Cuando pesa tanto el mundo

Capítulo 2: ¿Cuánto, cuánto?

No me basta con perderla una vez, no me basta con perderla dos, ni tres, ni veinte. Tengo que estropearlo todo de nuevo, dejar que se pierda todo de nuevo, abrir los dedos y que se escurra sin más. Sin quererlo. Sin evitarlo. Sin mover un músculo, sin dejar de sonreír, sin demostrar jamás cómo es de verdad el gemelo idiota. Merlín. Santísima barba verde (y, bueno, ¡lo hubiera sido, de haber nacido Gee y yo antes!) de Merlín. Merlín. ¡¿Cuándo será suficiente?! ¡¿Cuándo pararé y maduraré y me convertiré de una puñetera vez en George?!

¿Cuánto hace que se fue? Y qué importa. Diez minutos ya fueron demasiado. Abrazarla, sabiendo que era la última vez, ya fue más de lo que podría soportar. Oh, sí. Sé que no lo aparento. Que no soy transparente. Que soy retorcido y tenebroso y que antes abandonaría la vida de irrectitud y falta de seriedad que llevo desde los tres años a dejar entrever tan sólo un momento de cómo me siento de verdad. Que soy un poco demasiado firme. Que no me dejo llevar. Que no me abro a los demás. Que finjo. Irónico, que todo eso lo haga precisamente yo. Irónico, que, después de ser un personaje tan público, plano y sencillo, la mitad del dúo de bromistas del cole, uno de los gemelos Weasley, que sólo viven por armar barullo, que sólo sirven para hacer apestosos, literalmente, a los Slytherins, que no tiene respeto por casi nada ni por casi nadie, después de ser uno de los más conocidos en Hogwarts, mi carácter siga tan velado a prácticamente todo mundo. Porque, bueno, la verdad... tímido, digamos, no soy. Nadie se lo creería, mamá la primera, si así lo dijera.

Oh, Merlín, Merlín. Aún huelo su pelo en la almohada. No necesito ni girarme, ni moverme, sólo tengo que inspirar lentamente, sólo un poquito cada vez, y, al final, la noto a ella, a su champú, a su transpiración, su piel y su sonrisa. Cierro los ojos, fuerte, tan fuerte que el dolor de cabeza incipiente se convierte en cuchilladas minúsculas tras los ojos, y noto sus piernas, largas, firmes, suaves y cálidas, contra mi cadera, sus manos en mis codos, sus labios en los míos. Su voz. Sus ojos. La manera tan suya de morderse el labio inferior mientras mira hacia arriba, a un lado, cuando está pensando en algo. La sonrisa encantada que noto contra mis labios cuando la beso por sorpresa, a oscuras, mientras le suplico que nos metamos ya en la cama. Su espalda...

Inspiro un poco más profundamente, me giro hacia el lado que debería de ocupar cada noche, y no sólo de higos a peras, su precioso cuerpo, escondo la cabeza en su parte de la almohada y ahora sí, sin remordimientos ni censuras, solo como estoy, dejo que salgan los sollozos. Angie. Angie. Es sólo su olor, pero me viene todo, inseparable, todas las impresiones que ha dejado en mí, trocitos que he ido notando y atesorando durante toda una vida, partes minúsculas sin relación entre sí más que pertenecer a ella. Y no es sólo que imagine su sonrisa o su tacto. Oh, no. Si no fueran tan reales, si no llegara a sentirla, si mis terminaciones nerviosas no hubieran memorizado tan bien cómo se sentían cuando estábamos en el paraíso y no lo repitieran con tanta fidelidad aun cuando ella no está, aún podría ignorarlo. Pasarlo por alto. Olvidarlo un rato y seguir adelante, sustituir, susurrarme mentiras piadosas antes de irme a dormir.

En cambio, lo vuelvo a hacer, una vez y otra, nunca mucho, nunca suficiente, y vuelvo a dejar que se desvanezca entre mis brazos justo a la mañana siguiente, aparentando que es lo lógico, lo más normal, lo que los dos teníamos planeado desde el principio. Aun cuando sé que, probablemente, en un principio, al menos, esto no era lo que ninguno de los dos tenía planeado.

Aunque, ahora, ella sí.

¿Cuánto, cuánto? Un número, un consuelo, algo con forma a qué aferrarme, porque si son quince, son quince menos hasta la próxima vez y, si son veinte, la condena se reduce en cinco, algo así como una parte por millón, o quizás menos, a saber lo que tendrá que volver a pasar para que las aguas se abran, el cielo se desgarre y nuestras manos se reencuentren. Pero, en serio, ¡¿cuánto?! ¿Ya debe estar vestida, ya debe de estar volando, ya debe de haber acabado el calentamiento? Merlín, Merlín, ¡¡sólo un número!! ¡No la pido de vuelta! ¡No pido nada que sea culpa mía, sólo un número!

Deben ser más de quince. Por la ventana entra un sol perezoso pero demasiado claro para que sean sólo quince. ¿Una hora? ¿Un par? Debería levantarme y ducharme. Borrar una noche que me estará torturando durante dos meses más, hasta que la sustituya otra. O cuatro meses, si no hay suerte y los Arrows pierden la clasificatoria. Debería salir de la cama, poner un poco de orden, leer la nota que, como siempre, me ha dejado, nota que siento como una prolongación de mí mismo, como algo que me pertenece desde siempre, como algo tan mío que trabajo me cuesta postergar el momento de reencontrarlo, leer su nota llena de besos y de afecto, sonreír entre lágrimas, pensar en ella, besar patéticamente un trozo de papel que significa un mundo y, abrazándome a mí mismo con fuerza, ir a sentarme al sofá mientras recapacito sobre el poquito sentido que tiene mi vida y lo mal que hago todo lo que de verdad importa. Y luego vendrá George, y me animará con su sonrisa brillante de hombre casado que no tiene más problemas que escoger cada día la ropa que le toca ponerse, me preguntará con el característico deje pedante nuestro que cómo me ha ido la noche, susurrará algo sobre lo bien que debo haber dormido y yo, que, nada más verle entrar, habré recuperado mi temple, torceré la boca en una sonrisa creída, me encogeré de hombros y le susurraré algo ligeramente subido de tono sobre la noche que debe haber pasado él.

Y ahí es cuando la figura de Angelina palidecerá tanto en lo que me rodea que tan sólo quedará una sombra de ella, en mis manos, que seguirán notándola aún cuando no esté, en mi corazón, que no dejará de doler, sólo un poquito, sólo al final de cada respiración, hasta que pasen esos dos meses, y en mi cabeza, como referencia constante a todo lo bueno que me pase.

En cambio, me giro otra vez, volviendo a mi lado de la cama, me tapo con la manta hasta la coronilla, abro los ojos remolonamente y miro al vacío que tengo delante.

Angie de pelo corto. Quién lo hubiera dicho, después de tantos años viéndola siempre igual, siempre con sus trencitas. La Angie de siempre, sólo que más ligera y en forma. Igual de guapa. Con las mismas ganas de reír.

Si hay una cosa que adoro de ella, y mira que hay, es cómo se pone juguetona y me sigue las bromas, cuando no le da tiempo a empezarlas ella misma, hasta que acabamos retorciéndonos de la risa. Risa. Risa en estado puro, eso define nuestra relación. Reírnos por encima de todo, irreverentes y desvergonzados, sin encontrar nunca un momento demasiado íntimo o serio como para que no quepa la risa. Porque la risa no desmerece. No empequeñece el momento. Incluso haciendo el amor, incluso cuando nos distraemos y tenemos que volver a empezar, la risa es lo que nos hace tan especiales juntos.

Porque, claro, ella es especial sola, sin nada más, sólo por existir.

Cincuenta y cinco. Quizás cincuenta. Mi reloj emite un ruidito casi imperceptible y miro el cabezal de la cama, distraído. Ha sonado y se ha despertado. Yo estaba despierto. La he besado, la he abrazado fuerte y hemos estado un ratito hablando, no más de un par de minutos, sobre el día que le esperaba y lo poco que George me echaría en falta si nos decidiéramos, cosa que nunca hacemos pero siempre decimos, sin haberlo dicho hasta ahora en serio ni una sola vez, a faltar a nuestros respectivos compromisos y quedarnos todo el día entre las sábanas. Como la respuesta ha acabado por ser que no, eso sí, entre las risas que se ha ganado mi usual exageración y las que han ganado sus cosquillas, que más parecían caricias, nos hemos vuelto a besar, nos hemos despedido con las cuatro carantoñas de siempre, que hasta han dejado de ser agridulces para convertirse sólo en delicias, de lo aprendido que tenemos los dos que no significan que se acabe sino sólo un punto muerto, y ella, por fin, se ha acabado por ir. ¿A y cinco? ¿A y diez? Quizás a y cuarto. Acabará por hacer una hora. Y luego dos. Y luego seis, en cuanto la tienda me distraiga.

Inspiro, saboreando la felicidad que me ha dejado la noche, y me levanto sin ni siquiera pensarlo. Estiro la sábana, arreglo la manta y recoloco la almohada con una sonrisa cariñosa, porque Angie aún está allí, a sólo una hora de distancia, tan cerca que podría tocarla si tan sólo alargara la mano en la dirección adecuada, y ése, precisamente, conocer la dirección, sería el único problema, tan cerca que aún la siento, respirando aquel aire y decidiendo quedarse conmigo otro rato, otra media hora, sólo hasta que te duermas, sólo hasta que amanezca, mi vida. Angie está allí y es para quedarse, porque por Merlín que, aunque sea sólo su recuerdo, no pienso dejar que se escape; pienso hacerla prisionera, capturarla, recordarla cuando no esté conmigo, retenerla hasta que ella misma la sustituya. Se me calienta el pecho, con una onda feliz, se me estira el estómago, que por fin deja de parecer ir a darse la vuelta, e, incluso sin verlo, sé que los ojos me brillan con nueva esperanza. Ha llegado el momento de la paciencia. Volverá. Está cerca. Seguimos siendo los de siempre. Sólo es cuestión de tiempo, y de eso tenemos los dos para dar y vender.

