Cuando pesa tanto el mundo
Capítulo 1: Se acabó
Cierro los ojos y apoyo la frente en su pelo, rodeándolo por detrás, su espalda en mi pecho. Alargo las manos hacia las suyas, recorro sus brazos desde los hombros hacia abajo, dibujo caminos invisibles en su piel, primero sobre la camiseta e inmediatamente después al desnudo, radio, muñeca, nudillos. Tiene la piel suave y tibia, dulce, como todo lo que he deseado en este mundo, y hasta con los ojos cerrados me viene a la mente la leche al notar cómo sus dedos se cruzan con los míos, cómo me coge, cómo no puede esperar a que sea yo quién los entrelace. Mi batido de naranja. Mi dulce, dulce batido de naranja… Sus brazos se doblan y lleva mis manos a su cintura, suspira y se inclina hacia atrás, apoya el cogote en mi hombro y sus dedos se tensan, apretando los míos en un abrazo afectuoso al que me tiene acostumbrada. Sin abrir los ojos y sin ganas de sonreír, inclino la cabeza adelante, hasta que reposo la nariz en su clavícula, con lo que hago imposible que me vea la cara. Batido de naranja. Pastel de chocolate. Susurros fuera de tono y de lugar, pendiendo del techo, esperándonos, puntiagudos, por todas partes, detrás de los árboles del bosque de nuestras vidas, detrás de los muebles, detrás de los fantasmas, susurros cómodos y afectuosos, dulces, insinuantes, soñadores pero mentirosos. Y un lamento a viva voz, en la música que he puesto para no tener que enfrentarme a todo de una vez, un lamento sostenido y acompañado por cuerda, viento y percusión, libertad, sueños, todo prendido de las notas, pero sólo la tristeza se canta. Suelto una mano de Fred, doy un paso atrás y, tan fluidamente como lo he abrazado, porque nada es nunca brusco entre nosotros, eso hay que reconocérselo, su mano gira dentro de la mía y se aparta para rotar hasta que estamos cara a cara. Ni yo he abierto los ojos ni, imagino, está mirando él, pero, como si lo hubiéramos ensayado millones de veces, nos abrazamos, cara a cara esta vez, y estiramos a la vez la mano para equilibrar nuestro movimiento. Pie derecho atrás, luego giro con el pie izquierdo, su mano en mi cintura, mi brazo aferrándome a él, encogidos uno alrededor del otro, ciegos, volando desde el suelo de la habitación. Bailamos, lentamente, completamente solos, sin tener que quedar bien delante de nadie y, aun así, sincronizados a la perfección. Es como si los dos supiésemos lo que pretende el otro, lo que planea, cómo doblarnos para anticiparnos al movimiento. Soltamos los dedos que aún nos quedaban cruzados y esas dos manos también nos abrazan, la suya en mis lumbares, la mía atenazándose tras su nuca, acercándolo más, necesitándolo más. El lamento de la música sube de intensidad unos segundos antes de caer, latir un último instante y morir. No nos separamos aunque se haga el silencio. Sus pies le balancean levemente a un lado y al otro, y yo me mezo con él. Pasa un segundo, luego dos, y tres. Al cabo de un poco más, la mano de Fred desaparece de mi espalda, se encuentra con la mía, que ya la buscaba con anticipación, y nos separamos por completo para hacer una pirueta, la chica girando sobre su eje con la mano del chico como único apoyo, en alza, dedos extendidos. Un pie a un lado, vuelta al centro, el otro, lo mismo, y acaba por ponerme el brazo en la espalda para el gran final: yo, de espaldas a él, inclinada hacia atrás, sujetada por su muñeca en mis riñones, mientras él se dobla hacia mí hasta que nuestros labios están tan cerca que el beso se hace ineludible. Un suspiro que casi no oigo, sino que sólo siento cuando me roza la piel, y una sonrisa algo triste que encuentro en cuanto abro los ojos, casi idéntica a la que yo podría hacer si quisiera sonreír. Hasta en eso estamos sincronizados. Hasta en eso, lo sabe, lo sabe, tengo que decirlo pero no le llega de nuevo.
Merlín.
Alzo la vista a sus ojos y él me devuelve la mirada con serenidad. Me obsesiono un instante con el contacto visual, con su expresión, ¿hay pena en el fondo?, ¿hay amor?, ¿lo sabe de verdad o me lo imagino?, hasta que lo que estoy mirando pierde sentido y no consigo más que ver los detalles, las motitas más oscuras en el centro del iris, las curiosas pestañas pelirrojas, el puente de la nariz y el brillo de la luz en la esfera pulida de sus ojos. Qué guapo es. Cómo voy a echar todo esto de menos.
Él se repone de nuestro embobamiento mutuo mucho antes que yo, me levanta sin esfuerzo y me coge de la mano para llevarme a la cama, donde me sienta en sus rodillas y me abraza otra vez por la cintura. Es él también quién rompe el silencio.
- Cuánto tiempo sin estar solos – comenta, mientras esconde la cara en mi pecho, y suspira muy flojito de nuevo.
Asiento y paso mis dedos por su pelo, cortito y siempre bien peinado, que me hace cosquillas en la palma cuando intenta recuperar su posición normal.
- Desde el jueves – respondo.
Pongo le mejilla en su cabeza, sobre el pelo que acabo de desordenar y cierro los ojos de nuevo.
- Lo echaba de menos – susurra él.
Podríamos echarnos en cara los trabajos mutuos, lo muy atareados que vamos, comentar mis pruebas, mis citas, mis cenas, sus pedidos, sus colas, su éxito, pero, por un acuerdo tácito, jamás sentimos la necesidad de pelearnos ni de reproches. En cambio, acaricio a ciegas su mandíbula, lo estiro hacia mí hasta que su cara descansa en medio de mi pecho, me muevo suavemente hacia delante y hacia atrás, como acunándolo y dejo que la morriña nos bañe, otra vez en sincronía.
- Yo también te he echado de menos – musito. – Es bonito estar en casa otra vez.
Asiente y se balancea, ayudándome a acunarnos a los dos. Nos quedamos en silencio un largo rato, sólo disfrutando de la sensación de estar juntos, de estar arrullándonos, del silencio y la paz, como los que lo tienen todo dicho o sin ganas, quizás, de decir nada más, porque los dos sabemos qué viene a continuación. Yo, al menos, lo sé y, con lo listo que es, seguro que él también. Abro los ojos, le observo la cabeza, pienso en todo lo que es que yo no seré jamás, en lo que yo seré, que no compartiremos, en lo que se acerca pero que no podemos negar y, como despedida, pienso también en todo él, en sus labios, en su sonrisa, en sus ojos, que brillan cuando se lo pasa bien, en sus bromas y en su enorme corazón, en su ingenio, en la persona que hay detrás de sus acciones, todos los días que hemos compartido, todo lo vivido. Muy flojito, él empieza a cantar, en susurros graves pero bien afinados, la canción que hemos bailado. Lo hace tímidamente, sin pasar nunca del murmullo, con la boca en mi estómago y retumba suavemente contra mí, atenuado por mi jersey pero aun así capaz de llegar al centro de mi alma. Sin pretensiones pero consiguiéndolo todo. Él es siempre, siempre eso. Y cómo lo quiero por ello. Me uno a él en una coda, cantando flojito, flojito, hasta que él se da cuenta de mi voz bajo la suya y alza la vista para mirarme a los ojos. Sonríe, canta una última línea y se acerca a mí para besarme en los labios. Los dos cerramos los ojos, suspiramos, nos concentramos en el otro, abrazando, besando, acariciando sin exigencias, sin prisa. A fuego lento. Sus manos se cruzan en mi cadera, saltan, vuelan, pero todo muy despacio. Me abraza, me acerca a él, me acaricia suavemente la mejilla, el brazo, la pierna, pero con tan poca urgencia que no llama a la excitación ni a la seducción, sino sólo al afecto mutuo, infinito, hoy melancólico y sin alegría, con tiempo, con todo el tiempo del mundo. Oigo la música en mi cabeza, el mismo lamento, el mismo ritmo desesperado, sin necesidad de nada, porque nada puede urgir al que ya nada espera. Desesperación, en el sentido estricto de la palabra, sin mordiscos, sin posesión apresurada, sin obligación ni coacción, sólo una despedida a pasito de caracol porque, quizás no lo sabe, quizás no lo imagina, quizás ni sospecha, pero para mí, que sí que conozco, que sí que sé, es el adiós. Y no hay prisa. Esto no es una de esas noches de corre, que Percy llegará en cualquier momento, o George, o Ginny, o Ron o Mamá. Dejo que me gire y me tumbe en la cama, que se ponga a mi lado, que me abrace. Le conozco lo suficiente como para saber que hoy no habrá nada, aunque haga días que no nos vemos. El Fred de hoy sólo quiere afecto, sólo algo a qué agarrarse antes de la tormenta. O quizás soy yo quién lo quiere y se lo achaco a él, tanto es. Imagina que se acaba el mundo. Que esto es todo lo que tendrás en los próximos días, en los próximos meses, quizás hasta años. Que es tu última oportunidad. Que... se acaba. O no imagines. Se acaba. Fred me pasa un brazo bajo la cabeza, el otro por la cintura, me mira, muy serio, y me acerca a su cuerpo, hasta que los dos estamos completamente en contacto con el otro, pecho, vientre, piernas cruzadas, mi brazo sobre el suyo. Me abraza y me aprieta fuerte, como tapándome, como si él me quisiera ofrecer el mismo consuelo que una manta, como si los dos estuviéramos arrecidos. Me besa en los labios levemente y sopla en mi cuello un aliento cálido y reconfortante antes de que el silencio se vuelva a instalar entre nosotros, parte de la manta que nos protege, tan cómodo como todo lo que he hecho con Fred desde los once años. En algún momento, empezamos a mecernos mutuamente otra vez, más por querer hacer que el otro se sienta bien que porque no sepamos estarnos quietos, como aseguraría George si estuviera en la casa. Escondo la cabeza bajo la de Fred, cierro los ojos y, antes de darme cuenta, los ojos se me cierran, inspirados por la paz que él significa. Sólo con él me duermo enseguida, incluso antes de haber tenido tiempo de nada, sólo con él me rindo al sueño sin la hora diaria de lucha, en la cama, dándole vueltas a todo, tan pronto como apago la luz. Sólo con él caigo sin resistencia, relajada, tranquila. Igual es por nuestros silencios, que no tenemos que llenar con nada, igual porque me deja dormir, porque no le molesta, porque incluso me mima y me pide que me duerma si tengo sueño, porque me ha dejado siempre dormir a su lado cuando hemos tenido ocasión, o igual porque aún soy una niñita que prefiere dormir con alguien rodeándola para sentirse más segura, más protegida, más en casa. Me acurruco en su pecho, inmensamente agradecida por el descanso que me brinda, e incluso me rindo a hablarlo todo más tarde, más tarde, luego o quizás nunca. Porque le quiero, porque le tengo, porque todo esto tiene algún sentido, aunque sea raro y poco, y porque sé que, una vez pierda esto, volveré a estar sola y perdida, sin refugio donde dormir mis lágrimas. Quizás nunca, quizás nunca, quizás sea lo mejor, lo puedo aguantar, lo tengo que aguantar, oh, Merlín, no lo quiero dejar jamás...
