TITULO: El final del viaje (4/7)
AUTOR: Zauberer S.
EMAIL: zaubererslyth@yahoo.es
RATING: PG
PAIRING: Aragorn/Arwen, pero en realidad todo se reduce a Aragorn/Legolas.
DISCLAIMER: Los personajes retratados aquí no son míos (suspiro de alivio al pensar que Arwen no es mía) sino de J.R.R.Tolkien.
SUMMARY: Una historia de amor, de algún modo empequeñecida por la historia de amor que nunca debió ser, que no sobrevivió.
EL FINAL DE VIAJE (Arwen)
Hacía frío, lo cual era extraño porque casi nunca hacía frío en Rivendel. Las hojas de los árboles caían, tentando a ser recogidas en la palma de la mano, y ante ellos se abría un otoño que prometía ser eterno.
Corría una brisa fresca y Aragorn comenzó a ponerse la camisa, tomando un momento para recobrar el aire. Una mano le tocó la nuca, jugando con los rizos oscuros que se formaban allí. Tenía tierra en los pantalones y pequeñas ramas y hojarasca se le enredaban en el pelo.
- Siempre has sido demasiado serio para tu edad.
Aragorn se volvió, intentando una tímida sonrisa para satisfacerla, mientras se anudaba los cordones de la camisa.
- Deberíamos volver, estamos a plena vista.
La luz comenzaba a robarse de la tarde y las sombras de los árboles comenzaban a asemejarse a amenazantes figuras, un poco antes de que se encendiesen las luces azuladas de Rivendel.
Arwen observaba como Aragorn terminaba de vestirse con calma. Había sido un niño triste que se había convertido en un muchacho triste, y aún más triste después de hacer el amor. Le besó el cuello, el cabello, la línea del hombro. Le atrapó entre sus brazos, poniendo una mano sobre el corazón del joven. Las profundas raíces de los árboles les servían de cobijo.
Aragorn era solo un muchacho y el deseo nacía fácilmente en su vientre, así que trató de no prestar mucha atención a las caricias de la elfa, y se concentró en seguir poniéndose las botas.
- ¿Qué pasa? - preguntó Arwen.
Él le apartó las manos del pecho, haciendo amago de incorporarse.
- Ya sabes lo que pasa.
Arwen lo sabía, pero por una vez había decidido ser egoísta. No quería compartir a Aragorn con el resto del mundo, no quería batallas ni triunfos, ni la forja de un héroe, ni esperar a que el hombre al que amaba se convirtiese en el hombre al que todos habrían de amar.
Solo quería quedarse tranquila a la sombra de un árbol, y hacer el amor sobre la tierra desnuda y después quitarse hojas del pelo. No quería para sí nada más que eso.
- No me gusta mentir - Parecía que Aragorn masticase las palabras como se mastica tabaco. - No me gusta mentirle a tu padre.
Ya se levantaba, sin esperar a que Arwen terminase de vestirse, sin mirarla. Elrond le había dicho que no podía tocar a su hija hasta que no hubiese demostrado su grandeza.
Pero sí que la había tocado. Repetidamente. Y cada vez que lo hacía la vergüenza y el arrepentimiento se apoderaban con fuerza de él. Sin embargo, no podía detenerse.
- Sube a mi habitación.
La voz de Arwen era como la de un fantasma. Aragorn se volvió hacia ella cuando la luz del crepúsculo teñía sus cabellos de cobre. Se acercó y le tomó el rostro entre sus manos, pero sin atreverse a cerrar del todo la distancia.
- Quiero saber lo que es despertarse a tu lado.
El corazón del joven se conmovió con estas palabras. La piel de la elfa era suave mármol bajo sus dedos, y nada quería más en este mundo que ver la primera luz del alba recorrer la curva de su espalda.
- Arwen, no me tientes.
Había suplica en su voz, y cuando levantó el rostro para mirarla, Arwen sintió el frío de la noche. Aragorn la miraba como si fuese un sueño, un fantasma. Le abrazó, con tanta fuerza que podía notar sus costillas bajo la piel. Ella, que era sabia y había vivido tantas vidas de mortales, parecía una niña asustada en sus brazos. El joven sólo podía sujetarla, sostenerla entre sus brazos, como animalillo herido que busca cobijo y calidez.
Arwen le habló con la voz rota e incendiada de deseo.