Lástima que no lo vendan. Media hora más, diez minutos por hora, un ratito solamente. Estratégicamente colocados, en las ocasiones especiales, en los momentos realmente cruciales, darían un vuelco al mundo. Hacer que las pocas noches que tenemos duraran un poco más. Que sus besos fueran diez segundos más largos. Que no la estuvieran esperando en cuanto se despierta, que pudiéramos charlar y querernos y mimarnos mucho sin depender del reloj. O, al revés, que todo pasara rápido hasta volver a encontrarnos.

Mi chaqueta de lana está sobre la silla, lo único ordenado que hay en toda la habitación. La cojo y me la echo por encima, cruzándola en el estómago, escondo las manos en las mangas, hasta la mitad e, incoherentemente descalzo en pleno invierno pero sin la paciencia para buscar entre mi ropa de ayer, desperdigada por el suelo, la pareja del único calcetín que hay a la vista, salgo de la habitación, me froto la nariz con el puño y corro, de puntillas, hasta el sofá, donde me siento con las piernas en el sillón contiguo. En mi mano derecha, convenientemente protegida del frío por hebras de lana gris tejidas pacientemente por mamá, el regalo de la mañana, hecho un cuadrado minúsculo y aún sin leer, cogido furtivamente de la mesita con el corazón acelerado. Sólo una nota, sólo lo que leo cada vez que nos encontramos y ella me deja, pero todo un ritual que he aprendido a disfrutar tanto como cada uno de sus besos y que hago durar tanto como puedo, por hacer la ilusión más larga. Encojo los brazos en mi regazo, levanto un cojín del sofá para meter los pies debajo y que se calienten un poco y me mezo contra el respaldo y el brazo, que me rodean haciéndome sentir no calor pero si un cierto resguardo. Otra vez parte del ritual y otra vez casi clandestino, que no se note, que no me dé cuenta ni yo, aunque en realidad no piense en otra cosa, mis yemas acarician suavemente el papel plegado que aprieto. Noto los bordes, duros, punzantes en las esquinas, y la textura medio rugosa del pergamino tratado que usamos como hojas en la tienda. El bloc de notas de la mesita, el que Alicia nos obligó a poner a los dos junto a nuestras camas la tercera vez que George tuvo una idea brillante durante la noche, la desveló al contársela, tardaron una hora en volverse a dormir y se les olvidó por la mañana. Un bloc para apuntar por la noche, en pos del descanso de la casi-recién-estrenada señora Weasley que, al parecer, tiene problemas para conciliar el sueño si la despiertan aún en el duermevela.

Lo cual hace curioso, por cierto, que el bloc para apuntar esté en la mesita de noche, sí... pero en el lado en el que duerme ella.

Toco el final de un pliegue, lo desdoblo y giro la nota lentamente en mi mano. Siempre las dobla. Al principio no lo hacía, pero un día empezó a hacerlo y, desde entonces, siempre no lo hace. No sé por qué. Por tradición, quizás. Y ese primer día, porque igual estaba arrugado, o cualquier cosa. Coge un trozo de papel, lo llena por una cara cuando vuelve de ducharse y de vestirse, mientras yo estoy, irremediablemente, dormido de nuevo, y luego lo dobla primero en dos, luego en cuatro y luego en ocho. Siempre en ocho. Me besa en la frente, en el pelo o en los labios (nunca la he notado ni me ha dicho nunca que lo haga, pero la imagino haciéndolo tan nítidamente que para mí no hay duda de que lo hace) y luego, una vez cumplidos los ritos y ya preparada para salir, ha salido de la habitación y ha cerrado mi puerta para que no me despertara con los Flu. Por alusión, me giro hacia la chimenea y miro su estado: sólo brasas, perfectamente controladas y, como de costumbre, dulce bomboncito considerado que es mi Angie, ni rastro de polvo en el suelo. Un chico más malo hubiera vaciado el pequeño leoncito que los contiene, justo junto a la chimenea, hace mucho, hubiera vertido por error, ¡ay!, su contenido, hubiera olvidado repetidamente reponerlo y, como en esta casa no se puede aparecer ni desaparecer, ¡oh, Angie, cuánto no lo siento! Quiero decir...

Pero soy bueno. Soy bueno cuando ella está cerca, cuando hace referencia a ella, cuando me juego más que unos cuantos puntos de casa. Soy bueno cuando podría hacer que se enfadara, cuando podría afectar a su carrera, cuando hablamos del mundo real. Soy bueno, buenísimo, y estaría dispuesto a llevarla en mi propia escoba, ¡incluso en la vieja, en la del colegio, la Barredora!, si alguna vez fuera tarde y pudiera evitarle problemas.

Y eso que no me gusta nada, nada, ¡¡pero nada!!, el Quidditch.

Otra vuelta al papel, que ahora, con un pliegue deshecho, ocupa casi toda mi palma. Repaso los contornos, insisto en las esquinas y busco otro doblez por deshacer. Cuando lo haga, ya no me cogerá en la mano, sólo ya doblado por la mitad, así que, previsoramente, me arremango ambas manos de la chaqueta, me vuelvo a frotar la nariz, lo que se está convirtiendo, por cierto, en un tic nervioso que he ido copiando de George y que él ha ido copiando de mí, y me encojo en el sofá para abrigarme. Sólo un pliegue. Sólo uno. Miro el papel, evitando incluso intentar entrever lo que pone a través, le doy la vuelta, lo roto entre mis dedos y dejo que una de las esquinas se clave en mi índice, sin hacerme daño pero llegando a dejar una marca, un pico hendido que se va sólo al cabo de pocos instantes. Tengo que encantar el papel. Ponerle un hechizo que haga que todo el que escriba en él desee quedarse siempre en aquella casa, que no quiera irse, que olvide sus compromisos. Es un hechizo fácil, aunque quizás peligroso, porque cualquiera (Percy, Godric no lo quiera, incluido) podría escribir por casualidad y yo ganaría un pelma sin merecerlo. Debería de ponerle algo de seguridad, sólo para focalizarlo más. Quien escriba y luego lo doble en ocho. Quien escriba y luego lo doble en ocho, lo deje en mi mesita y me bese, donde fuere. Que lo escriba y sonría y revele que, como yo ya sabía, es la brujita más guapa del mundo. Por no hablar de entre los muggles, que, sencillamente, no se le pueden comparar. Que sea mi Angie y se quede encantada para siempre y tengan que echarla de los Arrows porque, ¡pardiez!, no pueda salir nunca, nunca más de un calculado radio a mi alrededor.

Me vuelvo a encoger en el asiento, haciéndome una bola con carámbanos en los pies. En el comedor tampoco está el otro calcetín. Tampoco es que lo esperara aquí cuando, después de todo, nos desnudamos en la habitación. Ni siquiera recuerdo haberme quitado los calcetines. Ni la mayor parte de la ropa. Recuerdo, eso sí, haberla obligado a ponerse un pijama mío, después, y a ella habiendo exigido lo mismo de mí a cambio, y, dado que nos vestimos, es de sobreentender que tuvimos que desvestirnos antes, sólo que todo era demasiado frenético como para prestar atención a cualquier cosa que no fuera ella, sus ojazos, su sonrisa, sus besos apresurados. Debería de coger la varita y hacer aparecer aquí los calcetines. O las zapatillas. O un par de calcetines limpios, no sé por qué no lo he pensado cuando aún estaba en la habitación. Hundo más los dedos bajo el cojín, reprimo un escalofrío y alargo la chaqueta hacia abajo, para cubrirme las rodillas. Qué poquito me importo a mí mismo, contemplo con una sonrisa. Qué poquito me llena mi única existencia, qué poquito me interesa, por comparación, mi propio bienestar. No es pereza lo que me hace no ir a buscarlos, no es languidez o pasotismo. Qué va. Es estar demasiado lleno de ella. Lleno del presente. Lleno de la promesa de volver. De la oportunidad de hacerla feliz. Merlín, lo que daría sólo por más oportunidades, por más ratitos, por más sonrisas y caricias. Por hacerla feliz más tiempo. Por hacerla más feliz. Porque ella viera cómo le importo, y que eso sólo la hiciera sentir tan especial que no tuviera nunca momentos bajos, aun a pesar de los entrenamientos intensivos que el entregado sustituto de Wood que tiene por entrenador, que es más exagerado aún que nuestro capitán cuando toca hablar de horarios de prácticas, le impone, y a pesar del cansancio de un día tras otro sin parar jamás.

No me importo demasiado a mí mismo, no más allá de lo puramente funcional, no más allá de lo necesario para vivir y para tener algo de autoestima, y no tenerme muy en cuenta no es algo entristecido ni deprimente. Al revés; la quiero tanto que, hoy, mañana, toda la semana de después de reencontrarla y toda la semana de antes de hacerlo de nuevo, siento que todo está bien si ella está bien, que todo es dulce porque ella existe, que ni siquiera importa cómo pueda estar yo, aquí, solo, echándola tantísimo de menos, si, a cambio, el mundo es lo suficientemente bonito como para que ella esté en él.

