Cuando pesa tanto el mundo

Capítulo 5: Ritmo

Metálico, percusión, tres cuartos, un movimiento de varita y mi vida, como de costumbre, se ilumina, como hace tanto, como siempre, como si no hubiera pasado un solo día. Un movimiento inconsciente de hombros, de cuello, un balanceo casi imperceptible, es como si todo se volviera de repente mucho más brillante. Para cuando suena la primera nota principal, para cuando se intuye la música que llevará al estribillo, se me ha plantado, casi a la fuerza, una sonrisa enorme en la cara, se me he acelerado el corazón, se me ha hinchado el pecho de pura euforia. Está aquí, está conmigo, todo es como siempre, me mira, sonríe, avanza un paso casi tímido, como si él pudiera serlo jamás, me vuelve a mirar y enrojece, con los ojos entrecerrados de amplia que es la sonrisa. Delicia, mi vida, toda una delicia. Estás aquí, te vas a quedar, estás conmigo y te voy a querer tanto que te atrape fuerte, fuerte, en mi vida.
Pero no aún. Que no son los planes, te lo veo en cada pequeño gesto, que tienes para mí. Alzas un hombro, luego el otro, a la vez que bajas el primero, rápidamente, al ritmo de la música que esta vez he puesto yo. Casi por reflejo, te copio, con milésimas de segundo de diferencia, derecha arriba, derecha abajo, en paralelo, uno junto al otro, sin perder detalle de lo que hace la pareja. Te quiero, ¿lo sabes? Eres la piecita de puzzle que se encaja justo conmigo. Te quiero y te adoro y, sí, mi calabaza, claro que quiero bailar contigo.
Me pregunto si jamás dejará de ser eléctrico el contacto. Alarga la mano hacia mí, se la tomo enseguida, le acaricio la palma con los dedos, apresuradamente, al ritmo de la música, y luego la cierro alrededor de la suya, con el recuerdo de haberlo hecho tantas veces antes que siento casi como si las dos, entrelazadas, fueran parte del mismo cuerpo, un poco mío y un poco suyo. Él reafirma la conexión con una sólida presión, me estira suavemente hacia él y a la vez se aparta de mi camino, con los pasos justos. Nuestros pechos se encuentran, me pone una anticuada mano en la cintura que no me engaña ni por un momento, que llevamos ya muchos años conociéndonos, y noto cómo su posición me sugiere la izquierda como salida. Así sea, me relajo en sus brazos, me dejo llevar y los dos fluimos en un primer balanceo, un pie para estabilizar, el suyo siempre controladamente cerca del mío, minimizando el riesgo de pisotones, que, eso sí, nunca es nulo, se aparta un momento de mí para marcar el giro, me estira otra vez hacia él y yo inspiro suavemente cuando me acerco y la inercia trae hacia mí su pelo. Él lo nota, sonríe, casi halagado, me roba un beso fugaz y, antes de que pueda devolvérselo, se aparta de nuevo, derecha, derecha, izquierda, atrás y alante, amaga un paso y me lleva en un suave chachachá que no podría sugerir menos la música pero que consigue casar impecablemente. Se acerca, me tienta, se aleja. Me lleva en paralelo a él, uno frente al otro, mirándonos fijamente, tres pasos y separación, chachachá, hacia atrás por el exterior, la mano cogida, y sólo de mirarlo, de verlo tan guapo, pierdo el paso y doy un pequeño traspiés, por el centro en lugar de por fuera, que él salva con una risa suave y un giro elegante pero que da al traste con la tónica general del baile. En cambio, se acerca mucho a mí, se queda de pie delante mío, mirándome intensamente, me abraza con ambos brazos y roza la nariz con la mía, como esperando hasta que empiece el nuevo compás. Pero no me engaña. A Fred Weasley nunca le ha hecho falta esperar para nada, y mucho menos para encontrar dónde recomenzar la danza. Está, sencillamente, disfrutando del momento. Y por Merlín que no es el único.
El compás llega, por fin, e, inconscientemente, soy yo quien empieza a moverse de nuevo, alzo los brazos hasta su cuello, dibujo su yugular con los dedos, cruzo las muñecas tras su nuca y mi expresión cambia, sólo un poco más pícara, sólo un poco más descarada, provocadora. Te conozco, golosina. Sé exactamente que no te has rendido. Que estás a punto de cogerme y...
Se me adelanta, por supuesto. La parte que más nos costó descubrir, que más tardamos en hallar, la parte más cercana y rápida, con más necesitada sincronización. Suena por primera vez el estribillo, sin ninguna sorpresa, previsible y exactamente donde debería de estar, sin lugar a error, por si no conociéramos ya los dos la canción. Que no es el caso. Una de nuestras clásicas, ¿verdad, cariño? Me mantiene constantemente cerca, cogiéndome fuerte, y empezamos una sucesión de pasos que nos sabemos de memoria, a fuerza de repetición. Él, él, yo, yo, das, cedes, y todo muy exacto, muy a tiempo, porque no quieres perder el contacto. Y muy rápido. Cuento mentalmente casi sin darme cuenta, intuyo cuándo se acaba una rutina, cuándo empieza la siguiente, cuándo Fred empieza a improvisar y hacia dónde, cómo de grandes han de ser los pasos para que quepan los exactos, más de los que sería esperable, más de los que da tiempo de procesar. Todo es juego de memoria. Y de compenetración. Y de eso, vida mía, tenemos un montón, ¿a que sí? Muchos, muchos años. Mucho tiempo practicando juntos. Mucho tiempo improvisando a la mínima.
Y ni un pisotón. En el chachachá, que es tan fácil como puede ser, que sólo necesita una gracia moderada, que a nosotros nos sobra, para que sea vistoso, voy y pierdo el paso sólo por darme cuenta de la maravilla que tengo delante, con un mechón travieso cruzándole la frente, pero ahora, que se exige toda mi concentración, que a la mínima que falle el pisotón será importante, sólo lo miro y me concentro más y más, como si me inspirara, como si llevara escritos los pasos en los ojos. Y sonreímos, como si no costara, como si no fuera nada, como si saliera solo. Porque no nos cuesta, porque lo nuestro nos ha costado antes, en el colegio, cuando acabábamos en la cama, riéndonos de nuestros propios pobres pies, que no hicieron lo inteligente al elegirnos, cuando descubríamos que el ritmo nos une y que podemos ser una pareja perfecta incluso en eso. Tut, tut, tut, ahora hacia atrás, y sigo contando mientras Fred me mira fijamente a los ojos, también contando por dentro. Está a punto. Lo conozco. Está justo a punto. Será sorprendente y arrollador, como siempre, pero está justo a punto de cambiar. Y sé exactamente qué será. Ocupamos demasiado poco espacio, ahora mismo, por agradable que sea la proximidad.
Estoy lista para él antes de que me palmee suavemente la espalda para avisarme del cambio, suelto su cuello fluidamente y le tomo la mano con confianza, incluso sin mirar dónde estaba su brazo y dónde el mío. Nos encontramos, otra vez ese apretón tan común que se siente sencillamente correcto, y me separo con tres pasos rápidos y una sonrisa satisfecha, que Fred me devuelve. ¿Ves, pelirrojo? Sigo siendo la mejor contigo. Ni aunque pase el tiempo.
Desarrollo paralelo. No pasa nada, me lo sé. Uno junto al otro, con los brazos extendidos separándonos, las manos cogidas fuertemente, como si en un contacto tan pequeño tuviéramos que suplir con fuerza lo que nos falta en calidez y superficie, empezamos con un mini claqué que copió, sin ningún tipo de vergüenza, de una película muggle de papá Weasley, y que acabó por contagiarme. Otro clásico. Uno que me costó, la verdad sea dicha, más de una semana, aunque son sólo tres series de pasos, punta, punta, talón, punta, y así hasta veinticuatro, ahora esto, ahora lo otro. Luego, justo después, sin nada qué ver, pasitos de lado, volviendo un poco al chachachá. Nos soltamos de mutuo acuerdo, nos miramos de reojo, nos vamos a los sesenta, más pasos clásicos. Y, cuando nos reencontramos, las estrellas de mi calabaza. ¡A girar!
Me hace rodar sobre nuestros brazos, cogidos por las manos. Acabo junto a él, me mece suavemente, se niega a soltarme y me empuja a más pasitos de lado, lentos, suaves. Merlín, Fred, le digo con una mirada enamorada de lo menos reservada. No serás el único, no, pero tenemos ganas de disfrutar del momento, ¿eh? Pero, oh, sí, elige el momento perfectamente, porque es justo cuando la música baja, cuando el ritmo decrece y se queda sólo la percusión, y me deja jugar con él, ir más despacio, moverme más elásticamente hasta que ríe, con voz ronca, en un murmullo nada molesto. Te quiero, Fred. De verdad que sí. Quiero cada pequeño gesto que haces y cada pasito que compartimos, y todo lo que significa, y todo lo que fueron, todas esas veces que nos quedábamos solos sólo para bailar, sólo como excusa, sólo porque George fingía ser un desastre y no saber moverse y Alicia y Katie se resignaban a darnos por perdidos, porque nunca compartirían nuestras ganas de destacar. Que no, que no, que ningunas, que la única persona ante la que yo quise y querré destacar siempre eres tú, tú, mi espejo, el centro de mi mundo, que te quiero mucho, mucho, y que he aprendido un montón de cosas estos días, como que eres lo único que necesito.