- Me dijiste que yo era la joya más preciada de Rivendel - Su respiración humedecía la camisa de Aragorn. - Pero tú eres mi joya más preciada.
Le apretó contra ella, como si ni todas las edades de la tierra pudiesen llevárselo lejos.
En la piel de Arwen persisitía aún el olor de Aragorn, su sabor, igual que el de ella permanecía sobre Aragorn.
Las manos del joven temblaron cuando la apartó un poco y le obligó a mirarle. Pero en sus ojos Arwen sentía la misma sombra, la misma distancia.
- Arwen... No te separes de mí jamás. Prométemelo.
- No me separaré de ti jamás. Ni siquiera aunque tú me lo pidas.
Aragorn la besó en el cuello y ella repitió esas últimas palabras como si fuesen una amenaza.
...
Cuando tenía veintiséis años, en uno de su viajes, y aunque ya era un arquero notable por sí mismo, Aragorn aprendió a dominar el arco y las flechas a su voluntad, estudiando la maestría de Legolas del Bosque Negro, quien durante unos pocos días accedió servirle de maestro.
Aragorn le contó esto a Arwen en el próximo de sus efímeros encuentros, cada palabra reluciente con la admiración y el cariño que el mortal sentía por la raza de los elfos.
Arwen sonrió complacida por sus aventuras, pero no quería ya escuchar más y le tapó la boca con un beso.
...
El día que la Compañía partió de Rivendel Arwen decidió que lo Aragorn había sentido por ella nunca había sido amor, sino la sombra del mismo.
Arwen había crecido seria, igual que Aragorn, y la sabiduría de los elfos ensombrecía aún más un rostro que, sin embargo, se hacia más bello con esta melancolía. Durante los largos años que precedieron a su encuentro con el hijo de Arathorn su alma y su vida eran hielo azul, y el cariño que le unía a sus padres y hermanos no había logrado calentarla.
Lo primero que oyeron los elfos fue el ruido de una corriente, el agua contra las piedras, y ese sonido pervivió en Arwen hasta despertar el día que puso su oído sobre el pecho de Aragorn y bajo él un corazón latiendo. Entonces la elfa descubrió lo que era el amor, el calor, la vida en su plenitud.
Y nunca más quiso vivir sin esa sensación.
En los mismos ojos de su prometido había visto reflejada una emoción parecida, y la supuso igual, hasta el día en que vio partir a Aragorn hacia Mordor para destruir el Anillo Único.
Los momentos de felicidad eran abrumadores, precismente debido a su brevedad, como estrellas fugaces que iluminan el cielo sólo durante un momento y te abandonan el resto de la noche para que en la oscuridad te preguntes si era sólo la estela de tus propios sueños lo que se veía más allá de las nubes. Aragorn le tapaba los ojos y le besaba las orejas, dientes contra piel, jugando a esconderse entre los árboles de Rivendel. Y Arwen, que no dudaba de la grandeza del destino de su amado, hablaba de viajes imaginarios, hacía promesas con dedos sobre piel.
Aragorn callaba, pues el peso de la espada quebrada era demasiado para su cinto. Pero ella no podía detenerse, y parecía, a cada beso, la más joven e imprudente de las elfas.
Me llevarás a Ithilien, decía. A que su serena belleza apacigüe mi corazón.
Él callaba y cubría sus labios de besos.
Me llevarás a Minas Tirith, decía Arwen. Para que su blanca grandeza me deslumbre.
Él callaba y la apretaba fuerte contra su corazón.
- ¿Qué puede haber - le preguntó un día él - entre las posesiones de los Hombres cuya belleza sea más deslumbrante que la de las cosas entre las que has crecido, creadas por la mano de los elfos?
- Tú - respondió Arwen.
El momento de que ese destino se cumpliese llegó. La elfa entregaba sus besos al hoy pero mantenía sus sueños fijos en el mañana. Y el mañana había llegado.
Por peligroso que fuese el camino, si Aragorn era capaz de recorrerlo con éxito la indecisión se terminaría, ya no habría más brevedad, más secretos, más remordimiento.
Y ya no habría más ausencia.
A pesar de todas las protestas de Aragorn, intentando convencerla para partir de la Tierra Media, aquellas palabras no eran nada nuevo para Arwen y, como en anteriores ocasiones, decidió desoírlas.