La quiero. Merlín si lo hago. No tiene más importancia, quiero a mucha gente, no exijo nada, no necesito nada, sólo es un cariño suave y discreto, que se conforma con lo que tiene, que se desvive por hacerle la vida bonita en lo poco que tiene, que sabe coger fuerte los pocos segundos de que dispone y pasar por alto los meses que pasan después. La quiero. Sin prisas. Sin desesperar. La quiero cuando la tengo, y la sueño cuando no, completamente entero, sin llorarla, sin amargarme por no tenerla. Conformado y viendo siempre lo más bonito de la vida. Tan enamorado que nada puede ir mal. Una sonrisa con un deje melancólico, pero que no deja de ser sonrisa, al fin y al cabo. Se ha ido y podría haber pedido, haber exigido, haber suplicado. Podría haber soltado toda una perorata que tengo más que aprendida, de la de veces que le he dado vueltas y más vueltas, convenciéndola de lo que me tiene que querer, de lo que me tiene que apretujar, de lo seguros que debemos estar el uno del otro con más palabras que escondan promesas que violen todo lo que hemos tenido hasta ahora. Podría haberle pedido que dejara los Arrows, que lo dejara todo, que se casara conmigo y que copiáramos la vida de mi hermano y su mujercita en todo, sólo que en más guapos. Podría haberlo hecho y ahora ella estaría aquí conmigo, calentándome los pies con los suyos, abrazándome en lugar del pésimo sustituto que es esta fría chaqueta, tumbada sobre mí y yo protegiéndola con cuidado.

Merlín. Otra vez la noto tanto, su mejilla contra mi cuello, sus piernas enredadas con las mías, esos susurros suaves con los que no decimos nada pero que no dejamos que establecer como puente al otro, suspirando lo bien que se está, lo dulce que es todo, lo suave y esponjoso que parece el mundo desde esa perspectiva, y vuelve a ser tan real que casi me duele no verla contra la piel que nota su contacto. Angie, le susurraría afectuosamente, mi preciosa Angie, te adoro.

Pero nunca le digo nada realmente serio, nada que exija nada, nada que le dé ni siquiera una idea sobre abandonar su puesto en los Arrows. Toda su carrera. Oh, vamos, no soy tan importante. No merece la pena perderlo todo por algo que puede esperar, que la espera, que tiene toda la paciencia del mundo. Deja, Angie querida, acaba lo tuyo y después, si sigues interesada en mí, haz lo que quieras de mi vida, porque yo lo único que sé hacer es ponerla a tus pies. Acaba con los Arrows, pasa a los Falcons, a los Wisps, al United o, si quieres hacer a Ron un chico feliz, a los Cannons, que difícil lo tendrán para seguir perdiendo partido tras partido con una monadita tan eficiente como tú en su alineación. Hazte mayor, cumple tu sueño y, cuando ya estés del todo satisfecha, déjame que yo te dibuje sueños nuevos que me desviviré por hacer realidad.

Si se lo dijera, aún me diría que sí. Le diría, Angie, cásate conmigo, quédate en la tienda, compartamos casa, trabajo e hijos, y ella lo consideraría. Quizás al final el Quidditch pesaría más, me diría que esperara unos años, unos meses, hasta que acabara, como mínimo, la temporada. Que la dejara tan sólo acabar el contrato, que no podía romper, y que luego lo habláramos. Se lo pensaría. Le daría más vueltas. Temblaría su resolución. Y yo me lo habría cargado todo porque, si me dijera que sí, que se casaría conmigo, no podría volver a mirarme al espejo de lo mucho que me odiaría por haber sido escogido por encima de algo que tanto le importa, de lo poco digno que me sentiría, de lo culpable que me sabría cada día de la vida, por haberla hecho elegir. Y, si me dijera que no, otra vez culpa, y otra vez por lo mismo: culpa por haberla hecho escoger, culpa por no haber sabido esperar, culpa por haber hecho violenta una relación sólo por falta de paciencia. No tendría sentido. No llegaríamos a ninguna parte; tiene que llegar el momento, tiene que salir de los dos, tiene que ser entonces y no antes y, sobre todo, nunca como elección entre el Quidditch o lo otro. Nuestra relación tiene que ser parte de nuestra vida, una parte armonizada y tranquila, tiene que salir sola. No puede desmontarnos para volvernos a montar. No, no tendría ningún sentido.

Y por eso no le doy ninguna importancia a la separación, por eso no me amargo ni me importa casi ni me vuelvo impaciente.

Aunque la adoro. Aunque, sí, la echo de menos. Aunque toda mi existencia da vueltas alrededor de nuestras citas por sorpresa y aunque no hay nada que me importe más. Pero soy feliz, la recuerdo, vivo contento el resto del tiempo y me convierto en un depósito ambulante de amor, guardando todo lo que tengo, todo lo que pienso y siento, para cuando pase el invierno, para cuando me vuelva a encontrar con el sol, cuando ella se digne a brillar sobre mí de nuevo y pueda decirle a alguien, por fin, como me siento.

Doy una última vuelta al papel que, doblado aún en mis manos, está empezando a tomar un color amarillento sucio por los bordes, de la humedad de mis manos sobre el pergamino que, por suerte, está encantado para no deslustrarse ni evidenciar los manoseos. El bloc de encima de mi mesita. Espontáneo, pensamientos de última hora, íntimo y con toda confianza. Casi me parece ver a Angie, sin cuestionárselo siquiera, desde el principio, cogiendo el lápiz muggle (encantado, eso sí, para que no se le gaste jamás la punta) que lo sujeta, arrancando una hoja con cuidado de no hacer ruido, y dejándome el primer beso, tanto tiempo atrás, antes de salir. Sólo fue eso, un beso, unos labios dibujados en medio del pergamino, el último de tantos. Me sorprendió encontrarlo allí, en medio de la nada, por sorpresa, una agradable sonrisa cálida de mi flechita. Aún lo guardo, en la caja donde los meto todos, ordenados cronológicamente en sentido inverso. Fue después de su debut. Cuando aún era una jugadora inexperta, cuando aún empezaba, cuando los nervios aún podían con ella. Cuando aún no había aprendido a huir de todos los oponentes como si, sencillamente, se escurriera entre ellos. Fuimos a verla, todos juntos, nos reunimos con ella tras el partido y, como si nada, acabamos abrazados delante de la tienda, besándonos con un nudo en la garganta, rodeándonos con fuerza, mis brazos en su espalda, los suyos en mi cuello. Fue inevitable. Demasiado tiempo, demasiado solos y demasiada presión. Toda la velada bromeando, dirigiéndonos miradas cómplices cada vez que conseguíamos hacer enrojecer a alguno de los presentes, toda la noche como si no hubiera pasado el tiempo, como si todo fuera exactamente igual que antes, y el pasado sacó lo mejor de nosotros.

Y de ahí a la nota que vuelvo a hacer rotar, con el pulgar y el índice en las dos esquinas de una de sus diagonales, sólo tiempo y amor, paciencia y entrenamientos.

Debería de cambiar algo. Hacer algo diferente. Intentar otras tácticas, enfrentarme de otra manera a la vida, cambiar de actitud, intentar con otras aproximaciones. Quizás así mejorarían los momentos bajos, no me hundiría cada vez que ella se va, no lloraría y me sentiría un estúpido por no hacer lo que no puedo hacer. Porque es ridículo, oh, vamos, morirme de ganas de soltarle lo que siento de verdad si, en frío, cuando puedo razonar calmadamente, yo mismo veo, sin lugar a dudas, que no podría decírselo, que no tiene lógica, que sólo acabaría peor de lo que estoy. Quizás, si lo enfocara diferente, si intentara no dormirme cuando se va, si la acompañara al campo y me distrajera y no me quedara en la cama, pensando, no tendría tiempo de concederme esa autocompasión. Que no me dura mucho, que es sólo puntual, sólo cuando se va, sólo porque no soporto despertarme y ver que ya no está allí, sólo porque todo parece tan negativo durante unos instantes que me tiembla el autocontrol, pero no debería de permitírmelo, por poco que sea. Si yo soy feliz, si la adoro, si hasta de la separación, si no puedo tener nada más, hasta de la separación disfruto, si me gusta verla, aun de lejos, si me encanta esa excitación en el pecho cada vez que sale su equipo en las noticias, cada vez que recorro la sección de deportes del Profeta y cuando hojeo la Witch Weekly de mamá en busca de fotos suyas. Me gustaría más todo lo otro, claro que sí, que no fuera pública, poderla ver cuanto quisiera, poder alargar la mano todas las noches de mi vida y notarla junto a mí, abrazados, durmiendo juntos igual que hace el tonto con suerte que tengo por gemelo con su mujercita, justo en la habitación de encima de la mía. Claro que sí. Claro que todo eso sería lo mejor que podría imaginar, pero me conformo, me contento con lo que tengo y soy feliz a pesar de todo y tengo suficiente con saber lo que hay entre nosotros para vivir perfectamente satisfecho.

