Cuando pesa tanto el mundo

Abandono

Su brazo me rodea cuando me despierto. Es lo único que me hace pensar que aún sigo cuerda, lo único que consigue que me sitúe, lo único que me ata ahora mismo al mundo. Un brazo, el peso muerto contra mi cintura y mis costillas, su respiración profunda y su expresión de incertidumbre, siempre la misma, siempre duerme con la misma cara. Una esperaría paz, relajo, tranquilidad, pero no, nunca, nunca le he visto dormir descansado. Frunce el ceño, entreabre la boca y susurra cosas incoherentes, de vez en cuando. Me estoy volviendo una experta en las pautas de su sueño, a base de experiencia. Se rasca la nariz contra la sábana, se estremece casi imperceptiblemente y yo me separo de él con todo el tiento del mundo, salgo de su abrazo, me arrastro y giro en la cama hasta que mis pies bajan al suelo, intentando no hacer ningún ruido, nada brusco, que no se despierte ni se dé cuenta de nada. Me siento, me giro hacia él y le aparto un mechón de pelo de la frente, sin poder evitar una sonrisa triste. Qué guapo es. Sigue intranquilo hasta en sueños y puedo imaginar perfectamente las imágenes que, a falta de otras, se deben de estar disparando ahora en su cerebro, imágenes de preocupaciones diarias que ni ahora le abandonan. Le peino el pelo suavemente hacia atrás, segura de que no se despertará, que demasiado bien lo conozco ya, y le seco el sudor con el reverso de la mano. Su brazo conserva la curva de mi cuerpo, como si aún siguiera bajo él, y ocupa mucho menos de la mitad de la cama, no sé si por obsesión con dejarme el sitio suficiente. Está ahí por mí y debería estar agradecida y tener suficiente y disfrutarlo. Si fuera una buena chica, lo haría. Dormiría abrazada a él y dejaría que me convenciera de que todo está bien, de que con él puedo fingir, de que todo seguirá como está, sin perder nada, sin arriesgar nada por peligroso que parezca el mundo.

En cambio, me vuelvo a girar hacia delante, cruzo los brazos alrededor de mi cintura y me levanto con paso desacostumbrado, sin fuerzas para girarme más hacia él. Es un sol y le quiero por estar aquí y no sé qué haría sin él, pero, a la vez, hace que necesite salir de la habitación ahora mismo. Me tiemblan las piernas, me duele la cabeza y me siento casi como si no hubiera dormido nada desde hace días, desde hace tres semanas, desde hace más que demasiado. Descalza, abrazándome, un triste consuelo cuando no es él el que me calienta el alma, voy hasta la puerta a ciegas, con una mano extendida ante mi cadera para evitar el choque en cuanto intuyo la cómoda. Un paso delante del otro, sin hacer casi ruido, elástica contra el suelo, estiro los dedos de los pies para notar más el contacto de la madera, pongo el talón con cuidado, abro y cierro la puerta tras de mí sin atisbo de culpabilidad, como si no estuviera traicionando todo el sentido que tiene que él esté aquí. Giro el pomo con cuidado para que no haga ruido al volver a su sitio, me resigno a dejar la puerta entreabierta para que no lo despierte el chasquido de la hoja contra las bisagras y, por fin, al otro lado de ella, todavía a oscuras, confiando en la memoria y la práctica, atravieso el pasillo, dejo de lado el lavabo, que me servirá como excusa si ésta se hace necesaria, cruzo una habitación más, luego una sala tenuemente iluminada por las hadas del jardín y abro lentamente la puerta que da al exterior, me apoyo en el marco y miro hacia fuera. Más de medianoche. Ni hay luna. Las cuatro familias de hadas, que deberían de estar en sus casitas, descansando e iluminando, incidentalmente, el camino de grava, revolotean, erráticas, por encima de la hierba, saltan, se persiguen y no paran de chocarse y caerse. Y, aunque sé que no soy quién para juzgar el comportamiento de unos seres de los que se podría decir que me aprovecho, y que, aun dando vueltas confusas, iluminan lo suficiente y hacen un buen efecto, su espectáculo me parece casi una pantomima de lo que es mi vida, entrecierro los ojos y pongo la cabeza sobre la mano que me sujeta al marco. Lo hago todo mal. Todo mal. Voy tan confusa como ellas, en la vida, salto hacia un lado y creo que es lo correcto y luego resulta que no, y me choco, y me hago daño, y pretendo cambiar de dirección a media trayectoria, como si no hubiera inercia, como si fuera sólo cuestión de desearlo. Aunque reconozca que desearlo ya es un paso hacia el éxito. El éxito de otro trompicón, otro cambio de opinión y otro giro imposible, pero algo, al menos. Más que seguir adelante como si nada, sin evolucionar, sin adaptarme al entorno.

Sí, en eso pienso, únicamente, desde hace semanas. Evolución. Evolucionar, cambiar, mejorar. Hay tanto que podría ser diferente, y nunca para peor, que no puedo parar de darle vueltas y vueltas, siempre a lo mismo, siempre con conclusiones parecidas, que sólo dudan en el momento. ¿Cuándo es mejor? La liga. La copa. El mundial. Los torneos de verano. Las vacaciones. ¿Cuándo será mejor?, es como un ronroneo constante, unas dudas de último momento, ah, pero si yo tenía contrato con la Weekly para entonces, ah, pero si tenemos amistoso, ah, pero si está la gala de St Mungo's. Evolución. También se necesitaron generaciones de pequeñas mutaciones para adaptarse al entorno, y muchos tuvieron que morir para conseguirlo. ¿Qué es un mes, diez días, otro partido o otro día de entrenamiento? Tengo que hacerlo, tengo que cambiar, porque hasta ahí llego a decidirme sin atisbo de dudas, pero no hallo el momento adecuado. ¿Este mes? ¿El que viene? ¿Dentro de seis, de diez, de doce...?

Suspiro y me abrazo más fuerte con una mano mientras que con la otra me toco el cogote, estirándome inconscientemente un mechón de pelo, uno de mis últimos tics. El mechón vuelve a su sitio incluso antes de que yo me dé cuenta de que lo he tocado, mi mano baja por mi cuello a mi clavícula y luego un brazo cruza al otro, mientras yo no dejo de mirar una de las hadas más diminutas, que se acerca peligrosamente al lago.

Él sabría que hacer. Si estuviera aquí, en el jardín, conmigo, abrazándome por detrás, besándome la nuca con toda la paciencia del mundo, si estuviera despierto conmigo y me hubiera notado irme y me hubiera seguido, y yo le confesara lo que me preocupa y él fuera imparcial, él sabría qué hacer para arreglarlo todo, encontraría el momento óptimo, sonreiría y me lo soltaría sacudiendo la cabeza con incredulidad, como si fuera lo más obvio, claro, aquí, en este momento, ¿no veías el punto de inflexión? El punto donde cambiar nuestras vidas, Angie, el codo desde donde puedes girarlas hacia donde quieras, ¿va en serio que no lo habías notado? Y yo sonreiría vergonzosamente, porque no lo he visto, no, para nada, sino al revés: lo veo menos a cada vuelta más que le doy, y me fregaría suavemente contra él y le besaría y volveríamos a la cama mientras yo le agradecería mucho, muchísimo, estar siempre ahí, tener siempre las respuestas, ser capaz de hacer magia de la de verdad y solucionarme todos los problemas sin ni siquiera sacar la varita. Y él, divertido, me aseguraría que es un placer hacerlo, y más si tiene que sacar la varita, y yo lo miraría con mala cara por lo evidente de la grosería, ¡que parece que no seas tú mismo, Fred, qué poco ingenio!, pero reiría igual, demasiado aliviada para nada más.

Le quiero. Merlín, qué débil debo ser por quererle, y cuán más débil aún porque no me importe hacerlo con toda mi alma. Sé que dije que lo dejaría, que olvidaría, que se había acabado, sé que dije doscientas cosas que aún están en algún rinconcito de mi alma, clavándose de vez en cuando, remordiéndome con la sensación de traición a mí misma y a todo lo que creía, con sentimiento de culpa y de indefensión. Merlín, Merlín, qué débil debo ser, qué débiles debemos ser los dos, aunque me niegue a aceptar que lo sea él, aunque me niegue a pensar nada malo de él, aunque me niegue a considerarlo culpable de nada, porque, si bien los dos volvimos entonces y volvemos cada vez que nos vemos, sólo yo lo dejé, sólo yo me fui, sólo yo decidí por los dos basándome en una sarta de mentiras que sólo me sirvieron a mí de engaño. ¡Merlín, Merlín, Merlín...!

Estiro otra vez los dedos de los pies, esta vez notando el contacto de la piedra helada. Casi verano. Casi acabando. Dos meses más y las vacaciones, el adiós, el reencuentro. Mi primer año de jugadora titular. Mi primer año de jugadora en el United. Mi primer año en la selección, aunque sea como suplente. Jugando en el mundial. No puedo reprimir una sonrisa satisfecha y una confusa sensación de quién me lo hubiera dicho a mí, mezclada con la siempre presente modestia, que casi me hace dudar que sea merecedora de estar ahí. Que la mitad son del United. Que somos más de veinte, y yo sólo soy una más. Que casi casi no tenemos partidos, por lo menos por ahora, hasta que acabe la liga. Igualmente, ¿quién lo hubiera imaginado, aparte de él, siempre tan confiado en mis posibilidades, siempre tan dulce y tan atento y siempre tan empeñado en que no dude de lo que puedo llegar a lograr? No soy tan buena. No puedo ser tan buena, comparada con todos los otros, comparada con mis compañeros, con los duros contrincantes que tenemos, con los movimientos increíbles que llegan a hacer sin que te dé tiempo más que de entrever donde estaba la bola, que ya no es, por supuesto, el mismo sitio donde está ahora. No soy tan buena. No merezco nada de todo esto.

Tampoco merezco nada de lo otro.

¿Por qué? No me cabe en la cabeza. ¿Qué me ve? ¿Cómo puede ser que siga así, que siga queriéndome, que aguante estirones bruscos y eternos por diez segundos de sonrisas? ¿¿Cómo puede ser que no me deje de una vez en la cuneta??