Y, como no me gusta verle sólo de reojo, fuerzo la separación con un estirón suave, me separo, alzo la mano que tenemos unida y le busco la otra, hasta que se la coloco en mi cintura. Quiero verle. Quiero verle toda la cara. Y girar juntos. Frenético. Pero ordenado. Controlado, siempre, que una cosa no quita la otra. Rápido, si él quiere, pero viéndole. Viendo esos ojazos, y esa sonrisa, y el pelo, el pelo, el pelo...
Jamás pensé que un cambio tan pequeño me haría tanto efecto. Dejo pasar el último estribillo con un par de pasos ampulosos, de los que vinieron primero entre nosotros, de los que menos coordinación necesitan, girando sobre un eje que está en algún punto entre nuestros brazos, y, en cuanto pasamos a música sola, percusión, notas, me aseguro de que sus manos estén en mi trasero antes de soltarlas y dedicarme por completo a zonas superiores. Vuelvo a dibujarle el cuello, sólo porque sé que le encanta, y ahí asimetrizo el movimiento, una mano hacia el cogote, acariciándole suavemente la nuca, y la otra hacia el flequillo, a peinarle hacia atrás, a acariciarle, a descubrir cómo es, cómo se siente, cómo le queda. Qué guapo, Merlín, qué guapo. Tan poca cosa, y cómo me siento. Tan diferente de siempre, tan irreconocible, tan increíblemente él. Un palmo y medio, quizás menos, seguro que menos, un par de meses sin verlo, algo de magia por en medio, sin duda alguna, y es como si su presencia aún fuera más real, sólo por cambiar. Con lo guapo que estaba con el pelo corto. Con lo guapo que lo he encontrado siempre, con lo irresistible que ha sido durante años. Y aún no habíamos descubierto esto. Aún no había visto nunca cómo le quedaba el pelo largo. Aún no sabía cómo sería cuando cambiara.
¡Merlín, Merlín! Me estremezco, curiosamente a la vez que él, él por mis caricias y yo porque está demasiado bien, y suspiro, cayendo contra él, el pecho contra su clavícula, la cabeza junto a la suya, apoyada en su mentón, el baile olvidado mientras acaban sus estertores. Qué guapo, qué guapo. Qué real, por fin aquí. Qué agonía y qué alivio, ahora, qué descanso, qué bien que ya esté conmigo. Para siempre, para siempre, por mucho que se queje, por mucho que diga que no, por mucho que insista. No me va a convencer, no podrá, no sabrá, no podrá luchar contra lo muchísimo que lo necesito. No, no, no. Es para siempre, para siempre, para toda la vida. Está clarísimo. No podemos comprendernos tan bien en la pista de baile, mi estrellita, y no ser pareja en lo demás. No sería coherente, ¡¿no lo ves?! Tenemos que estar juntos. Es la única manera de ser felices, pelirrojo, y es algo que ya sé por experiencia propia. Y tú también. ¿O no?
Casi en cuanto caigo, me coge a peso. Tiene una facilidad prodigiosa para conseguir la postura óptima a la primera, pasa las manos un poco más abajo, sujetándome por el culo, con los brazos en las caderas, y no tengo que hacer un solo movimiento para que mi centro de gravedad pase a ser compartido por los dos. Ni saltitos, ni abrirme de piernas, nada. Todo, sencillamente, fluye. Sí. Eso es lo que mejor se le da a Fred. Que las cosas fluyan. Que todo vaya como tiene que ir, sin estirones, sin pausas eternas e inútiles, sin más que un curso suave e inmutable, perfecto, sin pegas. Me sujeta, me estabiliza, deja que me fallen las piernas, que no hagan nada, que no las necesite, aunque sigan en contacto con el suelo. Todo va bien porque él está cerca, porque está ahí para cogerme, porque sabe exactamente lo que necesito en cada momento, y sólo es que esté ahí. Porque me da un sentido para vivir. Y parece trillado y lo es y él mismo me pondría los ojos en blanco si escuchara mis pensamientos, aunque, en el fondo, le halagara un poco notar en los términos que le tengo, pero es cierto. Todo tiene más sentido si va orientado a él. Porque le importa. Porque puedo hacerle feliz. Porque me nada importa más que conseguirlo.
Empieza una canción nueva, del estilo, con aún más marcha. Pero estoy suave. No quiero perder el contacto. Estamos en forma, lo hemos demostrado, seguimos igual de combinados, aun después de tanto tiempo, pero no quiero más. Ahora mismo, no. Ni me atrevo a dudar que habrá más, que volveremos, que enseguida estaremos otra vez bailando. Eso es evidente. Conociéndonos, con lo exhibicionistas que somos para algunas cosas, seguro que no llegaremos a la cena sin otra canción. Seguro que ni saldremos de esta habitación sin baile, de una u otra forma. Ni lo espero. De hecho, espero lo contrario. No quiero tener que esperar hasta la hora de dormir. Hasta después de la cena. Hasta después de eso, y mi estómago da un bote traicionero sólo de pensar en ello, sólo de recordar lo que tengo por darle, sólo de acordarme de los preparativos y las dudas y el examen que supondrá. La bomba. El punto de inflexión, el cuándo, cuándo, por fin resuelto. Merlín, Merlín. La cena. Me relajo más contra él, casi sin fuerzas, sólo llena de nervios y expectación. No podré aguantar hasta entonces. Sé que tiene que ser después, y no ahora, no cuando aún no recuerde, no cuando aún esté lo suficientemente distanciado de todo. No cuando los otros no estén delante, aunque sea sólo por presentarle un hecho consumado, para evitar sus protestas, para ahorrarme las quejas que tendré que desestimar tan bien como pueda por mucho que cueste. Después de la cena. Merlín. Me vuelvo a estremecer, y pongo la cara en su hombro, le planto un beso suave en el trapecio, pero ahora es sólo de antelación. De ganas. De previsión de lo bien que va a ir. De lo importante que es. Del cambio que supone. Todo va a cambiar, sólo con un poquito, sólo con unas palabrejas de nada que no costaron de decir, pero que van a darle la vuelta al mundo, a hacerle hacer el pino y a colocarlo como tendría que haber sido desde el principio. Merlín. Claro que sí, qué tonta, desde el principio, principio. Alargo una mano, le acaricio un omóplato, viajo hasta la columna, le doy otro beso, suave, tranquilo, respirándole cálidamente sobre la piel. No puedo dejar de pensar cómo le quiero. Cómo es estar con él. Cómo se siente de bien esta casa, este aire, mi propio cuerpo, sólo por estar él cerca. Me acurruco, hundiendo la nariz en roces lentos y sucesivos hasta que sus puntas rozan mi mejilla, de un naranja intenso, piquitos de luz haciéndome cosquillas en la piel, y suspiro, contenta, llena de unos planes de futuro que aún tengo que compartir pero que iluminan el día con sólo entreverlos a lo lejos. Una casa, una familia, Fred y yo, Fred y yo, después de tanto tiempo, los dos, como algo, como uno, como parte de lo mismo y sin puntos suspensivos que nos pongan en pausa durante tanto. Ni en broma. Se acabó el esperar. Se acabó todo lo que no seamos tú y yo, calabacita.
Se separa un poco de mí, hace más fuerte la presión en mis nalgas, me estira hacia arriba y me mira con una expresión encantada. Me niego a abandonar su hombro, así que le miro desde abajo, aún acurrucada, el pecho separado del suyo para permitirle que me coja en brazos, pero reacia a separar nada más. Le veo sólo con un ojo, distorsionado, borroso. No llego a enfocarlo del todo. Ni él a mí, por lo que se pone un poco bizco. Demasiado cerca. Demasiado juntos. Es precioso, desde esta perspectiva. Es precioso ver a alguien que te importa tanto desde tan cerca, tanta intimidad, tanta relación. Tanto tiempo, añado, y mi estómago hace un mortal hacia atrás. Tiempo, tiempo, algo tan tonto pero que resulta que, en el momento de la verdad, lo es todo. Tiempo juntos. No tener que separarnos. ¿Se imagina alguien lo que es eso? ¿Cómo puede tenerlo todo el mundo y no darle importancia? ¡¡No me voy a alejar más de Fred!! ¡¿Es que sólo yo lo veo?! ¡Kat y Ollie y Liz y George deberían de estar haciendo una fiesta, con serpentinas y pompones, celebrándolo, en lugar de durmiendo la siesta como sexagenarios! ¡Que ahora va en serio! ¡¡Que es para siempre!!
