejando cuerpo y caballos en el establo. Esa noche hablaron lago y tendido, y Nar oyó cosas que nunca hubiese deseado tener que oír.
* * *
- ¿Qué? ¡¿Decís que matasteis a aquél que en Minas Anor os recibió en su casa como a hijos?! - gritó la mujer, sin poder creerlo - Pero. ¿porqué?
- El maldito hombre ese y su hijo no nos dejaron llevarnos a Giledhel. - dijo Elentur, escupiendo en el suelo.
- Luego marcharon con Arphenrhaw y nuestra hermana camino a Osgilliath, en plena noche, y les dimos caza. - Anartur - Queríamos matarlos a todos.
- Pero nuestra hermana se interpuso entre ellos y nosotros. - terció Isiltur - Se puso frente a Arthoron y Thoronion, el pequeño, y nos dijo que si pretendíamos matarles antes tendríamos que matarla a ella.
- Entonces ¿quién es ese que habéis traído hasta aquí? - preguntó Míritur, visiblemente intrigado, como el niño a quién le están contando un apasionante cuento, sin darse cuenta de que Nar iba palideciendo - Porque es alguno de esos malditos "Fieles", como se llaman ellos, ¿no?
- Sí, el más viejo. - Elentur se echó a reír - Se enfrentó a nosotros con el otro, el rubio ese.
- .Arphenrhaw. - dijo Isiltur, serio.
- Si, él. Arphen, como lo llamaba Gil, - Anartur hizo una mueca de desprecio - se retiró a tiempo, aún sin quererlo, y marchó con los otros y Giledhel, que nos amenazó con darnos muerte ella misma si osábamos seguirla.
- ¡Ja! Y nos dejaron al viejo barbudo, que tanto apreciaba a tu hija, mamá. - prosiguió Elentur.
- Y también tu hermana, no lo olvides, Elen. - lo interrumpió su hermano Isiltur.
- ¿Y ahora eso qué más da? - se carcajeó Anartur - Gil se fue, y nosotros matamos a ese Fiel, y gravamos a puñaladas su nombre en su pecho antes de dejarlo frente a las puertas de Osgilliath. El Reyezuelo Meneldil, hijo de Anárion el Chafado por una Piedra, seguramente quedó muy afectado al verle.
- Hijos. - Nar les miró, pálida como un cadáver - ¿Cuáles eran sus nombres? - ¿Los de quién? - preguntaron Elen y Anar al mismo tiempo.
- Los de todos. - dijo Isil con voz ronca - Aquél cuya testa colgaba de la silla, madre, era Earsoron, y los nombres de los que huyeron con mi hermana eran Arthoron, Thoronion, Arphenrhaw y las esposas de Earsoron y Arthoron, Loteriel y Glorwingen.
- Estas empezando a hablar como uno de esos necios, Isil. - Anartur le dirigió una mirada dura y llena de reproche.
- ¡Necio es lo que hay que ser para no ver el dolor que asoma a los ojos de vuestra madre! - les espetó el aludido, airado - ¿Les conocías, amme? - No lo sé. - sollozó ella, levantándose y dirigiéndose a su habitación.
* * *
Si que lo sabía, y bien. Sus propios hijos. ¡sus propios hijos habían matado a aquél hombre que había sido un padre para ella! El llanto se apoderó de ella, sacudiéndole los hombros. Debía de hacer horas y horas que lloraba. Se apoyó en el alféizar de la ventana y dejó que la brisa de la noche le despeinara los largos cabellos. Por alguna extraña razón, el resplandor de la última flor de Telperion apagaba todas las estrellas, y el pálido Tilion iluminaba una figura de larga cabellera que se acercaba en silencio. La figura de Isil llegó hasta la ventana, y tomó una de las manos de su madre.
- Amme. - se mordió el labio. Si sus hermanos le descubrían le rebanarían la cabeza a él, y tampoco quería arriesgar a su madre a la ira de Elen y Anar. Aún así, tomó aire y, al ver que Nar le miraba, prosiguió - Gil me dijo que te llevara un mensaje. Dijo que. que había visto a tus padres y les había besado la frente, y que la Casa de Tarsoron seguía siendo grande, y que Meneldil te enviaba todo el amor que te profesó durante quince años. ¿Amme?
- ¿Qué, ónya?[10] - le temblaban los labios.
- Lo recuerdas todo, ¿verdad?
- Sí.
- Ven, ven conmigo, madre.
Secándose los ojos, Nar se apoyó en los hombros de su hijo menor y saltó fuera. Cogida de la mano de Isil, llegaron a los establos, y el joven descolgó el macabro trofeo de su silla. Con reverencia lo puso en manos de su madre, quien contempló durante largos momentos el rostro pálido y desfigurado en una mueca de horror, los labios finos, casi ocultos entre la oscura y tupida barba. Vio los ojos profundos, de color castaño, inyectados en sangre e ira, velados por la muerte. Acarició los cabellos largos y enredados, la sangre seca separándolos en mugrientos mechones, sonrió al ver el débil color plateado de las sienes. Luego, lo apretó contra el pecho y echó a correr. Isil la miró alejarse y, cuando casi la había perdido de vista, se lanzó a la carrera tras ella.