Eso es estar con Fred de nuevo: una horrible sensación de abandono inminente, de miedo a perder, de intranquilidad y nervios y la ciencia cierta de que el momento final está al caer, que no se presentará, que no sonreirá, que habrá mandado a otro con el mensaje y la entrada, que tan sólo me mirará y sacudirá la cabeza y se marchará sin decir nada. Que viene a dejarme. Que ya se ha cansado. Que tenemos que dejarlo y que lo hará con tantas mentiras como lo hice yo la primera vez.

Atemorizada, cierro bruscamente los dedos, los abro, muevo el tobillo para abarcar más y los vuelvo a cerrar. La rugosidad de la piedra me hace cosquillas en la piel y me araña y me hiere y casi ni noto el dolor, porque la sangre ha huido a lugares más cálidos, y sólo queda el exceso de sensación en la planta, el hormigueo estremecedor, la falta de control posible sobre todos los puntos de contacto. Como si, al pasar los bultos del suelo contra mi pie, rápido, todos a la vez, enviaran más información de la que puede soportar mi tacto, colapsaran y todo el cuerpo se alterara, todo conmocionado, lloro, vomito, me encojo, me aparto, no sé qué hacer pero tengo que reaccionar de alguna forma. Lleva siendo mi tortura de años, bien con la palma de los pies o las de las manos: cuando me siento triste, cuando tengo ganas de llorar, froto una de ellas contra algo áspero, insistentemente, me relajo en su monotonía y dejo que la cascada de sensaciones contradictorias, las cosquillas con el dolor, las lágrimas con las náuseas, se encarguen de expresar por mí más de lo que yo puedo. Rara que es una. Maniática, obsesiva y con demasiada sensibilidad en manos y pies, a pesar de los callos con que se ha empeñado en obsequiarme el entrenador. Me pasa lo mismo cuando a Fred le da por jugar y acaba por lamerme la mano. Es como si hubiera tanta sensación que no sabes qué hacer, te encoges, te estremeces, tienes escalofríos y lo abrazas fuerte, un poco para que pare y un poco para que siga por todo el cuerpo. Pero en ningún sitio es como en la palma de la mano, por mucha fama que le den a otros. Y de ningún otro sitio se aprovecha tanto él.

Le quiero, y estoy dispuesta a dejar marcas permanentes en mis pies por no tener que enfrentarme sola a ese simple hecho, por no tener que abarcarlo todo, por distraerme y dejarle un poquitín de dolor a mi entidad física, para no estar tan retorcida por dentro. Yo qué sé. Para distraerme. Para no pensar en ello. Para olvidar cómo, cómo le quiero. Urgentemente. Abro otra vez los dedos, doy un paso hacia adelante, saliendo definitivamente de la sala, cruzando las puertas correderas y poniendo los pies en el césped del jardín y me agacho hasta que me siento en la piedra que pisaba. Pongo las manos, planas, a lado y lado de mis caderas, sobre la superficie gélida y tosca, juego con los pies entre las briznas de hierba, concentrada en esa misma sensación de apabullamiento sensitivo, y empiezo a mover las palmas de las manos adelante y atrás. Qué infantil soy. Qué ridícula y pequeñita, teniéndome que consolar en un roce helado, enajenada y patética en mi propio jardín, hiriéndome por no pensar en él, por no abrazarlo de golpe, por no quedar sepultada por lo que escondo. Que es sólo, sólo, que le quiero. Cierro los puños, dejo los pies quietos y me empeño un instante en distraerme con el hadita intrépida, que se agacha al borde del agua, poco más que un puntito diminuto, en la distancia, y, supongo, bebe agua. No será la primera que encuentro ahogada y supongo que tampoco la última, es casi como si todos mis esfuerzos por ponerles agua diaria, sin riesgos, poco profunda, cerca de la casa, fueran para ellas un motivo de indignación. O de reto. O igual es algún tipo de ritual, el paso de las aguas, la señal de la madurez, yo que sé. El caso es que cada dos meses se ahoga una, por medidas de seguridad que ponga alrededor del lago, y ya no sé qué hacer para que entiendan que no tienen que acercarse. Suspiro silenciosamente, no sea que me escuche y se asuste y aún sea peor, y miro a sus compañeras, en la otra punta del césped, ajenas por completo a todo. Al menos podré dejar aparte a Fred un ratito, al menos quedará en segundo plano, al menos podré hacer como que no pienso en él mientras salvo a la despistada de turno. Me levanto, sacudo suavemente la cabeza y recorro los cuatro o cinco metros que me separan del agua, intentando ir tan despacio y demostrando buena fe como pueda. Qué les debe pasar por la cabeza a estos seres anodinos, por el amor del cielo. Qué deben de pensar para ir a caer uno tras otro en el único peligro que hay en toda la santa casa.

Efectivamente, bebía agua. Tuerzo el gesto, contrariada. Debería de no ponerles más bebederos y dejarlas que se busquen la vida. ¡Encima que me molesto! Y Ollie que siempre se ríe de mí por cuidarlas tanto, que me asegura que están mejor a su aire, que me reprocha que me importen simples hadas.

- Debería de pasar de vosotras – le digo, enfadada, mientras la cojo con dos dedos de las alas. – Debería dejar que te ahogaras, atontada. ¿No sabes que eso – señalo el agua con un movimiento de su cuerpecito – es peligroso?

Ella se sacude entre mis dedos, intentándose librar de mi pinza, emite un zumbido enojado y me intenta encantar los dedos para que la suelte con chispitas de colores que no llego ni a notar. Es un espécimen joven, casi recién salido, supongo, del capullo, y supongo que con más ganas de explorar de las que serían aconsejables. Se retuerce un par de veces más, parece rendirse un instante y, cuando cree, imagino, que me ha hecho creer que se tranquilizaba y supone que he bajado la guardia, se contorsiona bruscamente hasta que consigue morderme el pulgar con sus diminuta mandíbula. No puedo evitar resoplar, hastiada, ante sus ganas de brega, y, sin darle más importancia a un mordisco del que no sería consciente si no estuviera viéndolo, me giro y me alejo del lago con el brazo extendido y el hada ante mí, aún contorsionándose entre silbidos amenazantes, hasta que llego a la planta más cercana, donde la suelto con cuidado junto a un par de hadas más que, ocupadas con los huevos, reciben a la otra sin darle más importancia que un gruñido de aviso para proteger a la nueva generación de patazas inconscientes. Vuelvo a suspirar, las observo un momento mientras mi rescatada me dirige miradas rencorosas y luego me separo, con un diminuto sabor amargo de traición. Menuda hubiera sido la Edad Media si todas las doncellas hubieran sido así de desagradecidas, me digo con un bufido molesto para apartar un inexistente mechón que me corté hace siglos. Menuda hubiera sido la historia en general ante tanta ingratitud. Y casi, ¡casi!, entiendo la mitad de las revoluciones Góblins, sobre todo las causadas por amores helénicos correspondidos, no correspondidos, impuestos y frustrados. Vaya modales los de la hadita. De verdad que no sé por qué me molesto.

Sin rumbo fijo, vuelvo al lado del lago, completamente en calma, y observo un momento el reflejo del cielo negrísimo en el agua, intentando olvidar el desconocimiento por haberla salvado. Que igual no lo he hecho. Igual no se hubiera ahogado. Igual todas van a beber agua cada día, o a bañarse, o a lo que sea, y sólo fue casualidad que se ahogaran unas cuantas, las mayores, las que se hubieran muerto de cualquier modo. Y es casi patético que me den tanta pena sus cuerpos inertes, azulados, flotando en la superficie. Es un sentimiento estúpido de pérdida que no se justifica en nada, porque ni siquiera sé cuántas hadas hay ni sería nunca capaz de llevar la cuenta, pero no puedo dejar de apenarme por ellas, por la vida perdida, por todo lo frustrado, aunque para mí sea vacío y poco importante. Y no puedo evitar proyectar mis frustraciones y todo mi tiempo perdido, y acabar llorando como una tonta, junto al lago, por un cuerpecito diminuto que no representará ninguna diferencia en mi mundo pero que incoherentemente identifico conmigo misma.

Como ahora que, por una razón que se me escapa, quizás sólo porque estoy triste, y punto, no puedo reprimir un sollozo mientras doy un paso más y hundo los pies en la orilla. No es porque no me haya apreciado el hada. No es porque se hubiera ahogado. No es porque haga frío ni porque no lo haga ni por nada que pueda justificar. No sé por qué es, no sé por qué lloro o por qué no me encuentro bien o por qué daría todo lo que tengo por hacer algo diferente, por cambiar, por mejorar, ¡evolucionar!, pero me siento como si me quisiera morir y encima sé que soy tonta e inmadura por llorar por algo así, sin saber ni por qué, sin querérmelo ni confesar. Porque es sólo que estoy triste, que estoy muy triste, que no sé vivir sin él y que verle sólo de vez en cuando, sólo cuando ya no puedo más y le invito, sólo cuando creo que podrá, que está justificado, que no perderá el tiempo, que no le molestaré y que no tendrá nada mejor que hacer, sólo cuando es significativo, sólo cuando encuentro excusas de peso suficiente para vencer a mi miedo. No sé seguir así. Así no.

Avanzo despacio, casi sin darme cuenta, casi sin querer ni enterarme, con los ojos entornados y un nudo en el estómago, porque no quiero seguir así, porque no quiero estar así, porque todo esto no tiene ningún sentido y yo sigo entrando en el lago, se me clavan lanzas diminutas y puntiagudas de frío en las piernas, se me doblan las rodillas con la débil corriente, me castañetean un momento los dientes cuando el agua me llega a la parte de detrás de la rodilla, más sensible que el resto por capricho de la naturaleza. Yo no quiero seguir así. Tengo que evolucionar. Tengo que cambiar, dar la vuelta, encontrar el día crítico o algo. Otro sollozo, y un paso más.