Da un paso hacia delante, y luego otro. Cruzo las piernas tras las suyas, sin hacer mucha fuerza para no molestarle cuando ande pero sin llegar a subirlas hasta el culo, sólo porque eso implicaría separarme más. Camina hacia la cama, mirando por encima de mi hombro para no tropezar con nada, a trompicones más de incomodidad que porque note especialmente mi peso. Que igual ya está desentrenado. Que igual han bajado de forma, tanto tiempo sin Quidditch, por mucho que diga Liz que siguen jugando entre los Weasleys. Igual sí que soy un poquito demasiado pesada para él. Que ya no somos dos niños. Nunca ha demostrado que le pese, pero, bueno, el tiempo pasa y algunas cosas cambian y temo por un momento ser demasiado, pesar mucho, que se haga daño. Que no esté acostumbrado y se canse, o flaquee, o lo que sea. ¿Qué hago, le pido que me suelte? Casi me siento culpable porque me lleve en brazos, como si no pudiera yo andar, culpable por estar cansando a mi calabaza, con el día tan largo que tiene por delante. Me muevo un poco, intentando hacérselo más fácil, aunque la física es innegable y, me ponga como me ponga, con mi peso tendrá que cargar igual, y frunzo el ceño con preocupación, calculando mentalmente, de espaldas, la distancia que aún nos separa de la cama. Cargar conmigo es algo que ha hecho desde siempre, manías suyas a las que me he ido acostumbrando, ganas de mimarme hasta el detalle extremo, aunque no hiciera falta, ganas de tenerme cerca y llevarme en brazos para poder achucharme y hablarme en susurros y, a la vez, estar haciendo cosas por mí, evitándome caminar un trocito, demostrarme así, una manera como cualquier otra, su afecto. Las típicas cosas ridículas de novio que ves en otros y encuentras excesivamente infantiles, pero que Fred convierte en lo más normal del mundo, sin darle importancia alguna al gesto en sí, y toda a su significado, a las ganas de estar juntos, al desvivirse por mí. Nunca ridículo. Nunca, nunca. Ni aun en público lo sería. Ni tampoco sería dulce, o considerado, o nada de eso. No. Estaría por encima de todo, por encima del juicio, por encima de lo que vieran los demás, por encima del mundo, como centro de nuestras vidas, como símbolo de lo que es, como gesto entre Fred y yo y, por tanto, rodeado por nuestra relación, por todo lo que significamos para el otro, demasiado parte de los dos como para poder pararnos, separarnos juzgarlo. Demasiado adentro. Suspiro, hondo, y le abrazo más fuerte, enderezándome y mirándolo intensamente. Él inclina la cabeza, se para, me devuelve la mirada, con un gesto interrogante que es tan perfecto que tengo que tocarlo. Le acaricio el cogote, desandando lo recorrido antes, salto desde su clavícula, con un roce casi imperceptible, y pongo las puntas de los dedos, por fin, en su ceja. Por reflejo, cierra el ojo al que acerco la mano, pero el arco, exagerado por la sorpresa, no varía más que para hacerse más evidente, y su boca se congela en una sonrisa expectante que conozco demasiado bien. Es momento de que me maraville de él. De que me cautiven detalles minúsculos. De que lo redescubra, como hago tan frecuentemente, me sorprendan sus facciones, me deleite en la pausa. Con la inocencia de un niño que lo descubre todo por primera vez. Lentamente, recorro el tizón cobrizo de pelo, llego al entrecejo, bajo por la nariz. Soy una niña en tus brazos, Fred. No inferior, no inexperta, no inmadura, no desprotegida. No necesito, estrictamente, tu tutela. No quiero ser menos que tú. No es en ese sentido.
Pero sí quiero tener las ganas de una niña que te descubre. La ilusión. La curiosidad y la sed. Sorprenderme con lo que eres, con las minucias. No creer en la experiencia, no pasar de todo, no dejar que me canse la repetición, encontrarte siempre diferente, siempre nuevo, siempre increíble, porque lo eres, porque por Merlín que lo eres, eres real, sólido, tangible, tan cercano que das miedo, tan cercano que me haces mariposas en el estómago, un miedo dulce, un miedo excitante, un miedo que hace que quieras abrazar fuerte, hender las manos en la carne, cerciorarte de que todo eso es de verdad. Un miedo que no es miedo, que es alegría, que es incomprensión, que es conciencia de la suerte que tengo de tenerte cerca, un miedo que, igual, sólo son ganas de vivir. Ver que tienen sentido. Que siempre va a ser así.
Y yo qué sé.
Pero no estoy ciega. No me he insensibilizado. Sigues importándome tanto como siempre. Tanto como lo harás, el resto de mi vida. Sigo queriendo verte, descubrirte, conocerte, y me da igual si lo hemos hecho un millón de veces antes. Me da igual. No me fío de mi memoria. No estás en ella. Sólo cuenta lo que te llega, mi vida, sólo cuenta lo que te hago, lo que te transmito, y no lo que siento. Me maravillas. Haces que mi mundo deje de girar, lo congelas, te alzas en el centro, urgente, completo, apasionante. Me arrebolas. Haces que sienta frío y calor a la vez, que me sienta débil y, a un tiempo, inmensamente fuerte, inmensamente afortunada, porque estás cerca, porque me sostienes. ¿Puedo acostumbrarme a ti? Puedo moldearme a tu alrededor, puedo hacer que mi vida sea justo de la forma que necesites, que te contenga, que te envuelva. Nunca acostumbrarme. Nunca darte por sentado. No, mi amor, nunca. Existes. Eso, solo, es suficiente para tenerme prendida durante horas. Pero es que, encima, necesito que veas cómo me importas. Que sepas cómo te quiero. Que notes toda mi atención, en ti. Nunca suficiente. Nunca tendré suficiente. Y ponerte en situación, aunque no sea la causa, aunque sea secundario, aunque no lo haga por eso. Quererte. Adorarte. Nítidamente. Tan fuerte, en transmisión, como lo siento. Que te llegue. Te adoro, vida mía. Nunca sabrás cuánto. Nunca llegaré a expresarlo lo suficiente. ¿No lo ves? Somos el uno para el otro. Estamos unidos, a pesar de habernos visto tan poco, estos meses, y meses, y luego años, más unidos de lo que tú crees, más unidos de lo que podríamos esperar, más unidos que lo que esperan todos. Y tu mejilla, tan suave, me alucina. Tus ojos, mirándome, fijos, sin perder detalle, me hipnotizan. Te conozco, mi calabacita, sé tus pasos, intuyo muy bien hacia dónde giras, qué pretendes, cuándo quieres cambiar el ritmo de la coreografía. Lo sé. Sí. Pero... ¿tengo que tener suficiente? ¡Oh, vamos, vida mía! ¡No podría dejar de querer memorizarte, aunque me imprimieran tu foto en el cerebro! ¡Te quiero!
Bajo la mano hasta que mi muñeca se apoya en su hombro y recorro la mandíbula con las puntas de las uñas, haciendo líneas tenues que, sé por experiencia, consiguen estremecerlo antes que una caricia. Ni siquiera me importa el pelo. De verdad que no. Ni siquiera me importa el físico. ¿Qué más da que se lo haya dejado largo? Todo son símbolos, símbolos, símbolos. Tantos años de adoctrinamiento, a manos del mejor doctor en la materia, ningún otro que el pelirrojo que me sostiene, me han acabado por convencer completamente. Todo son símbolos. Todo lo que hacemos. Y no lo observo para ver si le han salido más pecas. Para criticar el paso del tiempo. Para notar diferencias cuantitativas. Ni cualitativas. Ni siquiera los detalles.
Me lo como con los ojos porque lo anhelo. Me lo comería. Haría cualquier cosa para tenerlo más cerca, más agarrado, más mío. Y es un comportamiento primitivo del que Fred se ha reído miles de veces, en los demás, en los que no estaba implicado, pero no lo puedo evitar. Ni siquiera me avergüenza confesármelo. No quiero atarlo. No quiero obligarlo. Pero soy feliz cuando está aquí, y no quiero que se vaya jamás, jamás, jamás...
De la nada, rápido, violento, no aguanta más. Lo veo en sus labios, que se tensan, y noto cómo la piel se contrae bajo mis dedos cuando encaja los dientes, con un estremecimiento. Lo preveo, pero no me molesto en esperarlo; siempre es mejor de imprevisto. Además, lo preveo demasiado tarde, cuando ya ha sido, cuando ya ha empezado, justo antes de que me deje de importar. Avanza, me atrae hacia él con un movimiento de las manos en mis nalgas y me besa, apasionado, fuerte, con urgencia. Mi mano cae sobre su hombro, por el movimiento hacia adelante de su cara, se me doblan las rodillas y sólo sé besarlo también. Sin darme cuenta, la otra mano se enreda en su pelo, la cierro en su nuca, lo guío y lo acerco más, con los ojos cerrados, concentrada sólo en él. Otro símbolo. Besarle es una de las cosas que más he echado de menos, esos besos por sorpresa, esos que no te esperas, los de cuando ya no aguantas más. Los de despertarse, cuando tú lo creías aún dormido. Besarle hace que me ruede la cabeza. ¿Y es por el beso? Nunca he besado a otro. A pesar de que lo he añorado enfermizamente, mientras ha durado todo esto. Pero nunca a otro. No puede ser físico. No puede ser sólo por cómo se siente. Porque no es para tanto. Nada es para tanto. Ni lo mejor. Físicamente, sólo, la cosa es más bien pobre. No me importa. No me interesa.
Y, aun así, he echado de menos cada instante de esto. Con Fred. Única y exclusivamente con él. Con mi pelirrojo, con el diablillo, con alguien que no es perfecto pero que es todo lo que quiero, con alguien que palidece al sugerir su comparación con ciertos dioses del Quidditch, para empezar, pero que, aun así, me tiene loca por él. ¿Cómo podría ser por el beso? ¡¿Cómo podría no ser un símbolo?! Símbolo de la atención, de las ganas, del interés, que lo hay, que lo hay, y mucho, que es tanto que me atonta. Como mirarlo, antes, como si fuera una obra de arte. Como apoyar todo mi peso en él, sin que haga falta, sin que esté justificado, y que él lo aguante, lo busque, corra a ponerse cerca para que pueda recostarme. Como disfrutar del momento, a la mínima. Y, mi vida, como bailar. Todo son símbolos, y más símbolos. Símbolos de que nos importa tanto el otro.
