- CAPÍTULO TRES -
Las cartas misteriosas

Para cuando lo dejaron salir de la alacena ya habían terminado las clases y una semana entera de vacaciones había transcurrido. Bertie y su amigote Gavin andaban por la casa todo el día intentando cazarlo, por lo que él prefería seguir encerrado. Cordelia pasaba el día en casa de sus amigas, así que Aiken no tenía a nadie razonable con quien hablar y se aburría como un hongo. Un día tía Marguerite fue con sus hijos a Londres para comprarle a Bertie el uniforme del colegio, dejando a Aiken en la casa de la señora Figg, que ya estaba casi recuperada. No lo pasó tan mal, porque la anciana se dedicó a contarle historias de cuando ella era joven, y resultaba que había tenido una vida bastante interesante. Él le contó el episodio de la serpiente en el zoológico, y la anciana le dijo: - Pues no me sorprende nada. - ¿Cómo es eso? - Dentro de unos días te enterarás. Tú eres un niño especial, Aiken. El chico quedó sin saber qué decir. ¿Él, un niño especial? ¿Especial cómo? Aiken siempre había pensado que él era de normal para abajo. O sea, más aburrido imposible. Esa tarde Bertie desfiló por el living con su uniforme nuevo, y como no podía ser de otra forma tía Marguerite rompió a llorar de la emoción abrazando a su hijo y gastó un rollo entero de fotos en su gorda figura. - Espero que hagas un buen papel en Smeltings, hijo, como todos los Dursley hemos hecho. Haz que me sienta orgulloso de ti –le dijo tío Dudley. Smeltings era el colegio a donde habían asistido todos los varones de la familia Dursley. El momento tan emotivo hizo que Aiken tuviera que taparse la cara con un almohadón para que no lo vieran reírse. Cordelia, por el contrario, supo mantenerse muy seria en su sitio. Claro que después en el jardín se dedicó a parodiar el lacrimógeno momento ante un Aiken que se revolcaba por el césped de la risa. Su prima tenía madera de actriz. Aiken iría a la secundaria pública de la zona, por supuesto. Él ya se lo esperaba, no había abrigado ninguna esperanza de que los Dursley pagaran por su educación. Pero la idea no le parecía mala, ya que estar en el colegio sin Bertie le parecía fantástico. Era una oportunidad de empezar de cero. Nunca había tenido amigos porque todos en su curso le temían a Bertie y no querían estar en contra de él, por eso nadie le hablaba nunca. Además muchos se burlaban de su ropa vieja y enorme. Sólo esperaba que en la secundaria hiciera algunos amigos. A la mañana siguiente, al entrar a la cocina para preparar el desayuno, vio por la ventana unas cosas grises que parecían ropa tendidas en la cuerda. - ¿Qué es eso? –le preguntó a tía Marguerite, que acababa de entrar del patio. - Tu uniforme del colegio –respondió con los dientes apretados -. Acabo de lavar el uniforme que la señora Grimauld me regaló para ti. Era de su hijo Rusty, se le quedó pequeño y no sabía qué hacer con él, por eso me lo dio. Te quedará como el de todos. Aiken no estaba seguro de eso. Rusty Grimauld era tan enorme como su primo Bertie, y la ropa de su primo no le quedaba para nada bien. Tenía que doblar las mangas de los suéteres varias veces para poder sacar las manos y lo mismo con los pantalones, para no pisárselos. Pero no protestó, sabía que era mejor no decir nada. La supervivencia en casa de los Dursley era algo que se aprendía con los años. Mientras desayunaban se oyó el ruido de las cartas sobre la alfombra del recibidor. - Ve a recoger el correo, Aiken. Él se levantó, caminó despacio hasta el recibidor y tomó los cuatro sobres que había en el suelo junto a la puerta principal. Una postal de la tía Petunia, la factura del teléfono, una carta dirigida al "Gerente General de Grunnings, Señor D. Dursley" y un extraño sobre grande de pergamino escrito con tinta verde esmeralda. Leyó el nombre del destinatario. Casi se cayó del susto. Cerró los ojos y volvió a abrirlos muy lentamente. Nada había cambiado, todavía decía el mismo nombre.