No sé vivir sin él. Nada lo sustituye, y mira que ya no sé cómo intentarlo. No lo entiendo. Yo no le quería. Era Fred, Fred y punto, Fred que estaba por ahí, Fred y sus locas travesuras. Yo no lo quería. De verdad que no, no sentía nada por él, éramos amigos, reíamos de vez en cuando, me hacía bromas y yo era de las pocas que se las devolvía, que le seguía el rollo, que no me quedaba corta en descaro. Era Fred y sólo Fred, un Weasley más, un descontrolado compañero de clase cuyo sentido del ridículo había quedado olvidado en alguna parte, o no había nacido con él, era un pequeño desastre pelirrojo inquieto e hiperactivo que se enorgullecía de amargar a los profes. Era un sol, era un pequeñajo de entrometido a insolente, era el terror de su hermano mayor, era en el que más podías confiar para animarte, quien siempre se daba cuenta de cómo estabas y, aunque disimulara para que nadie más lo notara, tocaba las cuerdas justas de tu alma para conseguir que tu cielo se volviera un poco más soleado. Merlín, era Fred, estaba por ahí, era exactamente igual que ahora, o un germen, una fase primitiva, y yo no lo quería. No lo necesitaba tanto. Mi vida no era única y exclusivamente él.

Tres pasos más, y mis pantalones se mojan y se pegan a mi pierna. Un paso más y me llega hasta la cintura, y me recorre un escalofrío mientras cierro fuerte los ojos y vuelvo a sollozar. Yo no lo quería. Yo no tendría que haber tomado ese camino, seguro que no lo merecía, seguro que no era para mí. No puede ser que lo fuera. Merlín, Merlín, no. Yo tendría que haber esperado a hacerme mayor, a lesionarme, a envejecer demasiado como para seguir sobre la escoba y entonces, sólo entonces, haber conocido a alguien agradable y calmado que no me hubiera hecho nunca tan feliz como él pero que me contentaría lo suficiente y que, sin nada para comparar, haber muerto pensando que mi vida había sido plena. Hinco los pies en la arena del fondo del agua, inspiro entrecortadamente, con violencia, sacudo los hombros, niego bruscamente y, todo junto, todo rápido, porque estoy demasiado cerca del punto crítico, salto hacia adelante, metiéndome en el agua, corriendo hacia las profundidades, engullendo todo pensamiento con brazadas rápidas y desesperadas. Dejando que el frío me atonte, que no note más que el agua en mi cara, en mi pelo, en la camiseta que no protege lo suficiente de la temperatura. No quiero pensar. No quiero seguir por ese camino, seguir pensando en Fred, seguir y acabar echa un ovillo, llorando su ausencia en mis mañanas, en mis tardes libres, en mis noches eternas. No quiero seguir, porque no quiero amargar lo único que tengo, que es su recuerdo, que es lo poco que compartimos, los pocos momentos que nos concedemos. En cambio, me concentro sólo en el agua, en la oscuridad delante de mí, mientras nado hacia el fondo, mientras intento llegar hasta abajo, sólo porque sé que no puedo, sólo por el esfuerzo, sólo por la presión en los oídos y la sensación ardiente en los pulmones, no hay suficiente aire, demasiada agua sobre mi cuerpo, el esfuerzo quema en el pecho y agota el oxígeno que tiene. Avanzo una mano carpada, los dedos juntos, atravieso el agua y dejo que el tacto del fluido a su alrededor, rodeando, oponiéndose, parezca importante. Una patada a la nada y avanzo un poco más rápido. Otra, y otra, y el fondo se acerca un poco más, con su negrura absoluta, sólo intuido por los pocos brillos de conchas, agrupadas en un pequeño banco de arena que conozco de memoria. No llegaré a tocarlas. Nunca he llegado. Nunca llego, porque me da miedo, porque tengo que volver, porque el oxígeno que necesito para el viaje de vuelta se convierte en una prioridad. Nunca llego y nunca lo intento de verdad, nunca lo necesito, sólo me distrae, sólo me saca a Fred de la cabeza, sólo sirve para perderme la pista a mí misma un rato, por poco que sea, mientras me concentro sólo en el fuego de la respiración, la queja de los tendones al exigir cada vez más fuerza, el ruido ensordecedor del completo vacío. Sólo llegaré hasta la mitad y, para cuando lo haga, estaré llorando como una niña, saldré arriba y me sacudiré y me tumbaré de espaldas, sin dejar nunca de llorar, a voz en grito, en gimoteos incomprensibles, en susurros. Modalidades diferentes para la misma cosa, día tras día. Estaré llorando y por eso no llegaré, porque sólo es una excusa, porque ni de verdad me distrae y sólo me sirve para cansarme, para acompañar el dolor de algo físico, porque no lo sé tomar todo a la vez, si no, para ayudarme a empezar a llorar sin sentirme ridícula, sin avergonzarme, sin notar la traición implícita a uno y a otro, no sé a cuál más, ni siquiera sé si sólo a ellos dos y no también a mí misma, porque no tiene sentido, porque no es coherente y porque me cuesta aceptar que tanto me engañara en un principio. ¿Esa soy yo? ¿Eso me creo de mí misma? No sé vivir sin Fred porque le quiero, le adoro, no soy nada sin él, y si pensé que podía dejarlo sólo estaba siendo una estúpida niña pequeña, aún convencida de que lo que dijera se podía cumplir sólo por decirlo. ¡¡Merlín, Merlín!!

Cierro los ojos muy fuerte, hago una mueca de dolor y, sin ni siquiera pensarlo, me giro en el agua y nado hacia la superficie, avergonzada de mí misma por necesitar una excusa para romper a llorar abiertamente, y liberada de ella ahora que las lágrimas se mezclan libremente con el agua que dejo atrás. Soy patética. Soy horrible. Si la gente supiera de verdad cómo soy me odiaría y me lo merecería porque no me corresponde otra cosa, y los que me quieren se engañan tanto como yo misma, yo los engaño a todos, porque soy horrible pero no dejo que lo vean, y rompo y reparo y vuelvo a romper y juego con la persona que más quiero y ni siquiera me decido a dejar de hacerlo, porque no encuentro el momento. Porque me da miedo hacerlo. Porque sé su reacción, y no sabré luchar contra ella, porque no sé negarle nada, porque él es todo y siempre gana y no quiero nunca contrariarle. El aire toca mi cara, inspiro rápidamente, ansiosa, tomo aire unas cuantas veces más, con prisa, como si se fuera a acabar y, por fin, me tumbo hacia atrás, boca arriba, mirando un cielo sin estrellas. Mi pecho se hunde con cada inspiración entrecortada y con cada lloro, pero estoy demasiado acostumbrada a esto como para llegar a hundirme con él, muevo instintivamente una muñeca, una pierna, alzo la cabeza a tiempo y, en general, me mantengo estable aún a lágrima viva. No quiero seguir aquí. Odio mi casa, odio mi lago, odio mi cara y mi cuerpo y todo lo que significan. Me odio y me odiaré mientras todo siga igual, porque no lo arreglo, porque él no tiene parte en todo esto, porque ni siquiera cuento con él tanto como quiero, sólo tanto como me permito, y es horrible saber que tú misma te castigas y saber que no es justo y saber que las decisiones son todas incorrectas. Inspiro profundamente, me enjuago un ojo con los nudillos y luego abro los brazos, en cruz, lentamente, los alargo tanto como puedo y vuelvo a tomar aire, lentamente, relajándome, todo en calma. No puedo dejarme llevar por ningún arrebato como éste. No puedo abarcarlo todo a la vez y no puedo separar si dejo que las lágrimas me dominen. Tengo que ir por partes y dividir y razonar, porque, si no, no llegaré a nada más, no me entenderé ni a mí misma, no conseguiré decidir cuándo ni juzgar si hago bien. Ni mantenerme firme cuando él se niegue a dejarme seguir adelante.

Me relajo, suspiro, miro al cielo, que ahora es mucho más nítido, y sacudo suavemente la cabeza, para que mi pelo haga minúsculas ondas en el agua. Fred. Tengo que poner orden y tengo que pensar en Fred, porque él es el centro de todo. Sonrío levemente y vuelvo a cerrar los ojos, mientras intento calmar todo lo que se agita en mi estómago por culpa de mi estallido. Fred. El hombre de mi vida, suspiro, y sonrío. Claro que sí. Claro que sí. Todo está bien si pienso en Fred, tengo que ser optimista y concentrarme en ese pensamiento y dar tiempo a todas las piezas para que encajen en mi mente, y sólo entonces sabré para dónde tirar. Miremos la evolución. Observemos y busquemos pautas, pero con calma, con calma. Sacudo otra vez la cabeza y me concentro el la sensación del pelo al ondularse abajo, apenas lo suficientemente largo para que la inercia de los fluidos le afecte.

Fred. Me encojo un poco en el agua para abrazar la calidez de mi pelirrojo, sonrío de lado, un poco triste, y musito su nombre, para oírlo, para hacerlo real, para llamarlo aunque nunca se lo demuestre. Fred. Fred.

¿Cómo puedo quererle tanto? Hubo un momento en que no lo hacía, y creí que habría un momento en que se me pasaría. Está claro que ese momento no ha llegado aún, si es que llega jamás. No sé cómo me conquistó, aunque lo que no entiendo es que no lo hiciera antes, pero me hizo enamorarme como una loca de él. Hasta ahí, bien, ¿no? Como una historia cualquiera. Como George, como Alicia. Como absolutamente cualquier otra historia de amor. Nada del otro mundo, excepto el que fuera Fred y no cualquier otro, porque me niego a admitir que Fred es comparable con nadie. Que mucho lo he intentado. Que mucho he intentado superarlo.

Y entonces, ¿qué? Voy yo y hago pruebas para equipos de Quidditch, porque era buena y porque se me abría delante la posibilidad de una carrera. Bueno, tampoco tiene mucho secreto la historia, hasta aquí. Era una niña, entonces, y creía que las cosas eran más sencillas, pero no tiene más. Quidditch, sí, ¿por qué no? ¿Qué puede salir mal?

Me aceptaron los Arrows. No tenía esperanzas reales de ser escogida, la verdad, y me presenté casi en broma. Porque tenía que hacerlo. Porque no me lo hubiera perdonado. Y Fred creyó en mí, y me apoyó y me animó, y si no venía a cada prueba era sólo por falta de tiempo, por la tienda, por su sueño. Un sueño que yo no puedo respetar más. Que no puedo desear más que siga cumpliendo. Porque no puedo desear más que sea feliz, y sé que su felicidad pasa por la tienda.