Tan satisfecho que, casi, estoy tentado de no abrir la nota, dejarla cerrada todo el día, no ceder a la impaciencia y a la curiosidad y hacer durar la comezón por lo que habrá todo el día, toda la semana, tanto como pueda. Dejarlo para después, para cuando la necesite más, para cuando se haga insoportable y vuelva a tener un bajón de esos míos en los cuales me siento un asco y me cuesta trabajo convencerme hasta de que este continuo volver a chocar el uno contra el otro responde a sentimientos y no sólo a costumbre y seguridad. Que no es sólo porque no tenemos a nadie más, porque no nos importa quién y estamos a mano, que no es sólo porque estoy tan loco por ella que con un solo gesto dispone de mí como quiera, que no es sólo porque necesita relajarse de vez en cuando y ya le sirvo yo. Son momentos horribles, casi obsesivos, y, cuando me pasan, normalmente de noche, en la cama, antes de poder conciliar el sueño, me quedo un buen rato paralizado, sin saber qué hacer, sin saber cómo podría enfrentarme al mundo si alguna vez me enterara de que mis temores son verdad. Pero es poco, ¡es tan poco! que mi vida sería casi perfecta.

Por fin, mis dedos se meten entre el último doblez, tocan la escritura de Angie, aunque no note ninguna diferencia táctil, recorren hambrientamente la caligrafía que imagino mientras las dos partes se separan un poco y me regodeo en anticipación. Es de Angie, es de ella, para mí, para mí solo, porque le importo y porque me quiere y porque, aunque ahora sólo nos veamos una vez cada pocos meses y sea sólo una noche y sea sin mucho cuento, poco más que una sombra de lo que era, sólo una noche y luego otra vez solos, sigo importándole, aunque ahora se lo tome con mucha más calma, y sigue queriéndome hacer feliz con esos detallitos insignificantes, igual que yo a ella, igual que haría yo siempre con ella. Igual ahora somos más desconocidos, para el otro, porque pasamos menos tiempo juntos, y no voy a fingir no haber notado que nuestra relación ha cambiado, desde su punto de vista, para convertirse mucho más en lo que siempre dijimos que era: algo suave y sin implicaciones. A fuerza de repetirlo, parece que hemos acabado por serlo. A fuerza de asegurarle que no pasaba nada por hacer de ello algo distendido y sin compromiso, hemos acabado por tener justo eso. Sin seguridad alguna. Que no es que yo las necesite, que no es que no me conforme igual, con red o sin, y que no es que me vaya a dejar hundir si llegara el caso de ver que se acabara para siempre pero, bueno, bueno, lo cierto es que es algo espeluznante saber que vas sin protección alguna. Antes decíamos que no había compromiso, que no tenía por qué haber fidelidad, que sólo teníamos que estar juntos mientras estuviéramos bien y nada se forzara, cosa que aún creo ideal: una evolución constante, todo liso y sin tirantez, ir yendo cómo vamos y seguir adelante o cambiar las cosas, según marche. Una relación atípica y algo más compleja, sí, pero también más flexible y profunda. El único tipo de relación que querría tener con Angie. La única manera de estar seguro del todo de que lo hacemos bien y de que es lo que los dos queremos.

Es un ideal complicado. Después de todo, es mucho más sencillo hablarlo, quedar de acuerdo y aguantar el estirón, cada uno por su lado, fingiendo que eso es justo lo que quieres. Salgamos juntos, y sales juntos, aunque quizás no estás preparado o aunque no ves ninguna diferencia, aparte del ocasional beso, con ser sólo amigos. Pero lo habéis dicho, y salís juntos. Ahora, casémonos. Y no funciona, claro.

Yo, en cambio, preferí escucharla. Mimarla hasta la saciedad, porque tenía claro que, aunque no tiene por qué ser la única ni tiene por qué ser ella en concreto, sabía que ella era más de lo que podía soñar, que era increíble, que merecía tanto la pena y valía tanto que sólo un tonto la dejaría escapar. Me gustó durante mucho tiempo, me pasé meses planeando y soñando una vida juntos y me veía de mayor, encantado con lo que viniera sólo porque tenía la inmensa suerte de compartir mi vida con ella. Insisto, no la única. No soy tan ciego; podría haber servido casi cualquiera. Cualquiera con quien tuviera un poco de relación, cualquiera que se cruzara en mi camino, cualquiera con quien hubiera acabado pasando tanto tiempo como con Angie. No tuvo por qué ser ella.

Ahora, eso sí, es, o ella, o nadie.

Empezó como amistad. No sé cómo podría hacerse, de manera sincera y coherente, de otra manera. ¿Fogonazos de atracción? Supongo que es una posibilidad, sobre todo si lo que persigues es una noche ardiente pero, a la larga, aun cuando empieces con alguien como atracción física y punto, si quieres llegar a más, tienes que pasar por la amistad. Aunque ya haya sexo. Aunque prácticamente sólo haya sexo. En mi concepto de relaciones, el sexo no excluye ninguna. Sólo existe, paralelamente.

Bueno, pues éramos amigos. Parte del grupo de Quidditch, cosa que, con Wood como capitán, y los horarios de entrenamiento que, consiguientemente, le acompañan, une más que la sangre Weasley. Fuimos haciéndonos mayores, nos teníamos todos mucha confianza y, no sé por qué, quizás por cómo la he admirado siempre, quizás por lo guapa que es, por lo simpática, por lo dulce, di un pasito minúsculo hacia ella y decidí que tenía que intentar pasar el resto de mi vida haciendo reír a esa preciosidad. Al principio, claro, era infantil e inseguro, o tan inseguro como, en todo caso, sé ser yo. No quise jamás forzarla ni forzarme a mí mismo, no estaba, con mucho, preparado para una relación del sosísimo tipo Percy y Pe, ni para una entrega tan absoluta (y exigente, y exigente, fortachón) como la de George con Alicia, a quien se rindió por completo meses antes de que ella ni se diera cuenta de que él sentía algo por ella. No estaba listo para más de lo que fuera saliendo, no quería nada artificial y, con lo excepcional que es Angie, supe que podíamos intentar hacerlo todo diferente, que podíamos cambiar los tópicos, que podía confiar en que, juntos, sería mucho más dinámico. Lo intenté, desde el principio hasta el final, y fue un éxito notable. No puedo decir aún que fuera rotundo ni, por el contrario, que fuera un fiasco, porque la cosa no ha acabado todavía, ni para bien ni para mal, pero no negaré que, durante años, por encima de todos los méritos y bromas realizadas con éxito, por encima de todo lo que he ido haciendo, nada me ha hecho sentir ni tan satisfecho ni tan feliz. No había convencionalismos. No decíamos con palabras lo que los hechos expresaban con holgura. No confesábamos barbaridades que luego se quedaban en nada. Tengo que reconocer que el ejemplo negativo al respecto lo tomé de Lee y de su marcada propensión al enamoramiento transitorio y a prometer el oro y el moro y luego quedarse en horas, días o, como mucho, dos semanas, todo un récord para él, y sólo porque estábamos de exámenes y no habló con la chica en cuestión durante seis de los quince días. Yo no quería algo así. No quería picotear, no quería engañarme ni a mí ni a los demás y no quería segundas oportunidades. Empecé con Angie, la besé, la mimé, demostré lo que sentía por ella sin más que un poco de recato en las pocas ocasiones que hasta yo mismo veía que iba demasiado rápido, y esperé a ver qué pasaba. Buscaba una relación espontánea y sincera, y nos salió de maravilla. Nos gustábamos, creo que más de lo que yo esperaba conseguir de ella al principio, y éramos de lo más felices juntos. Había componente sexual, sí, pero era sólo un detalle, sólo algo más con la misma importancia que las risas o los susurros de la clase de Historia, y no como algo imprescindible para amalgamar todo lo demás, que sin lo físico se caería a pedazos. Era como la segunda parte de George, en morenita, con trenzas, curvas pronunciadas y sin pecas. Muchísimo más guapa. Con George nunca he necesitado explicarlo todo; se sobreentiende más de la mitad, y no es por ninguna tontería (muggle, creo) de que somos gemelos y yo que sé. No. Eso tiene poco que ver. Podríamos ser gemelos y vivir en ciudades diferentes y tener tanto en común como dos hermanos más, como dos amigos, como conocidos o, si liáramos la trama con adopciones, el primer divorcio Weasley de la historia o cualquier historia melodramática del estilo, hasta como dos desconocidos. No es haber estado juntos en el útero. Ser genéticamente idénticos, bueno, eso sí, no nos engañaremos, tiene algún papel, pero nimio. Es el tiempo que pasamos juntos. La infancia sin un momento de separación. Todo el internado, los veranos, siempre en la misma habitación, siempre liados en lo mismo, siempre inseparables. Sencillamente, acabamos por conocerlo todo del otro y casi con una sola mirada, por gesto y por contexto, acabas por adivinar cómo se siente a muchos más niveles de los que se podría presuponer. En serio, con George, no necesito dar explicaciones más allá de una palabra o dos para que él lo entienda todo. Y, a la larga, lo mismo pasó con Angie.