Aquella mañana en que el Portador del Anillo partió de Rivendel hacia el Monte del Destino Arwen por fin pudo ver amor en los ojos de Aragorn. Pero no fue cuando la miraba a ella.
Ataviado de humilde montaraz esperó a que el resto de la Compañía se pusiese en marcha, de pie junto a las puertas de Imladris. Se despedía de ella con la mirada y con una sonrisa. Siguiendo a los otros siete compañeros, el elfo Legolas pasó a su lado. Él y Aragorn intercambiaron una breve mirada, directa el elfo, de soslayo el hombre.
Cuando volvió el rostro hacia Arwen y recobró su expresión primigenia ya era demasiado tarde.
Ella ya lo había visto.
Amor en los ojos de Aragorn.
Tan diferente al destello que ella provocaba. Todo lo que antes había tenido por amor palidecía comparado con esta nueva luz, como una joya tan hermosa que hace que el mundo alrededor parezca más oscuro y gastado.
Arwen deseó con avidez que esa mirada fue para ella, pues ni todas las edades de la tierra habían contemplado expresión más bella y sincera.
...
Su marido reposaba en el bordillo de una fuente, sumergiendo sus manos en la clara agua, como un niño que juega con las ondas que se forman. Arwen le observaba desde un soportal, viendo como la luz del mediodía acaramelaba sus facciones, las teñía de ámbar, y Arwen pensaba que era muy bello, incluso ahora que las ropas reales, un manto de terciopelo rojo ribeteado en oro, con tres botones de plata, intentaban ocultar sin éxito su ingobernable energía de montaraz.
El antiguo y serio Aragorn dormía en algún lugar de su pecho, y el nuevo rey de los Hombres era una versión más taimada, más cariñosa y triste.
Arwen se acercó sin hacer ruido, escuchando el chapoteo del agua, en una mañana sin viento que no dejaba que ningún sonido se escapara al oído atento. El día era claro y el sol les iluminaba profusamente, a pesar de ser aún invierno. El pequeño patio había sido limpiado con sumo cuidado y cariño a primera hora y el enlosado relucía como plata perfecta y virgen.
El rey canturreaba algo, y parecía aliviado por dejar de lado un día sus obligaciones, preparado para recibir al príncipe de Ithilien, que acudiría con acostumbrada puntualidad, como todos los meses.
El rey cantaba algo en susurros, pero como ocurría últimamente, solo eran tristes versos de una canción sobre desgracias, o acaso era uno de los poemas que había escrito cuando era mucho más joven. Arwen no tenía que entender las palabras para saber que eran melodías teñidas de melancolía, pues no estaba ciega, y veía dentro de los ojos de Aragorn los añicos de su corazón roto, pedazo a pedazo, ocultos pero nítidos como la claridad del día.
Él nunca se permitía a sí mismo mostrarse triste ante su esposa y sin embargo Arwen sabía que estaba triste. Sus manos pasaban sobre ella con la suavidad acostumbrada, sus besos eran profundos como siempre y sus palabras solo profesaban amor por ella. Pero Arwen quiso ser egoísta y negarse a reconocer que esas palabras no equivalían al amor mismo.
Quizá en toda la Tierra Media ella fuese la única que lo sabía. Un secreto guardaba en su corazón, un secreto que asombraría al mundo, un secreto que estaba consumiendo a su marido poco a poco. Ningún verso cantaría la historia, ni siquiera los del rey, y para siempre sus brazos solo abrazarían a Arwen, y sus labios solo la besarían a ella.
Es lo que siempre había querido. Comparado con eso el sacrificio de saber la verdad parecía insignificante. Cada caricia era un poco menos de lo que ella esperaba, cada palabra un poco menos sincera que las de ella pero Aragorn le pertenecía. Lo quisiese o no, así era ahora. Él había tomado esa decisión, fuesen cuales fuesen los motivos, y Arwen iba a hacer todo lo posible por convencerle de que había sido la correcta.
Muchos pensarían de ella que albergaba la secreta esperanza de que Aragorn se olvidase del pasado y comenzase a amarla de nueva. Arwen era más inteligente que todos ellos. Tal esperanza no existía. Legolas no era el pasado. Era el presente y futuro de Aragorn. Estaba en cada aliento, habitaba su lecho nupcial, estaba en cada latido y Arwen se pregunta si antes de él latía el corazón del montaraz. Todo lo ocupaba el elfo, incluso en la distancia, ni la ausencia ni la muerte podían borrar su estela, cada mirada al Oeste desde los balcones en los que soprendía a Aragorn de noche era para él, y Arwen se había acostumbrado a vivir con ese conocimiento. La alternativa era dejar a Aragorn marchar. Y eso era inconcebible.