Abro los ojos, con los párpados pesados, y veo borrosamente el azul marino de su camiseta delante de mi nariz y la curva de su cuello justo encima. No me puedo dormir, ahora no, no es el momento. Quizás luego, más tarde, cuando todo se haya aclarado. Cuando hayamos hablado. No puedo rendirme ni dudar ni dar más tiempo porque sólo nos haremos daño los dos y eso es lo último que quiero, él no, hacerle daño no, no se lo merece, no tengo ningún derecho. Sueño no, sueño no. Intento fingir asustarme por algo irreal e imaginario, sólo por despertarme, por sacudirme el sueño de encima, pero nada sirve. ¡El lobo! ¡McGonagall! ¡Percy con deberes suplementarios para los gemelos y sus amiguitos!
La risa, aunque sea pequeñita y mental, sí que hace que me despeje un poco y, con la cabeza algo más clara, me separo de él, le miro a los ojos, sonrío y me acerco de nuevo, sólo para darle un beso diminuto en los labios. Él me dirige una mirada preocupada, con las cejas bajadas y una sonrisa compasiva y alza una mano para peinarme una trenza hacia atrás.
- ¿Has dormido bien? – susurra, casi tímido.
- Muy bien – le aseguro, en un tono idéntico. - ¿He dormido mucho?
Estoy segura que no, no más de un minuto o dos, aunque diría que mucho menos, pero, bueno, con estas cosas nunca se sabe, es lo que tiene perder el conocimiento. Él sacude la cabeza y me asegura que no mucho, con una sonrisa tranquilizadora que intenta borrar mis remordimientos por hacer que se aburra, que predice correctamente a base de mucha experiencia. Es igual lo que me diga, no lo dice por decir ni es una mentira pero no es de fiar, me ha llegado a decir que no se aburría después de una hora entera mirándome dormir, que había dormido sólo un poquitín, que lo importante era si había descansado o no. Y podría, ahora también, mirar el reloj para ver cuánto ha sido en realidad, pero qué importa, si es tiempo que ya ha pasado y que no volverá porque sepa yo o no la cantidad. En cambio, echo los hombros hacia atrás para estirar la espalda, que me duele por lo insuficiente del sueño, y luego vuelvo a acurrucarme junto a él, con los brazos doblados delante de mi pecho, uno sobre el otro, y las manos juntas sobre su bíceps, mientras le dirijo una mirada cargada de cariño, un poco para suavizar lo que viene y, un poco, porque no me la sé contener.
- ¿Dónde han ido hoy? – pregunto, por empezar una conversación que me aleje del sueño. Me sale una voz ronca y desacostumbrada que hace que me avergüence un momento, sobre todo por el trabajo que me cuesta articular los sonidos.
Fred parece no darse cuenta y sólo mira hacia la cama del otro lado de la habitación con un gesto vago.
- No lo sabían – susurra. – Querían ir al teatro, o así, pero no lo tenían claro. Me ha dicho que no volverían hasta la cena y que igual luego se iban a casa de ella a dormir.
Asiento y se me cierran los ojos otra vez.
- No es que me sorprenda – comienzo, abriéndolos con dificultad, – pero ¿George ya se siente cómodo durmiendo en casa de los padres de Alicia?
Fred se encoge de hombros.
- A los padres les parece bien – observa, como si eso lo explicara todo. – Y a ellos también.
Asiento y me rindo; es un gemelo Weasley. Supongo que las normas de decoro no se aplican igual para todo el mundo.
- Sigues con sueño – comenta Fred al cabo de poco. - ¿Por qué duermes un poco más? A mí no me importa.
- Pero a mí sí – puntualizo, con una mueca que intenta disimular un bostezo. – No he venido a dormir.
Él sonríe, me dirige una mirada medio pícara y me roza el abdomen con dos dedos.
- No – coincide. – Supongo que no has venido a dormir.
Tengo que sonreír también, un poco sonrojada por lo que intenta sugerir, aunque lo haga tan suavemente que los dos sabemos que sólo es una broma. No habrá eso, es no, ahora no. Sería tan triste y sosegado que no tendría sentido, fallaría, traicionaría todos los recuerdos que se esconden tras de nosotros. No, hoy no. Así no. Separo mis manos, alzo una de ellas y, con la palma medio cerrada, dibujo su mandíbula, un par de pecas perdidas, la punta de su nariz. Susurro la música que cantábamos, sin llegar a articular ninguna de las palabras, y mi sonrisa se agria un poco.
- Eres tan guapo – murmuro, pensando en voz alta.
Él me dirige una mirada incrédula, una de sus pequeñas manías, quizás acentuada por el tener un gemelo idéntico a quien ver cada día y en quién comprobar tu atractivo: se cree fuertote, se cree demasiado bajito, se cree aceptable pero no exageradamente guapo, llamativo ni bien plantado. Beso su sonrisa burlona, beso su inseguridad y sus dudas y sacudo la cabeza afirmativamente, es guapo, es muy guapo, es atractivo y aún hace, incluso después de tantos años, que me tiemblen las piernas en cuanto le veo, y que, con sólo una sonrisa, mis pensamientos suban un par de puntos hacia la censura. Es especial, es fuertote, es brillante y, a pesar de lo que diga, también es guapo, a su manera exótica y particular. Suspiro y le beso más, hasta que deja de protestar por mi piropo, hasta que deja de demostrar que no me cree y, sólo entonces, me separo de él, con los labios aún rozándose, le miro fijamente a los ojos y bajo las cejas con pena.
- Te voy a echar tanto de menos... – añado, mientras mi boca se tuerce en un puchero furtivo.
Sus fosas nasales se dilatan un momento ante mi confesión, frunce el ceño, me dirige una mirada incrédula pero más herida que la de cuando pretendía, medio en broma, convencerme de su falta de belleza. Baja la vista a mi mejilla, a mi boca, me vuelve a buscar los ojos, sus labios se hacen una línea apretada y sus fosas se vuelven a agrandar otro instante.
Cuando por fin habla, lo hace con los ojos cerrados y una mueca dolida.
- Entonces, es definitivo – deduce. – Los Arrows.
Inspiro lentamente y alzo un hombro. Sí. No. No lo sé. ¿Qué tienen que ver con nosotros?
- Dos temporadas – respondo, porque no se me ocurre qué más decir. – Pero no es eso.
Él asiente suavemente y abre los ojos para mirarme con una sonrisa resignada.
- Lo sé – musita débilmente. – Sabes que no me importaría.
Lo sé. Claro que lo sé. ¿Cómo explicarlo? Los Arrows no son nada, no son nada, podría ir y venir, toda la semana aquí, sólo faltaría dos días antes de cada partido, sería posible, seré sólo suplente al principio, no es para tanto. ¿Cómo explicarle que los Arrows sólo son la excusa? ¿Cómo decirle que no puedo seguir adelante con esto?
Tomo aire otra vez y le vuelvo a acariciar la mejilla.
- Es lo mejor – murmullo sin voz, porque temo que mis cuerdas vocales traicionen mi verdadera voluntad.
Él me mira, preocupado.
- ¿Para quién? – pregunta, también sin voz. - ¿Para ti? ¿O para mí?