La adoro. Claro que la adoro. No pienso más que en ella, en cómo estará, en si le debe de estar gustando todo aquello, en que, Merlín lo evite, se pueda lesionar. En cómo debe de ser el ambiente, en cómo debe de ser todo aquello, en cómo se debe de sentir a cada momento. En que me gustaría tenerla aquí, en que aquello está lejos, en que hay mucho que no sé de su día a día. No sé si fue un buen plan o si acabaré hecho polvo, si fue inteligente en absoluto empezar cómo empezamos en lugar de forzar al principio las cosas a cambio de tener ahora algo seguro a que aferrarse, no sé si acabará por ser mejor, si acabaré por arrepentirme y por odiarme toda la vida por lo que he perdido por intentar innovar, no sé nada, pero, Merlín, funcionó, funcionó, por lo menos conmigo, me caí de bruces y todo lo que sentía por ella, interés, atracción, una sonrisa divertida ante un descaro comparable al nuestro aunque algo más inseguro y tímido, Merlín, Merlín, se convirtió en todo lo que soy, en cómo la quiero, en cómo la conozco, en cómo vive un poquito en cada pedacito de mí, en la piel que se la sabe tan de memoria que no dejo de sentirla aun cuando está lejos, en los labios, que la añoran con dejes de seda que se me repiten hasta que no puedo pensar en nada más. La adoro, la adoro y, como George entonces, unos años más tarde pero, sin duda, idéntico, me pongo a sus pies, dejo que todo dependa de ella, me quiero atar a su cuerpo y que me lleva dónde quiera, sean los Arrows, un Puddlemere cada vez más Wood o, si ella así lo quiere, al mismísimo Ministerio, y trabajar para Perce. Todo, todo lo que quiera. La adoro, la adoro, llevo años, desde ya el colegio, desde casi enseguida, sabiendo que estaba cayendo, que me estaba enamorando cada vez más, que todo era más serio cada día. La conozco, y eso, eso sólo, conocer de verdad a una persona, tanto como se puede, más el pequeño punto de empatía que no cuesta nada poner, hace que el mundo no te parezca posible si no lo ves a su lado. Es sólo eso, sólo conocerla, sólo el tiempo compartido, igual que con George. Empezamos en el colegio, un beso aquí, un beso allá, nos sincronizamos. Batimos a la vez. Nuestra vida iba a una. Luego no me quería separar de ella, no podía dejar de abrazarla y de mimarla, sólo quería más y más. Si más veía de ella, más me gustaba y más quería, hasta que la cosa se hizo un poco más seria. Entraron Ced y Wood por el medio y tuvimos nuestros temblores, pero, a la larga, sólo seguíamos adelante, sólo íbamos un poquito más allá, yo quería estar con ella y ella conmigo, y no porque lo dijéramos, por decir, por halagar, por cambiar de tema, no porque usáramos las expresiones de afecto para llenar el silencio. Hechos, y no palabras. Tampoco callarlo en exceso, eso tampoco, sino como surgía, como fuera saliendo, sencillamente.

Wood, por ejemplo. A ella le había gustado. Un poco, le gustaba de siempre. Nunca me puso celoso. ¿Qué sentido hubiera tenido? Yo la adoraba, sí, pero, por su bienestar, soy un perdedor magnífico y, si hubiera creído que con Oliver iba a estar mejor, ni me lo hubiera cuestionado.

Pero incluso ella sabía que no lo iba a estar, incluso antes de empezar. Creo que lo más importante de una relación es escuchar al otro, entenderlo, interesarte por lo que siente y piensa, y siempre me he desvivido por comprender cada instante de la vida de Angie. Ella diría que es que soy muy observador, muy sensible, no sé. Igual sí, igual soy agudo cuando se trata de conocer a los demás, igual tengo una cierta predisposición, pero yo creo que es más bien las ganas que le pongo. Tengo que entender a Angelina. Es la mujer de mi vida, por Merlín, si no me esfuerzo para hablar con ella, para que nos entendamos, para que haya un cierto diálogo entre nosotros, ¿qué sentido tiene todo? Desde esta perspectiva se podría entender, quizás, un poco mejor por qué quise una relación tan rara, por qué esperé que todo pasara sin hablarlo, por qué no lo hacíamos convencional. No lo consideraba necesario. ¿Por qué hablar una vez de las cosas cruciales, todas a la vez, tomando todas las decisiones de golpe, sin conocer, sin razonarlas y, sobre todo, sin experimentarlas, si lo puedes hacer sobre la marcha, si puedes ir todo el camino sin perderte palabra de tu pareja? No lo tomé como un reto, eso sí que no: ¿a ver si somos capaces de llevar adelante una relación huyendo siempre del compromiso? Oh, no. Merlín, sí hubo compromiso. Hubo tanto compromiso, al menos, como en las relaciones de mis hermanos, tanto como si lo hubiéramos hecho de manera tradicional, tanto como cualquiera. Lo que cambió fue el tiempo, la manera de plantearlo, todo junto. Cómo no, no me perdía detalle de su comportamiento, de sus gestos, intentando adelantarme a sus preocupaciones, intentando comprenderla siempre. Y, sí, incluso cuando me dijo de Oliver, cuando me dijo que él la había invitado a Hogsmeade y que, si no me importaba, iría con él en vez de conmigo, recuerdo perfectamente una inseguridad que nunca había demostrado conmigo, un rastro de ansiedad en los ojos, un tono de voz como de pedirme permiso, como si no quisiera que se lo diera. Fue complicado no cagarme entonces, no salir corriendo y abandonarlo todo, sólo por temor a que con él fuera a estar mejor y que yo me estuviera metiendo por medio, sólo por miedo a que, por nuestra relación, se perdiera algo que podía ser maravilloso con el capitán. Fue complicado mantener el tipo y quedarme cerca, sólo por si él no era mejor que yo, sólo por si me necesitaba, sólo porque era su mejor amigo y ni quería ni podía irme, aunque estuviera interrumpiendo. Pero me voy del tema. No me refería a cómo me sentía yo esos días, sino a cómo se sentía ella. Teníamos una relación ambigua, nos hacíamos felices mutuamente pero sin exigir nada a cambio, y se veía a simple vista que ella no siempre lo consideraba bien definido en su cabecita. Pero Wood fue la primera prueba que tuve de que íbamos por buen camino, de que nos queríamos y de que tenía algún sentido. Salieron juntos unos cuantos días, no sé, un par o tres, y, al final, Angie acabó por decidir que era una pérdida de tiempo, que lo que había entre nosotros era suficiente, que no necesitaba más. Que la estaba haciendo lo suficientemente feliz como para no desear nada más. Merlín. Hasta el tercero en discordia nos unió.

¿Y ahora? ¿Tendrá que venir Wood a unirnos otra vez, tendré que confrontarla sobre algún chico del equipo, alguno de los que salen a veces en la sección de deportes o de sociedad del Profeta y tendré que pedirle que nos compare, que vea lo que tiene conmigo y lo que tiene con él y que juzgue en conveniencia, para ver si así se reafirma nuestra relación, solidifica lo que hacemos cada demasiadas semanas, se decide a aceptar el tiempo libre que, sin palabras, le ofrezco cada vez que la veo, para que disponga de él cómo buenamente pueda?

Es irónico, irónico, irónico que, en una relación donde los hechos prevalecían a las palabras, donde nunca expresamos necesidad de compromiso, donde nunca dijimos querer o denegar nada más, es de lo más irónico que, con sólo una ruptura, con sólo una vez que rompió una relación no declarada, fuera tan efectiva. Se acabó. Lo dejó todo, lo destruyó todo, se acabó todo, y no porque dijera que se acababa, sino porque se fue, porque se largó, porque ya no compartimos más que unas horas cada mucho tiempo, y las gastamos en la cama, las pasamos como podemos, sabiendo que nunca serán suficientes. Se acabó, porque se fue muy lejos, porque no me dejó seguirla, porque no lo compartió conmigo ni me dio siquiera la oportunidad, ¡¿y cómo puedo observarla, comprenderla y entenderla si no la veo nunca?! ¡No tiene sentido pretender una relación con ella tan lejos y tan ocupada, y menos si no hay voluntad de seguir!

Porque ya no sé si la hay. Ya no conozco a mi Angie. Ya no sé lo que piensa ni lo que siente, porque no me da tiempo cuando nos vemos. Supongo que sigo siendo su amigo, que sigue pensando en mí de vez en cuando, que todo lo que hemos vivido no se ha quedado en nada. Supongo. Pero sus palabras, cuando se despidió de mí, hace más de un año, para ir a jugar con los Arrows por primera vez, su manera de acabar con todo, de justificarse en mi descaro, de asegurarme que no tenía suficiente con lo que tenía, todo eso pesa más que los besos que me da, la sonrisa y las entradas que envía cada cierto tiempo para que la vayamos a ver.

Si no fuera tan alegre y si no me conformara tanto con lo que me dé, con lo que sea, hasta me sentiría dolido y un poco deprimido. Pero, claro, siendo quien soy, me queda mirar la parte positiva, seguir viviendo, como hasta ahora, con una Angelina imaginaria cerca, mientras la otra hace grandes cosas. Porque hace grandes cosas. Me encanta cómo juega, cómo ha mejorado, su instinto natural por el mejor lugar para atacar o defender. Se merece estar dónde está y las ofertas que le están lloviendo. Es buena, es mejor de lo que ella misma cree, tiene un don y tiene que vivirlo. Sonrío levemente, rozando la mejilla contra el respaldo, e inspiro con pesadez. Claro que sí, todo esto es lo que tenemos que hacer y, mira, si nos perdemos, pues mala suerte. No tengo que pensar que pasará y, si llega el caso, algo se me ocurrirá. No quiero seguir pensando en ello. Hoy es el peor día, con su recuerdo tan fresco, es el día de más pena y remordimientos, pero estoy bien y estaré mejor pronto. Angie se ha ido, pero volverá, pero no importa tanto, pero, a fuerza de repetición, estoy aprendiendo a vivir sin ella en mi vida. Solo me basto para la mayoría de cosas y, sobre todo, solo sé ser tan emocionalmente estable como cuando estábamos juntos. Y no mucho menos alegre.