Arwen no era estúpida. En incontables ocasiones había escuchado a su marido decir que ella era el amor de su vida, y Arwen nunca dudó de que Aragorn lo creyese al decirlo. Pero ella sabía la verdad mejor que él, en este caso. Aragorn la amaba pero ella no era el amor de su vida.
El rey amó de verdad una vez, sí, y con orgullo podía decir que era la única que notaba la diferencia.
Bueno, quizás no la única, pensaba Arwen mientras se volvía para dar la bienvenida a Eowyn, quien se acercaba vestida de marrón y con el cabello despeinado que de algún modo empequeñecía su presencia casi regia.
- Faramir se ha quedado hablando con la guardia un momento, en seguida subirá.
La hermana del rey de Rohan siempre había extendido la más impecable de las cortesías ante la reina de Gondor, y sin embargo Arwen notaba cierta frialdad en el trato, algo parecido al resentimiento. No podía fingir que no sabía la causa.
La sonrisa de Eowyn era deslumbrante y a Arwen le pareció que no podía haber hombre en el mundo que no estaría dispuesto a hacer lo que fuese por poner aquella sonrisa en aquel rostro. La joven miró hacia el lugar donde estaba sentado el rey, que seguía ignorante de la presencia de ambas. Algo se iluminaba en sus ojos cada vez que miraba a Aragorn, y no estaba en su temperamento esconderlo, ni siquiera ante su esposa.
Arwen conocía bien esa mirada y no sentía celos. No era muy distinta de la mirada que ella misma tendría cuando conoció a Aragorn. Y las visitas del príncipe de Ithilien y su esposa siempre conseguían sacar al rey de su mal escondida melancolía.
- ¿Se ha hecho daño?
Arwen había reparado el la mano vendada de Eowyn, aunque no sabía decir si era la tela o la piel la más blanca de las dos, tan pálida era la chica. Se rubirizó un poco, escondiendo la mano tras ella con un gesto infantil.
- No es nada, Faramir y yo estábamos practicando con la espada y...
La presencia de la reina siempre intimidaba un poco a Eowyn y ahora lamentaba haber subido sola, aunque fuese con la esperanza de hablar con Aragorn un momento sin interrupciones.
La elfa miró más allá de Eowyn, al horizonte, con la vista fija en algún lugar entre Gondor y Rivendel, en algún lugar entre el amor que debió ser y el amor que fue pero no para ella.
- Si yo empuñase un arma, como tú y como Faramir... ¿Podría mi rey amarme como a vosotros?
- ¿Qué decís, mi señora? El rey os ama.
Incluso al decirlo, al pronunciar las palabras, Eowyn se daba cuenta de que era una mentira y temía que su voz la hubiese delatado. Así que Eowyn lo sabía, pensó Arwen. Lo sabía y había decidido compadecer al rey y no a ella.
Arwen se volvió hacia ella con un sonrisa secreta, recordando su promesa de no abandonar nunca a Aragorn, incluso aunque él se lo pidiese. Pero él no se lo había pedido, nunca había dicho nada. Nunca había pedido nada para él y por una vez Arwen se permitía ser egoísta y mentirse a sí misma.
- Tienes razón, - le dijo a Eowyn - él me ama.
NOTA DE LA AUTORA: Es un viaje realmente extraño intentar encontrar la voz de un personaje que no te inspira simpatía (me pasó lo mismo al escribir a Sirius Black por primera vez, pero desde entonces mis sentimientos hacia él han cambiado). Primero: No me gusta Arwen, nunca me ha gustado y nunca me gustará. Segundo: Me doy cuenta de que en el intento de encontrar la voz de Arwen me he apartado un poco del canon, pero esta es MI Arwen y la que mejor lograba encajar en la particular tragedia de Aragorn y Legolas. Tercero: Este es el capítulo que más trabajo me ha costado, y aunque ha sido divertido hay algo que no consigue satisfacerme de él pero es NECESARIO para que los siguientes tres funcionen. Por último: Mi entendimiento del personaje y mi propia resuloción de escribirlo no hubiesen sido lo mismo sin las interminables discusiones de La Macedonia del Anillo.