Y marca tanto el mí que sé exactamente lo que intuye, lo que imagina, lo que ve aunque yo intente taparlo. Para él, para él, nada será mejor para mí sin él, claro que no, pero tengo que mantener las formas, hacerle que creer que lo dejo por lo contrario, porque sólo por eso me dejará acabar con esto. Si soy yo la que no soy feliz, si soy yo la que no tiene suficiente, si soy yo, y no él, sólo entonces aceptará que lo dejemos, por mí, por mi bien, para que intente ser feliz con otro si con él no lo consigo. Eso es lo que tiene que creer.
Aunque sea justo al revés.
- Para los dos – susurro, bajando la vista con tristeza. – Esto... no es lo que queremos para toda la vida, Fred.
Asiente levemente mientras digiere y razona una respuesta a mis palabras.
- Hay otras opciones – murmura débilmente.
- ¿Como cuáles? – le pregunto, con una sonrisa irónica. - ¿Cambiar todo lo que hemos hecho hasta ahora, de repente, porque sí?
- Porque sí, no – replica. – Porque hace falta. Y, sí, cambiarlo todo. ¿Por qué no? Cambiarlo todo. Intentarlo antes de romper la varita.
Alzo las cejas y bajo la vista a sus labios mientras gano tiempo para pensar la mejor manera de enfocar esto. No se rendirá sin luchar, aunque sea sólo un poco. Y yo no quiero que la lucha nos haga deshacer la magia que hemos construido. Sacudo la cabeza lentamente y cierro los ojos.
- Te quiero – arrullo, ahogada. – Podríamos intentarlo, pero los dos sabemos cómo acabaría, a la larga. No tengo suficiente. No es lo que quiero. Lo siento.
- No crees que pudiera...
Cambiar, acabo mentalmente cuando él se interrumpe. Sí, y tanto. Claro que sí, no le costaría nada, sólo tendríamos que seguir y, a la larga, me pediría algo más, me susurraría lo que nunca hemos dicho, se convertiría en otra cosa. Claro que sí. Está en su naturaleza. Está en él desde que empezamos, incluso en broma. Claro que sí. Pero no es lo que quiero.
- No – declaro. – No creo que... saliera bien.
Fred asiente y se muerde los labios.
- Está bien – musita. – No es como si no se viera venir.
Le dirijo una mirada interrogativa. Verlo venir. ¿Tanto se me notaba? Frunzo el ceño, inclino la cabeza hacia un lado y dibujo su mandíbula con el índice. Llevo días, que se hicieron semanas, intentando soltarlo, intentando decírselo de una vez, probando aproximaciones... O no, de hecho no tenía idea de decírselo hasta hoy, no tenía objetivo, no me había decidido. Tanteaba y me obsesionaba, daba una vuelta al asunto y luego otra, y otra más, hasta que todo se hacía borroso y sólo quedaba el dolor, anticipado, precavido, dolor que sabría que acabaría por causarle, pena por tener que dejarlo todo a medias, la incógnita de hasta dónde habría llegado con él. Eso es lo que más duele, en realidad, una vez escogido este camino: perder las esperanzas. Todo un mundo creado en la imaginación, perspectivas de futuro, planes y sueños, deseos compartidos a media voz, en la cama, en los pasillos, sentados juntos en un sofá, castillos en el aire que por ser hechos entre los dos creíamos que serían realidad, pero que se desvanecen, así, como si nada, y sólo dejan humo tras de sí, para que los recuerdes, para que no descanses, para que veas lo que no tienes y probablemente no tendrás jamás. No con el pecoso pelirrojo. No con tu mejor amigo, quien siempre consigue que te rías, quien lleva a tu lado desde quinto como la persona más especial del mundo.
Suspiro, giro hacia abajo la cabeza y apoyo la frente en sus labios. La persona más especial del mundo, todos esos increíbles pedacitos de Fred, su piel, sus labios, el brillo de sus ojos, sus mimos. Me siento como si esto fuera lo más difícil del mundo. Como si sus manos en mi espalda, su cuerpo contra el mío y el roce de su ropa en mi nariz lo hiciera tan real que no supiera imaginar ni siquiera cómo podré perderle. Y, aunque sigo aquí, aunque sigo abrazándolo y sigue cerca y tangible, me acecha el futuro, me acecha el día en que no nos veremos más, quizás mañana, igual incluso hasta hoy, se esconde en la sombra la idea de toda una vida sin él, me aterroriza verlo tan próximo y el dolor no sabe esperar a que todo eso pase, sino que empieza ya, sin mi consentimiento, sin razón alguna más que la previsión. Cómo dolerá perderle para siempre. Cómo dolerá hacerme mayor y mirar atrás y darme cuenta de que ésta es la decisión que trocó una vida feliz llena de magia por una vida completamente normal. Un gemelo Weasley por otro, otro mundo, otra cosa. Otros castillos. Cómo duele ya.
Podría acudir a la débil convicción de que también cambio la vida de él, para mejor, buscando consuelo, pero las heridas son demasiado recientes para que funcione cualquier tipo de anestesia, y más cuando es una que sabes que hasta él mismo, aun tan poco dado a la reacción abierta, refutaría furiosamente. Es lo que tenía que hacer. Es lo correcto. Eso es lo que tengo que creer siempre y no dejar que caiga en el olvido, eso es lo que no puedo dudar, por poco que lo quiera creer, y sólo basándome en eso seguir adelante; sólo eso hará que no cambie de opinión, y tendrá que aguantar hasta que esté en el condado de Cumbria, hasta que esté demasiado lejos, demasiado tarde, demasiado real como para volverse atrás a esas alturas. Y qué si no lo entiendo. Y qué si me retuerzo sólo de ver que cumplo mis planes. Y qué si no hay motivos más que mi miedo a perderlo. ¡¿Y qué si es el error más grande de mi vida?!
Tengo, tengo, tengo. He de hacerlo. Tengo que acabar con esto, levar anclas, soltar amarras, liberarlo y hacer como si fuera normal, como si no doliera. Como si no estuviera tejido con cada segundo importante de mis últimos cuatro años y no fuera a doler empezar a vivir sin él, así, porque sí. Tengo que hacerlo y, en el fondo, muy inconfesablemente, muy calladita y casi un poquito niña todavía, hay una parte de mí que, desoyendo todo lo que la parte de Fred que tengo dentro pueda protestar, está convencida que puede ser un error para Angelina, pero que nunca será un error para Fred. Para él no.
Cómo va a doler. La tela, sin sus hilos, no será lo mismo. Nunca será lo mismo, aunque sean hilos teñidos de amistad, dudas, inseguridades, risas, confianza y descaro. Aunque no sean los hilos que deberían de ser, aunque sean hilos tan especiales como todo en él, aunque no haya sido nunca abierto, confeso y público. Me escondo en su cuello, le acaricio la espalda, confortándole, y luego me encojo, haciéndome una bolita que él rodea, protege, esconde. ¿Qué podía hacer si no? Tengo que dejarte, Fred, mi Fred, porque te quiero y porque te conozco más de lo que crees. Tengo que dejarte porque es lo que tengo que hacer, porque lo siento, porque no sé cómo podríamos seguir, si no, y porque no puedo cargar contigo durante más tiempo. Porque te adoro. Porque no sé vivir contigo si es esa vida la que me espera. Porque no quiero cambiar más la tuya. Porque, y, sí, aún sigo con las tonterías infantiles de baja autoestima, sí, bueno, iré madurando, no merezco todo lo que estarías dispuesto a hacer.
Porque es mejor ahora que dentro de seis meses, después de habernos retorcido por separado, después de haber probado las inseguridades, la venganza, los celos, la indiferencia y la soledad. O, peor, la desnaturalización, la separación, la culpa que la acompaña, porque dejaras a todo lo que es tu vida, tu sueño, incluso tu hermano, por mi culpa.
Es mejor. Es mejor. Es mejor.
Su pie busca el mío, acariciándome tímidamente, seguro que inconscientemente. Su calcetín roza mi pie desnudo, abro los dedos, ansiosa de la caricia, y cierro muy fuerte los ojos, deseando apretarlo muy fuerte contra mí, ponerme encima y que la gravedad me ayude a estar más cerca de él, los dos hundidos en un colchón que ya no está para muchos más trotes, tumbarme y tenerlo debajo, pasarle los brazos por la espalda y estirar fuerte, fuerte, violentamente, tan fuerte que me haga daño, que sus huesos se me claven, tan fuerte que no pueda acercarme más, que sea todo lo que puede ser, que estemos tan juntos que hasta se contente y desdibuje la desesperación. Necesito abrazarte, apretujar, con los nudillos blancos y los dedos agarrotados, sin respiración, sin espacio para nada, con los labios oprimidos entre mis dientes y tú, tus manos, tan grandes, y tus brazos, hasta los codos, todo contra mi espalda, estrujándome también, necesitándome igual que yo a ti, compartiendo una ansia infinita, egoísmo de última hora porque, cobardes de nosotros, apuramos para abastecernos para el duro invierno que vendrá. Que me cojas y me abraces como en cuarto, como después de Wood, como cuando el alivio pudo contigo y nuestra relación demostró haber llegado mucho más lejos de lo que los dos pensábamos, como cuando entraste tranquilamente en la habitación y, sin decir palabra, sin decirme nada ni siquiera con los ojos, me estiraste para abrazarme, porque sí, porque estábamos solos, porque te sentías bien y porque entre Oliver y yo no había nada. Que nos fundiéramos igual que entonces, que no hicieran falta las palabras, que nos entendiéramos hasta sin mirarnos y que los dos nos sintiéramos tan felices y contentos, tan reconfortados de estar juntos, de seguir juntos, de saber el final cercano y hasta dudoso.