Me tienta, rozándome el labio inferior con empujones suaves y seguidos, y me doy cuenta de que necesito algo debajo. Embullada, intento recuperar el centro de equilibrio, hacer fuerza contra el suelo, ponerme en pie, sin tener que separarme de él. Sus brazos, en mis caderas, me sostienen más fuerte en cuanto nota que me revuelvo, y se resisten a dejarme mover ni un músculo, con tanta fuerza que acabo por perder toda posibilidad de contacto con el piso. Me estira hacia arriba, haciendo que doble las rodillas, me alza y luego me deja caer contra él, con tanta seguridad, que me avergüenza haberme ni siquiera cuestionado si tendría la fuerza suficiente para cogerme en brazos y aguantar hasta la cama, antes. Y todo sin dejar de besarme más que un instante, más que un segundo mientras me acomodaba, segundo en que me ha mirado con tanta pasión que ni he dudado de que volveríamos a encontrarnos enseguida.
En dos pasos estamos frente a la cama. Abandono sus labios y empiezo a explorar su cara, llenándolo de besitos rápidos y chiquitines, uno por cada peca, que le dije una vez, uno por cada broma. Y no, Fred, no me canso nunca. Una de las manos de Fred sube por mi trasero hasta mis riñones, la palma abierta, aguantándome y, a la vez, volviendo cálida toda mi espalda, aun a través de la ropa, aun siendo sólo una mano. Cuando la otra mano la acompaña, dejando también su apoyo, bajo, ahora sin resistencia, los pies al suelo. De pie, junto a él, me abraza por la cintura, pone un pie entre los míos, casándolos, separándolos suavemente, e inclina un hombro, lentamente, sin movimientos bruscos, pero lo suficientemente marcado como para que note el movimiento aun sin verlo. Me acerco más a él, buscando notar su estómago contra el mío, y me arrastra consigo cuando mueve las caderas hacia atrás. Abro los ojos, lo miro, lo beso en los labios. Sonríe suavemente y me alza seductoramente las cejas.
- Estás hecha un bombón - murmura, con un tono grave, sugerente, que hace que se me encoja el estómago de ansia.
- Mira quién habla - susurro, guiñándole un ojo, intentando aparentar descaro.

- Lo sé - admite. - Todo un bomboncito.
Río suavemente, asiento y le vuelvo a acompañar cuando mueve la cadera otra vez, siguiendo el compás de una música a que dudo que esté prestando la más mínima atención. Realmente, es un bombón, en el sentido que usa él la palabra. Sentido que, por ciento, me encanta. Me encanta cómo le suena. Cómo la dice, la cara que pone, la sonrisa traviesa, como si estuviera saboreando un dulce inefable. Bombón, susurra, con un tono afectuoso, siempre, y te imaginas perfectamente a lo que se refiere, la redondez, la totalidad, la cosita diminuta, dulce, querida, deseable. Y no es un bombón en sí, no es chocolate, no es el sentido estricto. Aunque lo empezara por, en parte, el color de mi piel. Aunque se use generalmente para elogiar el físico. No. Me encanta cómo lo usa él. Porque no se refiere al aspecto, en absoluto. Es más bien como una golosina. Una golosina para el alma del otro. Un placer que puede parecer diminuto. Algo tan querido...
Vuelve a mover la cadera y esta vez, por fin, agranda el movimiento. No nos pondremos otra vez a bailar. No parece quererlo. Me mira fijamente, sonriente, con el ceño fruncido y, cuando volvemos a la posición original, sencillamente, me empuja hacia atrás. Es muy suave, sólo una indicación, pero me dejo en sus manos. Me inclina, me sujeta con una mano y me guía hasta que primero me siento y luego me tumbo en la cama. En cuanto mis piernas llegan al nivel del colchón, me toma por las rodillas, me frena y, sin decir palabra, me quita los zapatos, que deja cuidadosamente a su lado. Juguetón, me hace cosquillas en las rodillas durante un instante antes de soltármelas y de dedicarse a su propio calzado. Lo observo mientras se arrodilla para desabrocharse los zapatos. Está tan cerca de la cama que sus manos me quedan ocultas por el propio colchón, así que me limito a observarle la cara, de eficiencia fruto de la costumbre, ligeramente concentrado, tan sólo, en el cierre. Durante un instante, me da por fijarme en las pecas que tiene y que pocas veces le veo. Es verano y, por poco que haya tomado el sol, es innegable que algo sí que le ha dado, por la profusión de manchitas diminutas. Le cubren las mejillas, marcando los pómulos y dibujándole, a través de la nariz, un rubor moderado que sólo desmienten las pocas veces que se pone colorado de verdad. Veces en que, como la mayoría de Weasleys, enrojece tan furiosamente que hasta el cuello y las orejas se le encienden. No, nadie que hubiera visto cómo es Fred cuando enrojece de verdad podría confundirlo con el color tostado de las pecas pero, aun así, es innegable que cambian su expresión, acentuando sombras que, de otra manera, no se percibirían. Intento imaginarlo sin pecas, con la cara perfectamente limpia, mientras cambia el peso del cuerpo para dedicarse al segundo zapato, y me cuesta. Entorno los ojos, intentando borrar mentalmente las manchitas, y él nota mi movimiento, alza los ojos, me dirige una mirada feliz y sorprendida y me sonríe.
- ¿Todo bien?
- Perfectamente - le aseguro, sonriendo satisfecha. - Te miro.
Oigo cómo inspira, lentamente, antes de verlo ponerse en pie. Se incorpora, se inclina sobre mí y me besa fugazmente.
- Te quiero - susurra, casi imperceptiblemente. - Ni te imaginas cómo.
Sacudo la cabeza y alzo los brazos para rodearle el cuello.
- Estás tonto - declaro, haciéndome la indignada. - ¿Cómo no me lo voy a imaginar?
Me besa otra vez, y me abraza también.
- No te lo imaginas - insiste, con tanta vehemencia que se me pasan las ganas hasta de protestar. - Creo que ni yo me lo imaginaré jamás del todo.
Se arrodilla en la cama, y afianza su peso para esconderse en mi cuello sin caer sobre mí. Inspiro suavemente, oliendo su champú, o su colonia, o no sé muy bien el qué, pero que huele deliciosamente, y le acaricio la espalda, a través del cuello de la ropa, dibujándole signos sin sentido con la punta de los dedos. Huele demasiado bien. Echo en falta su peso, encima mío, que se tumbe sobre mí, que pierda cuidado, que sea yo quien lo soporte, y no sus piernas en una postura complejísima y, seguro, encima incómoda, pero, aparte de eso, me encanta cómo estamos. Tenerle tumbado a mi lado, junto a mí, encima, debajo, donde sea, es, junto con los besos y con un montón de detalles más, de lo que más he echado en falta. Casi no recuerdo cómo era antes de que nos tumbáramos, juntos, por primera vez. ¿Cómo debía de ser, antes de descubrirlo? ¿Cómo nos sentíamos, qué postura pensábamos que era la mejor del mundo? Probablemente estar sentados, en el sofá de la sala común, con su brazo alrededor de mis hombros y la cabeza en su pecho. Una versión suave de estar juntos en la cama. No estaba mal. Que nada con Fred lo ha estado nunca, pero tengo que reconocer que estar medio tumbado encima de alguien, y que te abrace, te hace sentir cómoda y protegida y casi, casi, en el cielo. Y no me voy a justificar en que éramos jóvenes, porque no. Que puede entonces fuera más crítico, porque lo descubríamos, porque empezábamos, porque no habíamos sentido nunca algo así y el que el mundo se abriera a nuestros pies hacía que todo se sintiera algo amplificado. Vale. Pero no era sólo eso. No era sólo que lo descubriéramos. Ni que ganas acumuladas durante mucho tiempo. Que seguro que ahora mismo, aunque no lo sintiera tanto, aunque no fuera exactamente igual que cuando éramos niños, sólo estar abrazada, sentada junto a Fred, me haría sentir enamorada y feliz y en la gloria.
Lo que pasa es que ahora conozco más. Sé que hay más, he visto más de él, he probado otras maneras de estar juntitos, sólo abrazándonos, y, sinceramente, estar sentada a su lado, aunque me rodee, se queda corta en comparación con esto. Estar tumbados, juntos, solos, en el silencio de la habitación, en un silencio que podemos adornar con música pero que sigue siendo quedo, nuestro, casi irrompible, es mágico. Estamos él y yo, y no hay nada más, no me refiero al sexo, no me refiero a que nos podamos rozar aquí o allá. No. Sólo estar tumbados. Abrazándonos. Con el brazo del otro como almohada, o alrededor de la cintura, o la palma de la mano cubriendo la cara. Paralelos, las piernas entrelazadas, los dedos del pie jugando con el dobladillo del pantalón, o dibujando palitos en la espinilla, arriba y abajo, y arriba otra vez. Hablando en susurros, aunque no hay nadie que nos pueda escuchar, aunque no hay nadie a quien molestemos, aunque tengamos la casa para nosotros y no haya motivo para que nos escondamos en nada. Manteniendo la intimidad, la calma, la tranquilidad, porque es paz estar con él, una paz suave, tersa, dulce, que arropa y hace que te sientas mejor que nunca. Y luego las bromas, las bromas flojitas, a media voz, las bromas susurradas en el cuello, junto a la oreja, bajo la barbilla. Estar con él, sentados, abrazados, era muy, muy agradable, pero no se puede ni comparar a estar así. Al arrullo de la quietud. A todo lo que se comparte, sólo por la postura, sólo por el ambiente.