AUTOR: Zauberer S.
EMAIL: zaubererslyth@yahoo.es
RATING: PG
PAIRING: Aragorn/Arwen, pero en realidad todo se reduce a Aragorn/Legolas.
DISCLAIMER: Los personajes retratados aquí no son míos (suspiro de alivio al pensar que Arwen no es mía) sino de J.R.R.Tolkien.
SUMMARY: Una historia de amor, de algún modo empequeñecida por la historia de amor que nunca debió ser, que no sobrevivió.
EL FINAL DE VIAJE (Arwen)
Hacía frío, lo cual era extraño porque casi nunca hacía frío en Rivendel. Las hojas de los árboles caían, tentando a ser recogidas en la palma de la mano, y ante ellos se abría un otoño que prometía ser eterno.
Corría una brisa fresca y Aragorn comenzó a ponerse la camisa, tomando un momento para recobrar el aire. Una mano le tocó la nuca, jugando con los rizos oscuros que se formaban allí. Tenía tierra en los pantalones y pequeñas ramas y hojarasca se le enredaban en el pelo.
- Siempre has sido demasiado serio para tu edad.
Aragorn se volvió, intentando una tímida sonrisa para satisfacerla, mientras se anudaba los cordones de la camisa.
- Deberíamos volver, estamos a plena vista.
La luz comenzaba a robarse de la tarde y las sombras de los árboles comenzaban a asemejarse a amenazantes figuras, un poco antes de que se encendiesen las luces azuladas de Rivendel.
Arwen observaba como Aragorn terminaba de vestirse con calma. Había sido un niño triste que se había convertido en un muchacho triste, y aún más triste después de hacer el amor. Le besó el cuello, el cabello, la línea del hombro. Le atrapó entre sus brazos, poniendo una mano sobre el corazón del joven. Las profundas raíces de los árboles les servían de cobijo.
Aragorn era solo un muchacho y el deseo nacía fácilmente en su vientre, así que trató de no prestar mucha atención a las caricias de la elfa, y se concentró en seguir poniéndose las botas.
- ¿Qué pasa? - preguntó Arwen.
Él le apartó las manos del pecho, haciendo amago de incorporarse.
- Ya sabes lo que pasa.
Arwen lo sabía, pero por una vez había decidido ser egoísta. No quería compartir a Aragorn con el resto del mundo, no quería batallas ni triunfos, ni la forja de un héroe, ni esperar a que el hombre al que amaba se convirtiese en el hombre al que todos habrían de amar.
Solo quería quedarse tranquila a la sombra de un árbol, y hacer el amor sobre la tierra desnuda y después quitarse hojas del pelo. No quería para sí nada más que eso.
- No me gusta mentir - Parecía que Aragorn masticase las palabras como se mastica tabaco. - No me gusta mentirle a tu padre.
Ya se levantaba, sin esperar a que Arwen terminase de vestirse, sin mirarla. Elrond le había dicho que no podía tocar a su hija hasta que no hubiese demostrado su grandeza.
Pero sí que la había tocado. Repetidamente. Y cada vez que lo hacía la vergüenza y el arrepentimiento se apoderaban con fuerza de él. Sin embargo, no podía detenerse.
- Sube a mi habitación.
La voz de Arwen era como la de un fantasma. Aragorn se volvió hacia ella cuando la luz del crepúsculo teñía sus cabellos de cobre. Se acercó y le tomó el rostro entre sus manos, pero sin atreverse a cerrar del todo la distancia.
- Quiero saber lo que es despertarse a tu lado.
El corazón del joven se conmovió con estas palabras. La piel de la elfa era suave mármol bajo sus dedos, y nada quería más en este mundo que ver la primera luz del alba recorrer la curva de su espalda.
- Arwen, no me tientes.
Había suplica en su voz, y cuando levantó el rostro para mirarla, Arwen sintió el frío de la noche. Aragorn la miraba como si fuese un sueño, un fantasma. Le abrazó, con tanta fuerza que podía notar sus costillas bajo la piel. Ella, que era sabia y había vivido tantas vidas de mortales, parecía una niña asustada en sus brazos. El joven sólo podía sujetarla, sostenerla entre sus brazos, como animalillo herido que busca cobijo y calidez.
Arwen le habló con la voz rota e incendiada de deseo.