Pero, en cambio, respeto tu calma, mantengo la apariencia de la mía, me mantengo inactiva y me limito a quedarme a tu lado, respirándote pero con mucho aire entre nosotros, nos dejo como estamos, que no se note que te necesito tanto, que me tortura tanto, que yo tampoco lo quiero. Tengo que conseguir que esto aguante, porque es una decisión que pasará por muchas pruebas en cuanto estemos lejos y necesitándonos, y no puedo dejar que las grietas aparezcan en la superficie precisamente cuando tú miras. Tengo que ser fuerte. Hacer como que no pasa nada. Hacer como que todo va bien, como que es normal, como que puedo con ello sin problemas.
Oliver. No puedo evitar recordar ese día, en mi habitación, el abrazo y el beso de después, también desesperados pero en el otro sentido que antes, sedientos, cargados de miedo e inseguridad. Pienso en entonces, en todas las noches mágicas en Hogwarts, en las conversaciones de pasillo, como te gustaba llamarlas, en las veladas sin ningunas ganas de ir cada una a su habitación, en las sonrisas pícaras y en mis enfados débiles cada vez que conseguías que te castigaran, a pesar de las continuas amenazas de expulsión del equipo, expulsión de la escuela o, cuando se sentía perdida, aviso a vuestra madre, de la profesora McGonagall. Es, bueno, una manera como cualquier otra de huir de aquí, de huir de lo que duele, de empezar ya lo que será una vida.
De animarme un poco y, a la vez, de hacerme un poco vieja, porque no son, imagino, los jóvenes los que lo tienen todo en el pasado, los que creen que entonces fue mejor de lo que será mañana. No sé. No creo que mi vida se vaya a acabar de la noche a la mañana y de que no habrá nada más para mí en adelante, no, claro que no, ni para ti, vida mía, ni muchísimo menos. Habrá crujir de dientes durante una temporada, cuatro, cinco, seis meses. Más, menos, dependerá de las situaciones personales, pero es lo que yo estimo: seis meses mínimo para dejar de buscarte entre el público, para dejar de pensar en ti cada momento, para dormirme sin fingir que la almohada eres tú, a mi lado, durmiendo también pero próximo y accesible. La de veces que me quedan todavía por hacerme creer eso, y la de veces que lo he hecho ya. Pero, bueno, en algún momento se pasará, olvidaremos, superaremos y se presentarán otros mundos. Como cuando tú te presentaste en mi vida; tampoco lo esperábamos, ¿no? Entraste con la fuerza de un tornado y segurísimo de ti mismo, cómo no, pero a mí no me interesabas especialmente y, la verdad, pensaba que era imposible fijarse en ti más que como alborotador imposible con muchas ganas de llamar la atención pero sin intención alguna de buscarse novia.
Es curioso, cuando te imaginas una relación como la nuestra, fantasma e inexistente excepto cuando bajas hasta los hechos, te la pintas confusa, dolorosa, incierta. Poco probable, quizás, y difícil de mantener, como mínimo. Con más parte negativa que positiva. Llena de inseguridad, celos y envidia.
Bueno. Bueno. No negaré que hubo una ínfima porción de celos, en algún momento, nunca expresados, porque nunca hizo falta, y sólo patentes por la calma que los prosiguió.
Pero, ¿y lo demás? ¿Confusa, dolorosa, incierta, insegura?
Es por cómo somos. No he conocido nunca a nadie como Fred, ni siquiera a su hermano del alma, y no creo que jamás encuentre a nadie igual. Es mi batido de naranja, que le llamo para hacerle rabiar, porque desde que hurgaron demasiado en la intimidad de Percy y dieron con su alijo de cartas de amor, se le murieron, como le hizo la curiosidad al gato, todas las ganas de apelativos cursis y ñoños. Pálido, incluso más por contraste conmigo, se llena de pequitas adorables que he aprendido a adorar y a encontrar de lo más sexy en cuanto el sol se decide a brillar. Sigue siendo un apasionado del bate y, por lo tanto, aun meses después de la prohibición, sigue estando fuertote. Es guapo y le quiero y cada pequeño detalle que veo de él hace que me sienta en casa, que sienta que es a su lado a dónde pertenezco, a sus formas familiares y queridas, a sus brazos y hombros, que siempre me están aguantando, a sus mejillas y al puente de su nariz y a sus ojazos y a su sonrisa y al mechón de pelo rebelde que se empeña en empezar un remolino en su frente. Es Fred, único, inigualable, y por Merlín que no me refiero al físico solamente. Su físico fue una novedad al principio, sí, porque eran casi los primeros pelirrojos que trataba y, bueno, siempre es una novedad. Y, más adelante, acostumbrarme a su cuerpo fue un descubrimiento lento y de lo más agradable, un cuerpo como el tuyo pero que no eres tú, a tu lado, moviéndose solo, pensando y decidiendo y con las mismas necesidades que tú. Es... muy nuevo. Es acabar teniendo la misma confianza con otra persona que es completamente independiente de ti que la que tienes contigo misma. Desnudarte sin pudor, encontrarlo todo natural, quererle por encima de las distancias de personalidad. Sentirlo tan tuyo que ni piensas que podría volver a darte vergüenza todo lo que antes era un mundo.
Pero no iba por ahí, aunque el físico de Fred, que tengo tan cerquita y que, por ser la parte más tangible de él, tanto asocio a todo lo demás, me pierda. Iba a que Fred es único, a que no encontraré otro como él y a que, aunque no me tuvo que cambiar mucho, porque yo no era ninguna mojigata, lo cierto es que, en parte, si hoy soy como soy es gracias a él y que, también en parte, pero ahora una parte mayor, nuestra relación salió como salió por cómo es y cómo me hizo.
Es brillante, hasta límites que no sospecha ni su madre, y muy, muy observador. Es veloz en reacción y respuesta y tiene una imaginación desbordante que los dos se han encargado de cultivar a conciencia. Dulce, afectuoso, abierto y decidido. Capaz de todo por hacer que la gente se sienta mejor, aunque a veces ese todo implique que se excedan en mucho respecto a lo necesario y a lo permitido. Algo alocado, divertido, desvergonzado, despreocupado. Hasta ahí, bueno, tendría, como mínimo, uno completamente idéntico a él, por si necesitara sustituirlo, y George cumpliría todo eso la mar de bien.
¿Entonces? ¿Qué hizo que él empezara una relación completamente inexpresada, dependiendo del día a día, sin necesitar nunca hablar de nada, permitiéndolo todo, mientras que su hermano, fanático donde los haya del compromiso, lleva con su novia del alma desde quinto, saliendo públicamente y deseando ahorrar mínimamente para hacerle proposiciones a la chica?
¿Y a mí? ¿Cómo consentí yo a todo eso no sólo dejándome sino, por el contrario, encontrándolo lo más normal del mundo, correcto, bonito, satisfactorio, sin necesitar nada más? Pudimos haberlo cambiado, cualquiera de los dos. Podríamos haber ido al otro y pedirle algún tipo de compromiso, de fidelidad, de declaración de objetivos. Algo. Cualquier cosa.
En cambio, hemos aguantado cuatro años como pareja de hecho, en el sentido estricto de la expresión.
Empezamos en tercero. No me acuerdo quién lo desencadenó exactamente, ese detalle está confuso en mi cerebro y, total, tampoco duró mucho más, después de aquél día. Fue como un ataque premeditado y organizado de la mano de uno de los dos maestros de los planes imposibles aplicados a sistemas caóticos pero que, aún así, salen bien, completamente centrado en mi persona. El ultimátum como aviso de ofensiva, un sábado casi cualquiera, a la vuelta de Hogsmeade, en un sofá de la sala común. Yo estaba un poco apagada por el chico del cual no recuerdo el nombre, ¿debía ser Ced? Imagino que no, porque los celos por Ced llegaron algo más tarde, cuando ya estábamos juntos. ¿Entonces, Wood, ya? ¿O quién? Es irónico que eso se me haya olvidado, cuando eso fue lo que lo empezó todo. Seguro que Fred se acordaría, si se lo preguntara, me lo diría y yo diría, ay, sí, claro, es verdad, era tal. Él se debe de acordar, porque no tuvo ningún motivo para olvidar. Yo, en cambio, aún me siento avergonzada cuando pienso en los chicos que vinieron antes y después de ese día y en lo mal que lo llevé con todos menos con Fred. Cosa que me lleva a pensar que tiene que ser él el que hizo que lo nuestro funcionara, o mi relación con él la que hizo que no confesara nunca nada a ningún otro chico. Bueno, tampoco se lo preguntaré. No lo quiero molestar. Me gusta nuestro silencio, nuestra completa quietud, estar tan cómodos sin necesitar llenar la habitación de susurros.