Fred se separa de mí con una sonrisa de disculpas. Mi contemplación pierde el pie nada más verlo, la olvido, deja de importarme. Me mira, con las cejas arqueadas con pena, y avanza para besarme suavemente, sólo un besito rápido, antes de cambiar el peso a las manos, que apoya en la cama, para pretender levantarse. No me resigno a soltarlo aún, sino que lo vuelvo a esconder un momento, igual que estábamos, estrechando mi abrazo a su cuello, atrayéndolo hacia mí. No te disculpes, vida mía. Te falta un zapato. Te lo quitarás ahora mismo. Sólo un segundo. Sólo un instante. Me ha encantado que te tumbaras encima. Que lo dejaras para venir a abrazarme. Que me quisieras tanto. Que disfrutaras otra vez del momento. Créeme que no eras el único. Los dos lo saboreábamos. Porque no hay nada mejor que estar contigo, calabacita, nada mejor que estar juntos, y no necesito nada más, nadie más, ni siquiera el Quidditch, la casa, la música, Wood y sus historias. Sobre todo, no a Wood ni a sus historias. Un Ollie que se enfada, se enfada, y me pone los ojos en blanco, y se ofende en nombre de ideales superiores que siempre lo cautivaron pero que a mí ya no me dicen nada, cariño mío, nada de nada, nada de nada. No necesito nada. Estás aquí, estás bien y no te enfadas y no me odias por todo este tiempo manteniéndote lejos y no me importa ni que pongas el zapato sobre la cama, si con eso te relajas sobre mí, no me importa que se ensucie toda la casa, si vas a estar aquí, si vas a estar cerca, si me abrazas y te tumbas. Que no lo haces, porque eres mejor chico de lo que tú y tu madre estaréis nunca dispuestos a admitir, y lo de poner zapatos sobre las colchas te da una grima, ni que sea psicológica, tan enraizada que te contorsionas para abrazarme y, aun así, no manchar nada. Pero no te disculpes, no te disculpes, porque este abrazo es una perlita, cada beso es una piedrecita diminuta, y la vida, por mucho que te digan de éxito y de triunfo, se compone única y exclusivamente de esas joyas efímeras, bien encadenadas. Sólo ellas cuentan. Sólo los instantes en que eres feliz, feliz, feliz.
Dejo que se incorpore casi enseguida, mucho antes de lo que hemos estado en el abrazo anterior, y sigue con cara de sentir la duración de su arrebato. Sonrío abiertamente, para tranquilizarlo, lo beso, lo suelto del todo y se pone de rodillas. Me mira un instante, suspira, sonríe tenuemente. Qué tonto es. Le pongo los ojos en blanco, en broma, y le sonrío. A veces no entiendo que se exija tanto a sí mismo, de verdad. Sólo ha sido un abrazo. Abrazo que me ha sabido a poco. ¿Por qué tiene que disculparse? ¿Por qué se siente mal? ¡Si es una delicia, como todo en él!
Mi cara le pinta bien clarito lo que pienso, y él se encoge de hombros y me hace una mueca, para quitar hierro. Cuando la acepto con una sonrisa burlona, pasándome la lengua por los dientes, gira sobre sí mismo, se sienta en la cama y se dedica a quitarse el dichoso zapato. Alargo una mano hacia su espalda, lo acaricio suavemente y oigo cómo se ríe, sólo un instante, en cuanto nota que lo toco. Risa que me demuestra que lo ha notado y que nos sirve, inconscientemente, supongo, como refuerzo positivo, porque me dice que le gusta mi caricia, y hace que la haga durar más, para que siga gustándole. Le recorro la espalda, encorvada para llegar al pie, con la palma abierta, sin insistir en ninguna zona concreta, una caricia sólo cálida y para mantener el contacto, donde nuestros ojos no pueden llegar, mientras pienso que, en el fondo, no era tan mal plan, éste mío. Lo estoy fundiendo. Ya me ha dicho que me quiere. Ya se ha disculpado, gestualmente, por abrazarme demasiado tiempo. No quiero ser manipuladora, aunque he tenido en él un destacablemente buen maestro, pero veo la necesidad de un contexto formado cuando suelte la artillería, y sólo puedo conseguirlo manipulándolo no sólo a él sino a mí misma también. A él, porque juego con sus recuerdos, esperando a que mi proximidad esté lo suficientemente socavada en su mente como para que le cueste renunciar a ella, y a mí misma, porque voy en contra de lo que querría y, en vez de soltarlo todo a la vez, me hago esperar, me controlo, me freno, para hacerlo en el momento adecuado, para que dé en el blanco, para que todo lo que hay entre nosotros pese demasiado como para insistir en posiciones divisorias. ¿Manipuladora? No quiero creerlo. No hago nada con él que no haría en cualquier otra situación, no hago nada con él que no desee con todas mis fuerzas, no creo ser, para nada, diferente de como soy siempre. Sólo estoy en punto muerto, en algunos temas. Punto muerto hasta la cena. Punto muerto hasta que le haya refrescado lo suficiente la memoria. O, visto de otra manera, punto muerto hasta que, al menos, haya tenido algo. Porque ha venido para un mes, ha venido para más tiempo que nunca, pero lo conozco, lo conozco demasiado bien y sé que, depende de cómo, depende de lo que le dé por pensar, es posible que, cuando le diga lo que he pensado, cuando se lo enseñe, por hecho y rehecho que esté, por tarde que sea para cambiar de opinión, es posible que lo pierda. Que se niegue a que sigamos juntos. Que defienda todo lo que no es él por encima de su persona, que se convenza de que esto es un error, que crea que me tiene que dejar, de una vez por todas, que era lo que tendría que haber hecho desde el principio, que seguir como hemos seguido, sin estar juntos pero viéndonos, por poco que fuere, no era más que prolongar una agonía innecesaria. Y se vaya. Y me deje. Así que, de alguna manera, aparte de manipulación, aparte de preparación necesaria para que, según creo, ilusamente quizás, yo, sea más fácil que acepte la bomba, la maniobra es pura cobardía. Querer guardar algo, querer haber tenido algo, por si es lo último que hay entre nosotros. Por si luego se enfada. Por si me decide dejar para siempre. Que ni yo creo que fuera a ser para siempre. Ni yo creo que duráramos separados mucho tiempo. Lo convencería. Haría lo imposible por convencerlo. No sabría resignarme. Merlín, ¡no! Sólo de pensarlo se me anuda el estómago con rebeldía. ¿Yo, perder a Fred Weasley? Nunca. No. No, no lo dejaría escapar. Después de tantos años, no. Y nunca hemos estado juntos, oficialmente, con toda la parafernalia, así que no cambiaría nada si quisiera dejarlo, o sea que no conseguiría separarme jamás. Además, no duraríamos, lejos. No duraríamos mucho rato, en la misma habitación, sin que uno de los dos alargara la mano hacia el otro, intentara abrazarlo, se le escapara un beso. Es demasiado tiempo. Demasiada costumbre. Demasiados gestos sin palabras, sin compromisos, sin nada más que la voluntad del gesto, detrás. Aunque me dijera que lo dejáramos, no cambiaría nada. Tenderíamos hacia el otro. No podríamos evitarlo; no sabemos. ¡Es que no podría mantenerme lejos! ¡¿Cómo lo haría?! ¡¿Bajo qué pretexto?! Yo nunca he sido su novia formal hasta ahora, yo nunca he sido declarada, nunca hemos expresado el compromiso. ¿Que lo quiere romper? Ya me dirá qué va a deshacer, si nada hay hecho. ¿Que me quiere mantener aparte? No podrá. No cuando tan consumado lo he dejado todo, no cuando tan decidida estoy a que el cuándo, cuándo es ya y a que no me va a importar nada que no sea él. No hay nada qué romper, y no me va a poder mantener lejos. Será violento, y se irá, si reacciona mal, y tendré que dejar pasar tiempo, y tendré que esperarme, sin él, y seguir adelante, como si nada, para luego demostrarle que la costumbre es más fuerte que su voluntad, pero no cambiará nada. Así que sólo es una manera de acumular recuerdos, besos, caricias, sólo por si no sale bien del todo y tenemos que estar un tiempo separados, dejando que se diluya lo negativo. Sólo es un poquitín de cobardía, por si no hay más en los próximos dos meses. No puedo creer, sinceramente, que me vaya a dejar del todo. Que tenga que guardármelo por si no hay más, nunca. No. No. No quiero ni plantearme el creérmelo.
Por fin, acaba con los cordones. Oigo cómo cae el zapato, muerto, sobre el piso. El friegue suave de sus calcetines contra la colcha. Observo las arrugas que se forman en la ropa cuando se gira, cómo apoya la mano en el colchón, junto a mi brazo, se equilibra, me mira, sonríe suavemente. El pelo le cae, desordenando el peinado, alejado de su mejilla, ondea cuando inclina la cabeza, me roza la piel cuando se echa para tumbarse a mi lado. Él me mira un instante, sin decir nada, con una sonrisa medio olvidada en los labios, y luego baja la vista al cuello de mi camiseta, como haciendo tiempo. Lo miro, con toda la atención del mundo, porque nada me importa más, e intuyo que está a punto de decir algo. Me tienta un qué, bailándome en los labios, qué pasa, mi vida, qué piensas, pero no llego a abrir la boca, prendada de él. Está guapo, aun pensativo, aun incluso un poco melancólico, está guapo y, cuando le cambia toda la cara, y alza los ojos, que se encuentran con los míos, y toda su cara se transforma con una expresión feliz, me absorbe. Se deja caer del todo, mi brazo como almohada, bien cómodo en el hueco de su cuello, me pasa una mano por la cintura, hasta la espalda, y me atrae hacia él, muy, muy cerca. Esa mirada es magnética, y no puedo despegar los ojos de los suyos. Está como iluminado. Me aprieta fuerte, hasta que no puede acercarme más a él, me pasa el otro brazo por debajo, también rodeándome la cintura, y avanza para besarme, mientras yo le acaricio la mejilla.