- Me dijiste que yo era la joya más preciada de Rivendel - Su respiración humedecía la camisa de Aragorn. - Pero tú eres mi joya más preciada.
Le apretó contra ella, como si ni todas las edades de la tierra pudiesen llevárselo lejos.
En la piel de Arwen persisitía aún el olor de Aragorn, su sabor, igual que el de ella permanecía sobre Aragorn.
Las manos del joven temblaron cuando la apartó un poco y le obligó a mirarle. Pero en sus ojos Arwen sentía la misma sombra, la misma distancia.
- Arwen... No te separes de mí jamás. Prométemelo.
- No me separaré de ti jamás. Ni siquiera aunque tú me lo pidas.
Aragorn la besó en el cuello y ella repitió esas últimas palabras como si fuesen una amenaza.
...
Cuando tenía veintiséis años, en uno de su viajes, y aunque ya era un arquero notable por sí mismo, Aragorn aprendió a dominar el arco y las flechas a su voluntad, estudiando la maestría de Legolas del Bosque Negro, quien durante unos pocos días accedió servirle de maestro.
Aragorn le contó esto a Arwen en el próximo de sus efímeros encuentros, cada palabra reluciente con la admiración y el cariño que el mortal sentía por la raza de los elfos.
Arwen sonrió complacida por sus aventuras, pero no quería ya escuchar más y le tapó la boca con un beso.
...
El día que la Compañía partió de Rivendel Arwen decidió que lo Aragorn había sentido por ella nunca había sido amor, sino la sombra del mismo.
Arwen había crecido seria, igual que Aragorn, y la sabiduría de los elfos ensombrecía aún más un rostro que, sin embargo, se hacia más bello con esta melancolía. Durante los largos años que precedieron a su encuentro con el hijo de Arathorn su alma y su vida eran hielo azul, y el cariño que le unía a sus padres y hermanos no había logrado calentarla.
Lo primero que oyeron los elfos fue el ruido de una corriente, el agua contra las piedras, y ese sonido pervivió en Arwen hasta despertar el día que puso su oído sobre el pecho de Aragorn y bajo él un corazón latiendo. Entonces la elfa descubrió lo que era el amor, el calor, la vida en su plenitud.
Y nunca más quiso vivir sin esa sensación.
En los mismos ojos de su prometido había visto reflejada una emoción parecida, y la supuso igual, hasta el día en que vio partir a Aragorn hacia Mordor para destruir el Anillo Único.
Los momentos de felicidad eran abrumadores, precismente debido a su brevedad, como estrellas fugaces que iluminan el cielo sólo durante un momento y te abandonan el resto de la noche para que en la oscuridad te preguntes si era sólo la estela de tus propios sueños lo que se veía más allá de las nubes. Aragorn le tapaba los ojos y le besaba las orejas, dientes contra piel, jugando a esconderse entre los árboles de Rivendel. Y Arwen, que no dudaba de la grandeza del destino de su amado, hablaba de viajes imaginarios, hacía promesas con dedos sobre piel.
Aragorn callaba, pues el peso de la espada quebrada era demasiado para su cinto. Pero ella no podía detenerse, y parecía, a cada beso, la más joven e imprudente de las elfas.
Me llevarás a Ithilien, decía. A que su serena belleza apacigüe mi corazón.
Él callaba y cubría sus labios de besos.
Me llevarás a Minas Tirith, decía Arwen. Para que su blanca grandeza me deslumbre.
Él callaba y la apretaba fuerte contra su corazón.
- ¿Qué puede haber - le preguntó un día él - entre las posesiones de los Hombres cuya belleza sea más deslumbrante que la de las cosas entre las que has crecido, creadas por la mano de los elfos?
- Tú - respondió Arwen.
El momento de que ese destino se cumpliese llegó. La elfa entregaba sus besos al hoy pero mantenía sus sueños fijos en el mañana. Y el mañana había llegado.
Por peligroso que fuese el camino, si Aragorn era capaz de recorrerlo con éxito la indecisión se terminaría, ya no habría más brevedad, más secretos, más remordimiento.
Y ya no habría más ausencia.
A pesar de todas las protestas de Aragorn, intentando convencerla para partir de la Tierra Media, aquellas palabras no eran nada nuevo para Arwen y, como en anteriores ocasiones, decidió desoírlas.
Aquella mañana en que el Portador del Anillo partió de Rivendel hacia el Monte del Destino Arwen por fin pudo ver amor en los ojos de Aragorn. Pero no fue cuando la miraba a ella.
