Corazones desequilibrados

Por Nochedeinvierno13


Disclaimer: Todo el universo de Canción de Hielo y Fuego es propiedad de George R. R. Martin.

Esta historia participa en el Drabblectober de "[Multifandom] Casa de Blanco y Negro 3.0" del Foro "Alas Negras, Palabras Negras".

Prompt: Nothing breaks like a heart, Mark Ronson ft. Miley Cyrus. Y gris.


I.

This world can hurt you,

it cuts you deep and leaves a scar.

Lo primero que vio al llegar a Bastión de Tormentas fue a Vhagar.

La última dragona que quedaba con vida desde los tiempos de la Conquista estaba pertrechada contra la muralla exterior. Las alas de cuero estaban replegadas sobre sí mismas y la gran protuberancia que colgaba de su mandíbula se bamboleaba al compás del viento. Que Vhagar estuviera allí solamente significaba una cosa.

Un relámpago restalló en el cielo, abriéndose paso entre los espesos nubarrones, anunciando la tormenta que pronto azotaría aquella fortaleza. Arrax soltó un chillido. Lucerys Velaryon le pasó una mano enguantada por las crestas para tranquilizarlo. El aire estaba cargado por la humedad de la tormenta; sin embargo, las escamas de su dragón emanaban un vaho cálido y reconfortante.

Arrax se posó en el patio y Lucerys descendió de su lomo sin dificultad. Con el tiempo el dragón y él se habían vuelto uno. Cuando Luke estaba feliz, Arrax volaba describiendo círculos en el cielo; cuando tenía pesadillas, lanzaba dentelladas al aire y sus alaridos resonaban en toda Rocadragón. «Es por el lazo que establece cada jinete con su dragón —reflexionó—. Y el nuestro se forjó desde la cuna.»

Frente a sus ojos, la enorme fortaleza se alzaba. Constaba de una única torre sin ventanas y, a sus pies, los establos, las cocinas y patios secundarios formaban una suerte de entramado. Los criados iban de un lado para el otro, susurrando por lo bajo, haciendo preparativos, y Lucerys sabía que nada tenían que ver con una bienvenida.

Se preguntó desde cuándo estaría su tío en Bastión de Tormentas. Sin duda, encontrárselo no estaba en sus planes, pero debía mantener la calma. Por Arrax y por su madre. Sobre todo, por su madre.

Antes de partir, ella le hizo prometer ante los ojos de los dioses y de los hombres que no tomaría parte en ninguna pelea. «Irás como emisario, no como caballero», le dijo antes de vestirlo con los colores de su casa y entregarle el mensaje para Lord Borros Baratheon, Señor Supremo de las Tierras de la Tormenta.

Los guardias lo escoltaron por un largo pasillo con decenas de antorchas enclavas en la pared; a medida que avanzaban, los pasos y el acero levantaban eco en esos muros arcaicos y llenos de historias. Un relámpago cayó en picado desde el cielo; Lucerys miró atrás, buscando las alas blanquecinas de Arrax, pero las puertas ya se habían cerrado a sus espaldas.

Al llegar a la sala del banquete, Lucerys Velaryon supo que no iba a ganar el favor de la casa para la causa de su madre.

Lord Borros estaba sentado en una silla de piedra gris clara, tan similar a la que se había usado para construir la única torre de la fortaleza, y estrechaba la mano de su tío. Estaban hablando de dotes, fechas y los platos que se servirían cuando la celebración tuviera lugar. «Están sellando un acuerdo matrimonial», comprendió.

—¡Lucerys de la Casa Velaryon! —anunció el heraldo—. Enviado de la Princesa Rhaenyra Targaryen.

—Reina —corrigió el chico—. Traigo un mensaje para vos, Lord Borros.

De espaldas, su tío no era tan temible. No era tan musculoso como Aegon, sino esbelto como un junco y ágil como una gacela. Pero de frente era tan peligroso como el dragón que montaba.