Para cuando llegó dónde estaba su madre, ésta ya había llegado a las afueras del puerto y, con un palo, estaba cavando un agujero. Isil la observó oculto por las sombras, y tembló, pues sentía los sentimientos de su madre hiriéndole el alma y la piel. Vio como Nar besaba la frente grisácea del muerto, y depositaba el cráneo en el agujero que había conseguido cavar. Lo cubrió con cuidado, con ternura, e imploró en silencio a los Ainur y a Eru que lo acogieran allá dónde descansaban las almas de los mortales. Entonces, pálida y fría, se giró hacia donde estaba su hijo, y le dijo, cerrando los ojos:
- Me llamo Narwavilwa Vornenien, y mi madre era de la Casa de Tarsoron, y murió cuando yo no contaba el año. Viví con mi primo y su esposa, quienes me dieron el amor de los padres que no tuve, pues mi padre murió en manos de Sauron, y ahora solo yo y tu hermana sabemos quien era, pero ni la muerte podrá arrebatarme su nombre de los labios, Isil. aunque tu merezcas saber de quién eres descendiente. ¿Sabes, Isiltur? Este hombre a quién habéis dado muerte, era mi primo. Era el padre que yo amé.
Una lágrima se deslizó por sus mejillas, y se llevó la mano al corazón. Su hijo, en un ataque de extraña compasión, desenvainó un puñal con incrustaciones de ithildin, que ahora refulgían bajo la luz de la Luna, y le ofreció el mango a su madre. Ésta lo tomó con la mano temblorosa, y le sonrió.
- Corre, hijo de Elenna. - serena, dirigió la afilada punta del puñal a su escote, justo encima del corazón - Nai Eru varya ar varyuva ten, melda ónya, i umatye saura. Nai Eru varyuva len.[11]
E Isil echó a correr hacia la casa que se entreveía en la lejanía. Supo con una hiriente certeza que su madre se desplomaba metros por detrás de él y que no podía hacer nada: el desconsuelo era demasiado grande. Deseó ardientemente poder olvidar todo lo que había sucedido, y volver a empezar. Pero el ayer es traidor, y nunca vuelve. Y lo único que él podía hacer era seguir corriendo y llegar al portal, soltar la funda del cuchillo en la mesa de la entrada y meterse en la cama, tal como hizo.
Luego, bañado por la luz blanca que entraba por la ventana, intentó no llorar.
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1-Narwavilwa, hija del fuego
2-querida
3-Mamá.
4-Earsoron, hijo de hermano, dile en un futuro a Narwavilwa que vuele hacia dónde el hijo de Arien está enterrado, que ella es del mismo linaje del Alto, aquél que murió entre las manos de Sauron.
5-¡Eru, cruel Ilúvatar! ¿Porqué es Elendil el padre de mi padre y yo no soy una princesa por ley? ¿Porqué has roto mi alma en pedazos con este secreto, madre?
6-Adiós
7-Ve en paz, hija mía querida, ve en paz y recuérdanos
8-Tres Gemelos
9-Digas bien o digas mal, ella se irá. No tienes poder sobre Giledhel, ni tampoco yo. Ojalá suba la montaña de su vida y llegue a la cima. Quizá se cierre el círculo.
10- Hijo mío
11-Que Eru te proteja ahora y en el futuro, mi amado hijo, tu que no eres corrupto. Que Eru te proteja en el mañana.
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Narwavilwa: Fuego Revoloteante
Earsoron: Águila del Mar
Eru: El Único, dios supremo
Vornen: Agua Fiel
Anar: el Sol
Isil: la Luna
Elenna: Hacia la estrella. Númenor, la isla perdida.
Úrimion: Nacido en Agosto
Verieldur: Servidor del Valor.
Meneldil: Amante de los Cielos
Arthoron: Águila Noble
Rath Dínen: la Calle del Silencio
Varda: Diosa "menor", creadora de las estrellas
Luinecollo: Manto Azul
Arien: "ángel" femenino que conduce el barco del Sol.
Anárion: Hijo del Sol. Hijo menor del rey Elendil el Alto.
Elendil: Amante de los Elfos, o Amante de las Estrellas.
Isildur: Sirviente de la Luna, hijo mayo de Elendil.
Ilúvatar: Padre de Todo, Eru.
Minas Anor: Torre del Sol, ciudad de Gondor.
Loteriel: Doncella Enguirnaldada con Flores
Haradrim: habitante de Harad, región al sur de Gondor.
Los Cantores: Dioses "menores" hijos de Eru, que crearon el Mundo.
Osgilliath: Fortaleza de las Hueste de Estrellas, capital de Gondor.
Ithilien: Región de más al sur de Gondor.
Umbar: puerto de Harad, donde habitan los famosos Corsarios, o Númenoreanos Negros.
Surocco: Corcel de Viento
Míritur: Señor de las Joyas
Ar-Phârazon el Dorado: último Rey de Númenor, que provocó su hundimiento.
Atalante: Sepultada, caída. Númenor.
Arda: El mundo conocido.
Mithril: Metal precioso diez veces más valioso del oro, y muy poco abundante.
Giledhel: Elfo de Luz
Anartur: Señor del Sol
Elentur: Señor de las Estrellas
Isiltur: Señor de la Luna
Endor: la Tierra Media
Arphenrhaw: Noble León
Thoronion: Hijo del Águila
Glorwingen: La del Rocío Resplandeciente
Telperion: Árbol santo, plateado, que producía Luz y fue asesinado.
Tilion: "Ángel" conductor de la Luna
Ithildin: Brillo de luna. Metal que solo refleja la luz de la luna y las estrellas.