La imagen de Fred, en su habitación, esperándome ansioso cuando volvía de las pruebas, es casi un refugio recurrente. Estaba en la cama, sentado, haciendo como que leía un libro, casi siempre el mismo, y lo soltaba en cuanto yo llegaba. No puedo evitar una sonrisa amarga al ver todo lo que teníamos y lo poco que lo valorábamos. Iba a verle a diario, me esperaba en su cuarto, yo llegaba, nos besábamos, salíamos a cenar, dormíamos juntos. No parábamos de hablar. No dejábamos de querernos comer al otro con los ojos, de las ganas que teníamos de estar juntos, y eso que lo teníamos cada día. No nos peleábamos, no estábamos nunca desanimados, porque una no puede estar desanimada cerca de un gemelo Weasley. Sé que parece estúpido, sé que una parte de mi cerebro intenta convencerse de que es sólo que no recuerdo lo malo, que cualquier tiempo pasado es mejor, que no estoy siendo objetiva pero, la verdad, comparado con lo que es mi vida hoy en día, aquel tiempo es más que un refugio. Un tiempo en que todo estaba bien. En que nada dolía. En que yo estaba a gusto en mi piel, en que me pasaba el día ilusionada, en que nada podía amargarme. Porque, aunque no lo viéramos entonces, lo que teníamos era sólido. Era bonito. Era lo más bonito del mundo. Increíble.

No sé cómo se me metió en la cabeza que tenía que dejarlo con él. Que eran incompatibles, el Quidditch y nuestra relación. No sé cómo lo empecé a pensar, de verdad, y maldigo el día en que tomé la decisión de dejarlo. Aunque fue la única correcta, aunque fue lo único que podía hacer, aunque partía de premisas completamente válidas y, por tanto, igual no era tan descabellada como me acabó por parecer. Porque creía que no los podía tener a los dos en mi vida, él y mi carrera, mi carrera y él y, antes que hacerle sufrir una relación a distancia, tirón tras tirón y semana tras semana sin más que media hora libre, pensé que era mejor cortar. Que era lo mejor. Que no tenía más salida. Y lo más irónico es que aún no sé si tenía más salida en aquel entonces, o si fue de verdad lo mejor. Pero es que no sé nada de nada.

Le dejé. Le dije un montón de mentiras que él estoy convencida de que ni escuchó, le dije que lo necesitaba y que era lo mejor para los dos, que no podía ser, que no me gustaba nuestra relación. No sé qué le dije. Hace más de tres años, ni siquiera recuerdo qué me dijo él. Me acuerdo de cosas puntuales, como sus sábanas, cuando nos tumbamos, o de cómo de guapo estaba y de cómo pensé que iba a añorar todo cuanto éramos y como intenté guardar una imagen mental de él, en los días siguientes. Y tengo grabada a fuego la última mirada que me dirigió, la de rendición, la de súplica. Aún me bota el estómago cada vez que pienso en ello. Aún me siento igual que entonces, igual de sucia, igual de traidora, igual de mentirosa y de sola, inmensamente sola, porque la soledad es enorme, envuelve, atonta, ensordece y te vuelve apática. Me siento horrible, veo esa mirada, veo todo cuanto creí hacer bien, todo lo que decidí, y me odio, me odio, me odio. Por inmadura, por infantil, por crédula, por ilusa, por ignorante, por egoísta, porque lo hice sólo por mí, sólo por no sentirme fatal al estar lejos, al hacer mi carrera, la mía sola, sin contar con él, sin sacrificar nada por lo nuestro. Lo hice por mí misma y soy un ser despreciable por ello, lo hice por no ser la culpable de dejarlo, le di la vuelta para que pareciera que fue él, que fue cómo empezó nuestra relación, que fue por su carácter, que no lo soportaba más, le di la vuelta y lo culpé de todo, por sacudirme la responsabilidad, por quedar inmaculada, por no tener que retorcerme al echarle de menos desde aquí, por no tener que enfrentarme al hecho de que son mis decisiones las que nos amargan a los dos. Y no importa por qué empezara a hacerlo, por qué creyera que era una buena idea o cómo lo justificara al principio, no importa, no importa, porque él no tenía culpa de nada y yo lo giré y quedó como cosa de los dos, esto no marcha, esto no va bien, no puedo seguir contigo porque no me gusta cómo somos. ¡Mentira, mentira! ¡Mentira y mil veces mentira! Adoraba cómo éramos, adoraba todo lo que tenía, adoraba absolutamente todo lo que había entre nosotros y lo dejé sólo por egoísmo, porque creí no poder prescindir de este mundo, porque temía arrepentirme toda la vida, porque aún no sabía cómo era yo en realidad. Lo dejé porque creí que era lo que debía hacer. Porque no podríamos seguir juntos y a distancia, eso sí que no, eso sí que nos hubiera matado, nos está matando, me está matando a mí, al menos, y porque creía que esa era la única solución. Porque me negué a ver la complementaria. Porque no quería, ni quiero aún, exigirle nada a él, no, no, nada de él, nada que le hiciera sentirse tan mal como me siento yo.

Lo dejé y lloré como una idiota durante los dos días siguientes, creyendo no ir a verle más, dudando de todas mis decisiones, torturándome por no tenerle cerca, por no poder acudir a él, por no poder contarle lo que pasaba, por no poderle pedir consejo. Que es brillante, que es un gran observador y que es mi mejor amigo y que, ante cualquier problema, es la única persona a quien se me ocurre acudir, la primera en que pienso, en la que más confío. Siempre tiene respuesta a todo, siempre sabe decir lo que necesito, quiera oírlo yo o no, y hasta ahora, que tanto dudo en el cuándo, no confiaría en la decisión de nadie más que él. Merlín, lo quiero, lo quiero, lo adoro, sólo con él me siento segura, por mucho que finja, noche tras noche, y necesito que me apoye en todo lo que hago y que me ayude a dar los pasos que no sé cómo dar. Necesito que esté aquí, que lo sepa todo, que avancemos juntos, que me sonría y me prometa que todo va bien, porque desde que no está conmigo nada va bien, desde que me dio por dejarlo nada es seguro entre nosotros y nada me arropa y sin él no sé, no sé, no puedo seguir. Seré débil, seré dependiente, pero es que llega un momento que no puedes más, que no puedes seguir adelante, que ya no aguantas. Y a mí el empuje me desapareció, se me agotó, se gastó con el paso de los años, y ya no soporto más la distancia, ya no soporto más verle tan poco, ya no soporto más estar sin lo único que importa de verdad en el mundo. Ya no soporto más estar sin él, me he cansado, se me han gastado las fuerzas para mantener la distancia, que ya hasta pido entradas para cada partido, importante o no, y sólo el miedo a hacerme pesada, a una negativa, a una carta ambigua que encierre una disculpa hace que me aguante las ganas, me distraiga obsesivamente hasta que ya es demasiado tarde y entonces, sólo entonces, las devuelva con cualquier pretexto o, la mayoría de las veces, las coleccione como testigo de mi cobardía. Porque no puedo exigirle más. Porque no puedo hacerle perder así el tiempo. Porque no puedo pedirle que cruce la línea que yo establecí, que lo nuestro pase a más, que seamos otra vez como antes, cuando le exigí cruelmente que nunca más, que lo dejáramos, que no podíamos seguir. Porque no puedo demostrar tan claramente donde vamos, no puedo ponerlo tan claro que lo vea hasta yo, no puedo permitirme tanta sinceridad, mi culpabilidad no lo soportaría. Porque ¿dónde vamos, dónde vamos, por Merlín, dónde estamos yendo con todo esto? Nada tiene sentido, nosotros no tenemos sentido y, si fuera tan evidente que me diera cuenta, me daría tanto miedo que igual hasta de la evolución pasaría para volver a hace tres años y exigir de nuevo una ruptura. Y no es lo que quiero. Nunca ha habido nada que quiera menos. No, no, tengo que engañarme y aguantar hasta que encuentre el momento, que, cada día más, parece ser tan sólo mañana, como mucho la próxima semana, pero ya no puedo aguantar otro mes u otra temporada, ya no. Sin que él no lo justifique, sin que no me convenza de que es lo mejor, no.

Cosa que, por otra parte, no quiero que haga. No quiero que me convenza de lo contrario. No quiero que se oponga y me diga que no es el momento y que paciencia y que yo qué sé qué más. No quiero que me haga sacudirme desde los cimientos, dudar hasta de eso, preguntarme si está bien incluso lo que ya doy por seguro. No quiero, no quiero. Por eso no se lo cuento. Por eso no sabe, por eso no acudo a él. No porque no pudiera hacerlo. Sólo por miedo a otro velado lo siento. No soporto sus disculpas. No podría aguantar su rechazo.

Lo dejé. Es casi irónico lo inocente que fui al hacerlo, y lo estúpida que fui al creerle perdido para siempre. Es casi irónico qué tonta puedo llegar a ser. Qué pocas luces, qué poco realismo.