Ataviado de humilde montaraz esperó a que el resto de la Compañía se pusiese en marcha, de pie junto a las puertas de Imladris. Se despedía de ella con la mirada y con una sonrisa. Siguiendo a los otros siete compañeros, el elfo Legolas pasó a su lado. Él y Aragorn intercambiaron una breve mirada, directa el elfo, de soslayo el hombre.
Cuando volvió el rostro hacia Arwen y recobró su expresión primigenia ya era demasiado tarde.
Ella ya lo había visto.
Amor en los ojos de Aragorn.
Tan diferente al destello que ella provocaba. Todo lo que antes había tenido por amor palidecía comparado con esta nueva luz, como una joya tan hermosa que hace que el mundo alrededor parezca más oscuro y gastado.
Arwen deseó con avidez que esa mirada fue para ella, pues ni todas las edades de la tierra habían contemplado expresión más bella y sincera.
...
Su marido reposaba en el bordillo de una fuente, sumergiendo sus manos en la clara agua, como un niño que juega con las ondas que se forman. Arwen le observaba desde un soportal, viendo como la luz del mediodía acaramelaba sus facciones, las teñía de ámbar, y Arwen pensaba que era muy bello, incluso ahora que las ropas reales, un manto de terciopelo rojo ribeteado en oro, con tres botones de plata, intentaban ocultar sin éxito su ingobernable energía de montaraz.
El antiguo y serio Aragorn dormía en algún lugar de su pecho, y el nuevo rey de los Hombres era una versión más taimada, más cariñosa y triste.
Arwen se acercó sin hacer ruido, escuchando el chapoteo del agua, en una mañana sin viento que no dejaba que ningún sonido se escapara al oído atento. El día era claro y el sol les iluminaba profusamente, a pesar de ser aún invierno. El pequeño patio había sido limpiado con sumo cuidado y cariño a primera hora y el enlosado relucía como plata perfecta y virgen.
El rey canturreaba algo, y parecía aliviado por dejar de lado un día sus obligaciones, preparado para recibir al príncipe de Ithilien, que acudiría con acostumbrada puntualidad, como todos los meses.
El rey cantaba algo en susurros, pero como ocurría últimamente, solo eran tristes versos de una canción sobre desgracias, o acaso era uno de los poemas que había escrito cuando era mucho más joven. Arwen no tenía que entender las palabras para saber que eran melodías teñidas de melancolía, pues no estaba ciega, y veía dentro de los ojos de Aragorn los añicos de su corazón roto, pedazo a pedazo, ocultos pero nítidos como la claridad del día.
Él nunca se permitía a sí mismo mostrarse triste ante su esposa y sin embargo Arwen sabía que estaba triste. Sus manos pasaban sobre ella con la suavidad acostumbrada, sus besos eran profundos como siempre y sus palabras solo profesaban amor por ella. Pero Arwen quiso ser egoísta y negarse a reconocer que esas palabras no equivalían al amor mismo.
Quizá en toda la Tierra Media ella fuese la única que lo sabía. Un secreto guardaba en su corazón, un secreto que asombraría al mundo, un secreto que estaba consumiendo a su marido poco a poco. Ningún verso cantaría la historia, ni siquiera los del rey, y para siempre sus brazos solo abrazarían a Arwen, y sus labios solo la besarían a ella.
Es lo que siempre había querido. Comparado con eso el sacrificio de saber la verdad parecía insignificante. Cada caricia era un poco menos de lo que ella esperaba, cada palabra un poco menos sincera que las de ella pero Aragorn le pertenecía. Lo quisiese o no, así era ahora. Él había tomado esa decisión, fuesen cuales fuesen los motivos, y Arwen iba a hacer todo lo posible por convencerle de que había sido la correcta.
Muchos pensarían de ella que albergaba la secreta esperanza de que Aragorn se olvidase del pasado y comenzase a amarla de nueva. Arwen era más inteligente que todos ellos. Tal esperanza no existía. Legolas no era el pasado. Era el presente y futuro de Aragorn. Estaba en cada aliento, habitaba su lecho nupcial, estaba en cada latido y Arwen se pregunta si antes de él latía el corazón del montaraz. Todo lo ocupaba el elfo, incluso en la distancia, ni la ausencia ni la muerte podían borrar su estela, cada mirada al Oeste desde los balcones en los que soprendía a Aragorn de noche era para él, y Arwen se había acostumbrado a vivir con ese conocimiento. La alternativa era dejar a Aragorn marchar. Y eso era inconcebible.
