- CAPÍTULO CINCO -
El callejón Diagon

Al día siguiente Aiken no quería abrir los ojos. Temía que todo hubiera sido un sueño, y que no hubiera colegio de magia, poderes ni un gigante llamado Hagrid. - Despierta, Aiken, ya está listo el desayuno. Aiken se levantó del suelo y vio que Hagrid había encendido un fuego y freído unas salchichas. Tomó su parte del desayuno mientras Hagrid escribía algo en un trozo de pergamino. - ¿Qué haces? - Estoy escribiéndole al profesor Dumbledore, diciéndole que irás a Hogwarts. Vamos, apúrate con eso así vamos pronto a comprar tus cosas. Un rato más tarde estaban en un subte camino a Londres. Aiken no paraba de hacer preguntas, mientras Hagrid leía un periódico titulado El Profeta Diario. - ¿De dónde sacaré dinero para comprar todo? - No se lo pedirás a los Dursley, eso te lo aseguro. Tu padre dejó una pequeña fortuna para ti, en Gringotts. - Eso es un banco, supongo. - Sí, es el banco de los magos y está custodiado por gnomos. Una de sus sucursales está en el callejón Diagon, que es a donde vamos ahora. - ¿Callejón Diagon? ¿Qué es eso? - Es una calleja en donde hay todo tipo de cosas que los magos y brujas necesitan. Los que no son magos no pueden entrar ahí, porque no ven la entrada. Se bajaron del subte y empezaron a caminar por las calles de Londres. Luego de algunos minutos estuvieron frente a una taberna de aspecto sucio llamada el Caldero Chorreante. - Aquí está la entrada al callejón –dijo Hagrid. Entraron. El sitio estaba casi vacío. Solo estaba el cantinero, Willard, y algunas personas que estaban ¡saliendo de la chimenea! - Usan polvos flu –le explicó Hagrid al ver la cara de sorpresa de Aiken -. Es un medio de transporte bastante común, aunque no sea mi preferido. Me cuesta entrar en las chimeneas. Se dirigieron al patio. Hagrid sacó de su bolsillo un paraguas rosado estampado, contó tres ladrillos hacia arriba y dos a la derecha encima del tacho de basura y enseguida se abrió un gran agujero en la pared. - Bienvenido al callejón Diagon –dijo con una sonrisa -. Vamos primero a Gringotts, a sacar dinero. Una vez en el banco se encontraron con un par de puertas de plata que tenían una inscripción en ellas:

Entra, desconocido, pero ten cuidado
Con lo que le espera al pecado de la codicia
Porque aquellos que toman, pero no se lo han ganado
Deberán pagar en cambio mucho más
Así que si buscas por debajo de nuestro suelo
Un tesoro que nunca fue tuyo
Ladrón, te lo hemos advertido, ten cuidado
De encontrar aquí algo más que un tesoro