- Qué ganas tenía de verte - me confiesa, entre besos, en un susurro urgente. - Cuánto tiempo, Merlín...
Sonrío, complacida, y le beso más fuerte como respuesta. Ni él mismo sabe cuánto tiempo va a ser esta vez. Ni él mismo se imagina lo que le espera, y yo me derrito de excitación y placer sólo de pensarlo. Ha sido demasiado, demasiado, pero en eso estamos completamente de acuerdo, vida mía, y esta vez será diferente, muy diferente. Un mes, mi vida, un mes, y lo que tú no sabes, lo que tú no podrás ni creerte, lo que no sospecharías jamás.
- Ya está - acabo por susurrar, sin podérmelo callar, también con una prisa que sólo puedo justificar en cómo lo quiero. - Ya está, cariño, ya está.
- Ya está - repite él, y frota la nariz contra la mía. - Estoy aquí, bomboncito.
Asiento y dejo de besarlo para rodearle los hombros y abrazarlo fuerte, mejilla contra mejilla. Casi sin que me dé cuenta, él gira en la cama, sin separarse ni un milímetro, hasta estar encima mío. Inspiro suavemente cuando noto su peso en mi pelvis, suspiro y le mezo suavemente a un lado y a otro, encantada por la nueva postura. Él se estabiliza con las rodillas a cada lado de mis piernas y los codos en la cama, pero, en lugar de frenar mi movimiento, me mece también, muy flojito, casi imperceptible, manteniéndonos en movimiento aunque sea tumbados.
- Te quiero, calabaza - le digo, con voz juguetona para que no deje de notar el apelativo.
- Y yo a ti, preciosa - me responde, casi soñador.
Vuelvo a suspirar, y nos quedamos en silencio un rato, tan sólo disfrutando del momento. Él se remueve un poco, baja la cara, se gira hacia fuera y pone el pómulo en mi clavícula, después de dejarme un beso sobre la camiseta. Ni por un momento deja de balancearnos, y no puedo evitar pensar en la música que hemos bailado. En nuestra afinidad con el ritmo. En lo mucho que nos gusta a los dos bailar, dar vueltas, ir a la vez, forzar la compenetración con improvisaciones tan exageradas que quizás aseguren la sincronización perfecta en cualquier baile más ordinario. Nos gusta. No lo podemos evitar. Nos gusta destacar, aunque no ante los demás, aunque no ante nadie de los de fuera, y nos gusta la sensación de serie, seguido, todo ordenado, todo perfectamente encajado en la música. Los dos, independientes, cada uno pensando lo suyo pero, aun así, encajando a la perfección, como dos engranajes de un mismo motor. Que no. Que no encajamos. Que nos pisamos. Que nos perdemos. Que a veces él hace algo que yo no espero y acabamos cada uno en una punta de la habitación. Pero da igual. Los dos nos sentimos vivos. Radiantes. Tan llenos de alegría que no se puede uno estar quieto. Y, en ese sentido, encajamos al milímetro. Idénticos. No perfectos, no extraordinarios, ni mucho menos, ni ganas. Pero, sí, es vida. Es vida estar ahí con él, es una euforia enamorada que hace que tiemble toda yo de ganas de comérmelo a besos, de ganas de guardar ese momento, de hacerlo durar para siempre.
Merlín, ni el mal humor de Oliver podría estropear eso, nunca.
Al fin, Fred habla, aun girado hacia la habitación, sin haberse movido ni un ápice.
- Angie - susurra, y añade algo más, tan flojito que, con la cara vuelta como está, me cuesta trabajo entender sus palabras. Sólo capto la última, un 'estamos' confuso.
- ¿Qué? - le pido, empujándole hacia arriba para que se separe de mi hombro y presentándole luego la mejilla, para que se tumbe igual que estaba pero apoyado en mi cara en lugar de en mi hombro.
- Que qué habitación es ésta - repite, mientras me besa fugazmente en el pómulo que le ofrezco. - La casa es enorme - observa, casi justificándose, antes de dejarse caer como yo pretendía.
- Sí que es grande - admito, sin darle importancia a una casa que ha dejado de interesarme. - Estamos en el piso de arriba, la segunda a la izquierda. Al lado de la de Oliver y de la de tu hermano - concluyo.
Él se vuelve a separar y alza las cejas inquisidoramente.
- ¿Dónde, ahí? - dice, señalando la pared con un gesto vago.
- Sí, ahí están ellos dos. Oliver en aquélla - sigo, señalando la contraria con una mirada, - detrás del lavabo, y Katie en la de al lado.
Me pone una cara rara mientras piensa en la distribución.
- ¿Y todas son así de grandes? - pregunta, al cabo de un instante.
- No - respondo mientras me lo pienso. - La de Katie es más pequeña. Claro que, en vista de cómo está tu cuñada - añado, con un guiño - casi me alegro de haberles dejado la habitación grande a ellos.
Él asiente, con cara de coincidir conmigo completamente, pero sigue con su tema.
- ¿Y hay alguna libre?
Alzo las cejas, y veo por dónde va.
- No - respondo, con una sonrisa encantada que no sé disimular. - ¿Por qué...?
Él sonríe también y frota la nariz contra la mía.
- Bueno - explica, - intentaba imaginarme la casa.
- Ya - respondo, irónica, rápidamente. - ¿Por qué? ¿Es que quieres comprarla?
Ríe entre dientes y sacude la cabeza.
- No - dice, con los ojos en blanco. - No me puedo permitir una mansión como ésta con mi sueldo, la verdad, bombón. ¡Si aún tenemos problemas para pagar la tienda...!
Le miro con preocupación. ¿Lo dice en serio? ¿Les cuesta llegar a final de mes? ¿¿Y no me había dicho nada?? Sé que no estoy cerca, y que nos vemos de higos a peras, pero, desde luego, soy alguien con quien puede contar y, ¡caray, dinero no me falta! Si tienen problemas, desde luego, pueden contar conmigo, pagaré por todo el edificio, si quieren, si me dejan, lo compraré y no tendrán que pagar más el alquiler...
- No sufras - me interrumpe, con una mirada fija. - No es eso. Estamos muy bien de dinero. Hasta estamos pensando en contratar a Ginny, hacerla fija. No es eso, para nada. Era una manera de hablar. Hemos pasado un par de meses un poco justos, porque hemos comprado muchos ingredientes, en previsión de la vuelta al colegio, pero ya está. Agosto siempre es el mejor mes. Y tampoco es como si fuéramos justos.
Asiento y lo beso en los labios.
- Agosto es el mejor mes, ¿y tú aquí? Ninguno de los dos ha hecho vacaciones en mucho tiempo, y creo que nos las merecíamos pero, si no he elegido un buen momento, sólo tenías que decírmelo...
- No te preocupes - me repite, sonriendo. - Hemos dejado la tienda en buenas manos. Además, por faltar de tanto en tanto no nos vamos a morir. Nos las merecemos. Toca descansar, este año. Y George sí que irá yendo y viniendo, para controlar que todo vaya bien, y eso. Piensa que él se coge vacaciones en otoño, este año.
Cierto, coincido. La pequeñaja. Se me escapa una sonrisa encantada, que Fred me copia a la perfección.
- Bueno - concedo, más tranquila. - Descansaremos mucho, entonces, y ya recuperarás el tiempo perdido en la tienda cuando ellos están pendientes de la niña.
- ¡Exactamente! - exclama, satisfecho, y vuelve a mirar a su alrededor. - Entonces, ¿qué? Tienes una casa preciosa.
Bueno, otorgo, con una sonrisa. Sí que es bonita, sí. Avanzo la cara y le doy un beso rápido.
- Tú también - le aseguro. - La verdad es que ésta me gusta mucho más que cuando vivía en Appleby. Es más acogedora.
Alza un hombro, como dudando.
- Es preciosa - repite. - ¡Enorme! Casi toda mi familia podría vivir aquí, ¡y estaríamos mucho más anchos que en la Madriguera...!
- Exagerado - le riño juguetonamente. - ¡No hay habitaciones para todos!
- Ya - admite. - En la Madriguera tampoco.
- Pero si ya no vivís allí ni la mitad - le recuerdo. - Ahora aquello está desierto.
- Deberías de verlos - suspira, con una expresión traviesa. - ¡Se pasan todo el día en la tienda! Papá, mamá, Ron, Hermione, Harry... ¡Son una plaga! ¡Ay, que mamá se ha olvidado de daros estas galletas! - imita, con voz de falsete. - ¡Ay, que Gin se ha olvidado la chaqueta, y tendrá frío cuando salga! ¡Ay, que iba al banco y se me ha ocurrido pasar por aquí...! Y, cuando vienen, claro, los invitas a que se queden, y a veces, Ron, sobre todo, hasta nos echa una mano con los clientes. Y Ginny se pone negra, porque ya sabes lo mandona que es, y cómo le pone Ron, en general, y Harry, que acompañaba, se pone a hablar con George y me lo entretiene... ¡Una pesadilla, chica!