En Hogsmeade me había comportado como una tonta. Me había rajado antes de hacer nada, había sido tan tímida que no había abierto ni la boca, había sido una auténtica idiota. Tampoco recuerdo los detalles. El caso es que volví a la sala común pronto y desganada y Fred, que a Hogsmeade iba ya entonces día sí, día también, se ofreció para acompañarme, más por tener una coartada, como veríamos todos después de la cena, que venía ineludiblemente seguida de la última bromita, que por otra cosa. Se debió de dar cuenta enseguida de que me pasaba algo y, conociéndolo, debió de pensar que lo que me dijo era lo que mejor me animaría o, por lo menos, que me haría reír, aunque fuera de lo ridículo que iba a sonar. No sé. Después montó toda su vida alrededor de esa afirmación, hasta hoy, o sea que no sé si fue una expresión de lo que ya planeaba o si mi decaimiento hizo estallar todo esto. No lo sé, y es otra cosa que no le voy a preguntar, que tampoco quiero que se dé cuenta de que estoy pensando tanto en el pasado. El caso es que, como yo estaba un poco apática y no le seguía las bromas ni me ponía con los deberes ni me decidía a hacer nada de nada, él me rodeó la cintura con un brazo, se acercó mucho a mí y medio en broma, medio en serio, como todo lo que dice y hace él, me miró con esos ojos pillos que pone siempre que quiere que me dé un bote el estómago, me sonrió y me dijo que me dejara de rollos, que pasara del maromo (y, sí, dijo maromo, se me quedó grabado, nunca más lo ha vuelto a usar, y, supongo, era uno de los detallitos para arrancar una sonrisa y aligerar el tono del comentario), porque él y yo estábamos hechos el uno para el otro y que, aunque no me lo quisiera creer ahora, acabaríamos casados, vaya si no. Que ni se me pasara por la cabeza dudarlo. Lo recuerdo como si fuera ayer, esa sonrisa segura, sus mejillas encendidas, lo justo para hacerlo aún más guapo, y me lo soltó sin pudor, me dio un pellizco en el costado, por encima del jersey, y me plantó un beso en los labios, con la boca cerrada. Y yo, que estaba apocada, me quedé pasmada, mirándolo con los ojos como platos, sin saber qué cara poner y, sobre todo, con el corazón latiéndome rápido en el pecho, la garganta y las sienes, sin saberme creer que me hubiera dicho eso, que, aunque fresco y descarado como él y, por tanto, que se podía tomar poco en serio, era de lo más bonito que me habían dicho nunca. Fue la primera vez, que yo recuerde, que sentí ese brinco de emoción en el vientre y desde ahí hizo que pensara en él como en algo más que amigo. Sin convicción, de acuerdo, y más en plan 'Fred dijo que..., pero no puede ser, claro que no, era broma, ¡¡era Fred!!' que otra cosa, pero lo justo como para empezar a considerarlo. Y, como él se empeñó en írmelo recordando de vez en cuando, con caricias casuales, besos, piropos, aunque nunca con comentario alguno sobre aquel sábado, pronto era yo la que lo picaba con besos y mimos, y la que no se cansaba de repetirle que me encantaba su culo. Fred me insensibilizó a las tonterías adolescentes, enseñándome que se puede tener una relación perfectamente normal con un chico a quien quieres sin pasar por esa vergüenza exagerada que te alela por completo y que es del todo contraproducente y que, en cambio, es mucho mejor la confianza, las risas y las bromas para llegar a algún sitio con alguien.
Luego fue un beso. No llegamos a calentarnos tanto mutuamente que todo saliera hirviendo y rápido, sino que fue más bien una espera tranquila a que llegara el momento del siguiente paso. Sólo estábamos juntos, juntos, en el sentido de caricias y eso, cuando estábamos solos, y tampoco pasábamos mucho tiempo sin nadie más, por motivos obvios cuando vives en un internado. Y, bueno, aunque teníamos una cierta y comprensible curiosidad, la necesidad no era imperiosa y, aunque nos encontráramos solos poco tiempo, no nos lanzábamos para nada encima del otro. Todo siempre ha sido natural y fluido. Cómodo. Sin pretensiones. Como brote. Él es fresco y dice lo que siente y yo, la verdad, soy como él o, en todo caso, peor. Corta no me quedo. ¿Él me daba un beso en los labios? Pues yo le metía la mano en el bolsillo trasero del pantalón. ¿Que lo que le apetecía es tumbarse encima mío? Yo me aseguraba de hacer los comentarios suficientes como para que se pusiera bizco. Él daba un paso, yo otro, me respondía con otro más, y otro, y otro, y al final llegamos hasta una ruptura nada lejana sin ni siquiera tener tiempo de remordimientos. Por un camino perfecto.
¿Por qué lo dejo, entonces, ahora, si tan cómodo es?
Hay dos razones: la oficial y la de verdad. Oficialmente, porque esta relación sí que es incierta y complicada y se me ha quedado pequeña; no llegamos a nada, no me dice nada, no me quiere, nunca se casará conmigo. Mentira, mentira, mentira. Estoy segura de que hasta él se da cuenta de que es mentira, de que yo sé que nada de eso es verdad. Fred y yo somos novios en todo, casados en todo, si le apetece, porque pasamos más noches durmiendo juntos, en el colegio y en casa, que separados, pero, las poquitas veces que nos ponemos serios y eso, ¿no hay nada de nada?
Ya.
¿Me lo creo? No, claro que no. ¿Nada de nada, Fred? Para creerme eso tendría que no conocerlo en absoluto, y no es, para nada, el caso. No importa cómo empezáramos, no importa cómo hayamos llegado de rápido a tan lejos ni cómo de lejos hayamos llegado, de hecho; con Fred no importa nada de eso, porque sencillamente sabes que él no demostraría nada que no sintiera de verdad. No jugaría así con los sentimientos. Puede decirlo con vanidad, puede hacer como que pasarte la mano por las tetas, para alisarte arrugas invisibles de la camisa, es de lo más natural, ningún motivo para avergonzarse o cortarse, ¡¡Angie, qué dices!!, pero, en el fondo, sabes que no lo haría si no quisiera, si no hubiera nada detrás, si todo fuera vacío. Si no hubiera ganas de verdad, cariño de verdad, algo de deseo. Para muestra, por ejemplo, que nunca se ha ido con otra, en absoluto, ni comentario siquiera, y eso que la fidelidad es un tema que sí hemos tratado y que quedamos de acuerdo en que, si llegaba el momento (y llegó, llegó, en cuarto o quinto, no me acuerdo, con Wood), con sólo comentárselo al otro no habría ningún problema. 'Eso sí, Angie', acabó, con los ojos cerrados en una mueca de suficiencia, '¡mentalízate que estar con otro es perder el tiempo, porque yo pienso casarme contigo!'. Y otra vez lo dijo con tanta gracia que no puedes tomártelo en serio.
La versión real del motivo porque lo dejo son los Arrows. Cumbria. Appleby. Mi nuevo hogar, mi nueva ciudad, mi nuevo mundo.
La WWW va de maravilla. Viento en popa. Más trabajo del que George y Fred, ni con la ayuda de Ginny y Ron, que ahora en las vacaciones aprovechan para echar una mano, pueden hacer. Cosa que es genial, claro que sí, porque ha sido su sueño desde siempre y les hace muy felices a los dos que las cosas marchen bien, pero es, bueno, en cierta manera, un problema. Porque yo me voy, y nada me puede retener, porque los dos sabemos que tengo que aceptar el contrato, que es una oportunidad única, que, bueno, tendría que estar loca para dejar escapar algo con lo que el ochenta por ciento del mundo sueña, que sobre eso no hay discusión. ¿Y entonces, qué? ¿Una relación a distancia? ¡¿Una relación como la nuestra y, encima, a distancia?!
Oliver me invitó a Hogsmeade una sola vez. Sí, otra vez Hogsmeade. Yo tenía quince años y era bastante alta para mi edad, cosa que, por cierto, ahora se ha quedado en alta a secas, y, entre los entrenamientos y todo, Oliver, no sé, se fijó en mí. No mucho, no mucho, pero, bueno, no fijarse en Oliver sí que era difícil, las tres acabamos por caer, tarde o temprano, y, si él te hacía algo de caso no lo desaprovechabas, aunque te planteara algunas dudas sobre tu relación con Fred. No sé, la relación entonces no era lo suficientemente seria como para que me sintiera realmente traidora. Era comprensible y casi natural. Aún lo sería, en cierta manera, aunque ahora costaría más de justificar. No me iba a enrollar con Ollie. Sólo era una cita. Nada más. Se lo comenté, me animó, borró las pocas dudas que pudieran quedarme y se lo tomó perfectamente bien. Incluso me eligió un vestidito para la ocasión que, me prometió, harían que Oliver flipara. Fui, estuve con Ollie, pasé un buen rato y cuando volví a la residencia me senté junto a Fred en un sofá, eché la cabeza en su hombro y él me recibió con una sonrisa dulce y punto, sin ninguna implicación de celos ni remordimientos. Todo un detalle que le agradecí en silencio, con los ojos cerrados y una mano sobre mi incipiente dolor de cabeza. No demostró estar molesto conmigo ni me preguntó mucho por mi cita; se limitó a interesarse y a alegrarse por mí cuando le dije que me había ido bien. No me dolió que no estuviera celoso. No hubiera tenido sentido. No tenía por qué ponerse y era completamente racional que reaccionara bien. No me decepcionó para nada y, sin embargo, el dolor de cabeza era poco físico y más bien psíquico. Esa cita fue bien. Ollie fue un sol y, aunque nunca hizo nada que demostrara más interés en mí que el que se le presuponía como capitán, estuvo muy atento y parlanchín toda la tarde. Una monada. El único defecto que le supe encontrar, y mira que fui a encontrar el más gordo, fue que él no fuera Fred, que no me hiciera reír como él, que estuviéramos perdiendo el tiempo con tanta cháchara estrictamente formal en lugar de decir cosas que de verdad pensáramos, pasar de la paja al grano, dejar de andarnos por las ramas y hablar de la profesora de Adivinación, por ejemplo. No era Fred y yo, a pesar de mi innegable atracción física por Ollie, me moría de ganas de volver con Fred y disfrutar de las tardes de Hogsmeade, esas tardes completamente solos en su habitación, recreándonos en la merecida ausencia de los demás mientras me devanaba los sesos imaginando qué era el cachivache de encima del baúl de George, siempre el mismo, lo mantuvieron ahí durante todo un año, una cosa con pinchos, un asa y una boca amorfa de color fucsia que al final acabé por creer que sólo estaba ahí para que yo me matara a intentar entender para qué podía servir. Fui a Hogsmeade con Ollie y volví agradecida de volver a ver a Fred y con muchas ganas de que me consolara porque el enamoramiento de mi infancia ya no me interesaba y me sentía aturdida. Fue la primera vez que me quedé dormida en sus brazos, creo, allí mismo en el sofá, agotada sólo por haber ido a tomar una cerveza de mantequilla con uno de los chicos que más admiraba. Todo bastante... confuso.