- Hay que estar loco para tratar de robar aquí –dijo Hagrid entre dientes. En el mostrador había un gnomo con cara no muy amigable. Les preguntó en qué podía servirles. Hagrid le dijo: - Venimos a hacer una extracción de la bóveda 825, que pertenece al señor Aiken Potter. - ¿Y tiene la llave, el señor? - Debo tenerla por aquí –musitó Hagrid revolviendo los veinticinco bolsillos que tenía su abrigo -. ¡Ah, sí! ¡Aquí está! Sacó una pequeña llave dorada y se la entregó al gnomo, quien les dijo que lo siguieran. Los hizo subir a un carrito que parecía sacado de una mina, se subió él y arrancó. Descendían por unos túneles a una velocidad vertiginosa. Finalmente se detuvieron. Hagrid tenía un color verdoso en la cara, pero se las arregló para bajar detrás de Aiken. El gnomo abrió la bóveda y el contenido sorprendió al niño. Montones y montones de monedas de oro, plata y bronce llenaban el pequeño recinto. - Las de oro son galleons, las de plata sickles y las de bronce knuts. Con veintinueve knuts formas un sickle y necesitas diecisiete sickles para un galleon –explicó Hagrid. Entre los dos metieron unas cuantas monedas dentro de una bolsa de cuero y volvieron al carrito. Cuando salieron del banco Hagrid dijo: - Bien, ahora vamos primero a comprarte la túnica. Por aquí está Madam Malkin, Túnicas Para Toda Ocasión. Cuando llegaron frente al negocio Hagrid dejó a Aiken allí y fue al Caldero Chorreante a recuperarse del paseo en carrito. Todavía estaba algo verdoso. Aiken entró y casi enseguida una mujer mayor lo atendió: - ¿Hogwarts, querido? Pasa por aquí. Lo hizo subir a un escabel, le pasó una túnica negra por la cabeza y se agachó para marcarle el dobladillo. Aiken miró hacia su derecha. Sobre el escabel de al lado había una niña pelirroja un poco más alta que él a la que también le estaban probando la túnica. Ella lo miró también y le dijo sonriendo: - ¡Hola! ¿También empezarás en Hogwarts? - Sí. - Todos dicen que es lo máximo. ¿No estás ansioso porque llegue el día? - Eh... Sí, pero estoy algo nervioso. - ¿Nervioso? ¿Por qué? - No sé nada sobre magia y temo quedar como un tonto. Ni siquiera sabía que existía ese colegio. - ¿Tus padres son muggles? - Mi padre era un mago, mi madre no sé. Desde pequeño vivo con mis tíos, que sí son mug... eh... muggles. - Ah... Igual no te preocupes, nadie sabe mucho cuando entra al colegio. Mi madre es de familia muggle, y eso no le impidió conseguir el Premio Anual cuando estaba en Hogwarts. En ese momento la bruja que había atendido a Aiken le dijo: - Ya está lo tuyo, pequeño. Un galleon y tres sickles cada túnica. El sombrero cuesta quince sickles y un knut, y la capa dos galleons. Abona en la caja. Aiken tomó sus paquetes y se dirigió a la caja, no sin antes decirle a la niña: - Adiós, supongo que nos veremos en el tren. Afuera lo esperaba Hagrid con un gran helado de chocolate y frambuesa. Aiken le preguntó qué era un Premio Anual, y Hagrid le dijo: - Es una distinción que les dan a los mejores alumnos en el séptimo año. Hay que ser muy estudioso para ganárselo. Compraron el caldero, un surtido de ingredientes para pociones, balanzas, un telescopio, los libros (la librería Flourish y Blotts era fantástica) y por último se dirigieron a comprar la varita, que era lo que Aiken estaba deseando tener en ese momento. En Ollivanders, la tienda de varitas, los atendió un anciano con grandes ojos plateados que daban impresión. - Hola, señor Potter. Ya sabía que no tardaría en aparecer por aquí. Un escalofrío recorrió la espalda de Aiken. No sabía por qué, pero el señor Ollivander le daba miedo. El anciano sacó una cinta de medir plateada y empezó a medir al niño después de que éste le dijera que era diestro. El largo del brazo, el perímetro de la cabeza, la distancia del hombro al codo, de la muñeca a los dedos. Cuando quiso darse cuenta, la cinta estaba moviéndose sola mientras el señor Ollivander revolvía los estantes. Sacó una varita y se la entregó diciendo: - Diez pulgadas, flexible, madera de ébano y pelo de unicornio. Pruébela. Aiken agitó la varita, pero no sucedió nada. Le ofreció una rígida, once pulgadas y media, madera de pino y fibra del corazón de un dragón. Tampoco sirvió. Muchas varitas fueron probadas, y con todas pasó lo mismo. Cuando Aiken ya tenía el brazo acalambrado de agitar las varitas el señor Ollivander le trajo otra. - Veamos con esta. Doce pulgadas, sauce y pluma de fénix. Aiken la tomó y sintió que un suave calor se extendía desde los dedos que sujetaban la varita a todo su cuerpo. Cuando la agitó, chispas rojas y doradas salieron de la punta. El señor Ollivander se la envolvió, le cobró los siete galleons que costaba y se la entregó. Hagrid y el niño salieron de allí y fueron al Caldero Chorreante para salir al Londres muggle. Hagrid dejó a Aiken en la estación del subte para que regresara a su casa y desapareció. Aiken iba en el subte pensando en lo que Hagrid le había dicho al despedirse de él: - Adiós, y diles a los señores Dursley cuando llegues que si no te cambian de habitación les haré una visita.