Va, va, en serio, suficiente. Hasta aquí, no quiero deprimirme, no quiero darle tantas vueltas que vuelva a parecer todo confuso y doloroso y que me empiece a sentir traicionado por una brujita que nunca hizo nada que no me hubiera avisado que iba a hacer y, encima, que no ha hecho nada más que aprovechar una oportunidad de oro. Viene a verme, me quiere de vez en cuando, seguimos viéndonos y me escribe notas afectuosas como la que aún tengo doblada entre los dedos. Es Angie, no es para tanto, es la Angie de siempre, aunque ahora no hablemos tanto, y no puede haber cambiado mucho. Además, que no quiero pensar en eso. Hasta yo, que no perdía la oportunidad de desafiar las normas y meterme en cualquier agujero que estuviera fuera de los límites permitidos, tengo rinconcitos del alma donde no me atrevo entrar. Y ya está, va, va, a otra cosa.

Aunque, antes de dejar el tema, sólo un apunte, uno sólo, sin que me afecte, sólo lo constato: entonces, en cuarto, en quinto, y no mucho más, pudo haber sido cualquier otra, podría no haberme importado, no hubiera supuesto mucha diferencia, pero ahora, que la conozco, que la valoro, que tanto tiempo hemos pasado juntos, bueno, ahora ya no. Ya no. Angie es insustituible, y, si esto no sale, si no salimos adelante y algún día es otro, y no yo, me importará, y mucho. Seguiré adelante, seguiré como si nada, iré poniendo un pie tras otro y recompondré un corazón para, algún día, volverlo a intentar.

Sin poderlo evitar, se me aparece la imagen de ese posible futuro, de mí mismo reintentándolo con treinta años, inseguro y sin muchas ganas de probar cosas nuevas, de Angie casada con algún jugador de Quidditch y compartiendo con él un matrimonio de lo más convencional, mi sonrisa amarga al pasar por todos esos años, y no puedo evitar que mi ánimo se hunda un poco más y que, automáticamente, salte una reprimenda en mi cabeza por permitirme el lujo de pensar en todo eso. No tiene sentido hacerlo aún. No tiene sentido hacerlo si no ha pasado. ¿Prever dolor y empezarlo a sentir ya? Es ridículo. ¿Qué pasa, empezar ahora lo hará luego más suave? Por Merlín que es un golpe que ni George encontraría cómo suavizar, y mira que mi confianza en sus aptitudes para el ingenio es completa.

Suficiente. Otra vez, otra vez, suficiente. La nota. La nota que me ha dejado. Los besos de Angelina, sus manos, sus piernas largas, largas. Lo guapa que está con tantos entrenamientos al aire libre y con tanto ejercicio. Lo atlética que se está poniendo. Sus dientes blancos contrastando con toda su piel cuando me sonríe. Sus ojos, cargados de sueño, cerrándose incluso mientras hablábamos, anoche. Pienso en ella y la imagino tan nítida, tan real, que el pecho se me inunda de una sensación cálida y agradable, como los nervios de cuando ella está cerca, como la agitación cuando la busco en las fotos de las revistas, su cara sonriente, su pelo, sus giros rápidos inmortalizados por un fotógrafo con unos reflejos, sin duda, considerables. Es tan cercana que me siento encantado de la vida, enamorado hasta el cogote, feliz y agradecido porque ha venido a pasar la noche conmigo. Y no es que sea voluble, ni que tenga ningún tipo de trastorno psíquico, ni nada de eso. No es que ahora esté bien y ahora esté mal. Bueno, soy Fred. Ni yo me entiendo del todo, pero sí que me conozco bastante, y, si consigo cambiar una tempestad por un sol que brilla tras algunas nubes, es sólo a base de esfuerzo y práctica. No es que tan pronto esté bien como mal. Al contrario: si me dejara, si me abandonara a la autocontemplación y autocompasión, ahora sería una piltrafa que aún seguiría en la cama y que se negaría a salir para nada, intentando volverse molusco y aislarse del mundo por varias capas de nácar y concha dura. Si me dejara, lloraría por Angie y la iría a buscar y haría todas esas cosas que sé que no tengo que hacer mientras dure el Quidditch. Si no me animara, vivir conmigo sería de lo más desagradable y, como esto pasa cada vez que Angie me reencuentra y me vuelve a dejar, bueno, la verdad es que ya tengo una cierta práctica en controlar mis emociones, que no por sugeridas se convierten en menos reales. Para nada. Pienso en Angie, recuerdo las cosas bonitas de la situación y es como si todo lo malo se borrara, porque, como siempre pasa con mi adorada flechita, lo bueno es tan superior a lo no tan bueno que, si llegan a compararse, todo palidece en favor de lo positivo.

Como, por ejemplo, la nota que llevo haciéndome durar, ¿qué, media hora? ¿Cuánto, otra vez, cuánto hace que se ha ido o, mejor, cuánto falta para que vuelva? No tanto, ya no tanto, está otro segundo más cerca, y luego otro más y, en el fondo, aunque me muera ya de ganas de que llegue, noto que la espera no se me hará tan horrible. Es sólo otro rito, otra cosa que hay que hacer que dure, ilusionándote por volverla a ver y sin desesperar nunca. Como el mensaje. Podría haberlo leído desde el principio, podría haberlo dejado incluso en la habitación, podría habérmelo quitado de encima de una vez leyéndola u olvidándomela o algo pero ¿y lo feliz que soy con la expectación? Dime a qué hora vendrás y empezaré a ser feliz una hora antes. Enséñame que tras cada noche hay un último regalo, un beso en forma de nota, y me regodearé en ella, primero en la nota en sí, en el detalle que ha sido que la dejes, luego en el contenido y, sólo mucho después, cuando el contenido se haya aposentado en mí, seré feliz por la repetición y la monotonía, porque me has enseñado, con las notas que me has ido dejando, que luego hay más, que cada vez se añade una, que nunca es la última. ¿Por qué tengo que pensar yo que esta vez será diferente? No lo haré, claro que no, y tendré que deducir que otra nota es otra noche, otra sonrisa, otra caricia, y lo que me hubiera durado tres segundos me despierta, en cambio, la sonrisa durante semanas. Un detalle, sí, y quizás es obsesión lo mío con ellos, pero es que el mundo se hace de detalles. Encontrarte a gente declamando sus grandes pasiones por ti no es algo que vaya a pasar cada día, no es algo que veas por la calle y tanto los libros como los vídeos muggle nos tienen engañados. Así no va la vida. Quizás una vez, quizás cuando te declaras, sí que es un arrebato arrollador, quizás esa vez, sí, a veces, pero luego falta toda una vida, toda una vida por delante, y no habrá nada nuevo bajo el sol, serán muchos días seguidos y no habrá más que decir al respecto de los sentimientos de la primera declaración que anotaciones, repeticiones, confirmaciones. Las palabras, cuando llevas meses con una persona, no sirven de mucho, y son los hechos los que hablan, otra y otra vez. El interés que le demuestras. La falta o no de conversación cuando os encontráis. La sonrisa nada más verla. Hechos, hechos, pero no grandes cosas, sino cosas cotidianas, de cada día, cosas que se te pasan desapercibidas a la que no te fijas bien. El mundo está hecho de detalles, y la felicidad muchas veces depende de la capacidad que tengas tú para captarlos y del tiento que le pongas.

Así que, después de más rato del que ella, supongo, preveía (tengo que acordarme de decirle que nunca me ponga nada importante en una nota de éstas, no sea que las use, por ejemplo, para avisarme que se ha dejado la marmita llena ¡y escapemos ardiendo, hirviendo o muriendo intoxicados antes de que consiga dominar mis prolegómenos!), deshago el último doblez y le doy la vuelta a la hoja, que ha ido a quedar del revés al abrirla, después de tanto mareo. Sin prisa, paseo la vista por encima del trazo decidido y suave de Angie, vocalizo algún fragmento corto, sin llegar a usar la voz, sólo porque me gusta cómo imagino que suenan con su voz (te quiero, Fred, me moría de ganas de volver a verte, nunca tengo suficiente, odio irme, gracias, gracias, gracias, lo haces especial, le das sentido, significa mucho para mí). No son más que unas pocas líneas, en la tónica habitual pero, como siempre, me derrito ante el tono ferviente que las impregna. Me importa. Significa mucho para mí. Es especial. Son palabras sin más sentido, palabras que comparto, porque a mí también me importa mucho volver a encontrarla y estar con ella y porque no podría sentirlo más especial, pero, a la vez, al margen de la coincidencia, su agradecimiento me hace sentir especial. Es ridículo, ¿agradecerme que quede con ella? No tiene sentido. No tiene por qué hacerlo. Ella también queda conmigo y no creo que se lo agradezca a sí misma. No tiene sentido y, en cambio, también lo comparto. Agradecimiento, porque no da por supuesta la noche, porque no la sobreentiende, porque la valora como algo valioso y preciado, algo raro que depende sólo de nosotros dos. Claro que la agradeces. Quieres que se repita, tiendes hacia ella, y te sientes inmensamente agradecido porque el otro también tienda a ti.

Fred. Lo escribe dos veces en seis líneas, la F junta con la r, la e y la d independientes. Fred. Me encanta cómo suena en sus labios. Es una de las palabras que más me gusta escucharle, Fred, en un susurro, en un murmullo medio dormido, Fred afectuoso y lento, otra vez más rápido, Fred ronco cuando se acaba de despertar. Te quiero, Fred. Te quiero, Fred.

Sonrío para mí mismo, de oreja a oreja, como un tonto, y pliego la nota, sin mensaje nuevo pero, para mí, nada insustancial, mientras la acerco a mi pecho. Merlín, qué poquito necesito para ser tan feliz.