Sobre todo porque el sábado siguiente hubo otra cita con Ollie, esta vez por el colegio; paseamos por los jardines, miramos la práctica de Quidditch de Hufflepuff, comimos pastel de queso y acabé dándole un beso en la mejilla que Katie vio por casualidad.
Luego fue una sesión de estudio que hicimos juntos. Teníamos un montón de deberes los dos, y él me propuso hacerlos sentados uno junto al otro, que él me ayudaría en lo que pudiera, que así aprovechábamos y lo motivaba. No hubo mucho más. Otra vez, Fred nunca demostró estar celoso. Se alegraba por mí, me sonreía, me animaba, aunque a mí ánimos no me hacían falta porque desde Hogsmeade me había dado cuenta de que no me interesaba Oliver y de que yo estaba perfectamente bien como estaba. Y cuando se lo expliqué así a Katie y a Alicia, en presencia casual de los chicos, ni me miró. No hizo ningún comentario. De hecho, cambio de tema, esperó pacientemente a que todos se desperdigaran y, cuando yo subí a mi habitación, sola, me vino a visitar, picó en mi puerta, abrió en cuanto le di permiso y se me acercó, me cogió suavemente del brazo, me acercó y me dio un abrazo fuerte, fuerte, que hizo que me derritiera por completo. No dijimos nada al respecto, no mencionamos a Oliver ni a nosotros dos ni nada de nada, sólo nos abrazábamos y yo pensaba en lo bien que me sentía así y en lo dulce que era Fred, dejándome espacio, apoyándome en todo, sonriendo, animando y, ahora, apoyando otra vez, sólo que ahora con evidente alegría añadida porque era a él a quién elegía. Tan obviamente aliviado que hacía obvio, por deducción, que lo había pasado mal mientras había durado lo de Oliver.
O sea, que sí que sentía celos.
Ahí quiero llegar. Luego fue Ced. Pobre Ced. Se hace impensable que pudiera morir así. Merlín. Qué mundo. Qué miedo. Ced siempre había sido un buen amigo de Ollie y de todos los del equipo, siempre habíamos tenido buena relación con los otros jugadores, siempre y cuando no vistieran de verde y plateado o, al menos, tuvieran algo de buena intención al acercarse a nosotros. Además, coincidíamos con ellos en los vestuarios, ellos empezaban cuando nosotros acabábamos, y siempre charlábamos un rato, compartíamos opiniones sobre el nivel del equipo, nos picábamos mutuamente para ver quién acabaría ganando y esas cosas. Camaradería básica.
Hasta que se puso de moda (por culpa de Katie, que perdía los papeles en cuanto lo veía) hablar de vez en cuando de Ced, de su sonrisa, de lo bomboncito que se estaba volviendo. Se lo decía así mismo, '¡hmm, se está volviendo todo un bomboncito!', con una sonrisa encantada, y Fred, y George si estaba lo suficientemente cerca también, siempre, siempre saltaba a criticar algo del muchacho, con una expresión ofendida que me encantaba. Con lo que aún se lo decía más, y él se picaba más y acababa por callarme a besos, riéndose de lo pesadita que podía llegar a ser y asegurándome que, si tanto lo repetía, acababa por no creérselo y, sólo para que quedara claro, añadía, ¡Cedric es así porque no da para más!
Y yo, riendo también, alzaba altivamente las cejas y lo censuraba, zanjando la conversación. ¡Celoso!
Y lo estaba. Como lo estuvo de Ollie. Es una manera peculiar y nada posesiva, algo así como una envidia sana con punzaditas eventuales de miedo a perderlo todo. No puedo decir que no me haya costado ir extrapolando cómo se siente ante esas situaciones sólo a partir de lo que dice sentir y de cómo actúa. Porque también es un maestro del disimulo, de un nivel tan elevado que él mismo se cree lo que interpreta hasta el punto de vivir de acuerdo con ello, a un cierto nivel, si le obligas a mantener la farsa el tiempo suficiente.
Pero es capaz de sentir celos y necesita poco para hacerlo, le duele temer perder lo que tiene y, al fin y al cabo, no deja de ser una agonía por la que pasa por mi culpa. ¿Siente de verdad alegría solidaria cuando ve que a mí me va bien? Sí, no lo dudo. Lo dice sinceramente, que se alegra por mí, y no hay nada de rencor ni envidia en el fondo de su voz. Pero, a la vez, cuando está solo, cuando más duda, lo pasa mal, se resigna a perder, sí, bueno, y lo hace con una sonrisa, pero no deja de dolerle y no deja de no querer ser vencido. Es sólo que es demasiado buen perdedor.
Y si yo me fuera ahora, si me largara a Cumbria y empezara mi vida allí y fuera como cualquier otro jugador de Quidditch, ¿cuánto tiempo tardaría en salir en Witch Weekly con algún supuesto novio? ¿Cuánto tardaría en sembrar demasiadas dudas la distancia? ¿Cuánto tardaríamos en que nos doliera tanto estar separados que estar juntos unas horas a la semana o al mes se hiciera insoportable, y las amargáramos con reproches estúpidos?
Sé que le haré daño, sé que estará aquí y que pensará en mí y que yo no tendré tiempo de pensar en él, y que yo voy a vivir un montón de experiencias y puedo cambiar y herir sus sentimientos al hacerlo sin él, puedo empezar a compartir mi vida con un montón de gente que nada tengan que ver con él, compartir mi vida con completos desconocidos que para mí se convertirán en parte de la familia, y él nunca será parte de eso. Puede ser un frescales, puede ser tan descarado como el que más, puede aparentar que no le duele, pero no tendré tiempo para nada, no veré a mi familia más que en las escasas vacaciones que tenga y tras alguna posible lesión, no siempre tendré las fuerzas o las ganas de seguir adelante con esto y prefiero que sea antes que después, dejarlo ahora, sin hacernos más daño del necesario, cortar cobardemente y salir adelante por separado y quizás algún día, si las cosas se arreglaran, volver a intentarlo. Lo que fuere. Porque yo no tendré tiempo y él tampoco y estar ligado a una relación que sólo es tal de higos a peras y tener que esperar una novia que está de gira por Inglaterra con su equipucho de Quidditch mientras la vida se te escapa entre los dedos es a algo a lo que no lo quiero forzar. Sé que nada de eso es una razón suficiente para dejarlo y sé que son más sofismas que razonamientos válidos, pero no quiero hacerle daño, no quiero estar allí sabiendo que él está igual de triste que yo y que sólo si me saltara un entrenamiento podría verlo, echarle de menos y saber que sólo depende de mí, que podría mandarlo todo a paseo, que no seguir es una opción que le tiene como recompensa. No puedo hacerlo, no puedo irme sin dejarlo con él porque mi fuerza de voluntad no es tan grande y por Merlín que dejaría mi carrera en la primera esquina. Son muchas razones diferentes, chiquitinas y sin mucho peso en sí, pero son tantas que me hacen tener que creer que lo que está bien es dejarlo, que es lo correcto, que debí haberlo hecho antes de que lo nuestro fuera lo suficientemente profundo como para hacerle ahora tanto daño. ¿Por qué lo dejo? No porque nunca me haya pedido que salga con él, porque no me haya dicho que está enamorado de mí ni por cualquiera de esas razones estúpidas que le hago creer que importan pero que, en el fondo, no implican más que palabras no dichas, palabras que no importan, palabras que no necesito escuchar porque los hechos se explican a sí mismos. Claro que lo cambiaría, claro que se casaría conmigo y vendría a Appleby si yo se lo pidiera y si le dijera que era la única manera de seguir juntos, claro que hipotecaría su frescura y su espontaneidad por una oportunidad, por un matrimonio, por seguir con todo lo que hemos tenido hasta ahora. Hasta su sueño dejaría, abandonaría la WWW en manos de George, al principio temporalmente, luego intentaríamos un combinado, él trabajando aquí y apareciendo y desapareciendo a diario y esas cosas y al final acabaría por dejar la tienda en manos de su hermano y su cuñada, aportando eventualmente ideas y manteniendo un seguimiento de socio inversor con ganas de ayudar aunque las circunstancias no ayuden. Claro que me quiere y claro que aceptaría sin dudar esa solución, creyéndola más posible, más fácil, más positiva. Oh, claro que lo haría. Si le sugiriera que tengo dudas, que igual sí que podríamos salvar lo nuestro aunque, según le he dicho, no me gusta el tipo de relación que tenemos, se declararía ahora mismo y me pediría que la cambiáramos, que nos volviéramos George y Alicia, ¡¡¡Percy y Pe!!!
