Nárya se levantó de nuevo, sonriendo. Se había pasado meses con fiebre, y estaba débil, sí, pero no sin ilusión ni sin ganas de irse. Thalion y Valan se iban al norte... ella y la niña se irían al Sur, aunque no se lo había dicho a nadie. Primero pensó en marchar a Umbar, como tantos habían hecho ya... Pero no, ahí estaría Élestel, posiblemente, y no quería volver a verle si no era necesario.
Se asomó a la ventana. Todo le era tan familiar que le resultaba extraño... Familia. Eso era lo que necesitaba. ¡Volver a ver a su familia! Sólo le quedaba su abuela paterna o, al menos, algun pariente de ella. Se acordó de los bailes de su niñez, de las caras pálidas y los cabellos oscuros de las jovenes haradrim de más al norte... y de ella.
Su piel era más oscura que la de la gente del norte, sus cabellos negros y rizados. Sus ojos, del mismo color que la tierra mojada, profundos, grandes, hermosos. Se acordó del oro de sus brazaletes, y el rojo de sus ropas... y de la armadura (la que aún llevaba) que le había regalado la última vez que se vieron, cuando ella tenía poco más de 18 años.
Sonrió. Ahora ya sabía dónde ir: Harad, el Lejano Harad y sus vastas estepas, sus animales esquivos, y sus gentes de piel oscura. El Harad de su niñez y de sus tiempos de desespero. El único lazo que le quedaba con la familia.
**********
Acababa de ensillar a Morsúre. Llevaba unos ligeros pantalones de fina piel ocre, como gamuza, y una camisa sin mangas del mismo tipo. La espada corta le colgaba del cinturón, como la bolsa con las medicinas y la del dinero. Tan solo una larga tira de cuero oscuro, atada con un extraño nudo, que le ceñía la frente era nueva en su atuendo. Nár había decidido volver a llevar la honda. En su brazo lucía un brazalete rojo, y sobre su pecho una pequeña placa de hueso con dibujos negros. Anâth, como siempre, la llevaba atada con una tira de tela, a su espalda, dejándole libres las piernas y los brazos para que pudiera moverse mientras ella cabalgaba.
Todos su pertrechos estaban sobre el lomo del paciente y fiel animal negro, que esperaba impaciente a sus amazonas. Llevaba los venablos a ambos lados de la silla, accesibles en caso de necesidad, y frente a ella, en un recipiente de madera que parecía hecho a medida para esa silla y ese cometido, llevaba unos cuantos puñados de cantos rodados pequeños, pero lo suficientemente grandes para aturdir a quien hirieran, si iban a suficiente velocidad.
Montó con un salto ágil, acomodó a la niña, que parloteaba divertida, para que no le molestaran los bultos del equipaje, y chasqueó las riendas. Se giró, mientras el caballo empezaba a galopar, y contempló el CEA.
Mientras se alejaba de cada vez más, pensaba en lo que llegaría a hacer Thalion si se enteraba. Sonrió para sus adentros y fijó la mirada en el horizonte.
Habían ido pasando los días.
A media tarde, después de levantarse, Nár había visto un grupo de tiendas bajas en el horizonte. "Si me doy prisa", pensó, "quizá llegue antes del ocaso y tenga tiempo de ver si es un grupo nómada o si son comerciantes. A decir verdad, no me fío de los comerciantes..." Su mente siguió con sus divagaciones.
De lejos, nadie habría dicho que aquella figura vestida con largas vestiduras y con la cabeza cubierta por un extraño tocado era Nárya. Si bien las que llevaba no eran las ropas de los habitantes del desierto, tampoco eran las que usualmente vestía: sabía que el contacto directo Sol abrasador con la piel era más peligroso que no su calor que la atormentaba bajo la ropa. Apretó a Anâth contra su pecho, cubriéndola con telas, sin despertarla, y montó a Morsúre.
*************
El Sol estaba a punto de llegar a la línea del horizonte, y Nár aún no había llegado. Suspiró, contrita y, de pronto, sus musculos se tensaron. Alguien, y posiblemente también un animal, estaban a sus espaldas. Maldijo en silencio el no poder dejar a la niña en el suelo, y rememoró uno de los pocos conjuros que aún recordaba.
Odiaba usar la magia, le parecía un método indigno de derrotar a alguien, pero a veces le había sido útil. La última vez que la había usado había sido en Harad, también. Sonrió. Mientras las palabras se formaban silenciosas en sus labios, una imagen se formó frente a sus ojos, como un espejismo: un joven y a su lado un animal muy grande. Se sorprendió al creer reconocer en esa silueta a un felino con grandes dientes, y en la que estaba a su lado, cierto parecido con Baik. Era una pena que su hechizo solo le diera imágenes de quienes estaban tras ella, y no nombres. Sino, le hubiera reconocido enseguida.