- Te quiero - susurro, con la vista perdida en el sofá, tan flojito que el silencio a mi alrededor casi ni se entera, - flechita.

Podría haber sido cualquier otra, cualquier otra, podría haberme fijado en Katie y ahora la tendría, en Penélope y ahora estaría encerrado en un sanatorio, en Alicia y tendríamos sexo poco convencional entre los tres. Podría haber hecho cualquier cosa. Podría haber sido todo diferente. Ella se podría haber lesionado en quinto. Podría no haber podido jugar más al Quidditch. Yo podría haber tenido un sueño diferente y haberme dedicado al bate en lugar de a las bombas fétidas, já, como si fueran sólo eso. Merlín. ¡Todo podría haber ido de una manera tan diferente! Pero no, ahora no, ahora ninguna otra porque la adoro y porque lato a su compás y porque sólo pensar en ella, aunque no la tenga, aunque no haya nada más entre nosotros que una noche cada cuatro meses, hace que mi vida tenga sentido, que mi corazón se acelere, que mi pecho se hinche de alegría. Y tengo bastante y no quiero ninguna otra, nunca jamás, porque es a ella a la que quiero y porque, aunque sé que, objetivamente, es imposible que un jurado estuviera de acuerdo conmigo, porque hay muchas chicas en el mundo y seguro que en alguna parte ha de haber alguna tan increíble como ella, estoy completamente convencido de que es la mejor del mundo y que nunca, nunca encontraría a nadie como ella, por años que buscara y por hipotéticas ganas que fuera capaz de ponerle. Que no es el caso, por cierto, porque no pienso querer desengancharme de ella en la vida.

¡La quiero!

Por eso me animo, por eso no dejo que cale muy hondo la preocupación o el desaliento y por eso soy la persona más feliz del mundo con poquito, poquito, como puede ser una sonrisa suya en una foto del Witch Weekly. Revista que, todo sea dicho, aún no ha descubierto lo suficiente la fotogenia de mi corazón, porque mira que es guapa y mira que queda bien en las fotos. ¿Por qué no se aprovechan? ¿Por qué no le hacen un reportaje a todo color, para que yo pueda volver a verla pestañear con una sonrisa tímida, tirarse el pelo hacia atrás, una antigua costumbre porque ahora no puede ser que le moleste, de corto que lo lleva, reírse y volar con ese dominio tan suyo?

Suspiro y abrazo la carta más fuerte, con una sonrisa de bobo en la cara. Que venga George, que me salude con su descaro habitual, que me saque de esta casa y me obligue a subir a desayunar, a vestirme, a ir al lavabo. Que haga conmigo lo que quiera porque, Merlín, soy tan feliz que ni Historia de la Magia me aburriría. Hasta sin dejar de escuchar al fantasmón aquél. Hasta tomando apuntes. Hasta teniéndome que concentrar en las revoluciones de las narices. Hasta, hasta, hasta...

Otra de esas percepciones nítidas imaginarias. Angie sentada encima de mis rodillas. Yo en un sofá, sentado como dios manda, y no con los pies en alto, como ahora, en la sala común, o aquí mismo, o abajo en la tienda, o donde sea, y ella se sienta en mi regazo, mientras habla con alguien que tiene delante, y le pongo las manos en las caderas, la acerco, la abrazo, y su forma es tan sólida y tan cercana que me siento muy próximo a ella, muy real, muy especial. Se gira, me sonríe, me hace un guiñe y mueve el culo insinuantemente sobre mis piernas, sin dejar de hablar con quien sea que la distrae de mí. Pone la espalda en mi pecho, me hace cosquillas con su pelo y su mano acaricia la mía, sobre su cintura, sin aparentarlo, sin desconcentrarse, sin demostrar de ninguna otra manera haber movido ni un músculo por mí. Me bota el corazón, me incita con más movimientos sexuales y mi imaginación salta corriendo, sin intermediarios, a otra situación más íntima donde ella también se siente sobre mi regazo y me incite como quien no quiere la cosa. Merlín, Angie. Estamos hechos el uno para el otro, ¿te das cuenta? Y consigues que hasta lo llegue a dudar, que hasta me lo pregunte y no sepa si al final lo conseguiré o qué, pero yo sigo convencido de lo que te dije al principio, antes de atreverme a besarte por primera vez, antes de decidir que eso era lo único que importaba en el mundo: que acabaremos juntos. Que acabaremos casándonos y que seremos tan felices como sepamos. Que, caray, tú y yo tenemos que estar juntos. ¡Y ni Wood ni Quidditch ni leches!

Wood. Me tengo que reír solo de ese pensamiento. ¿Cuántos años hace que no piensa en él? Vale, vale, está en el Puddlemere y el Puddlemere la acabará fichando a ella (si es que tendría que ser yo su manager, si es que me doy cuenta de todo aunque no esté presente, si es que se ve de lejos que, con lo buena que es, a final de año se la disputarán y ella, que tonta no es, escogerá el equipo que más le guste, y será el United), y juegan partidos en contra y se ven y charlan y eso, ¿pero, Oliver? Nah. Yo sé que no. Que se conocen demasiado. Que él sigue tan preocupado por todo lo que no es el Quidditch como siempre. O sea, no. En absoluto. No, Wood no. Wood sólo es el nombre genérico para los moscardones musculitos que se pasan el día sobre una escoba y que son susceptibles de pasar tiempo con ella.

¡Pesados!

Saco los pies de debajo del cojín y separo la carta de mi estómago para mirarla un instante, sin desplegar, sólo como entidad. Bombón, de verdad que te quiero. Eres la cosa más guapa que he visto en mi vida. Eres tan yo que no sé concebir mi vida sin ti y llego hasta a dejar un espacio en mi cerebro para emularte cuando no estás. Ay, ay, Angie. Algún día, flechita traviesa, tendré que secuestrarte, encerrarte, o algo. El mundo perderá una jugadora y yo ganaré un tesoro. ¡No será justo, pero no te creas que no me encantaría!

Por fin, saco la varita de su funda, en el bolsillo de la chaqueta, y la muevo para conjurar mis zapatillas, que vienen hasta mí con pasitos cortos y apresurados. Tengo que ir al lavabo. Me tengo que cambiar. Tengo que abrir la ventana para que se airee la habitación y quizás hasta darme una ducha. Debería. Y mejor que sea antes de que llegue el fortachón de arriba. Igual hoy me paso por casa de mamá para ver cómo va todo, para echarle una mano, para que vea lo contento que estoy y se quede tranquila y no insista con que vuelva a vivir en casa. Que no es que no me fuera a gustar volver, claro que no, si ella sabe que no me fui por rebeldía ni por no estar a gusto, pero la verdad es que sería poco práctico. George vive aquí, los dos trabajamos abajo, tenemos la vida muy bien montada y Angie viene de vez en cuando y necesitamos intimidad y sería demasiado evidente hasta para mí si sólo durmiera aquí cuando viene ella. No sería cómodo. Además, ¿qué, tendría que vivir a más de tres metros de mi hermano gemelo? Mamá se reiría de mi cara de horror exagerada y me reprocharía mi afectación, sobre todo después de meses de asegurarle que Allie no me afecta y que, ¡por Merlín, mamá, George y yo sólo somos amigos! Porque, como llevamos toda la vida viviendo juntos, la gente se cree que, claro, estando él casado y yo no, me tengo que sentir desplazado, celoso, yo que sé. Y yo venga a asegurarles, desde el fondo de mi corazón, que no es así, para nada, que no siento celos ni me deja de lado ni he dejado nunca de querer bien a Alicia, pero ellos, y mamá la que más, erre que erre. A mí no me afecta. Lo digo sinceramente. No paro de hacerles broma con que hacen mucho ruido y que son unos pesados siempre queriéndose tanto y que a ver si paran ya, pero es todo mentira y ellos lo saben. Ni han hecho nunca ningún ruido ni me molesta que se demuestren tantas cosas ni quiero que paren nunca, porque eso pone a George de muy buen humor y su creatividad se incrementa y nos van las cosas a pedir de boca. Que anda que, si cuando me case con Angie, me pasa a mí lo mismo, ¡la cosa va a ser la rebomba (fétida)!

Es curioso, por cierto, que ahora seamos casi amigos de muchos Slytherins. Que vengan algunos, los más suaves, los más abiertos, y nos compren bromas y comenten las que les hacíamos y nos deseen mucha suerte con toda sinceridad. Que, claro, no te encuentras a los Malfoy entre ellos, pero, ¡eh, nadie los llama! ¡¡Por favor, no!! Pero algunas barreras han caído y nos vemos con un montón de gente del colegio que viene a comprar y es agradable ver tan buenas relaciones incluso con los pobres que recibían las bombas fétidas.

No sé si hay mucha faena, hoy. El sábado dejamos cosas a medias, pero sólo recuerdo vagamente la tarde y no sé si mucho ni si muy complicado. El lunes siempre es un día de trabajo de hormiguitas. Hay que preparar todos los pedidos del sábado, que es el día más fuerte, y supongo que seguiremos con la investigación. Me apetece. Que no es que nunca deje de apetecerme pero, no sé, me siento con ganas de todo. ¡Calderos, preparaos, que allá vamos!