Río suavemente, pero sacudo la cabeza para darle a entender que no me creo, de la misa, la mitad. Seguro que, sí, pasan por allí, tanto sus hermanos como sus padres. Y Harry y Hermione, que son parte del lote. Y, sí, igual, ya que están, se quedan mucho. Pero, aunque se queje, se le ve en los ojos, está encantado de que los visiten y, en el fondo, les gusta tanto ver a toda la familia, por muchos que sean, como a Molly. Bueno. Va. Se lo concedo. A casi toda la familia.
- Pah - le dijo, alzando las cejas escépticamente. - Seguro que no es tanto. Además, no es lo mismo que vivir todos juntos.
- Y revueltos - suple él. - No, no es lo mismo. Se está muy bien, en casa.
Casa que me encantaría comprarle, pienso, sin poder evitar una inseguridad enorme. Si se lo dijera, igual hasta se enfadaría. ¿Sería implicarme demasiado? Lo podría ver como una inversión a largo plazo, comprar bienes inmuebles, para tenerlos para cuando me haga mayor, o algo...
Bah, yo se lo digo. Total, lo estoy pensando, ¿no? Lo mínimo que puedo hacer es decírselo, para que sepa lo que me pasa por la cabeza.
- Fred - empiezo, tan visiblemente tímida que hasta consigo sorprenderlo. - ¿Cómo estáis, en la tienda...? Es... de alquiler... ¿no...?
- ¿De alquiler? - repite, como para asegurarse de haberme oído bien. - No... - explica, extrañado. - ¿Por qué?
- Por nada - replico, rápidamente. - ¿No estabais de alquiler?
- Estábamos - admite. - Por eso íbamos un poco peor, estos meses. Decidimos comprarla, pisos incluidos, y la estamos pagando con una hipoteca conjunta.
Hago un ruido afirmativo, haciéndome cargo del caso, y no puedo evitar un pinchacito de pena al ver que se me han adelantado. Que no es que lo piense de ahora. Además, idealmente iba a esperar un poco más antes de sugerirle cosas como invertir en bienes inmuebles que ocupe él, ¿no? Pues eso.
- Qué bien, ¿no? - sigo, por fin. - No tenía ni idea de que la hubierais comprado.
- ¡Oh! - se queja, haciéndose el ofendido. - ¡Pues claro que no! ¡La señora no pasa por casa lo suficiente! ¡Ni de mi sobrina se había enterado!
- Tú, que no me lo dices - le reprocho, también a broma, puesto que su tono no deja lugar a dudas sobre la seriedad de sus palabras. - ¿Yo qué voy a saber, si no me lo cuentas?
- También tienes razón - admite, con la boca ladeada en una mueca pensativa. - Al final va a ser culpa mía... Pero, va - me llama, cambiando de tercio. - Ya sabes lo que quería saber de tu mansión. ¿Dónde me has metido, bombón?
Río suavemente y concedo con un gesto que ése era el tema que nos había disparado, sí.
- En mi habitación, claro - susurro, melosa. - ¿Dónde más querría estar el señor, a ver?
- No sé - me contesta, con un ademán. - Igual me ponías a dormir solo, o yo qué sé.
- Uy, sí - no puedo evitar reír. - Eso hubiera tenido mucho sentido.
Vencido, él ríe también.
- No sé, bombón. Igual querías mantener las apariencias ante Wood. ¡Piensa que las carreretas en mitad de la noche son de lo más divertidas!
Sacudo la cabeza, hago como que lo censuro, con los ojos entornados, y, a la vez, le acaricio el cogote, de la forma esa que sé que lo derrite. Que, si intentara reprenderlo, lo sé, lo estaría haciendo al revés, premiándolo con ese roce. Una maestra bastante poco firme, soy yo. Pero le quiero. Y me hace gracia imaginarme a Alicia y a Katie corriendo por el pasillo, de una habitación a otra, jugando a pillarse. Y a Wood quejándose de que no respetarán las ocho horas de sueño que, en el estado de Als, son más que justificadamente necesarias. Que tampoco sé a dónde podría querer ir Alicia, en mitad de la noche, si ya duerme con su maridito, pero bueno. El caso es que, no, no lo pondría nunca a dormir solo, y él lo sabe. Y no lo riño, porque era sólo un comentario a broma.
- Tontorrón - susurro. - ¿Dudabas en serio de dónde podía ponerte a dormir...?
Enrojece, arruga la nariz y se encoge de hombros.
- Pues no - admite, descarado - pero, bueno, tenía curiosidad por saber si ésta era tu habitación.
Ya. Vamos, que no va por ahí, ¿no?
- Pues sí - replico, mirando a mi alrededor. - ¿Te gusta?
- Mucho, mucho - me asegura, sonando de lo más convencido. - Es muy bonita.
Acepto el cumplido con una sonrisa, y lo miro fijamente, sin prisa, dándole tiempo para que lo pregunte. Al principio, él me devuelve la mirada, casi con serenidad, hasta que ya no puede aguantarlo y se da por aludido ante lo que le estoy preguntando.
- ¡Vale! - exclama, alargando exageradamente la primera sílaba. - ¡Tienes que reconocerme que está aquí para picarme!
Wood, entiendo, sin ni siquiera cuestionármelo. Y la afirmación me parece tan increíble que abro la boca y alzo las cejas, sin darle crédito.
- ¿Qué? - salto, anonadada. - ¡Pero, bueno...!
- ¡Eh! - protesta, riendo. El color de sus mejillas sube bastante de tono, y no tarda en esconder la cara en mi pecho, mirándome de reojo con una sonrisa tímida. - Era una manera de hablar - se explica. - No quería decir que estuviera aquí sólo para picarme. Sólo quería decir que, bueno, ya que está aquí... me pica. Que, bueno... No que fuera el propósito de tenerlo aquí. Pero que me pica. No me molesta, ¿eh...? No estoy celoso, ni nada de eso. Sabes que no soy así. Sabes que no podría nunca sentir celos, así, de la nada, sin justificación... y que, caray, ¡es tu compañero de equipo! Me parece genial que estéis tan unidos, sobre todo porque, bueno, es una mejora respecto a los Arrows, ¿no...? - Asiento levemente, sin poder evitar una mueca irónica mientras él intenta, a trompicones, arreglarlo. - Y es un buen chico. Pero... me preguntaba...
- ¿Dónde entrabas tú? - suplo, interrumpiéndole a mitad de frase. Sus tropiezos hacen que, de repente, me sienta fatal, no por Oliver ahora sino por Oliver durante meses.
- No - responde, tan rápido y con una mirada tan sinceramente sorprendida que no puedo dudar de esa negativa. - Para... nada - sigue, lentamente. No se esperaba esa pregunta para nada. - Y entro donde tú quieras, guapa - me recuerda, con una sonrisa. - Sólo que... bueno, no lo dudaba muy en serio, ¿eh? Ya me conoces - suspira, y pone los ojos en blanco. - Pero, no sé... no quería que te sintieras obligada a dormir conmigo, ni nada de eso.
- Nunca me sentiría obligada a nada - le aseguro, intentando aparentar una alegría que, ahora mismo, no me apetece. - Calabaza, ¡me moría de las ganas de estar otra vez contigo, en la misma casa, en la misma cama! ¡Ha pasado tanto tiempo...!
- Mucho - coincide él. - Es genial volverte a tener aquí, bonita.
- Genial - repito. - No puedes imaginarte qué ilusión me hace que te quedes tanto tiempo.
Sonríe, tuerce la boca en un gesto engreído y me guiña un ojo.
- Que te crees tú que no - me replica.
- Y Wood no está aquí para picarte - sigo.
- Lo sé.
- Es sólo que... bueno... vive aquí, también, y...
Vive aquí, también. Merlín. Fred alza las cejas y me mira, interrogante e interesado. Él no será celoso y no le estaré picando con Oliver, pero, igualmente, yo me siento incómoda teniendo que enfrentarme a esta situación. Daría lo que fuera porque ya hubieran pasado las explicaciones. Porque Ollie es Ollie, y no será más que un buen amigo, y no hará más que poner orden en mi vida... pero, para ser sincera, Oliver es quien ha conseguido que aguante tanto tiempo lejos de Fred sin estallar antes. Quien ha hecho que siguiera adelante. Con quien hablaba, porque no había nadie más, porque entendía lo que estaba pasando y me sabía abrazar sin más, sin preguntar, sin dar consejos estúpidos y egoístas que no me llevaban a nada. En algunos aspectos, aunque infinitamente inferior, aunque ni siquiera sea comparable, aunque no me lo quiera ni plantear, casi servía de sustituto de un Fred al que yo había echado.
Y tengo que decírselo, ¿no? Es lo justo. Lo que necesito. Que no es una infidelidad, que, aunque lo fuera, no sería ni reprensible, que no hay para tanto, que sólo son mis ganas de quererlo mucho, mucho, y de estar todo el día alrededor suyo, por completo, sin un solo intersticio, lo que me hace sentirme culpable. Pero, aun así, tengo que decírselo. Que lo entienda. Que me diga que no pasa nada, con esos ojazos sinceros, siempre sonrientes, que me pone cuando me preocupo por algo que no tiene importancia para él, cuando me atranco, cuando no paro de darle vueltas a las cosas, tantas vueltas que hasta lo que es el derecho, y lo que es revés, se me ladean.
- Oh, Fred - suspiro, cerrando los ojos y abrazándolo por el cuello, poniendo mi frente contra la suya. - Gracias por estar aquí, ¡gracias, Merlín, gracias...!