¿Cuánto tardé, en realidad, en volverlo a ver? Cuatro días. Hasta la mudanza. Hasta que Alicia y Katie se enteraron de que me iba, me vinieron a ver y me preguntaron cuándo me iba y si tenía mucho por hacer aún. Estaba demasiado destrozada para mentir, demasiado cansada para nada, y les dije claramente que aún lo tenía todo por empaquetar, me abracé a Alicia y me dejé hundirme un momento, sólo porque mis mejores amigas estaban allí, sólo porque lo necesitaba, sólo porque mi vida era un infierno sin la perspectiva de volver a ver a Fred allí. Ellas se quedaron, me animaron, me juraron no decir ni palabra a nadie de lo mal que estaba, me prometieron un futuro precioso como jugadora profesional y me consolaron, sin muchas fuerzas pero no sin ganas, por lo que había hecho con Fred, que nunca entendieron pero que, cómo no, para algo sirven las amigas, respetaron siempre. Me dijeron que me ayudarían, que vendrían a echar una mano y sólo al día siguiente, sin previo aviso, sin una nota, sin ni siquiera una mueca, se presentaron las dos con los gemelos y Lee, la fuerza bruta, bromearon, y yo, entre incrédula y agradecida de volver a tener a mi pelirrojo allí, sólo pude darles unas débiles gracias. Ellas organizaron, ellas prepararon y antes de lo que yo pude procesar mis cosas estaban repartidas en grupos para hacer cajas de ellas. Y George bromeaba y Fred le tiraba mis calcetines para hacerle callar y yo miraba a mi alrededor sin entender muy bien dónde encajaba mi perorata sobre dejarlo, cuando todo era tan como siempre. Igual, vaya, que como estoy ahora, pero eso es otra historia. Me acerqué a él casi enseguida, en cuanto se quedó solo, me senté a su lado en la cama, sin atreverme a mirarlo, y, sin decir nada, soltó lo que estaba doblando, me pasó un brazo por los hombros y me estiró hacia él hasta que estaba apoyada en su clavícula. Hizo las paces por los dos, me prometió que estaba bien, que iría a verme, que se le había pasado el temblor de autocontrol y que me quería. Que todo estaba bien. Que yo iba a ser muy feliz en Appleby. No fue un volver, no fue una reconciliación y una continuación de lo de antes, pero me animó, me puso de nuevo en tierra, me sacó del ensimismamiento y me hizo creer, y otra vez pequé de ilusa, que todo estaba en verdad bien, como él decía, en susurros suaves, adoro cómo suena su voz en susurros, tan grave, a veces desafinada, a veces hasta sin voz, sólo el aire entre los labios, para que no nos oigan, para que sea más íntimo, porque no necesitamos más volumen. Me encanta cómo suena cuando se despierta, tan desacostumbrado, las consonantes que patinan un poco, los labios que me besan suave, porque aún están demasiado dormidos como para imprimir pasión. Me encanta cuando está medio dormido y me habla, con los ojos aún cerrados, sin fuerzas, aún cargado de sueño pero sin querer dejar pasar la oportunidad, sin aguantarse, sin resignarse a seguir durmiendo si yo no lo hago. Me besa, me abraza, me dice que me quiere, pero todo lo hace tan inconscientemente, tan por reflejo, que es casi evidente que le sale de muy adentro. Me encanta despertarme junto a él. Me encanta ese afecto infinito que nos une y que es casi físicamente visible en cuanto estamos lo suficientemente cerca. Los besos, las caricias...

Aún no entiendo cómo fue que volvimos. Quiero decir que todo ese día tuvo todo el sentido del mundo, sí, pero ni yo lo esperaba ni creo que él lo llegara a sospechar. Hicimos las maletas entre todos, me mudé, me establecí, nos empezamos a escribir regularmente, una por semana, regla estricta, que ni yo tenía tiempo por perder, argumentaba él, ni yo quería que él perdiera el suyo así, me reconcomía yo. Una una semana él, una la otra semana yo, siempre el martes, siempre casi a la misma hora, siempre casi igual de largas y siempre con el mismo final, te quiero, mi flechita, fue luego, cuando ya habíamos vuelto a las andadas, y cuídate mucho, bombón, cuando aún manteníamos la apariencia de una simple amistad. Le contaba mis avances en el equipo, los tipos de entrenamientos, las mejoras que iba haciendo y las frustraciones remanentes, y él me contaba la última de su hermano y Alicia, la última de Percy (o 'a' Percy, normalmente), las bromas que inventaban y lo guapa que se estaba poniendo Ginny, cada día más alta, y Ron, pobre, cada día más parecido a Perce, con lo que ellos habían intentado salvarlo. Todo irónico y divertido y las leía muchas veces entre lágrimas, boba que es una, pero siempre con alguna sonrisa, siempre sin poder esconderme de su gracia, siempre viendo claramente su guiñe. Se convirtió en una tradición que tardó en morir hasta que mi vida se complicó demasiado como para poder comprometerme a ritos. Entrenamientos extra, más importancia en el equipo y hasta un martes cada dos semanas era demasiado, no podía asegurarlo, no podía confiar en tener el tiempo suficiente. Ni necesité decírselo. Ni necesité quejarme, ni cambié el estilo de las cartas, ni las hice más cortas ni nada de nada y, aun así, se dio cuenta. No sé cómo, se percató, esperó a volvernos a ver y me lo preguntó sin rodeos, mi Angie, ¿tú ya tienes tiempo? No hace falta si no lo tienes, sólo es un detalle, no las necesito para tenerte cerca, porque no dejo de pensar en ti y me da igual si me escribes o no para tenerte siempre presente. ¿Tú ya puedes, mi flechita? Aún me dice mi flechita, a veces. Es de lo más dulce, hace que el pecho se me llene de calidez, que se me sonrojen las mejillas, que sonría de timidez y de gusto. Mi flechita. Aunque ya no estoy en los Arrows, aún me llama flechita, y cuando no, bombón, y alguna vez hasta motita de barro, por el equipo a que pertenezco ahora, me ha llegado a llamar. ¡Vamos, trocito de limo, tira para la cama! Me hizo tanta gracia la frase que estuve toda una semana recordándola, con la misma sensación cálida.

¿Y aún dudo si estoy loca por él?

No, en realidad, no. Lo de estar loca por él está más que aceptado. Lo quiero, vamos, no tiene ningún sentido negarlo. Es qué hacer al respecto lo que me embrolla y descoloca. Es qué hacer con mi vida, si estoy loca por él y no soy feliz con sólo un partido cada tres meses. Pero que lo quiero, eso es indudable. Lo acepto hasta yo, y mira que me cuesta aceptar las cosas que temo que impliquen demasiado.

Volvimos la primera vez que nos vimos, ya después de la separación, ya después de los Arrows. El entrenador me dijo que estaba lista para jugar, que me sacaría unos minutos, si podía, si el partido duraba lo suficiente, que me dejaría jugar, ya no me acuerdo ni de contra quién, y yo los invité a todos a verme, creyendo que no se presentarían al final. Es curioso que no me acuerde del partido, con lo importante que fue en mi carrera, con lo que acostumbro a acordarme de esas cosas. Casi recuerdo las estadísticas, eso sí, de los veintitrés minutos que jugué, del minuto quince hasta el final del partido, y recuerdo que ganamos y que yo marqué tres goles y que di el pase de otros tantos. Me acuerdo de la charla del entrenador en el vestuario, de los comentarios impresionados de mis amigos, de haber sentido el estómago hecho un nudo desde el principio hasta el final, temiendo, sobre todo, no poder demostrar a Fred, que había venido a verme, claro, y también a mí misma, que valía la pena, que era lo suficientemente buena, que estaba justificado tanto dolor. Pero no me acuerdo de los contrarios. ¿Quién fueron? Wood no, porque de ése sí que me acuerdo. Ni los WW. Ni los Cannons, Merlín, de esos no hay quién se olvide, incluso año tras año. No sé, no sé, a saber. Qué más da. El caso es que empecé ahí mi carrera, fueron mis primeros minutos jugados, aunque no saliera al principio del partido, y que todos vinieron a verme, hasta media familia Weasley, mamá incluida, que no se quedaron a cenar pero que me felicitaron efusivamente y que, me confesó Fred después, se habían emocionado conmigo, sobre todo Molly, tanto como si hubiera sido su propia hija. Cosa que, probablemente, sea más de lo que mereceré jamás, en vista de mis últimas acciones, pero que incluso ahora hace que me sienta especial y muy querida por una mujer a la que admiro muchísimo y que también quiero mucho, mucho, por poco que se lo pueda demostrar con lo poquísimo que nos vemos.

Muevo los brazos, dibujando un semicírculo a mi alrededor, primero de ida y luego de vuelta, y dejo que mis dedos jueguen con el rizado de la superficie del agua. Volvimos a vernos y fue como si no pudiéramos separarnos. Cenamos, los seis, como en los viejos tiempos, Alicia y George, Katie y Lee, Fred y yo, en mesa redonda, sin parar de reír, sin parar de hacer bromas, y me sentía como si no pudiera mirar a nada más que a él en toda la noche. Guapísimo, tan conocido, el mismo de siempre, haciendo bromas y riendo, mirándome de reojo, dedicándome guiños disimulados cuando menos me lo esperaba. Me miraba y yo me lo comía con los ojos, sedienta de él, de su sonrisa, de sus labios, de su abrazo y de cómo me sentía cada vez que me apretaba contra él. Fue culpa mía, sí, sí, claro que fue culpa mía, ¡pero si me fallaron las piernas al ver que había venido de verdad, que estaba en el estadio, que se molestaba en verme jugar! Me cogió a medio camino y dijo algo sobre reñir a mi entrenador por hacerme volar tanto, por cansarme o yo qué sé, y yo sólo lo miraba, embobada, sin entender cómo había sido capaz de separarme jamás de él. Y cuando se acabó la cena y quedaron en no ir a ninguna parte, porque bastante movimiento había tenido yo ya, porque merecía un descanso y, aunque no lo dijeron en voz alta, porque Fred y yo necesitábamos estar solos, fue mi autocontrol el que amenazó con desmoronarse y poco me faltó para confesarle, aun delante de todos, que no iba a soportar separarme de él otra vez, que seguía loca por él, que no podía ser que se acabar allí la cena, que no tenía las fuerzas para irme como si nada. Que no quería volver a casa, que no se despidiera, que no me lo pidiera como si nada, que no lo iba a soportar. Claro que tuvo sentido que acabáramos besándonos desesperadamente delante de su tienda, una mera excusa, por cierto, visitarla, sólo para que durara más nuestra velada. Claro que fue normal no controlarnos, acabar abrazados, acabar como antes, como si no hubiera pasado el tiempo, quedarme a dormir en su cama, la que yo no conocía aún, la del Callejón. La que nos ha escondido desde entonces, la que considero inconfesablemente mía, nuestra, un poco refugio y un poco templo, la cama que espero compartir con él, algún día, con más frecuencia. Claro que fue comprensible, dado cómo me sentí al verlo. Lo que pasa es que, supongo, nunca me cuestioné, por muchas vueltas que le diera al tema, cómo me sentiría al hacerlo, ni esperé, en todo caso, que la sensación de enamoramiento y necesidad fuera tan fuerte y apabullante, ni que el quererlo tanto se demostrara con tanto esplendor. Que no le pude quitar los ojos de encima. Que no pude dejar de comérmelo a besos, después. Que es que ni a marcharme me decidía, al día siguiente, y me costó horrores decidirme a hacerlo con él aún dormido. Si es que me pasé tres días soñando despierta con él a todas horas, incluso durante los entrenamientos, tanto que el entrenador me llamó la atención, no sin guasa, aunque él lo achacó a mi estreno y no a mi reencuentro con Fred del que, por supuesto, ni le dije nunca nada ni tenía por qué saberlo.