Señor A. Potter
Alacena debajo de las escaleras
4 Privet Drive
Little Whinging
Surrey

¡Sorprendente! ¡Hasta sabían en dónde dormía, quienquiera que fuese! El sobre estaba sellado con lacre, y tenía un escudo raro. Era una H rodeada de cuatro animales: un león, un águila, un tejón y una serpiente. Estaba guardándosela en el bolsillo cuando entró a la cocina. Bertie lo vio y gritó: - ¡Papá, Aiken recibió una carta! Tío Dudley palideció. Luego se levantó de la silla hecho una furia y le exigió a Aiken que le entregara el sobre. - ¡No, es mío! - No seas tonto, ¿quién va a querer escribirte a ti? –le dijo el señor Dursley. Sin necesidad de forcejear mucho (después de todo, él era gordo y enorme y el niño era bajito y flaco) le quitó la carta y ordenó a los tres chicos que salieran de la cocina. Aiken, Bertie y Cordelia apoyaron sus orejas contra la puerta para oír la conversación entre tío Dudley y tía Marguerite. - Tendremos que escribir y decir que no queremos... –decía tía Marguerite con voz temblorosa -. No querría tener un anormal de esos en mi casa... ¿Anormal? ¿Qué quería decir con eso? Aiken dejó de preguntarse estas cosas cuando tío Dudley respondió: - Ya mismo nos vamos de aquí. Si no pueden encontrarlo, no le harán llegar ninguna estúpida carta. No me hace gracia que Bertie tenga que lidiar con un... Un raro, como tuve que hacerlo yo hace años. Media hora más tarde estaban en el coche andando por la autopista. Llevaban un mínimo equipaje, y unas nubes negras se veían sobre el horizonte. Se hizo de noche, y tío Dudley decidió parar en un hotel pequeño hasta la mañana siguiente. Mientras desayunaban se les acercó la recepcionista llevando un montón de sobres de pergamino. - ¿Alguno de ustedes es el señor A. Potter? –preguntó -. Esta mañana encontré el mostrador tapado de cartas como esta. Aiken iba a decir que eran suyas, pero tío Dudley se le adelantó y dijo: - Démelas, que yo me encargo. Ese mismo día las prendió fuego y decidió que deberían irse de allí. Anduvieron dando vueltas todo el día, y de noche se internaron en un bosque. - ¿Nos quedaremos aquí? –preguntó Bertie -. Me perderé mi programa favorito, empieza en media hora. Aiken suspiró. Quería saber qué decían aquellas cartas que le enviaban. El remitente debía de tener urgencia en comunicarse con él. Al día siguiente sería su cumpleaños, y estaba segurísimo de que los Dursley no lo recordarían. Bueno, Cordelia seguro que sí, pero para Aiken ella no contaba como una Dursley. Lo último que le habían regalado había sido una moneda de veinte peniques al cumplir siete años. - Tomen unas mantas. Dormiremos en el coche –dijo tío Dudley. Tío Dudley, tía Marguerite y Bertie se durmieron de inmediato. Aiken miraba la hora en el reloj luminoso que su primo tenía en la muñeca. Pronto se hicieron las doce. - Feliz cumpleaños, Aiken –le dijo su prima antes de dormirse. - Gracias. Ya tenía once años. En septiembre empezaría la secundaria. Estaba por dormirse, pensando en esas cosas y en otras, cuando un golpe sacudió todo el auto. - ¿Quién está ahí? –gritó tío Dudley despertándose sobresaltado. Aiken casi se desmaya. Del lado de afuera del coche, contra su ventanilla, un hombre gigante de cara peluda lo miraba fijamente.