Y eso no es lo que quiero. Por eso, y por un montón de cositas, por un montón de problemas, lo dejo. Necesito hacerlo. Lo dejo y espero tiempos mejores, situaciones mejores, con él o con otro. No creo en el reencuentro, aunque algún día me muera de ganas de buscarlo, pero no perderemos el contacto porque me niego a hacerlo y quizás algún día, quizás cuando crezcamos, quizás cuando la WWW vaya mucho más sola...
Bostezo suavemente, sin poderlo evitar, y abro los ojos para darme cuenta de que llevo muchísimo rato con ellos cerrados y, dado que hay neblina cuando intento mirar hacia atrás para estimar cuánto tiempo llevo exactamente y dado que, aunque creo haber abierto los ojos, los sigo teniendo cerrados, extremadamente pesados, me doy cuenta confusamente de que me debo haber quedado dormida. Dormitado, más bien; debo haber cruzado la línea en algún momento de mi silencio reflexivo y he seguido razonando pero inconscientemente, a saber qué debía estar pensando, a saber a qué conclusiones llegaría si me hiciera caso en ese duermevela. No recuerdo nada de lo que puedo haber pensado, no tengo sensación ni de que haya pasado el tiempo, es como si acabara de pensar en las esperanzas que tengo de un futuro mejor, de que la WWW vaya lo suficientemente bien como para un reencuentro, no sé, aún podría seguir el razonamiento dónde lo he dejado, pero todo mi cuerpo sí que se nota diferente, sí que me noto la espalda relajada y no recuerdo cuándo he puesto la pierna sobre las de Fred. Con lo que tengo que deducir que, en un momento u otro, he perdido la conciencia. Me separo suavemente de mi fortachón, le miro con sueño y sonrío porque, casi por sorpresa, me siento feliz de estar aquí, de no haberme ido todavía, de no haber dicho aún el penúltimo adiós. ¿Qué debía estar soñando para sentirme ahora, de repente, contenta y aliviada, para haber olvidado todo lo que se avecina, para disfrutar tan sinceramente de su compañía, sin figuraciones fatídicas ni culpabilidad alguna? Él me mira, me sonríe, con las cejas bajadas con pena y avanza hasta darme un beso suave en la mejilla.
- Guapa – susurra, triste.
Sacudo la cabeza y froto la nariz contra su pómulo con un suspiro.
- Tú sí que eres guapo, fortachón.
Alza un hombro, se muerde los labios y mira al vacío, en silencio, un buen rato, mientras yo le observo y no dejo de sentir que el corazón se me encoge más y más de tanto que lo quiero. Merlín, lo quiero, lo quiero, lo quiero. Amo su desparpajo, su irreverencia por las formas y por las reglas del juego, por cómo, durante todo este tiempo, hemos ido avanzando juntos sólo porque nada más mirarnos sabemos hasta dónde está dispuesto a llegar el otro. Le quiero. Le quiero.
Y ahora él está triste, ahora él ni siquiera me responde cuando le piropeo, ni me mira, y todo es mi culpa... Inspiro lentamente, sin dejar de mirarle, y vuelvo a besarlo, ahora en los labios. Todo es mi culpa, y me siento asquerosamente sucia por ello. Si yo dejara el Quidditch, si me quedara con él, si abriera los ojos y pasara de una carrera dudosamente exitosa en un mundo al que no sé si quiero pertenecer...
La sonrisa irónica de Fred me distrae un momento. Sus ojos se han vuelto hacia mí y me observa con un brillo de sorna en ellos. Alzo las cejas, sorprendida.
- ¿Qué pasa...? – susurro cuando él sigue mirándome sin decir nada.
Como respuesta, me da un beso en los labios, aún sonriendo, me abraza suavemente y se levanta de la cama apoyándose en los brazos, uno a cada lado de mi cabeza.
- Estás tonta – me dice, medio sentado. - ¡¿Dejar el Quidditch?!
Tengo que reír suavemente. Santa madre de Godric, cómo me llega a conocer.
- No te sorprendas – me riñe. – Se te pinta todo, todito en la cara. ¡Y no!
Lo dice con un tono de regaño, casi enfadado, aunque su sonrisa sigue bailándole en los labios, que no deja dudas de a lo que se refiere. Quidditch. Nada de pensar eso. Nada de soñar con dejarlo y quedarme a su lado. Se sienta del todo y yo me siento también, a su lado, con las piernas sobre las suyas, y le abrazo.
- Te quiero – susurro, tan flojito que espero que no me escuche.
- Y yo a ti, pastel de chocolate – me responde, en el mismo tono, con lo que tengo que entender que sí le ha llegado.
Inspiro lentamente y una lágrima traidora, que sé que no caerá, porque ni es el momento ni va conmigo, me hace cosquillas en el ojo izquierdo.
- Me alegro mucho que te hayan elegido – dice, con voz tranquila, al cabo de un rato. – Saben lo que se hacen.
Sonrío de lado y sacudo la cabeza.
- ¿Y los otros tres? – replico, refiriéndome a los equipos para los que no he pasado las pruebas.
- Idiotas – masculla él, y su brazo me acaricia la espalda confortadoramente. – Igualmente, el mejor era los Arrows, ¿no?
Asiento levemente. Realmente, no, yo prefería el Puddlemere, y no sólo por, como siempre comenta airadamente Fred, el culo del portero. No. No tiene nada que ver con Wood. Ni con el hecho de que los mejores jugadores de Hogwarts acaban siempre en él. Es sólo que, bueno, el Puddlemere está mucho más cerca de Londres. No tendría que trasladarme. No tendría que dejarle. O sí, lo haría igual, por el tiempo, por el ambiente, pero, bueno... supongo que, como lo que tengo no me acaba de gustar, preferiría cualquier otra cosa. Pero, después del fichaje estrella (y comprometido, no nos vamos a engañar, tener a Flint y a Ollie en un mismo equipo debe de ser de lo más problemático) del año pasado, los Puddlemere están más que bien servidos y no buscaban más jugadores este año. Y, sí, de los que había como posibles, el mejor situado este año para la liga es el de los Arrows. Los otros aún no me han dicho nada, quedaron en que me llamarían, pero, sí, el que escogería es el de flechitas. Y, como ya me han dicho que sí...
- Lo harás muy, muy bien – me anima, revolviéndome el pelo. – Eres increíble sobre una escoba, Angie, y ya verás como triunfarás.
Me giro hacia él y le sonrío, agradecida. El Quidditch me gusta. Me encanta. Disfruto sobre una escoba, tanto como todos los del equipo. De ahí que lo quiera jugar constantemente, que me interese todo lo que esté relacionado con él, que sea un poco el centro de mi vida. Y ya está. ¿Soy buena? Bueno, no lo sé. Supongo. Soy una de las jugadoras que destacaba, en la liga de Quidditch del colegio, sí. Se me da bien, me siento cómoda, pocas veces encuentro algo demasiado difícil como para no hacerlo, cuando estoy volando. Si Fred dice que soy buena, si él, que tanto me quiere, me lo asegura tan sinceramente, me lo creo, claro que sí, y ruego porque sea verdad, porque esté a la altura, porque consiga meterle unos cuantos goles, por ejemplo, al mismísimo Wood. Encuentro que, por cierto, será curioso: yo contra mi mentor. Le acaricio el hombro con la cabeza, agradecida por la confianza que deposita en mí. No es que no esté segura de ser buena. No es que dude. Lo que pasa es que, como me gusta tanto, y sólo que me guste ya es un motivo para seguir, ser buena o no es algo que no me llega a afectar y que ni me cuestiono. Por eso, si él lo dice, me lo creo y se lo agradezco mucho, mucho.
Y los Arrows me quieren. Otro motivo para sentirme confiada. Entro como suplente pero me han fichado por dos temporadas, o sea que la cosa va en serio. En tres o cuatro meses, seis a lo sumo, debería estar jugando al menos algunos minutos de cada partido, ya integrada en el equipo. Ganarme la vida con lo que me gusta. Claro que no puedo dejarlo. Podría, y eso haría que Fred y yo estuviéramos algo más de tiempo juntos, pero acabaríamos por arrepentirnos. No, no, tiene razón, estoy tonta. Tengo que aguantar. Tengo que ser fuerte. Nada de dejar el Quidditch por él, por mucho que duela. Hay oportunidades que no se repiten y que pueden significarlo todo.