A la larga, aprendí a no dejar que la concentración se interrumpiera por Fred, y a reservarlo para cuando estaba sola, para cuando no entrenaba, para todo el tiempo libre que me quedaba para darle vueltas a lo maravilloso que es, postulado que nunca llego a definir lo suficiente.

Y, de ahí, ¿qué? Volvimos, y todo empezó a ser como siempre, sólo que distanciado. Separado por un montón de partidos insustanciales. Lo invitaba, ya sólo a él, ya consciente de que los otros, por amigos míos que sean, no tenían por qué venir a perder el tiempo viéndome jugar, a todos los partidos importantes a que llegábamos, octavos, cuartos, semifinales, que perdimos. Lo invité a la final, yo sentada a su lado, y animamos juntos a Wood, que ni se enteró que estábamos allí. Lo invito a todo aquello que encuentro justificable, a todo aquello que creo que le puede interesar, a todos los partidos a los que creo que le gustaría ir, aunque yo no jugara en el equipo. Como cuando jugamos contra los Chudley. Como cuando hacemos amistosos contra selecciones nacionales importantes. Como cuando nos jugamos algo importante en la liga. No sé, cuando puedo, cuando me convenzo a mí misma, cuando creo que él podrá. No más de seis o siete veces por temporada, y, a veces, incluso menos. El segundo años en los Arrows, por ejemplo: a octavos no lo invité porque lo consideré excesivo, y en cuartos nos eliminaron. Creo que nos vimos tres veces, ese año, una al principio, una en cuartos y una en la final, que también perdimos estrepitosamente y que me hizo decidir que necesitaba un equipo con más posibilidades de títulos, sobre todo cuando de ellas dependía que yo viera más o no a mi fortachón. Me pasé al United, que ya ha demostrado sobradamente su eficiencia al respecto.

Sólo que ahora me da por evolucionar.

Tampoco está tan mal, ¿no? Quiero decir que un cambio siempre es necesario, aunque sea sólo por no aburrirte de la vida. Un cambio, de vez en cuando, igual hasta se agradece. Y no creo que sea para peor. Sólo tengo que encontrar el momento y convencer a Fred de que es una buena idea y estará hecho, porque me lo merezco, porque lo necesito y porque quiero que lo nuestro dé un giro, que se haga diferente, que fragüe y que no importe nada más, absolutamente nada más, ni si el United gana ni si pierde ni, sobre todo, si hoy está aquí o en China.

Arqueo la espalda, hundo los hombros y tirito, más por lo poco de mi cuerpo que, tanto rato fuera del agua, se ha secado, que no por la baja temperatura del agua. Casi ni noto que está fría, excepto en puntos escogidos, excepto en donde el aire me roza, excepto en donde la ropa se me pega al cuerpo, demasiado ceñida como para flotar libremente debajo de mí. Tengo que hacerlo y tengo que hacerlo pronto y sólo yo puedo decidir cuándo y no puedo tardar demasiado, porque el tiempo se me echa encima, porque antes de que me dé cuenta estaré demasiado metida en los entrenamientos intensivos y porque necesito dibujar un plan de acción, unas pautas, algo seguro en que basarme cuando me lo vuelva a encontrar y me fallen otra vez las piernas. Tengo que montarme unos esquemas, decidir cómo decírselo, tengo que tomar la decisión de una santa vez y poner todo mi empuje adelante, no dejar que dude, no dejar que falle, no dejar que nada me haga replanteármelo. Tengo que hacerlo y tengo que hacerlo ya y, si no encuentro el momento, mejor ahora que nunca, mejor ya que más tarde, mejor cuanto antes, cuanto antes, mejor. Tengo que dejar de esconderme, dejar de darle vueltas, dejar de buscar la oscuridad y la soledad. Y el miedo y el vértigo. Reorientando mi cuerpo, me incorporo en el agua, varios metros por encima del fondo, y miro a mi alrededor con una aprehensión casi agradable mientras me estabilizo con movimientos suaves de manos. Tengo que cambiar algo. Tengo que dejar de salir de noche, tengo que dejar de utilizar el lago como excusa, tengo que dejar de necesitar el frío y la soledad. Y vuelve a ser como cuando frotaba la palma contra la roca, vuelve a ser como cuando necesitaba las ganas de vomitar, vuelve a rebosar la emoción y vuelvo a necesitar sensaciones ajenas que me distraigan, que me pongan en situación, que me ayuden a llevarlo poco a poco, sólo un trocito a la vez, un pedacito, le quiero un poquito, lo echo una chispita de menos, estoy un poco triste. Porque no puedo con todo a la vez, no puedo estar hundida y necesitarle urgentemente, dolorosamente, con tanta fuerza que el pecho se me hunde y me siento ahogada, no puedo quererle tanto que ya no sepa cómo quererle más. Es curioso, antes no sabía cuánto le quería. Sabía que lo apreciaba y que era especial y que estaba genial con él, pero no cuánto lo necesitaba de verdad, no cuánto significaba. Tuve que separarme de él para ver que no tiene sentido estar aparte. Tuve que separarme y venir a vivir aquí para ver que lo que más temo, cada vez que nos reencontramos, es no verme en sus ojos, es que me haya olvidado, es haber perdido lo que antes hubiera dado por supuesto. Y es irónico que sea ahora, que sea demasiado tarde, que sea después de haberle pedido que lo dejáramos, cuando me doy cuenta de hasta dónde llegan mis sentimientos, pero es como ha venido, y no sé si podría haber sido diferente. Con esta intensidad, con esta rapidez, creo que no. Hubiera estado con él y lo hubiera adorado toda mi vida y nos hubiéramos casado y hubiéramos ido a vivir juntos, como Alicia y George, por ejemplo, pero nunca hubiera sido tan consciente de lo nuestro como ahora. Que no sé si es mejor. Que me imagino yo que no, que a fuego lento, poco a poco, sin estirones de sopetón, hubiera sido mucho más fácil y bonito.

En cambio, aquí estoy, incapaz hasta de sobrellevar mis propias emociones. Me pongo a pensar, me desvelo a media noche, me cuesta horrores volverme a dormir, le doy vueltas siempre a lo mismo y me hago un lío tal que tengo que salir a que me dé el fresco. O es que no puedo soportar su abrazo, no sé, igual hay un poco de cada cosa. El caso es que, noche tras noche, salgo al jardín, paseo, me mezo en la hamaca, mirando al cielo con el corazón en un puño de desesperación, me quedo muy quieta en medio de la nada, dominando las náuseas y el mareo, todo de lo mismo, de no poder digerir sin ayuda todo lo que siento, o recurro al lago para que me distraiga, me haga salir del caparazón, me acelere el pulso y me enfríe las ideas. Y no es sólo por la temperatura. No, uso el lago por muchas más razones, por muchas sensaciones, entre las que el frío sólo es secundario. Frío hace, sí, pero sólo mientras me mojo y sólo cuando salgo y me seco. Entonces sí que me castañetean los dientes, me abrazo a mí misma en busca de consuelo, me hago un ovillo y me balanceo sobre mis pies. Entonces sí, pero para entonces la catarsis ya va tan adelantada que casi ni lo noto y más bien me hace sentirme mejor. Pero no es sólo frío, no: hay el agua que me envuelve, la hermética oscuridad, el temor a lo desconocido. Miedo y el peso del agua a mi alrededor, en mis oídos, en las manos y los pies cuando los muevo. El peso del mundo entero, estirándome, y el vértigo, el deseo inconfesable de caer. Y si viniera algo, surgiera de la nada, me engullera. Y si me dejara, me relajara, ni luchara contra lo que fuere. Miedo y vértigo, miedo al vértigo, porque no sé si quiero seguir adelante o si no sería más fácil que pasara de una vez, que apareciera cualquier criatura, que me llevara al fondo y me ahogara de una santa vez. Y aunque no quiero morir, aunque todo mi ser se rebela contra la sola idea de irme así y no volverle a ver y no arreglar lo que tengo a medias y no poder tener la vida de después, late en mí esa centella de querer conocer qué pasaría, sondear cómo sería rendirse, imaginar que todo se acaba y no tengo que luchar más. Y vengo al lago, olvidando que está mágicamente protegido contra cualquier amenaza, vengo al lago y nado hasta que mis pulmones dicen no poder más, robándole las fuerzas, forzando la bocanada de aire que empieza el llanto, porque sola no lo sé hacer, demasiado tiempo controlando lo que puedo demostrar y lo que no, demasiada responsabilidad, demasiadas exigencias, por bien que sólo propias. Demasiado dura conmigo misma. O demasiado tonta como para poder con todo, demasiado débil, demasiado mimada. O demasiado enamorada, demasiado sensible, demasiado gastada a estas alturas. O manías, manías, manías, pequeñas cositas que me ayudan, sólo me ayudan, que no necesito realmente pero en las que me apoyo para creer que así es más fácil. Cargada de tonterías, así estoy. Y muy sola, aunque no lo esté casi nunca, aunque haya tanta gente que me quiere y me cuida, más sola de lo que querría estar.