Aemond lo miró con su ojo sano mientras dejaba caer el pergamino en la mano del guardia. El pache, bien anudado por detrás de la cabeza, era un eterno recordatorio de que él le había arrancado un ojo cuando no era más que unos niños. Debajo del cuero negro y suave había una cuenca vacía.

No obstante, si solamente tenía un ojo, ¿por qué su mirada le ponía los nervios a flor de piel? «Porque tú le sacaste el otro», respondió una voz interior tan cínica como la sonrisa de su tío.

Lord Borros no era un hombre de letras —su madre ya la había advertido que no sabía leer y tampoco escribir—, por lo que mandó llamar al maestre a la sala de banquetes.

Mientras el erudito leía y, posteriormente, trasmitía el mensaje a su señor, Aemond se inclinó hacia la moza que le flanqueaba el lado derecho y le susurró algo al oído. Sus palabras le arrancaron una risa mal disimulada; en el lado opuesto del salón, Lucerys divisó a otras tres mozas que miraban con resentimiento a la pareja.

Lord Borros Baratheon estaba casado con Elenda de la Casa Caron y de su simiente habían nacido cuatro chicas que eran conocidas como las «Cuatro Tormentas». Sabía que se llamaban: Cassandra, Maris, Floris y Ellyn, pero no podía distinguirlas entre sí.

Una de ellas sería desposada por su tío; las demás seguirían esperando un señor o un caballero que les pidiera la mano. Jamás otro príncipe.

—¿Qué recuerde el juramento de mi padre? —bramó el señor. Hizo el amague de ponerse de pie, pero cayó nuevamente en la silla. A Lucerys le dio la impresión de que había bebido de más—. ¡Al menos el Rey Aegon vino con una propuesta de matrimonio! —Agitó aireado el trozo de pergamino—. Si pongo mis espadas al servicio de vuestra madre, ¿con cuál de mis hijas os casaréis?

Lucerys debería haber mirado a las mozas que estaban rezagadas al final de la sala como si fueran una piedra más de la pared, pero sus ojos no podían apartarse de Aemond como si su ojo púrpura, bordeado de pestañas doradas, ejerciera un magnetismo sobre él. Siempre se había sentido así en su presencia: arrastrado por su campo gravitacional, empequeñecido y cautivado.

Tragó saliva con dificultad.

—Mi señor —contestó, elevando la voz por encima de la risa de su tío—, no estoy libre para casarme. Ya estoy comprometido.

Su madre los había comprometido a Jace y a él con sus primas Baela y Rhaena, respectivamente. Lucerys no la amaba, pero confiaba que, con el tiempo, pudiera llegar a verla como a una esposa.

Aemond esbozó una sonrisa de medio lado.

—Marchaos a casa, niño, y dile a la zorra de vuestra madre que el señor de Bastión de Tormentas no es un perro al que azuzar contra sus enemigos cuando le plazca.

Lucerys soportó estoico el embate de sus palabras, ya las había anticipado desde que puso un pie en el salón. «Cumplí con mi deber —pensó—. Entregué el mensaje de mi madre.» La lealtad de Lord Borros era un asunto que escapaba de sus manos.

—Se lo diré, mi señor.

Se giró sobre sus talones, dispuesto a marcharse, pero una voz se lo impidió:

—Alto ahí, mi señor Strong —Un escalofrío le recorrió la espalda al escuchar ese «mi» saliendo de sus labios venenosos—. ¿En verdad crees que puedes volar por el reino, tratando de robar el trono de mi hermano sin una consecuencia?

—No pelearé contigo. Vine aquí como mensajero —dijo, recordando el juramento hecho a su madre.