Desenvainó con un rápido movimiento con la mano libre, apretando a la niña con la otra, y se quedó mirando a quien, con una ceja enarcada, la miraba a ella.
Se asomó a la ventana. Todo le era tan familiar que le resultaba extraño... Familia. Eso era lo que necesitaba. ¡Volver a ver a su familia! Sólo le quedaba su abuela paterna o, al menos, algun pariente de ella. Se acordó de los bailes de su niñez, de las caras pálidas y los cabellos oscuros de las jovenes haradrim de más al norte... y de ella.
Su piel era más oscura que la de la gente del norte, sus cabellos negros y rizados. Sus ojos, del mismo color que la tierra mojada, profundos, grandes, hermosos. Se acordó del oro de sus brazaletes, y el rojo de sus ropas... y de la armadura (la que aún llevaba) que le había regalado la última vez que se vieron, cuando ella tenía poco más de 18 años.
Sonrió. Ahora ya sabía dónde ir: Harad, el Lejano Harad y sus vastas estepas, sus animales esquivos, y sus gentes de piel oscura. El Harad de su niñez y de sus tiempos de desespero. El único lazo que le quedaba con la familia.
**********
Acababa de ensillar a Morsúre. Llevaba unos ligeros pantalones de fina piel ocre, como gamuza, y una camisa sin mangas del mismo tipo. La espada corta le colgaba del cinturón, como la bolsa con las medicinas y la del dinero. Tan solo una larga tira de cuero oscuro, atada con un extraño nudo, que le ceñía la frente era nueva en su atuendo. Nár había decidido volver a llevar la honda. En su brazo lucía un brazalete rojo, y sobre su pecho una pequeña placa de hueso con dibujos negros. Anâth, como siempre, la llevaba atada con una tira de tela, a su espalda, dejándole libres las piernas y los brazos para que pudiera moverse mientras ella cabalgaba.
Todos su pertrechos estaban sobre el lomo del paciente y fiel animal negro, que esperaba impaciente a sus amazonas. Llevaba los venablos a ambos lados de la silla, accesibles en caso de necesidad, y frente a ella, en un recipiente de madera que parecía hecho a medida para esa silla y ese cometido, llevaba unos cuantos puñados de cantos rodados pequeños, pero lo suficientemente grandes para aturdir a quien hirieran, si iban a suficiente velocidad.
Montó con un salto ágil, acomodó a la niña, que parloteaba divertida, para que no le molestaran los bultos del equipaje, y chasqueó las riendas. Se giró, mientras el caballo empezaba a galopar, y contempló el CEA.
Mientras se alejaba de cada vez más, pensaba en lo que llegaría a hacer Thalion si se enteraba. Sonrió para sus adentros y fijó la mirada en el horizonte.
Habían ido pasando los días.
A media tarde, después de levantarse, Nár había visto un grupo de tiendas bajas en el horizonte. "Si me doy prisa", pensó, "quizá llegue antes del ocaso y tenga tiempo de ver si es un grupo nómada o si son comerciantes. A decir verdad, no me fío de los comerciantes..." Su mente siguió con sus divagaciones.
De lejos, nadie habría dicho que aquella figura vestida con largas vestiduras y con la cabeza cubierta por un extraño tocado era Nárya. Si bien las que llevaba no eran las ropas de los habitantes del desierto, tampoco eran las que usualmente vestía: sabía que el contacto directo Sol abrasador con la piel era más peligroso que no su calor que la atormentaba bajo la ropa. Apretó a Anâth contra su pecho, cubriéndola con telas, sin despertarla, y montó a Morsúre.
*************
El Sol estaba a punto de llegar a la línea del horizonte, y Nár aún no había llegado. Suspiró, contrita y, de pronto, sus musculos se tensaron. Alguien, y posiblemente también un animal, estaban a sus espaldas. Maldijo en silencio el no poder dejar a la niña en el suelo, y rememoró uno de los pocos conjuros que aún recordaba.
Odiaba usar la magia, le parecía un método indigno de derrotar a alguien, pero a veces le había sido útil. La última vez que la había usado había sido en Harad, también. Sonrió. Mientras las palabras se formaban silenciosas en sus labios, una imagen se formó frente a sus ojos, como un espejismo: un joven y a su lado un animal muy grande. Se sorprendió al creer reconocer en esa silueta a un felino con grandes dientes, y en la que estaba a su lado, cierto parecido con Baik. Era una pena que su hechizo solo le diera imágenes de quienes estaban tras ella, y no nombres. Sino, le hubiera reconocido enseguida.
Desenvainó con un rápido movimiento con la mano libre, apretando a la niña con la otra, y se quedó mirando a quien, con una ceja enarcada, la miraba a ella.