Merlín, cómo me escucho. Cómo le doy vueltas a lo mismo una y otra vez para no llegar nunca a nada. Merlín, qué patética, qué tontorrona, qué pena doy. Hastiada, me envaro en el agua, me hundo un par de centímetros, hasta que me llega el nivel del agua a la barbilla, y me niego a aguantarme durante más tiempo. Voy a salir del agua ahora mismo, voy a volver a la cama o a donde me dé a mí la gana y voy a dejar de amargarme porque, oh, pobrecita de mí, el chico que adoro, que me adora, que yo dejé, porque soy idiota, no está hoy en casa. Merlín, Merlín, ni me merezco todos los que se molestan por mí. Ni me merezco su confianza, ni su apoyo, ni, mucho menos, su cariño. Se acabó. Y va en serio, no me voy a consentir nada más. No más tonterías. Si quiero ver a Fred, me dejo de rollos y lo invito a venir a casa, sin excusas de partidos ni mojigaterías y me lo como a besos en cuanto le vea, y le explico lo que tengo en mente y le pido por favor, por favor, que no se vaya más, que busquemos una manera, que lo intentemos, que me espere, que me diga que me quiere, que me abrace fuerte y no me suelte más, porque es eso lo que necesito, si abrazo, sus besos, su calidez, su cariño. Y no me engaño más, no me sirve ningún otro, no me conformo con sustitutos, no tengo suficiente con lo poquito que compartimos y no necesito siempre, las veinticuatro horas del día, montémonoslo, Fred, hagámoslo como sea pero que estemos juntos, que no vivamos en ciudades diferentes, que no sean sólo tres o cuatro veces por año, que no dependa de nada, Fred, ven y pon esto por escrito, hazlo oficial, dime que puedo creer por completo en ti, que no te cansarás, que no acabarás por darte cuenta de lo poquito que merezco la pena y dejarme, Fred, mi Fred, perdóname por hacerlo tan mal entonces y no me dejes llevar más la voz cantante, toma tú la iniciativa, seguro que tú hubieras hallado la manera de hacerlo bien, de seguir adelante, de compaginarnos tan bien como siempre, sin margen alguno para que lo hubiéramos estropeado.

Salgo del agua, chorreando y con los pies pesados, por la inercia, y me recorre un escalofrío en cuanto poso un pie en la hierba. Ni rastro del otro, debe de seguir durmiendo. Lejanamente, me alegro por él, suspiro y me sacudo suavemente para deshacerme de las gotas de agua que bajan por mi cuello, haciéndome cosquillas. Merlín, qué días tan largos. Casi parece increíble que no haga ni veinte horas desde que me he despertado, me he vestido y he perdido más de mi tiempo sobre una escoba. Qué días tan largos, que pocos días especiales y qué cansada estoy. No puedo más. De verdad que no. Otro escalofrío y noto que se me cierran los ojos. Es sólo una falsa alarma, que me los conozco y sé que en cuanto me tumbe estarán otra vez como platos, pero, como si el lago se hubiera quedado, a cambio, con mi energía, me siento, de repente, agotada. Que igual no es físico, aunque tampoco sea descabellado pensar, después de todo un día de entrenamientos, que igual sí que lo es. Suspiro suavemente y me dirijo hacia la puerta, sin fuerzas. Ya delante de las piedras del escalón, me lo pienso un momento, reacia a dejar marcas de humedad que luego otros puedan seguir hasta el lago y entender que no he descansado las ocho horas reglamentarias, Angelina, preciosa, tú sabes que es por tu bien, no puedes saltártelas a la torera, ¡no puedes estar sin dormir ocho horas justas y exactas! Será mejor que no le dé pie, que bastante tengo ya con los desayunos. Que cada año es un poco más refunfuñón. Y que, por otra parte, no me apetece nada tener que arreglar luego la casa, cuando la madera del suelo haya cogido humedad y se haya hinchado. Bajaría su precio de venta, y eso es lo último que quiero.

De manera que me desnudo, hago un lío con la ropa mojada y me seco un pie contra la pantorrilla contraria, para no dejar marcas en el suelo. Que no se diga que no soy considerada. Iría más rápido y todo sería más fácil si hubiera cogido la varita pero, teniendo en cuenta lo protegida que está la casa, que a oscuras igual hubiera acabado cogiendo la que no era y que, encima, estoy tan cansada que no sé ni si sería capaz de conjurar una simple lucecilla, lo cierto es que no la hecho ni de menos. Falta no me hace y, si Ollie se da cuenta del cambio de pijama y hace algún comentario, ya me las ingeniaré. En el fondo, es tan crédulo que no me costará demasiado. Y me da pereza hacer nada más, me pesan los ojos, me muero de ganas de tumbarme otra vez. Esconderme y dormirme enseguida, pero nada de darle vueltas a las cosas, ¿eh? Nada de estar en la cama, perfectamente despierta, que todo se ve mucho más negro por la noche. No, no, si vamos a dormir, pues a dormir, y punto. Faltaría más. Y pobre del sueño ese de detrás de los ojos que me engañe, porque...

Bostezo y entrecierro los ojos. Desvarío. Me rasco distraídamente el mentón, que me hormiguea con el contacto, creo que del mismo cansancio, y cruzo el comedor y luego de vuelta al pasillo, con pasos inestables pero lo suficientemente controlados como para no armar ningún escándalo que lo despierte. Casi no hay muebles y, desde luego, no hay ningún objeto de decoración, todo práctico y funcional, menos tendré que empaquetar cuando me largue. Que ¿quién planifica así, pensando en la caída, preparándose para cuando se acabe, de manera milimétrica? Compré la casa al contado, con casi lo primero que ahorré, con mi sueldo de jugadora, sólo porque pensé que era un buena inversión, que ganaría con el tiempo, que tendría de donde echar mano cuando se acabara el Quidditch (dos, tres años, a lo sumo, ésas han sido siempre mis perspectivas, aunque podría durar cuatro veces más, tranquilamente, como cualquier otro jugador) y que me iría bien para colaborar en la tienda, para hacerme accionista, socia, lo que ellos quisieran, o para ayudar a mantener a nuestra familia, como colchón de seguridad. ¿Quién lo hace así? La mayoría de jugadores de Quidditch empiezan a pensar en el futuro cuando su carrera declina, no cuando comienza. ¿Qué tenía exactamente en mente, yo? ¿Cómo pude engañarme y dejarme comenzar cuando en el fondo estaba preparándome para el final desde prácticamente el principio?

¡Merlín! ¡Y aún me engañé empezando todo esto! Vuelvo a bostezar, sacudo la cabeza, giro delante de la puerta de mi habitación y me desvío hacia el lavabo. Merlín, si es que, en ilusión, me quedo sola. En poco realismo. En falta de planificación coherente.

Cierro la puerta tras de mí, enciendo la luz, me miro un momento en el espejo mientras mis dedos ya se cierran alrededor de la toalla. Estoy siendo muy injusta conmigo misma. En retrospección, todo parece muy burdo y sin sentido, claro, pero sólo porque lo miro hacia atrás, que cada cosa vino a su tiempo y razoné suficientemente las decisiones cuando se presentó el momento de tomarlas. Fui a las pruebas porque era la única carrera que creía que me haría feliz. Que me realizaría como profesional, que me serviría para disfrutar del trabajo. O no la única, pero sí la que más. Que la carrera no lo es todo, que no es un mundo tan bonito como parece y que los sacrificios no compensan lo aprendí enseguida, pero no antes de las exhibiciones ante los cazatalentos.

Luego me fui a Appleby y dejé a Fred atrás. Quise irme, claro que sí, porque aún creía que era lo que quería hacer. Viví allí, volví a ver a Fred, volvimos a las andadas y, como de repente, el Quidditch cambió de lugar en mis prioridades. Pero ya estaba en Cumbria, y era por dos años. Además, Fred siempre parece aguantar tan bien, siempre es tan optimista y alegre que, no lo puedo evitar, es verlo y me lleno de energía. Se me levanta la moral. Dejo de pensar en dejarlo todo por él, en lo horrible que es el mundo cuando no está a mi lado y, en cambio, disfruto del momento, se me escapan las sonrisas por los ojos y estoy tan bien que ni me planteo que nada pueda ser doloroso. Y lo peor es que toda esa alegría me dura del orden de un mes y pico, sólo recordando, sólo pensando en cómo fue y qué me dijo. Se va agriando poco a poco, sí, y cada vez es más asfixiante la sensación de que falta mucho, de que es demasiado poco, de que no me gusta mi vida y la odio y yo no quepo aquí, no hay un lugar, no hay sitio para mí en un mundo que sólo lo tiene cada mucho. Otra vez, por eso, aprendo tarde, y mal: los Appleby, como equipo, tenían muchas cosas que el United no tiene y muchas veces me encuentro echando de menos mi piso de allí, mis compañeros, el campo, los vestuarios, que, teñidos de nostalgia, casi ni se parecen a los de aquí, pero, en cambio, están mucho peor situados en la liga, invariablemente. En el United, aunque esté mal el decirlo, hay más triunfadores. El título es más seguro. La llegada a la final, por lo menos, sí. Y eso son más veces que viene Fred, más veces que nos vemos, más títulos. Es horroroso verle sólo cada vez que nos jugamos algo importante pero, si ha de ser así, debí haberme dado cuenta antes, mejor un equipo con más opciones.

Y luego vine aquí, pienso mientras me froto el pelo con la toalla para ayudarle a secarse, y ya había aprendido algo más, porque compré la casa para vivir aquí pero siempre con vistas a venderla, a que fuera provisional, a que no durara yo mucho más en el mundo profesional, pero no lo suficiente, porque aún me creía capaz de tirar adelante. Es como si yo me fuera gastando. La primera vez que nos separamos, en su habitación, en la Madriguera, cuando le dije que lo dejaba, y luego, en mi casa, mientras hacíamos el equipaje, tenía un aguante. No sé si mucho, pero uno, cierto, el que fuere. Me iba de Fred, me alejaba, lo perdía, pero encajaba las mandíbulas y soportaba lo que viniera, durante un cierto tiempo, hasta un cierto límite. Poco a poco, es como si ese límite se fuera desdibujando, como si fuera bajando el umbral cada vez un poco más, como si me cansara y ya no aguantara tanto. Al principio, aguantaba bien los pocos meses que no nos veíamos. Pensaba en él, le echaba de menos, pero no era el mar de patéticas lágrimas que soy ahora en cuanto lo perdía de vista. Aguantaba bien hasta la siguiente vez. Era optimista, me ilusionaba con volverle a ver, y aguantaba.