- Ssh - me pide, con una caricia en la mejilla, y abro los ojos para encontrarlo mirándome aun desde tan cerca. Tan cerca que ni siquiera puedo enfocarlo. - Eh, ya está, ¿eh, Angie? ¡Si no lo decía en serio! Entiendo que esté aquí, entiendo que vivas con él, lo entiendo todo, mi vida, lo entiendo todo.
- No - protesto, muy débilmente. Lo entiende todo ¿a pesar de que ni haya empezado a explicarle los últimos meses? No. No puedo estar segura. Y, de cualquier manera, es mejor que se lo diga ahora, para que se enfade, si se tiene que enfadar, para que lo arreglemos, antes de que las cosas se compliquen demasiado. - Yo... - comienzo, sin saber por dónde ordenarlo. - Tendría que haberte dicho que él estaría aquí, para empezar.
- No, preciosa - me corrige, con voz segura y, a la vez, dulce. - Vamos, Angie. ¡Te estás ahogando en un vaso de agua! Hace años que superamos lo de Oliver. Él incluido. ¡Por Circe, no lo decía en serio! Sé que no está aquí para picarme. Claro que no. Está aquí porque es tu amigo. Igual que han venido Alicia, y Katie, y mi hermano. Todos juntos. Venga, bombón - me ruega, con las cejas arrugadas con pena y frunciendo los labios ligeramente, - ¡no te lo tomes tan a pecho! ¡Era broma, de verdad...!
- Ya - susurro, torciendo la boca, aunque sin ironía alguna. - Pero es que... te he echado tanto de menos - confieso, débil. - Merlín, Fred, no te lo puedes imaginar. Y él estaba en el equipo, y me veía mal, venía, se quedaba hasta que me dormía... Y un día, y otro... hasta que se quedó a vivir aquí. Y dormíamos juntos. Pasábamos todo el día juntos... y...
Me interrumpe separándose, afianzándose en los codos y mirándome muy seriamente.
- Y te sientes culpable - acaba por mí.
- Sí.
- Angelina, cariño - empieza, con tono casi paternal. - ¡Caray, si lo sé, no te digo nada! ¡Pues claro que dormías con Wood! Y vivías con él, y seguro que te obligaba a llevar una dieta sana a base de verduritas, respetando siempre, eso sí, la proporción justa de hidratos de carbono, grasas, proteínas, vitaminas. ¡Pues claro...! Y no me has avisado, no porque quisieras ponerme celoso, sino porque no has sabido cómo, ni cuándo. Angie, de verdad que lo entiendo - reafirma antes de besarme muy flojito, sin esperar una colaboración por mi parte de la que aún no tengo muchas ganas. - No quiero que te sepa mal, ahora. Es tu amigo. ¡La de veces que he perseguido yo a George, para que me hiciera caso! - Con un tono mucho más ligero, me hace una mueca de asco y pone los ojos expresivamente en blanco. - Es un descastado. Deberías de verlo. ¡Ecs! Tiene su niñita, y su Allie bien loca por él, y al gemelo loco ese que le corre por el mundo, que lo zurzan. Y Katie, con lo marimandona que es, no ayuda, porque, ¡encima!, me manda a barrer la trastienda, a quitar el polvo, a hacer la colada. ¡Peor que mamá! ¡¡Qué pesadilla de rubita!!
A mi pesar, se me escapa una sonrisa compasiva, que él recibe con un guiñe triunfal.
- Va, no le des más vueltas - concluye, después de besarme otra vez. - O sea que vivías con el señor capitán - murmura, pensativo. - ¿Y qué tal? ¿Seguimos tan obsesionados?
- No - protesto, reconciliándome poco a poco con el hecho de que se lo tome tan bien. - Es un asceta, pero ya no es como en el colegio. Como el equipo no es su completa responsabilidad, no se lo toma tan a pecho.
- Eso está bien - acepta, con una inclinación de cabeza. - Pero sigue las reglas a rajatabla, ¿no...?
- Estrictamente - coincido.
- Una pesadilla - sella él. - Si es que nos necesitas, para mantenerlo al margen. Deberías habernos invitado antes, preciosa, y te lo hubiéramos quitado de encima.
Inspiro lentamente y se lo concedo con una caída de párpados.
- Entonces - recapitulo - ¿no te importa que esté aquí? ¿Que haya vivido aquí desde hace meses...?
- No - responde, con completa seguridad. - En absoluto.
- ¿Y no te ha... dolido - tanteo - verlo aquí, al llegar?
Sonríe de oreja a oreja, con cara de tener un gran secreto.
- No - repite, con igual entonación. - ¿Aún no me conoces...?
Claro que sí. Claro que lo conozco. Pero lo quiero. Lo adoro. Llevo mucho lejos de él. Me importa muchísimo. Y quererle tanto me hace débil, frágil, vulnerable a que cualquier posibilidad de hacerle daño, por pequeña que sea, por poquito que le pueda doler, me hiera muchísimo.
- Sí - acabo por responder. - Pero... a mí me dolería - reconozco.
Él ríe suavemente y sacude la cabeza rotundamente.
- No lo haría - me asegura. - No te dolería. Porque - empieza, y se interrumpe a sí mismo para besarme - me mirarías - otro beso - como te he mirado yo a ti. - Vuelve a besarme. - Me mirarías y lo verías todo. Todo. - Más besos. - Y Wood, sencillamente, desaparecería del panorama.
Alzo las cejas y le dirijo una mirada esperanzada.
- Entonces, ¿no te has... picado?
- No - dice, con una sonrisa grave, halagada. - Para nada.
- ¿Porque me has visto a mí? - sigo hurgando, para asegurarme.
- Porque me has mirado. Porque te has iluminado. Porque no hacía falta nada más que verte la cara. Y - empieza, y hace una pausa en la que nos contemplamos mutuamente - porque te quiero. Y te conozco. Y no necesito nada más.
Cierro los ojos, dejándome convencer por completo, me echo atrás y, como si siguiéramos bailando, anticipo por completo sus movimientos, los recibo y los respondo. Se inclina hacia adelante en cuanto ve que me relajo, pone las manos en mi espalda, pasando los brazos por debajo de mi cuerpo, inspira entrecortadamente ante mis labios y se lanza. Con los ojos cerrados, es como si sólo estuviera él, en todo mi mundo, noto cómo se acerca, cómo me besa, cómo se aleja, sólo un poco, para volver a la carga, e inclino la cabeza hacia atrás, presentándole un ángulo diferente, con la barbilla ligeramente alzada.
- No vuelvas a dudar - murmura, entre besos apresurados. - Nunca te reprocharía nada, bombón.
- No - admito, en un gemido. - Lo sé.
Como respuesta, él cambia ligeramente de postura, saca un brazo de debajo mío, busca su varita y, sin separarse de mí en ningún momento, la alza en el aire para volver a hacer sonar la música. No me sorprende; demasiado lo conozco ya como para no esperar más música antes de que pasara mucho tiempo, pero, esta vez, al menos, estoy segura de que no bailaremos por la habitación. Mientras me besa el cuello, con los primeros acordes, la vergüenza por mi inseguridad me visita, lejana, sin importancia, sin que me afecte demasiado. No me avergüenzo de haber tenido a Oliver conmigo, no me avergüenzo de haberlo necesitado. No quiero hacer daño a Fred, no quiero que dude ni un momento de mi amor, porque me enfrentaré a la prueba pronto, muy pronto, porque tiene que juzgar si nosotros dos merecemos la pena, si lo que hay es lo suficientemente fuerte, y no quiero ni que pueda considerar que Oliver es suficiente para sustituir todo lo que él significa. Porque no lo es. Porque no lo será jamás. Nadie lo será jamás. Y estoy decidida a, esta vez sí, hacerlo bien, tomar las decisiones adecuadas, hacer lo correcto para conseguir lo que más me importa. Y ni Oliver puede convencerme de lo contrario, por mucho que lo intente. Estoy decidida a estar con Fred. Completamente decidida, cueste lo que cueste.
Y nunca le agradeceré lo suficiente la comprensión, en cada pequeño momento, desde el principio del todo, desde que empezamos, desde que, sobre todo, se complicó nuestra relación. Cuando lo dejé, cuando vi que no eran posibles las dos cosas y elegí lo único que supe elegir. Ni siquiera me arrepiento. Ni siquiera creo haber hecho mal, aunque no lo volvería a hacer, porque estoy cansada, porque ha pasado demasiado, porque ya no lo soporto más. Y quizás, como dice Oliver, lo que era incorrecto era la primera premisa, la de la incompatibilidad del Quidditch y de Fred, quizás me lo podría haber montado, quizás hubiera salido bien. No lo sabré jamás. No lo podremos ver nunca. Tampoco lo creo, conociéndonos nosotros y conociendo nuestra relación. No hubiéramos sabido dividirnos así.
Desde luego, no puedo arrepentirme absolutamente de nada mientras Fred me recorre la garganta con besos encadenados, mientras me abraza, mientras me acaricia los costados.
En un momento, la música cambia completamente de tercio, pasando de una balada sin exigencias a una con mucha más marcha y una predominancia de batería, constante, con los mismos acordes que se insinuaban, con una continuidad pero un cambio tan brusco que consigue que mi espíritu se eleve con ella, a pesar de que me la sé. A la vez, el abrazo de Fred se hace más fuerte, arqueándome en la cama, y me pierdo en el ritmo, con los ojos aún cerrados y él, y el mundo entre nosotros, con su percusión y su tacto, como lo único que importa.
Sólo puedo pensar en que todo va bien. Bien. Bien.