Me calzo las zapatillas, me levanto y voy al lavabo. Al final sí que me ducho, va. No me apetece, porque siempre me da un poco de pena, después de ver a Angie, pero sé que me quedaré muy a gusto después. Agua caliente, muy caliente, por todas partes, y la luz reflejándose en los azulejos contrastada con la oscuridad casi total de cuando cierro los ojos, el sonido del agua al repiquetear en mis hombros y en las paredes y en el suelo y yo en medio, recordando otros repiqueteos y otra calidez. Sí, me quedaré muy bien, y cuando salga George ya estará aquí y me pondrá las pilas y los dos saldremos a comernos el mundo. Alicia estará abajo, preparando los primeros pedidos, porque si hay una hormiguita en este edificio es ella, y cuando nos vea hará un descanso y los tres desayunaremos en la trastienda, leche caliente con cacao y pan recién hecho y mermelada y conversaciones en murmullos afectuosos, preguntándome por mi chica y por su trabajo, por qué se cuenta y por si lo pasamos bien anoche y sugiriendo, como cada pocos días, alguna excusa más o menos original para reunirnos a todos y que ella y yo nos volvamos a ver. A veces, la verdad, pienso que decidieron casarse, en parte, por mí. Total, juntos ya vivían y, conociéndolos, probablemente les hubiera dado igual tres meses que tres años. Pero se casaron y la invitaron y le exigieron que fuera y le prometieron poner la fecha de la boda tal que la pillaran libre, no les importaba cuándo ni cómo. Si tenía que ser a las tres de la mañana, pues mira, con eso estarían seguros que los que estaban allí era porque les querían y no por compromiso, y nosotros dos ya nos encargaríamos de repartir estimulantes entre la muchedumbre, para que aguantaran hasta el final. De manera que Angie tuvo que rendirse y darles un día y una hora y ellos cumplieron su promesa y lo montaron alrededor de los horarios los Arrows y estuve con ella y todo fue a las mil maravillas. George y Allie se casaron, Angie y yo tuvimos más tiempo que nunca, mamá se emocionó, porque eso es algo que mamá hace normalmente y porque, un poco, creo que no esperaba casarnos jamás a ninguno de los dos, con lo raritos que le salimos, y Ginny y Ron estuvieron encantados, porque se perdieron dos días de colegio que estoy segurísimo que agradecieron más de lo que dieron a entender, no, mamá, qué rabia, justo hoy teníamos pociones, y ya sabes que me encantan, delante de mamá y papá.

Y después de desayunar, recogeremos las cosas, prepararemos la tienda y abriremos al gran público que, un lunes por la mañana a primera hora, será, buf, apabullante. Hasta las once pocas veces se anima y sobramos, los tres, en la tienda. Creo que uno solo de nosotros, o dos como mucho, se las apañaría perfectamente. Pero, claro, un poco antes de las doce empieza el caos, y entonces sí que faltan manos y no haremos turnos raros de once a una y de cinco a ocho, ¿no? Allie se podría ir arriba a hacer el vago, pero es tan buena chica que se queda a adelantar faena y a hacer compañía, aunque sea George y no yo el que esté ocupado con los clientes o con los nuevos descubrimientos y, claro, largarme yo y que apechuguen ellos con todo, después de tantos años de convivencia con George al cincuenta por ciento en todo, no sabría. Además, ¿qué hago yo arriba? Para eso me quedo con ellos, que me lo paso bien y me río mucho. Y si encima viene Lee o Katie o cualquiera de clase a vernos, pues, mira, aún más distracción.

En el momento en que pongo un mojado pie fuera de la ducha, oigo a George bajando sus escaleras. Va silbando algo que no identifico pero que es, definitivamente, alegre, y no tarda en cruzar mi puerta y llamarme con un tono igual de contento. Le digo dónde estoy con una sonrisa contagiada y él asoma la cabeza enseguida tras la puerta del lavabo y me mira con los ojos brillantes. Cruzamos una mirada creída como saludo y él entra, medio bailando, da una vuelta sobre sí mismo y canturrea lo mismo que silbaba. Alzo las cejas, frunzo los labios y sacudo la cabeza, como censurándole el comportamiento, mientras me seco.

- Sí que hemos dormido bien hoy - le reprendo, sin poder esconder una sonrisa.

- Mira quién habla - responde, alzando sugerentemente las cejas a su reflexión en el espejo. - ¿Qué, bombón? - me dice, mirándome con los párpados exageradamente entornados y una sonrisa burlona, - ¿cómo ha ido la noche...?

Me encojo de hombros y le mando un beso tan azucarado como su caída de ojos, sólo por picarle.

- Tan increíble como de costumbre - le aseguro. - Como a ti, ¿no?

Se encoge de hombros también y se mira detenidamente en el espejo un momento, alza las cejas y se arregla el remolino de la frente antes de volver a hablar.

- En serio - dice, cuando me vuelve a mirar. - ¿Qué tal has dormido?

Sonrío y respondo escuetamente.

- Nunca mejor.

- ¿Está bien?

Asiento y me pongo también ante el espejo. Hacemos un efecto extraño, los dos, en el mismo espejo. Puede parecer un contrasentido pero yo, que no me veo nunca a mí mismo y que estoy tan acostumbrado a él, soy muy poco consciente de lo idénticos que somos y tengo que hacer un ejercicio de abstracción para imaginarlo, si no hay espejo de por medio.

Además, siempre acabo pensando que él es más guapo.

- Perfectamente - le aseguro. - Os manda recuerdos.

- Dale un beso de nuestra parte la próxima vez - me pide. - Es casi irónico que haga tanto que nos vemos.

Asiento y bajo la vista con un cierto sentimiento de vergüenza. Tiene poco tiempo y soy un vampiro que se lo queda todo. Inmediatamente, George me da un golpe en el hombro con el puño cerrado, flojo, sólo para que reaccione, y sacude la cabeza.

- Atontado - me riñe, riendo. - ¡Pero si tú lo disfrutas más!

Río suavemente, divertido por la manera en que lo pone, y le dirijo una mirada agradecida.

- La próxima vez que venga - suspiro, con tono de disculpas - te prometo que tampoco la veréis.

George asiente, encoge los hombros resignadamente y se gira para salir del lavabo.

- Vale - acepta, mirándome a través del espejo. - Tú disfrútala.

- Lo hago - le aseguro con total convicción.

- Y ella a ti - me replica él, con la misma seguridad. - ¿Todo bien?

Asiento y me acabo de secar.

- Estoy bien - susurro, mirándome en el espejo. - Como siempre.

George asiente también, me mira un instante, tuerce la boca y me da otro golpecito en el hombro.

- Anda, va, va - suspira mientras me observa crípticamente, - vístete y baja a desayunar, ¿eh?

- Sí. ¿Y tú? - pregunto también. - ¿Todo bien?

- Como siempre - corrobora él. Y luego, sólo por asegurarse, insiste: - Ya estás bien, ¿verdad?

Ya estoy bien, y ese ya quiere decir que me conoce y que sabe que me coge la tontería de vez en cuando, en cuanto se va Angie, y que luego me repongo. Asiento, sonrío de lado y me paso una mano por el pelo.

- Tengo ganas de hacer cosas nuevas - le advierto. - ¿Y tú?

- Siempre - me asegura, y da un paso hacia la puerta. - Estoy abajo - se despide, pero no llega a irse, sino que se queda en silencio un momento antes de volver a alzar los ojos hacia mí y añadir, con una sonrisa, - ¿Sabes? Merece la pena. Es precioso y merece la pena.

Y, sin más, sale del cuarto de baño y me deja dentro, sólo, pensando en lo último que ha dicho. Es precioso y merece la pena. Lo ha dicho marcando mucho el precioso y el merece, y es evidente por qué lo ha dicho, a qué se refería y es precioso y merece la pena y no necesitaba a él para que me lo dijera, claro que no, pero me encuentro repitiéndomelo mentalmente una vez y otra, porque lo ha entendido, porque lo ha visto y porque, Merlín, ha resumido mi vida en sólo una oración. Es precioso y merece la pena, Angie, y por eso no me deprimo, por eso me espero, por eso no me importa no tener certezas, por eso no me importa que ahora ni nos veamos, ni tenga tiempo de conocerte, porque es bonito, porque es lo más bonito que he hecho jamás y vale la pena esperar y dar tiempo y tener paciencia y vivir con tu sombra alrededor.

Vales la pena, Angie, y no sé si George me lo ha dado como un consuelo que no necesitaba pero que le agradezco igual o qué, pero tiene razón. Vales mucho la pena, y no sé cuánto tiempo falta para reencontrarnos pero creo que, muy probablemente, esperaría mucho, muchísimo más, sólo por esperanza. Igual soy un tonto enamorado o igual es que no necesito mucho para ser feliz, Angie adorada, pero pienso seguir aquí hasta que acabes todo lo que quieras hacer, claro que sí, y nada de deprimirme ni nada de eso.

Porque tú haces mi vida bonita. Preciosa. Haces que valga la pena, esta pena y doscientas cincuenta más como esta y que, en vez de tristeza o rabia por no tenerte, sólo siento agradecimiento cuando te tengo.

Así pues, ¡¡gracias, flechita mía!!

Supongo que está claro, clarísimo, para mí y para los interesados, al menos, por las cosas que han ido pasando en el fondo de la creación de este fic, pero, otra vez, para Jaleb y Llad, porque me han regalado el humor que necesitaba para escribir del orden de ocho mil palabras en un día. ¿Quiere eso decir mucho? Haceos una idea, este capítulo tiene trece mil. Y, bueno, cuando es un jueves y tienes clases, ¡es un poco!

*Me toco el ala del sombrero y hago una reverencia* ¡Gracias, corazones!