No. No, no, no. Me engaño. Era exactamente igual que ahora. Lo he pasado siempre exactamente igual de mal que ahora, por Merlín, ¡si hasta Ollie se ha mudado a mi cama de lo mal que me ve! Ha sido siempre un infierno, ha sido siempre pensar y pensar y pensar en él, y, en el fondo, lo único que ha cambiado es mi aguante de las penas. Antes tenía más fe, más esperanza, más paciencia, y aguantaba que tardáramos meses, lo comprendía, lo sobrellevaba. Pero me he ido cansando, me he ido desazonando, me he ido haciendo mayor y más cascarrabias, y digo basta antes. No me da la gana esperar seis meses. No pienso esperar a hacerme vieja para el Quidditch y entonces volver a él, como si fuera mi segunda elección, como si fuera lo que cojo cuando nada me queda, como si no hubiera importado hasta que el deporte sale de mi vida. No, no, ni en broma, eso es algo que no pienso hacer. Las decisiones hay que tomarlas en su momento, y tenerlo para cuando todo lo demás falle no es lo que él se merece. Ni lo que merezco yo. Me he cansado de esperar, de fingir, de tener que parecer animada ante el equipo cuando sólo tengo ganas de meterme en la cama y llorar, de tener que justificar todos y cada uno de mis movimientos ante Oliver sólo porque se preocupa tanto por mí que quiere saber que estoy bien en cada momento, que no estoy pensando en él, que no estoy triste, que no escatimo segundos para uno de mis paseos fugaces por el Callejón, justo delante de su tienda, siempre abarrotada, sólo un segundo, aparecer y desaparecer, que no me vea nadie, me llevo la capa de invisibilidad para que no me reconozcan y se lo cuenten a mi fiel guardián, para que no me vea ningún periodista, para no distraer a Fred a quien, igualmente, casi nunca veo, siempre demasiado atareado con los clientes. Le veo el flequillo, intuyo su bulto tras las estanterías, me conformo con la sonrisa pillina del cartel de la tienda. O, cuando hay suerte, le miro trabajar, cómo charla con George, Alicia o Katie, cómo ordena meticulosamente el escaparate antes de apagar las luces y subir a casa para la cena. Soy una tonta por ir. Soy una tonta por seguir cayendo, sólo de vez en cuando, sólo una vez por cada vez que le mando entradas, sólo cuando ya no aguanto. Y fui aún más tonta por confesárselo a Oliver, por soltarle todo lo que sentía, entre lágrimas, en un acceso que no sabía que no me pudiera permitir. Que él no tenía por qué hacer todo esto, que no tenía por qué convertirse en mi hermano mayor, que no tenía por qué preocuparse tanto por mí que hasta se mudó aquí. Ollie se está portando como no hubiera imaginado jamás que se portaría nadie conmigo, completamente desinteresado, sólo convivimos, Ang, no me vengas con rollos que Fred ni me verá aquí, yo me vengo aquí y me ahorro el alquiler y controlo tu vida disipada, ¿te parece? Y así tengo alguien con quien hablar, alguien que controla mis horas de sueño, que el chico es de lo más estricto al respecto, si él supiera lo del lago, Merlín, cómo se pondría, alguien que mide rigurosamente las proporciones de proteínas, vitaminas, grasas e hidratos de carbono en las comidas, alguien que me conoce y que sabe, en cuanto me ve ausente, aun encima de la escoba, qué está pasando por mi cabeza y qué necesito oír. Que es bastante torpe, que le falta práctica, que sé que no sabe muy bien cómo consolarme, se le nota, y, en algunos aspectos, es tan diferente de Fred que casi da risa, pero es alguien que está aquí y que se asegura de que yo siga adelante, porque me he vuelto tan débil que igual sin él no llegaría anímicamente a fin de mes. Tengo mucho que agradecerle, y muy pocas maneras de hacerlo, por lo menos que yo sepa. Que se ahorre el alquiler, no puedo evitar una sonrisa débil al pensarlo, con su sueldo, es una excusa que no me trago. Y, si necesita compañía, como yo, es casi lo único que puedo ofrecerle. Que no soy una buena compañera de piso, que no soy la alegría de la huerta, precisamente, y que, encima de mis humores, me paso la vida escondiéndole que no puedo dormir, que salgo a pasear, que me duermo abrazada a la almohada, porque, aunque compartamos cama precisamente para evitar que yo le dé vueltas a las cosas, para que tenga alguien al lado, para que me calme su respiración o yo qué sé qué, a mí todo eso no me sirve de nada: él no es Fred y no me lo voy a creer por muy cerrados que tenga los ojos y yo sólo me duermo con mi pelirrojo o, si no, con nadie. Que no es fidelidad, que no es manía estúpida, ni nada de eso. No, no. Es sólo que no sé hacerlo. Que es tan superior dormir con él que, si no está, no tiene sentido aparentarlo, que sé que no está ahí porque me duele algo casi físico en el pecho, y por muchos pies o brazos que haya en la cama no se me va a olvidar su ausencia. Así que espero a que Ollie se duerma, le beso la muñeca, más por culpabilidad que por afecto, aunque de todo hay, una pequeña disculpa tímida, y, levantando suavemente el brazo que me rodea, me separo de él, me giro y abrazo mi almohada, grandota, blanda, hinchada, y la abrazo tan fuerte que la cara se me hunde en ella, borra las lágrimas, se interpone en mi respiración y, con el olor del jabón de la funda, acabo por dormirme, no creyendo que es Fred, tampoco, pero sí consolándome con una postura que me acompaña desde niña. Y luego, una vez dormida, acabo por volverme a girar hacia Oliver, acabo por relajar mi abrazo a la almohada, acabo por notarlo en la cama y tender hacia su calidez. Sí, sí, como si fuera el otro. Como si estuviera de vuelta. Al menos inconsciente sí que me dejo engañar. Al menos inconsciente sí que mantengo la ficción, y cuando él se despierta no nota mi traición. Una de unas cuantas, todas igual de dolorosas por el inmenso aprecio que le tengo.

Otro bostezo, y abandono la tarea de secarme el pelo, que ya está sólo húmedo. Da igual. Se secará enseguida, gracias al hechizo de la toalla, y tampoco importa si me voy a dormir así, porque por la mañana estará como siempre y él ni sospechará. No, da igual, el sueño puede conmigo. Va a resultar que al final va a tener él razón y hacen falta las ocho horas de sueño para rendir bien, pienso, con una mueca de ironía que observo en mi reflexión. Lástima que la tristeza haga que me cueste tanto conciliarlo, que pase horas dando vueltas a las cosas antes de que me se me cierren los ojos. De verdad que no es por falta de voluntad, y mucho menos por falta de ritos, que en esta casa se cumplen todas las normas para la buena salud, a rajatabla, y sólo gracias a él.

Salgo del lavabo, apago la luz, desando el pasillo y vuelvo al comedor, presa de una súbita inspiración. La ropa seca. Tengo un pijama entre la ropa que he doblado después de la cena, y la he dejado en el cesto a la entrada del comedor. No tendré que hacer ruido buscándolo, no tendré que ponérmelo en el cuarto y, lo mejor, no me presentaré desnuda en la cama, cosa que daría más que alguna pista de mis correrías nocturnas. Además, es la oportunidad perfecta para dejar la ropa mojada a secar, encima de la silla, y, entre todo lo demás, no creo que se dé cuenta. Busco la camiseta y el pantalón por tacto, casi en completa oscuridad, desdoblo un par de calzoncillos de Ollie antes de dar con mis shorts y, una vez encontrados, me visto rápidamente, muerta de ganas de volver a la cama e intentando hacer el mínimo ejercicio posible, no sea que me desvele. En unos pocos segundos estoy de vuelta en el pasillo, entro en mi habitación y me tumbo junto a Oliver sin que éste ni se inmute, aún sumido en algún sueño tenso. Ruedo suavemente hacia él, le pongo un brazo en el hombro y le beso suavemente la mejilla, otra disculpa y, lo sé por experiencia, el detalle que necesita para calmarse. Resopla bruscamente en cuanto lo hago, pura casualidad, porque no se ha despertado, y su espalda se relaja en la cama a la vez que sus cejas se vuelven una curva convexa, en lugar de un ceño lleno de arrugas.

- Ssh – susurro, mientras le dibujo el mentón con una caricia tranquilizadora. – Ssh.

No sé si me escucha, ni da muestras de hacerlo, pero que se ha relajado desde que he vuelto es evidente. Da igual, tampoco le durará mucho, pero aprovecho la paz para girarme y esconderme bajo su brazo, mi espalda contra su pecho y nuestras manos, a un palmo de distancia la una de la otra, sobre la almohada, la mía apretando, la suya lacia. Cierro los ojos, que enseguida se quedan pegados, y apoyo la mejilla en la tela, fingiendo que es una camiseta de mi fortachón, fingiendo que el contexto es otro, que todo va mejor, que ya se está arreglando y que sé cuándo y que ese cuándo ya está aquí, que ya es entonces, que ya es más tarde. Y ni Oliver, susurrando confusamente, con voz ronca y lengua pastosa, un nombre imposible, entre sueños, un nombre que almaceno pero que me niego a procesar, por miedo a que vuelva el insomnio, consigue hacerme volver a la realidad ni dudar de mis ensoñaciones ni que me desvele siquiera. Eso sí, antes de rendirme del todo al sueño, antes de perder el conocimiento, vuelvo sólo un instante a la realidad y, por devolverle confesión por confesión, murmuro, sin voz, sin ni siquiera controlar mi aparato fonador, un poco por decírmelo a mí misma, porque suene en voz alta, como el consuelo que necesito para seguir un día más, la palabra que abre el nuevo mundo.

- Ollie... – le llamo, sin ninguna intención de atención, y un bostezo me interrumpe. - Ollie, abandono.

Ahí va el tercero, aún más largo que los anteriores. Siento el retardo, que ha sido sólo por culpa de las responsabilidades externas, qué le vamos a hacer. Mi página web, por cierto, está caída y pendiente de recuperación, y otra disculpa al respecto. Creo que llevo demasiados proyectos encima. No sé cuándo podré ponerme con ella ni cuánto tardaré, cuando me ponga, en conseguir que funcione, sobre todo porque este fic es prioritario. ¡Hm!

Por cierto, a este capítulo le falta una revisión... bueno, no os engañaré, nunca los reviso. Soy consciente de que hay algunos errores, pero no hay tiempo para todo, así que me lo tendréis que perdonar. Espero, igualmente, que os haya gustado.