Appleby es algo más fría, verde y lluviosa que esto, pero, lo poquito que he podido ver de la ciudad, con sus casitas bajas, de ladrillos, bajo un cielo encapotado que amenazaba con una lluvia copiosa, ideal para quedarte en casa mirando, melancólica, por la ventana, con un jersey de lana grande y calentito, me ha parecido encantador, casi como estar en casa, más al norte hemos vivido siete años, perdidos en medio de Escocia. Aún no tengo casa, de eso se encarga el equipo, muy amablemente, y tampoco tengo mucho qué llevar, salvo algo de ropa y el cepillo de dientes, o sea que no sé muy bien lo que me espera ni qué me rodeará durante los próximos nueve meses, pero no creo que lo encuentre muy diferente de lo de aquí.
Me giro para mirarle y él me sonríe alegremente.
- ¿Qué, bombón? – me dice en cuanto nuestros ojos se cruzan. - ¿Tienes ganas de empezar?
Me encojo de hombros y luego asiento, pensativa.
- ¿Crees que será muy duro? – le pregunto, con algo de aprensión.
- Bueno – suspira él, teatralmente. – Nada comparado con lo que tú te exiges a ti misma.
Arrugo la nariz y le dirijo una mirada enojada, en broma. Él sonríe, me guiña un ojo y se inclina hacia mí para besarme.
- Vendremos a verte – me promete afectuosamente. – Todo el equipo, si puedo montármelo.
Abro desmesuradamente los ojos y le doy otro beso, sin poder esconder cómo de contenta me pone esa promesa. ¡Todos los del equipo cerca cuando juegue por primera vez! ¡Me hace mucha ilusión! Igual es casi infantil ponerme como unas pascuas por algo tan nimio, diez personas, como mucho, en medio de todo un estadio lleno, pero que me vayan a ver, cuando tan insegura estaré, que me apoyen y estén cerca para animarme, ¡claro que me hace ilusión! Y volver a ver a Fred, volver a verlo después de un par de meses habiéndolo dejado, volver a abrazarlo y a notar su sonrisa brillándome encima... Es un consuelo tan débil que no puedo evitar agarrarme a él con todas mis fuerzas.
- ¿De verdad? – le pregunto, sólo por regocijarme un poquitín más.
- De verdad – repite él, y me aparta una trencita de la cara. – Lástima que hayan prohibido lo de tirar flechas – reflexiona en voz alta, no sin una sonrisa pícara. – George y yo hubiéramos disfrutado de lo lindo.
Río suavemente, casi sintiendo no poder ver el espectáculo que, seguro, hubieran montado, y escondo la cara en él. Hasta esto sabe hacerlo dulce. Hasta en esto no podría encontrar a nadie mejor.
- Os regalaré entradas de tribuna – le doy mi palabra, en un estallido de entusiasmo. - ¿Traeréis golosinas?
- Sí – suspira con resignación, y me besa dulcemente los labios. – No podemos perder una oportunidad de negocio. ¿Contra quién empezáis?
- Holyhead – respondo rápidamente, casi por reflejo. – Pero no sé si ya estaré lista para jugar. Al principio me tengo que aclimatar y eso...
Que no es que le dé largas. Al contrario. Me muero de ganas de reencontrarnos entonces.
Curioso que sólo unos instantes atrás, justo antes de dormirme, asegurara no tener esperanzas de reencuentro. ¿No?
- Claro – concede y me planta besos minúsculos por toda la cara. – Pero seguro que te acostumbras enseguida al ritmo del equipo. Eres muy buena. – Y, para borrar mis evidentes dudas al respecto, añade: - En serio.
Me encojo de hombros. Bueno, bueno. Lo tendré que demostrar. Suspiro y apoyo la cabeza en su hombro.
- Te voy a echar de menos – le digo, más animada que al principio pero no sintiéndolo menos.
- Yo a ti también – me dice, con una sonrisa. – Todos vamos a echarte mucho, mucho de menos, bombón. Pero yo – añade, con tono de ser algo evidente y con cara de resignación – el que más.
- Y yo a ti también el que más – le respondo, abrazándolo fuerte por los hombros. – Esto va a ser muy difícil.
Él asiente y acaricia suavemente mi pelo.
- Anda – dice, con un suspiro cansado, al cabo de un rato. – No lo hagamos más difícil todavía. ¿Quieres que te acompañe a casa?
Alzo las cejas con sorpresa pero no me muevo del escondrijo que he encontrado en su cuello. Que me vaya ya. Que no me quede, porque lo hace más difícil. Me duele un poquito su decisión, porque no quiero irme aún, porque me muero de ganas de que me suplique que me quede hasta que yo decida que le pueden dar por saco a mi carrera como jugadora profesional, porque cuando me vaya esto se habrá acabado y no habrá vuelta atrás, pero, en el fondo, sé que tiene razón. Sólo lo complico más. Merlín. Asiento suavemente, me separo un poco de él y le sonrío agradecida.
- Quizás sí que será lo mejor que me vaya ya – admito. – Esto es sólo... torturarnos.
Él arruga la nariz en una mueca de desacuerdo y me besa suavemente.
- Estar contigo nunca es una tortura – me asegura, con una sonrisa afectuosa. – Lo digo porque debes de tener un montón de faena por hacer y, bueno, yo sólo te entretengo. ¿Te vas a vivir allí?
- Sí. El equipo me buscará una casa – explico.
- Va, pues – concluye él. – Tienes que preparar un montón de cosas para la mudanza. Será mejor que te deje irte de una vez. ¿Cuándo te vas?
Suena completamente normal. Como si no le importara que me fuera. Como si no nos fuéramos a decir adiós para mucho, mucho tiempo enseguida. Le miro fijamente, un poco decepcionada por su falta de sentimiento, y luego bajo los ojos a su cuello. No me quiero ir. No quiero marcharme aún. Ni siquiera sé cómo sentirme. ¿Fred...? ¿No te importa...? ¿Me dejarás ir? No es que quiera que luche con garras y dientes para que me quede, porque no lo podría soportar, pero, bueno, tampoco esperaba indiferencia...
Me alza la cara con un dedo en la barbilla y me besa suavemente en los labios, con los ojos cerrados y las cejas bajadas con preocupación.
- Todo va a ir bien – susurra, entre besos ligeros. – Estaremos bien, bombón. Ya lo verás. Será difícil al principio, pero...
Se interrumpe, abre los ojos y esboza una sonrisa que no llega a sus ojos.
- Te quiero – dice, ahogadamente. – Y tienes razón, esto es lo mejor. Tenemos que... dejarlo. Tienes que ir a Appleby – añade, con una brillante sonrisa que ni él se cree. – Te voy a echar mucho de menos y te ataría a la cama para que no te fueras si creyera que...
No llega a acabar la frase, sino que sólo me mira a los ojos, en silencio, un instante, luego se gira hacia un lado con una mueca de dolor.
- Anda, Angie – repite. – Vete antes de que se me deshaga el autocontrol.
Autocontrol. Es sólo... autocontrol. Claro. Asiento y no necesito que me diga nada más. Me alzo en la cama para darle un beso en los labios, luego otro en el pelo y sonrío mientras me pongo en pie. Autocontrol. Acabaremos mal si cualquiera de los dos lo perdemos, si decimos lo que sentimos, si decidimos hacer otra cosa que separarnos como amigos. Fred no es, ni ha sido nunca, un ser pasivo y, aun hoy, que he venido yo a cortar con él, que he venido cargada de miedo a hacerle daño y prometiéndome tener todo el cuidado del mundo al decírselo, él lo ha entendido todo, lo ha visto todo y se ha propuesto lo mismo conmigo. No encontraré nadie como él. Nadie con quien esté tan compenetrada, nadie con quien todo sea tan bonito, nadie tan especial y que se preocupe tanto por mi. Vuelvo a besarle en los labios y luego me separo un paso de él, que sigue sentado en la cama. Me sonríe, me tiende la mano para estrechármela afectuosamente una vez más y luego cojo mi varita para desaparecer. Claro que no quiere que me vaya. Claro que lo dice todo para hacerlo más fácil. Siente lo mismo que yo, lo mismo que yo, y por eso es mejor que me vaya ya, antes de que empecemos a suplicar una segunda oportunidad que sólo nos amargaría. Cierro los ojos para concentrarme en el hechizo y, cuando creo que lo tengo a punto, los vuelvo a abrir para despedirme de él por última vez.
- Cuídate – me dice, sólo con los labios, y me sonríe afectuosamente.
- Tú también – le pido, en el mismo tono.
Asiente y me dirige una mirada fija, intensa, casi dolorosa.
- Te quiero – murmura, y veo la última resistencia de su autocontrol desmoronarse tras sus ojos. Se acabó. Le mando un beso desde mis dedos, murmuro rápidamente que le adoro y, casi a la vez, muevo la varita alrededor mío.
Se acabó.
Nota: Em... No lo parece, ¿eh...? Pues es un Fred Angelina. Lo será. ¡Vaya si no! :)
Y, sólo porque me apetece, incluso cuando no hay reviews por comentar, ¡me enrollo más! :p Un besazo para Jaleb - va en serio lo de que has hecho a esta chica feliz, ¡con estrellitas en los ojos, de la emoción! - y otro para Llad, que es, como siempre, un sol.
^_^