—Una pelea sería un diminuto reto. No —chasqueó la lengua y, acto seguido, se quitó el parche de cuero, dejando al descubierto el ojo mutilado. Una cicatriz rosácea le atravesaba el párpado desde la ceja hasta el pómulo; un zafiro le brillaba en la cuenca. Se sintió horrorizado y también cautivado. Él le había hecho eso cuando eran niños, movido por el puro instinto de supervivencia al ver que, probablemente, mataría a su hermano si no intervenía, pero ese era un argumento vacuo para su tío—. Quiero que te quites un ojo. Como pago por el mío. Uno servirá. Tampoco quiero dejarte ciego.

Desenfundó el puñal que llevaba en la cintura y lo arrojó a sus pies. Lucerys Velaryon sintió que el miedo le atenazaba las entrañas.

Un trueno se escuchó poco después y las paredes de la fortaleza retumbaron bajo su yugo. Las llamaradas que emanaban las dos gruesas antorchas apostadas detrás de la silla de piedra, bailaron con las ráfagas de viento que se colaban desde los patios.

—No —fue su respuesta.

—¡Dame tu ojo! ¡O yo lo tomaré, bastardo! —La última palabra resonó en la sala.

Su tío se movió con la agilidad de una flecha, sorteando a los cuatro guardias que intentaron cerrarle el paso. Lucerys llevó la mano a la empuñadura de su espada de forma instintiva; luego, recordó su juramento. Se movió hacia adelante en busca del puñal de hoja curva que descasaba a escasos centímetros de él.

Lo tomó con ambas manos y lo mantuvo a la altura del vientre; Aemond se detuvo en el instante exacto en que el metal le rozó el cuero blando de la capa. Lo único que los separaba era el puñal. Si Lucerys lo retorcía, haría jirones las capas de ropa y se encontraría con la piel pálida que allí se escondía.

¿La sangre de su abdomen tendría el mismo color que la de su ojo? ¿O tal vez sería más oscura y espesa como un vino de El Rejo?

Aemond estaba tan cerca que podía sentir su respiración errática contra la mejilla. Jadeaba como un perro rabioso y Lucerys era el plato principal. Si no le daba lo que quería, lo despedazaría allí mismo, sin importarle que su prometida lo estuviera presenciando; y si no se lo daba, la cacería iniciaría una vez más, perpetuando la rivalidad que se profesaban desde la infancia.

No existía más verdad que esa. Su tío lo odiaba y jamás lo dejaría ir. Y, en el hipotético caso de que consiguiera llegar a lomos de Arrax y emprender vuelo, Aemond podía usar a Vhagar, un dragón curtido en batalla que soportaba mejor las inclemencias del clima.

«Si montó a Arrax, nos perseguirá —pensó. En el salón, el Señor de la Tormenta y sus guardias garantizaban su seguridad, pero los cielos eran de los dragones—. No puedo dejar que me haga daño.»

Si moría, ¿qué sería de su madre? Ya había perdido a Visenya después de un parto prematuro, no podía perder otro hijo.

—Si me quito un ojo, ¿la deuda estará saldada? —preguntó con voz trémula.

—Tienes mi palabra, bastardo.

«Otra vez esa expresión.»

Jace estaba equivocado. Por más que vistieran los colores de su madre y llegaran montados en dragones, seguían siendo bastardos. El pelo castaño, los ojos pardos y la nariz achatada los delataban. A dondequiera que fueran, las miradas de dudas seguirían estando, preguntándose dónde estaban los rasgos valyrios.

¿Para qué quería dos ojos pardos, sin gracia alguna?

Si su tío había sobrevivido con uno solo durante todos esos años, él también podía hacerlo. Era valiente, era fuerte. Por sus venas corría la sangre del dragón y la sangre del dragón no temblaba.

—Lo haré.

Los dedos se aferraron al mango de huesodragón; el metal destelló bajo la luz titilante de las antorchas.

Lo último que vio antes de clavárselo en el ojo izquierdo fue el zafiro que adornaba la cuenca vacía y las hebras de plata que caían despeinadas a su alrededor.