Arwen no era estúpida. En incontables ocasiones había escuchado a su marido decir que ella era el amor de su vida, y Arwen nunca dudó de que Aragorn lo creyese al decirlo. Pero ella sabía la verdad mejor que él, en este caso. Aragorn la amaba pero ella no era el amor de su vida.
El rey amó de verdad una vez, sí, y con orgullo podía decir que era la única que notaba la diferencia.
Bueno, quizás no la única, pensaba Arwen mientras se volvía para dar la bienvenida a Eowyn, quien se acercaba vestida de marrón y con el cabello despeinado que de algún modo empequeñecía su presencia casi regia.
- Faramir se ha quedado hablando con la guardia un momento, en seguida subirá.
La hermana del rey de Rohan siempre había extendido la más impecable de las cortesías ante la reina de Gondor, y sin embargo Arwen notaba cierta frialdad en el trato, algo parecido al resentimiento. No podía fingir que no sabía la causa.
La sonrisa de Eowyn era deslumbrante y a Arwen le pareció que no podía haber hombre en el mundo que no estaría dispuesto a hacer lo que fuese por poner aquella sonrisa en aquel rostro. La joven miró hacia el lugar donde estaba sentado el rey, que seguía ignorante de la presencia de ambas. Algo se iluminaba en sus ojos cada vez que miraba a Aragorn, y no estaba en su temperamento esconderlo, ni siquiera ante su esposa.
Arwen conocía bien esa mirada y no sentía celos. No era muy distinta de la mirada que ella misma tendría cuando conoció a Aragorn. Y las visitas del príncipe de Ithilien y su esposa siempre conseguían sacar al rey de su mal escondida melancolía.
- ¿Se ha hecho daño?
Arwen había reparado el la mano vendada de Eowyn, aunque no sabía decir si era la tela o la piel la más blanca de las dos, tan pálida era la chica. Se rubirizó un poco, escondiendo la mano tras ella con un gesto infantil.
- No es nada, Faramir y yo estábamos practicando con la espada y...
La presencia de la reina siempre intimidaba un poco a Eowyn y ahora lamentaba haber subido sola, aunque fuese con la esperanza de hablar con Aragorn un momento sin interrupciones.
La elfa miró más allá de Eowyn, al horizonte, con la vista fija en algún lugar entre Gondor y Rivendel, en algún lugar entre el amor que debió ser y el amor que fue pero no para ella.
- Si yo empuñase un arma, como tú y como Faramir... ¿Podría mi rey amarme como a vosotros?
- ¿Qué decís, mi señora? El rey os ama.
Incluso al decirlo, al pronunciar las palabras, Eowyn se daba cuenta de que era una mentira y temía que su voz la hubiese delatado. Así que Eowyn lo sabía, pensó Arwen. Lo sabía y había decidido compadecer al rey y no a ella.
Arwen se volvió hacia ella con un sonrisa secreta, recordando su promesa de no abandonar nunca a Aragorn, incluso aunque él se lo pidiese. Pero él no se lo había pedido, nunca había dicho nada. Nunca había pedido nada para él y por una vez Arwen se permitía ser egoísta y mentirse a sí misma.
- Tienes razón, - le dijo a Eowyn - él me ama.
NOTA DE LA AUTORA: Es un viaje realmente extraño intentar encontrar la voz de un personaje que no te inspira simpatía (me pasó lo mismo al escribir a Sirius Black por primera vez, pero desde entonces mis sentimientos hacia él han cambiado). Primero: No me gusta Arwen, nunca me ha gustado y nunca me gustará. Segundo: Me doy cuenta de que en el intento de encontrar la voz de Arwen me he apartado un poco del canon, pero esta es MI Arwen y la que mejor lograba encajar en la particular tragedia de Aragorn y Legolas. Tercero: Este es el capítulo que más trabajo me ha costado, y aunque ha sido divertido hay algo que no consigue satisfacerme de él pero es NECESARIO para que los siguientes tres funcionen. Por último: Mi entendimiento del personaje y mi propia resuloción de escribirlo no hubiesen sido lo mismo sin las interminables discusiones de La Macedonia del Anillo.
